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Verdades previas

«Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo» (Jn 17,16)

De Cristo o del mundo

El título de esta obra sugiere una idea central: que los que son de Cristo no son del mundo, y que, por el contrario, los que son del mundo no son de Cristo. Esta enseñanza de Jesús (Jn 15,19; 17,14.16), como todas las suyas, requiere cuidadosas explicaciones, que han de hacerse a la luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición cristiana; y trae consigo muchas y muy importantes aplicaciones. A estudiar todo ello se dedica este libro.

El cristianismo, como es obvio, siempre se ha realizado en el mundo secular, y lo ha hecho, al paso de los siglos, en situaciones muy diversas. Sin embargo, la actitud fundamental de la Iglesia respecto del mundo ha sido siempre la misma: la que en la Biblia y en la Tradición halla su norma permanente. Y esta actitud fundamental ante el mundo es la que pretendo afirmar, o si se quiere, recuperar.

Por lo demás, en ese mismo espíritu, y bajo la acción del Espíritu Santo, se han producido, sin duda, desarrollos homogéneos, progresos notables hacia la verdad completa (Jn 14,26; 16,13). Pero junto a éstos, se han producido también desviaciones heréticas, sea por rigorismos excesivos o por mundanizaciones de diversas modalidades y justificaciones. Se trata en uno y otro caso de falsificaciones del Evangelio, que hemos de conocer.

Siempre en perspectiva histórica y a la luz de la teología espiritual, hemos de estudiar también aquí si la perfección evangélica que Cristo ofrece a los hombres es posible permaneciendo en el mundo, y hasta qué punto se ve facilitada por la renuncia al mundo, según los consejos evangélicos de la pobreza, el celibato y la obediencia. Más aún, estudiaremos cómo esta renuncia al mundo, o si se quiere, esta diferenciación del mundo, puede ser más o menos realizada, no sólo según los diversos estados de vida, sino también según las diferentes escuelas de espiritualidad.

Algunas verdades fundamentales

Comienzo por recordar brevemente algunas verdades fundamentales, que vamos a necesitar en todas las páginas siguientes, y que en otros escritos ya he tratado con mayor amplitud y totalidad.

Algunos de los temas de este estudio han sido ya considerados por mí más ampliamente en Sacralidad y secularización (1996), y con José Rivera (+1991), en la obra Síntesis de espiritualidad católica (19944 = Síntesis). Al final del presente estudio incluyo una Bibliografía, con los títulos que son citados en el texto o que se han empleado en su elaboración.

Los tres enemigos del Reino

La perfección cristiana consiste (positivamente) en una transfiguración completa del hombre en Cristo, que implica (negativamente) una renuncia a la vida según la carne, el mundo y el demonio. En esta continua conversión el elemento afirmativo y el negativo, posibilitándose mutuamente, van siempre unidos. Es la clave del misterio pascual: en Cristo, muerte y resurrección; en nosotros, participar de su cruz, para participar de su santa vida nueva.

Pues bien, la Revelación suele tratar conjuntamente de los tres enemigos, aunque también habla de ellos por separado. Cristo, por ejemplo, en la parábola del sembrador, señala al mismo tiempo los enemigos de la Palabra vivificante: son el Maligno, que arrebata la semilla; la carne, es decir, la flaqueza del hombre pecador; y el mundo que, con sus fascinaciones y solicitudes, sofoca lo sembrado en el corazón humano (Mt 13,18-23).

El mismo planteamiento en San Pablo: «Vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados, siguiendo el espíritu de este mundo, bajo el príncipe que manda en esta zona inferior, el espíritu que actúa ahora en los rebeldes contra Dios. Y también nosotros procedíamos antes así, siguiendo las inclinaciones de la carne, cumpliendo sus tendencias y sus malos deseos. Y así estábamos destinados a la reprobación, como los demás» (Ef 2,1-3). La idea es clara: vivir abandonado a los deseos del propio corazón (carne), seguir las pautas mentales y conductuales del siglo (mundo), y estar más o menos sujeto al influjo del Príncipe de este mundo (demonio), todo es lo mismo.

