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Preceptos y consejos

Debo cuidar a mis lectores, para que no se cansen y me abandonen. Por eso les advierto que la misma enseñanza de los Padres -en esta cuestión un tanto incipiente y confusa-, que expongo en este capítulo, han de hallarla poco más adelante, con mucha más claridad y precisión, en la doctrina de Santo Tomás.

Rigorismos

En esta época de la Iglesia, como en las precedentes, en temas de moral y espiritualidad, los errores y herejías casi siempre caen por el extremo del rigorismo. -Hoy, por cierto, sucede lo contrario-.

Las excepciones a esa norma histórica son bastante raras. San Ambrosio y San Jerónimo, por ejemplo, han de condenar las doctrinas del monje Joviniano (+406?), para quien el mérito es igual en virginidad, viudez o matrimonio, o entre la abstinencia y comer con acción de gracias. Justifica esta doctrina alegando que la gracia bautismal es igual en todos los fieles (Guibert 43).

Las herejías rigoristas, por el contrario, de tal modo identifican perfección -o incluso salvación- con pobreza y virginidad, que condenan la vida secular de quienes poseen y están casados. Son aquellos mismos errores condenados por San Pablo, de quienes «proscriben las bodas y se abstienen de alimentos creados por Dios para los fieles» (1Tim 4,1-5), que reaparecen una y otra vez, con diversos matices o presupuestos doctrinales. Los Padres y concilios han de condenar los errores de encratitas o abstinentes, apostólicos o apotácticos, cátaros o puros, montanistas, catafrigios, y maniqueos (Guibert 1ss).

Justos y perfectos

Desde luego, en esta época, en que la doctrina espiritual aún está poco precisada en la Iglesia, no siempre es fácil discernir si los autores se mantienen en la verdad o incurren en el error. De hecho, por ejemplo, ciertos textos exhortativos de los Padres, objetivamente examinados, no son ortodoxos; pero son propuestos por Padres de indudable ortodoxia y han de ser interpretados en el sentido católico verdadero, teniendo en cuenta otras enseñanzas suyas.

Éste es el caso, por ejemplo, de la distinción entre justos y perfectos, que con unos u otros matices y palabras, viene a introducir en la Iglesia dos clases de fieles.

-En algunos casos, quizá por influjos mesalianos o de ambientes euquitas, se trata de una división contraria a la fe de la Iglesia.

Es el caso de algunos miembros del monacato sirio, entre los cuales esa distinción adquiere acentos inadmisibles. El Liber graduum, por ejemplo, dice: «quien toma la cruz y, con la recepción del Paráclito, llega a la perfección, ya no tiene nada que ver con las cosas visibles; el que, por el contrario, las ama, es justo y no perfecto, porque no renunció a las cosas visibles» (3,7: PS 3,69).

Tampoco son aceptables los planteamientos del sirio monofisita Filoxeno de Mabbug (+523), que distingue entre los grados de la justicia de la Ley, que lleva a la justicia, y los grados de la justicia de Cristo, que lleva a la perfección (Homilías II). Después de enumerar esos grados, llega a la conclusión de que «no digo que los que están en el mundo no puedan justificarse, sino que digo que no es posible que lleguen a la perfección» (8: 221). Los justos ponen el mundo al servicio de Dios, aunque no lo consiguen totalmente; los perfectos, en cambio, renuncian al mundo por amor a Dios. Y es que «mientras el hombre posea la riqueza humana, poca o mucha, no puede avanzar por el camino de la perfección, porque la riqueza... ata el espíritu y traba las ligeras alas de la inteligencia» (8: 222). Cristo, en verdad, quisiera que todos los hombres imitaran su ejemplo y «avanzaran por el camino de los ángeles» (ib.); pero, como no todos son capaces, concede también a los justos salvación, aunque sea una salvación de segundo grado respecto a la otorgada a los perfectos.