La carne

La carne, el hombre carnal, es el hombre, en alma y cuerpo, tal como viene de Adán: limitado, como criatura, e inclinado al mal y débil para el bien, como pecador.

La gracia de Cristo, por la comunicación del Espíritu Santo, ha de hacer que los hombres carnales, animales, «los que no tienen Espíritu», vengan a ser hombres espirituales; que los hombres viejos se hagan nuevos; que los terrenos vengan a ser de verdad celestiales; que los meramente exteriores, se hagan interiores; y, en fin, que los hombres adámicos, pecadores desde Adán, vengan a ser cristianos, animados por el espíritu de Cristo (Síntesis 160-163).

Pero el hombre carnal se aferra a sus propios modos de sentir, de pensar, de querer, de vivir, resistiéndose así al Espíritu Santo, que quiere purificarle y renovarle todos esos modos en fe, esperanza y caridad. Ya se ve, pues, que sin la mortificación de la carne, es imposible la renovación en el Espíritu (ib. 307-337).

El demonio

El demonio, o mejor, los demonios, son los ángeles caídos, que combaten en los hombres contra la obra del Salvador. Por eso, cuando en el Padrenuestro pedimos la liberación del mal, somos conscientes de que «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios», y a su obra de gracia entre los hombres (Catecismo 2851) (Síntesis 291-306).

El mundo

Veamos, por fin, el significado de la categoría bíblica y tradicional de mundo. En el lenguaje cristiano, derivado de la Biblia, la palabra mundo (kosmos, mundus), tiene varias acepciones fundamentales. Las dos principales son la de mundo-cosmos, la creación, la obra buena de Dios, el conjunto de las criaturas, y el mundo-pecador, que es ese mismo mundo en cuanto inficcionado por los errores y los pecados de los hombres. Otras variantes, sobre esas dos acepciones básicas, irán apareciendo en el texto (+Pablo VI, 23-II-1977; Síntesis 338-360). El Catecismo de la Iglesia describe ampliamente los dos conceptos:

-Mundo-cosmos: es la creación divina, llena de bondad y hermosura, una revelación magnífica para llegar al conocimiento de Dios (31-34, 282-301, 337-349).

-Mundo-pecador: «Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de San Juan "el pecado del mundo" (Jn 1,29). Mediante extra expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres» (408). En efecto, «desde el primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda al mundo; el fratricidio cometido por Caín en Abel; la corrupcción universal, a raíz del pecado; en la historia de Israel...; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta de múltiples maneras» (401).

Por eso lo que la Palabra divina afirma del «hombre», eso exactamente es lo que dice del «mundo»: que no tiene remedio sin la gracia de Cristo, que no hay para él salvación sino en el nombre de Jesús (Hch 4,12); que «como todos nos hallamos bajo el pecado» (Rm 3,9) -«todos se extravían igualmente obstinados, no hay uno que obre bien, ni uno solo» (Sal 13,3)-, por eso «el mundo entero está en poder del Maligno» (1Jn 5,19; +Ap 13,1-8). Eso es lo que, con toda verdad y con todo amor, dice Dios a los hombres, al mismo tiempo que les ofrece un Salvador.

El siglo

El siglo (aión, sæculum) viene a tener en la Escritura un sentido semejante al de mundo (+Sant 4,4). «Los hijos del siglo», que forman el mundo, quedan contrapuestos a los «hijos de la luz» (Lc 16,8; +Rm 12,2; 1Cor 2,6; 3,18). Ahora bien, como en la mentalidad latina el término mundus expresaba orden y belleza, en la tradición de los Padres occidentales se usa más el término sæculum para expresar el sentido peyorativo de mundo.

No obstante, el término secular admite también, igual que el de mundo-cosmos, un sentido bueno y positivo (+Mt 12,32). Y lo mismo se diga de la índole secular de las tareas o de las personas -ocupaciones seculares, clero secular, institutos seculares-.

Para no alargar estas explicaciones, remito ya al contexto el sentido exacto de los términos mundo y siglo, que aquí usaremos, así como el de sus derivados, por ejemplo, mundanizado o secularizado.

Tres combatientes aliados

Ya hemos visto que demonio, mundo y carne luchan unidos contra el Espíritu. Cada uno lo hace a su modo, y no se puede vencer a uno sin vencer a los otros dos.

-La carne y el mundo vienen a ser casi lo mismo: es, en uno y otro caso, el hombre, herido por el pecado, considerado personalmente (carne) o colectivamente (mundo). Y actúan, por supuesto, en complicidad permanente. De hecho, en cuanto la persona se despierta espiritualmente y comienza a tender hacia la perfección, experimenta al mismo tiempo el peso de la carne y la resistencia del mundo. Antes, cuando no buscaba la perfección evangélica, carne y mundo le eran tan connaturales que apenas sentía su carga y atadura. Pero ahora advierte, como dice el Vaticano II, que no se puede ir adelante y hacia arriba sin «llevar el peso de la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia» (GS 38a).

-Mundo y demonio, por su parte, actúan también íntimamente unidos. Ya se nos ha recordado que el demonio es llamado en la Escritura el «príncipe de este mundo» (Jn 12,31), más aún, el «dios de este mundo» (2Cor 4,4).

Dice San Juan de la Cruz, escribiendo a un religioso, que «el alma que quiere llegar en breve... a la unidad con Dios, y librarse de todos los impedimentos de toda criatura de este mundo, y defenderse de las astucias y engaños del demonio y libertarse de sí mismo», tiene que vencer los tres enemigos juntamente. «El mundo es el enemigo menos dificultoso [sobre todo para un religioso, que ha renunciado a él efectivamente]. El demonio es más oscuro de entender; pero la carne es más tenaz que todos, y duran sus acometimientos mientras dura el hombre viejo. Para vencer a uno de estos enemigos es menester vencerlos a todos tres; y enflaquecido uno, se enflaquecen los otros dos; y vencidos todos tres, no le queda al alma más guerra», y todas sus fuerzas quedan así libres para amar a Dios y al prójimo (Cautelas a un religioso 1-3).

Aunque sea obvio, ya que estamos en ello, convendrá recordar que la lucha espiritual cristiana queda paralizada cuando apenas se cree en la existencia real de sus enemigos. ¿Qué combate espiritual puede mantener aquel cristiano que no cree en el demonio, ni en la pecadora condición carnal del hombre, y que tampoco ve el mundo como una estructura de pecado, que del pecado procede y al pecado inclina?... Es un cristiano destinado a ser vencido por el demonio, la carne y el mundo.

Dejar el mundo para ser perfecto

«El mundo es el enemigo menos dificultoso», se entiende, si de verdad se renuncia a él. En efecto, la renuncia al mundo ha de ser realizada por todos los cristianos ya desde el bautismo -la antigua ruptura bautismal, apotaxis, respecto al siglo-, y de un modo especial por los religiosos, mediante su profesión de los consejos evangélicos. Pero si no es real esa ruptura, el mundo entonces dificulta enormemente la obra del Salvador, pues con lazos invisibles pero eficacísimos, continúa sujetando a la persona a ciertos modos de pensar, de sentir y de actuar, que hacen imposible la renovación en el Espíritu Santo.

Por eso, cuando Cristo llama a la perfección evangélica, el primer consejo que da, el más elemental y primario, es éste: «si quieres ser perfecto, déjalo todo, y sígueme» (Mt 19,21). En estas palabras el Maestro enseña -así lo ha entendido siempre la Tradición cristiana- que, vencido el mundo, por la renuncia a él, se debilita mucho la guerra de la carne y del demonio; y que así queda grandemente facilitado el seguimiento de Cristo, en el que consiste realmente la perfección cristiana, es decir, la santidad.