-En otros autores, esta distinción se presenta con una ortodoxia dudosa. Así, por ejemplo, Evagrio Póntico (346-399), el monje docto del desierto, enseña que «los justos no roban, no causan perjuicios, no cometen la injusticia, no exigen lo que no les corresponde; en tanto que los perfectos nada poseen, no construyen, no plantan ni dejan herencia sobre la tierra, no trabajan para comer y vestir, sino que viven según la gracia, pobremente. Los justos dan de comer a los hambrientos... Los perfectos dan de una vez sus fortunas a los pobres... Los perfectos llegan a Sión y a la Jerusalén celestial y al paraíso espiritual; los justos siguen con gran pena muy atrás y se hallan mucho más abajo que los perfectos» (Evagriana Syriaca 144-145).

En este mismo sentido, no pocas expresiones de San Basilio hacen pensar que a su juicio, sin dejar el mundo, viene a ser en la práctica imposible vivir plenamente el Evangelio (Regla grande 5,4-2; Breve asceticon 2).

-Distinciones, en fin, algo semejantes, pero con un sentido más claramente católico -aunque no siempre exentas de alguna equivocidad-, son frecuentes en Doctores de la Iglesia.

San Efrén (306-373), diácono sirio, explica que hay en el cielo dos puertas: una es para los que viven en el mundo, y otra para los que guardan perfecta castidad, tienden a la perfección y llevan su cruz (Commentaire de l’évangile concordant 15,5).

San Jerónimo (347-420) usa el símil de las dos clases de siervos que se daban en una finca romana: «Nuestro Señor Jesucristo tiene también una numerosa servidumbre: tiene quienes le sirven en su presencia, tiene asimismo otros que le sirven en los campos. Los monjes y las vírgenes son, a lo que creo, los que le sirven en su presencia; los seglares, en cambio, son los que están en el campo» (Tractatus in Ps. 133).

Para San Agustín, los monjes forman las tropas escogidas de Cristo, que le sirven por puro amor; los otros cristianos son la stipendiaria multitudo, es decir, legiones de mercenarios, que le sirven sobre todo esperando la recompensa (Contra Faustum 5,9).

Casiano, por su parte, recurre a la tricotomía platónica, también usada por Clemente de Alejandría y Orígenes: el monje auténtico tiende a la perfección y es espiritual, por lo que disfruta de libertad evangélica; el secular, en cambio, es carnal, y gime, como el judío, bajo el peso del pecado y de la ley; el monje tibio, que no tiende con fuerza a la perfección de la caridad, ocupa un lugar intermedio, el de los psíquicos o animales, en un estado que es mucho más peligroso que el de los seculares (Colaciones 4,19).

Preceptos y consejos

En los siglos martiriales, cuando todos los cristianos, de uno u otro modo, tienen que dejar el mundo, apenas se desarrolla el tema de los consejos evangélicos, y el de su necesidad para la perfección. Cesadas, en cambio, las persecuciones, la distinción preceptos-consejos viene exigida sobre todo por las exageraciones de los herejes: unos porque exigen pobreza y virginidad para la salvación, otros, en realidad muy pocos, porque menosprecian pobreza y virginidad. Los Padres se ven, pues, en la necesidad de precisar que los consejos evangélicos ni son necesarios para la salvación, ni deben ser menospreciados, como medios sin importancia en orden a la perfección.

La clave en esta cuestión tan delicada son siempre las palabras de Cristo al joven rico, en las que pueden apreciarse dos niveles: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos... Si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme» (Mt 19,16-30).

Los sermones y breves tratados sobre este Quis dives son innumerables. Los dos primeros volúmenes de la Biblia Patristica (París 1975-1977) recogen un centenar de referencias acerca de esta perícopa (+Indices de MG y ML). En ellas puede apreciarse que los Padres, coincidiendo en el sentido fundamental, todavía difieren bastante en las explicaciones. Y a veces, claro, un mismo Padre, en distintas ocasiones, da explicaciones diversas. No ha cristalizado todavía una doctrina común, y se emplean varias claves doctrinales, que ahora hemos de examinar.

Lo obligado y lo optativo

Orígenes (+253-254), por ejemplo, entiende así la distinción entre preceptos y consejos: «Los preceptos se nos dan para que cumplamos lo debido. Y así en el evangelio dice el Salvador: "cuando hubiéreis cumplido con todos estos preceptos que os he dado, decid siervos inútiles somos, lo que debíamos hacer, eso hemos hecho" (Lc 17,10). Aquellas cosas, en cambio, que hacemos por encima de lo debido, no las hacemos por precepto. La virginidad, por ejemplo, no se cumple por obligación, ni es pedida por precepto, sino que es ofrecida sobre lo debido» (Comentarii in Romanos 10,14).