Así pues, la vida según los consejos evangélicos -obediencia, pobreza y celibato- libera del mundo en gran medida, y aunque en ella permanecen activos todavía la carne y el demonio -como enemigos, como tentación-, su fuerza queda debilitada por la renuncia al mundo. Por eso en la Iglesia los clásicos «caminos de perfección» se caracterizan por la renuncia mayor o menor al mundo. Este punto es importante y hemos de estudiarlo con atención, considerando sus consecuencias en las diferentes vocaciones cristianas. Estudiaremos también cómo el mundo puede ser dejado de hecho o sólamente en el afecto.

Ambiente actual pelagiano

La herejía de Pelagio -monje de origen británico (354-427)-, como tentación al menos, es permanente, y en las diversas épocas de la Iglesia se manifiesta con modalidades peculiares. Pensar, o mejor, sentir que el hombre no ha sido gravemente dañado por el pecado original; estimar que su enfermedad espiritual no es tan grave, y que en todo caso no es mortal; considerar que puede el hombre realizarse a sí mismo, sin necesidad de auxilios sobrenaturales, son convencimientos pelagianos, que hoy forman un estado de ánimo difuso, también entre muchos cristianos. Tal actitud, por supuesto, daña la fe, impide la vida espiritual, paraliza el apostolado y, concretamente, hace imposibles las vocaciones sacerdotales y religiosas.

La frecuente vigencia del pelagianismo en nuestra época ha sido señalada últimamente por muchas autoridades en el campo del pensamiento. Suele presentarse en forma de naturalismo ético, humanismo autónomo u otros modos de corte voluntarista. En todo caso, la tendencia pelagiana es un falso optimismo antropológico, que exige no ver la maldad del hombre y del mundo. O al menos, no reconocerla del todo en sus consecuencias espirituales. En ese marco mental se inscribe hoy la disminución o la pérdida del sentido del pecado.

«El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado». Esta afirmación la hizo Pío XII hace medio siglo (Radiomensaje 26-X-1946). Y Juan Pablo II la hizo suya en la exhortación apostólica Reconciliatio et pænitentia (2-XII-1984), en la que señala las causas de ese gravísimo fenómeno. La causa principal está, sin duda, en que, «oscurecido el sentido de Dios, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado». Tan difundido está ese espíritu, que «incluso en el terreno del pensamiento y de la vida eclesial algunas tendencias favorecen inevitablemente la decadencia del sentido del pecado. Algunos, por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con otras exageraciones: pasan de ver pecado en todo a no verlo en ninguna parte» (18) (+Síntesis 269-270).

Pelagianismo y hombre carnal

Los cristianos pelagianos, más próximos a Rousseau que a Jesús, afirman que el hombre en el fondo es bueno; pero olvidan que también en el fondo es malo. «Vosotros sois malos», dice el Señor (Mt 12,34; Lc 11,13). Ciertamente, el bien es más connatural al hombre que el mal; pero no se debe ignorar que en el hombre adámico hay una inclinación tan persistente al error y al mal, que no puede ser corregida sin la gracia de Cristo (Síntesis 232-234).

Los cristianos pelagianos de hoy prefieren ignorar que el hombre pecador padece espiritualmente una enfermedad mortal, y que morirá, ciertamente, si no hace penitencia (Lc 13,3.5). Ellos piensan más bien: «no estamos tan gravemente enfermos, ni necesitamos medicinas fuertes y severos regímenes de vida; podemos hacer de todo, andar por el mundo como todos, y vivir sin tantos cuidados, como viven todos». Éstos tienden, pues, a trivializar el verdadero mal del hombre, el pecado, y por eso prefieren no hablar de pecado, no mencionar siquiera su nombre, sino emplear otras palabras que son más tranquilizadoras: «errores», «fallos», «enfermedades de la conducta», «actitudes inadaptadas», «trastornos conductuales»... Al parecer, si el pecado del hombre no es más que eso, con un poco más que progrese la medicina y la psicología, la sociología y el urbanismo, la política y la economía, el hombre podrá verse libre de todos sus males... (Síntesis 251).

Pelagianismo y mundo

El falso optimismo pelagiano sobre el hombre da lugar a un falso optimismo pelagiano sobre el mundo. Los cristianos pelagianos de hoy tienen, sin duda, una dificultad insuperable para reconocer la gravedad de los males mundanos, su raíz diabólica, su incurabilidad al margen de la gracia del Salvador. El mismo término «Salvador del mundo» (Jn 4,42) les resulta irritante, les parece una provocación, una prepotencia presuntuosa, y desde luego lo evitan. Y aunque no lo formulen quizá en forma explícita, ellos ponen la esperanza en muchas causas mundanas, más o menos contrarias a Cristo. Piensan, o mejor sienten, que esas causas pueden traer al pueblo la salvación. Y aunque una y otra vez se vean defraudados, cambian el objeto, pero persisten en sus vanas esperanzas.

Así se les pasa la vida. Y aunque cada noche la radio o la televisión viertan sobre ellos innumerables datos horribles, atrocidades aquí, barbaridades allá, día a día, y aunque cada mañana, en el desayuno, los diarios les abrumen con una infinidad de noticias nefastas, nada podrá apearles de su amargo optimismo pelagiano. Y es que -aquí está la explicación, pues no puede haber otra- antes que volverse humildemente a Dios, esperando de él una salvación por gracia, o dicho de otro modo, antes que recibir a Cristo, prefieren negar las evidencias experimentales acumuladas durante veinte, cuarenta siglos, a lo largo de toda la historia humana conocida. ¡Éstos sí que tienen en la humanidad la fe del carbonero!. Éstos, que dicen a veces querer apoyarse en los datos positivos de la experiencia, los únicos capaces de fundamentar conocimientos científicos, ¿en qué basan sus esperanzas sobre el mundo?... ¿Leen los periódicos? ¿Oyen la radio? ¿Mantienen abiertos los ojos y los oídos en la calle, en la casa, en su lugar de trabajo?

La dificultad actual para ver «el mundo como pecador» no es sino la dificultad actual de ver «el hombre como pecador», ya que el mundo no es otra cosa sino el conjunto de los hombres pecadores, con su mentalidad, costumbres e instituciones. El optimismo sistemático sobre el mundo -pase en él lo que pase- es, pues, un efecto de la mentalidad pelagiana de nuestro tiempo, que, en su soberbia, rechaza la realidad profunda y universal del pecado original, que así como marca al hombre, marca al mundo.

Mediocridad mundana e idealismo evangélico

La mediocridad, que es congénita al hombre carnal, le afecta profundamente en sus modos de vivir y actuar, pero aún más y antes en sus modos de pensar. Así, concretamente, el hombre carnal -y el cristiano pelagiano es un hombre eminentemente carnal- estima, por un lado, que el hombre no es tan malo (tiene buen fondo), y por otro lado, cree que no está llamado a una alta perfección (basta con que sea decente, con que no haga daños físicos o económicos a los otros). Y por lo que al mundo se refiere, piensa igualmente que el mundo no es tan malo (hay en él mucho de bueno), y que pretender que sea perfecto es una quimera (basta con que no haya guerra y se pueda vivir).

Como se ve, es la mediocridad en estado puro, tanto en la consideración del mal como en la esperanza del bien perfecto. Para quien no ve por los ojos de la fe, es decir, por los ojos de Cristo, todo lo que vaya más allá de la mediocridad en el perfeccionamiento del hombre o del mundo es un extremismo, un idealismo imposible, que no merece la pena intentar, y que incluso puede ser perjudicial y contraproducente.

El cristianismo, por el contrario, vive una altísima esperanza, fundamentada con toda certeza en la misericordia omnipotente del Salvador. Está convencido de que tanto el hombre como el mundo presente están en una situación simplemente espantosa; pero espera, con firmísima esperanza, que pueden llegar con la gracia de Cristo a una maravillosa perfección, sea cual sea su situación actual. El hombre puede-debe llegar a la santidad. El mundo puede-debe llegar a ser Reino de Dios. Más aún, sabe el creyente que finalmente se realizará sin falta ese idealismo evangélico de Cristo, y que un día, sometidos todos los enemigos -también la muerte-, «Dios lo será todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).

Los santos han visto siempre la condición monstruosa del hombre y del mundo, y han comprendido que, en tanto que no se finalizan plenamente en Dios, sino en la criatura, son una atrocidad. Ellos ven que los hombres del mundo están vacíos, enfermos, ciegos, sordos, paralíticos para tantos bienes y hundidos en tantos males: están muertos, están locos. Pero también, y a la misma luz, los santos ven lo que Dios quiere y puede hacer con la humanidad, y lo que efectivamente hace ya en quienes se abren a la acción renovadora de su gracia. San Juan de la Cruz, por ejemplo, sabe que «lo que pretende Dios es hacernos dioses por participación, siéndolo él por naturaleza; como el fuego convierte todas las cosas en fuego» (Dichos 106).

Pesimismo y optimismo

Antes nos referíamos al ingenuo optimismo pelagiano. Pero la verdad es que los calificativos de optimista o pesimista son tan ambiguos que, en la mayor parte de las ocasiones, apenas significan nada. Convendrá, pues, que los dejemos discretamente a un lado. Optimismo y pesimismo, con demasiada frecuencia, son juegos de palabras. Pero con las palabras no conviene jugar.

En todo caso, y sin que lo sentemos como precedente, se podría decir aquí que el cristianismo es muy pesimista acerca del hombre y del mundo abandonados a sus propias luces y fuerzas, y sumamente optimista en cuanto a las posibilidades reales que hombre y mundo tienen de llegar a perfección con la gracia de Cristo. De esa actitud viene el impulso apostólico hacia la conversión de la humanidad, y el trabajo esperanzado para la transformación evangélica del mundo.

¿Hombre y mundo son totalmente malos?

Tanto el maleamiento del hombre adámico como el del mundo secular no es, por supuesto, total, y a pesar de la evidente inclinación al mal del hombre carnal y del mundo, persiste en ellos también una indudable capacidad de bien. Recordemos al respecto algunas formulaciones clásicas de los tratados de gracia, que sintetizan la fe de la Iglesia. Son afirmaciones que se hacen normalmente acerca del hombre individual, pero son perfectamente aplicables a la humanidad en su conjunto, es decir, al mundo.

-«El hombre [el mundo], en estado de pecado, no puede cumplir, sin la gracia, los preceptos de la ley natural, ni siquiera según las exigencias de la ética natural, durante un período largo de tiempo».

-El hombre, el mundo, «no ha perdido la libertad, ni es capaz tan sólo de cometer pecados; puede, con sus solas fuerzas naturales, realizar algunos actos moralmente buenos».

-Por otra parte, «la gracia es absolutamente necesaria para todo acto saludable [meritorio de vida eterna]; incluso para el comienzo de la justificación» (M. Flick - Z. Alszeghy, El Evangelio de la gracia 814).

Pelagianismo y consejos evangélicos

«Si quieres ser perfecto, ve, vende tus bienes y dalos a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Ven y sígueme». Estas palabras de Jesús han regido siempre en la Iglesia toda investigación sobre los medios para la perfección cristiana.Y también en nuestro estudio mantendrán continuamente su indiscutible primacía.

Ahora bien, sin la humilde conciencia de la gran fragilidad de la carne, no se entiende la conveniencia de renunciar al mundo, y tanto en laicos como en religiosos, se producen formas falsificadas de espiritualidad cristiana, débiles y estériles. Del mismo modo, una visión pelagiana del mundo impide vivir la renuncia bautismal a él -espiritual en todos, material también en los religiosos-. Los cristianos, entonces, se mundanizan más y más en mentalidad y costumbres, pierden la práctica de la vida cristiana, y finalmente pierden también la fe.

La apotaxis tradicional del bautismo, por la cual el cristiano rompe con el mundo, apenas resulta inteligible para el cristiano actual pelagiano. Pero el rito litúrgico, sin embargo, lo expresa claramente: «El templo tiene una significación escatológica. Para entrar en la Casa de Dios ordinariamente se franquea un umbral, símbolo del paso desde el mundo herido por el pecado al mundo de la vida nueva al que todos los hombres son llamados» (Catecismo 1186).

Escasez de vocaciones

Una actitud pelagiana hace, pues, imposibles las vocaciones sacerdotales y religiosas, pues nadie está dispuesto a renunciar al mundo para seguir y servir a Cristo. De hecho, son bastantes las Iglesias locales de los países ricos descristianizados que en treinta años han visto disminuir el número de sus pastores en un tercio o incluso en una mitad... ¿Qué ha sucedido?... Y parece previsible que en otros diez años vean disminuir el número actual en un tercio o una mitad. En otro escrito me ocupo más largamente de esta grave cuestión (Causas de la escasez de vocaciones); pero aquí haré frecuentes alusiones a este tema, pues, como veremos, la mundanización de los países descristianizados es una de las claves principales para entender la ausencia de vocaciones apostólicas.

Un ensayo

En este escrito, como ya sospecha el lector, voy a tratar simultáneamente de varios temas, que están muy relacionados entre sí, y que se iluminan mutuamente. Ahora bien, hablar de varias cosas a la vez da lugar a problemas metodológicos no pequeños. Espero, sin embargo, que ni los lectores ni el autor se pierdan por las páginas que siguen.

Lo que no espero es dar a mi estudio una equilibrada armonía temática, o una correcta simetría entre las partes. Será inevitable que trate de algunos aspectos de las cuestiones consideradas, y no de todos, pues no pocos temas serán omitidos en gracia a la obviedad o a la brevedad.

Un ensayo histórico

Las diversas cuestiones clásicas de perfección cristiana a las que he aludido -carne y mundo, preceptos y consejos, pobreza espiritual y material, etc.-, si se consideran desde un punto de vista estrictamente doctrinal, pueden elucidarse con brevedad y aceptable exactitud (+Síntesis).

Sin embargo, estas doctrinas espirituales, al paso de los siglos, se han profesado con circunstancias y acentos muy diversos, de tal modo que sólo una consideración histórica de las mismas podrá hacernos captar la genuina tradición de la Iglesia, es decir, la plena verdad católica.

Concretamente, en las diferentes épocas de la Iglesia se ha captado con diversos acentos la maldad del mundo presente, la peligrosidad del mundo secular, y consiguientemente las ventajas de la vocación religiosa o las dificultades del camino laical. Sin embargo, podemos y debemos buscar, ayudándonos a veces de una exploración histórica suficiente, cuál es la verdad permanente que en estos temas ha de considerarse como doctrina de la Iglesia. Es indudable que, no obstante los cambios de circunstancias y de modos de pensar, también en estas cuestiones la verdad de Cristo ha permanecido siempre enhiesta en la historia de la Iglesia. Ciertos errores han podido tener vigencia un tiempo en ciertas partes de la Iglesia. Pero nunca el error ha podido hallar acogida durable en la Iglesia, porque ella es «columna y fundamento de la verdad» (1Tim 3,15). Siempre la Iglesia ha condenado el pesimismo radical sobre el mundo, que haría «imposible» la perfección cristiana en el matrimonio o la posesión de bienes; como siempre ha rechazado el optimismo falso de quienes han estimado que sea «igual», en orden a la perfección, el matrimonio o la virginidad, la posesión de bienes o la pobreza.

Por otra parte, antes de iniciar estas exploraciones en una época, habré de hacer algunas síntesis históricas de introducción que, al tratar muy brevemente de temas harto complicados, podrán quizá simplificar un tanto las realidades aludidas. Espero, sin embargo, que a pesar de su obligada simplicidad, logren ser dibujos verdaderos de la compleja realidad histórica.

Naciones descristianizadas

Las verdades doctrinales que iré exponiendo tienen, por supuesto, un valor universal. En cambio, a partir del Renacimiento, limito las consideraciones históricas al conjunto de naciones de Occidente, hoy descristianizadas en gran parte. Sin embargo, muchas de las consideraciones serán válidas para otras Iglesias, que viven situaciones semejantes; y al menos como aviso, serán válidas para todas.

Pablo VI, en la introducción de la encíclica Ecclesiam suam (1964), describe las diversas situaciones en que la Iglesia se realiza hoy en la humanidad, y hace referencia también a aquella parte del mundo que «ha recibido profundamente el influjo del cristianismo y lo ha asimilado íntimamente -por más que a menudo no se dé cuenta de que es al cristianismo a quien debe sus mejores cosas-, pero luego se ha ido separando y distinguiendo en estos últimos siglos del tronco cristiano de su civilización» (5).

De modo semejante Juan Pablo II, en la Redemptoris missio (1990), habla de «la descristianización de países cristianos, la disminución de las vocaciones al apostolado, los antitestimonios de fieles que en su vida no siguen el ejemplo de Cristo» (36), haciendo notar que entre los pueblos paganos y aquellos otros que hace poco recibieron la fe, en efecto, «se da una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, ... donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio» (33).

Doctrina de la gracia

En todos los temas de este estudio tiene también gran importancia el desarrollo de la doctrina sobre la gracia de Dios y la libertad del hombre. Éste, sin embargo, es un tema muy complejo (Síntesis 210-243); y aquí me limitaré, en cada época, a dar sobre él una referencia muy breve, pero suficiente.

«El que pueda oir, que oiga»

No hace falta ser profeta o vidente para prever que muchas verdades de este libro serán rechazadas por no pocos lectores, pues los errores contrarios tienen actualmente una gran vigencia.

En este sentido, pecan de cierta ingenuidad algunos amigos míos que, leyendo este escrito, me aconsejan suavizar algunos pasajes, de modo que determinadas expresiones fuertes no dén excusa a algunos para rechazar ciertas verdades importantes. Parecen ignorar, en primer lugar, que los cristianos en los que ellos piensan no van a leer siquiera este escrito; circunstancia que no debe ser ignorada. Y en segundo lugar, que de todos modos han de rechazarlo, haya en él expresiones fuertes o suaves. Con mucho menos que esas expresiones -con resolver, por ejemplo, una cuestión dudosa alegando el Catecismo de la Iglesia- tienen bastante para rechazar inapelablemente un libro. Así las cosas, ¿sería prudente echar agua al vino en atención a los que de ningún modo piensan beberlo, ni solo ni con agua?

Por otra parte -y éste es un problema más de fondo-, sería cosa de examinar más cuidadosamente si en la afirmación de la verdad y en la negación del error la suavidad actual guarda fidelidad a los modos bíblicos y tradicionales. La suave cortesía con que hoy se enfrentan -las raras veces que se enfrentan- las enseñanzas gravemente contrarias a la doctrina de la Iglesia es, desde luego, diversa de la costumbre bíblica y y de la tradición secular de la Iglesia. Casi podría decirse que es una excepción de los últimos tres decenios en la historia cristiana. Ahora bien, ¿en qué medida esta diversidad es un progreso en la historia de la caridad eclesial o es más bien, aunque no lo parezca a primera vista, un retroceso, una infidelidad a la verdad y a la caridad? Éste es un tema interesante, y no poco importante, que quizá un día me conceda el Señor estudiar. En la duda, y mientras se halle respuesta segura a esa pregunta, yo prefiero atenerme al ejemplo de Cristo y de sus santos. Y a la hora de afirmar la verdad y de negar el error, no quiero alejarme de ellos ni siquiera en la forma de hacerlo.