Ley (Antiguo Testamento) y gracia (Nuevo Testamento)

San Ireneo (+ca. 202) parece sugerir que el joven rico, cumpliendo los mandamientos, vive el Antiguo Testamento, mientras que dejándolo todo y siguiendo a Jesús, entra en el Nuevo Testamento. Los preceptos antiguos siguen vigentes en el Nuevo, pero en él están perfeccionados por los consejos.

En esta perspectiva, que subraya la continuidad entre Antiguo y Nuevo Testamento, Cristo invita al joven rico -y en él a todos- a pasar del mero cumplimiento de preceptos (imperfecto y limitado) al régimen amoroso de los consejos (perfecto e ilimitado). Por tanto, ese «si quieres ser perfecto», aunque es dicho concretamente al joven rico, se dirige a todos los cristianos, pues a todos dice Jesús «sed perfectos», como al joven rico, y a todos avisa que es preciso renunciar a «todos los bienes» para ser discípulo suyo (Lc 14,25-33; +9,23-24). Las palabras del Señor abren, pues, al joven rico la entrada en la perfecta vita apostolica: «hablando a uno solo, está hablando a todos» (Adversus hæreses IV,12,5). San Ambrosio (339-397) da una doctrina semejante, pero, al menos en el texto que ahora veremos, introduce importantes variaciones. Parece decir que Cristo ofrece a todos los cristianos las dos vías, para que cada uno, mirando sus fuerzas, elija una u otra. Este planteamiento, mal entendido, puede llevar a posiciones falsas, en las que no se ve tanto la vocación como una gracia peculiar del Señor, sino más bien como algo que el hombre mismo puede elegir para sí.

«Una carga debe proporcionarse a quien la lleva, no sea que se pierda porque su debilidad es incapaz de sostenerla. Es preciso dejar a cada uno el cuidado de medir sus fuerzas y de actuar no constreñido por la autoridad de un precepto, sino impulsado hacia adelante por una gracia de progreso.

«Diversas son las fuerzas, pero cada una tiene su mérito. No se condena una manera de actuar porque se predique otra, sino que todas son predicadas para que sean preferidas las mejores. Honorable es el matrimonio, pero más digno de honor la integridad...

«Se da precepto a los súbditos, y se da consejo a los amigos. Donde hay precepto, hay ley. Donde hay consejo, hay gracia. Por eso la ley fue dada a los judíos, la gracia fue reservada a los más elegidos...

«Y para que comprendas bien toda la diferencia entre precepto y consejo, recuerda aquel hombre del Evangelio [Mt 19,16-30] a quien le fue dado primero el precepto de «no cometer homicidio, ni adulterio, ni decir falso testimonio». Hay precepto allí donde hay pena de pecado. Pero cuando él ha confesado que ha cumplido los preceptos de la ley, le es dado consejo de «venderlo todo y de seguir al Señor». Estas cosas no se mandan por un precepto, sino que se ofrecen (deferuntur) en un consejo. De una parte, dice el Señor: «No matarás», y da precepto. De otra, «si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes». Y esto queda libre de precepto, al arbitrio libre. Por eso, los que han cumplido un precepto pueden decir: «Siervos inútiles somos, lo que teníamos que hacer, lo hemos hecho». Pero no habla así aquel que ha vendido todos sus bienes. Por el contrario, espera una recompensa, como el santo Apóstol: «He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué tendremos? ¿Qué recibiremos?». No es el servidor inútil quien se expresa así, habiendo hecho simplemente lo que debía, sino aquel que ha sido útil a su Señor, que ha multiplicado los talentos que le fueron confiados, y que, consciente de haber obrado bien, seguro de su mérito, espera el premio de su fe y de su virtud. Y es él quien escucha esta palabra: «Vosotros, que habéis estado conmigo en el nuevo nacimiento, cuando el Hijo del Hombre se asiente en el trono de la majestad, os sentaréis vosotros también sobre doce tronos, y juzgaréis las doce tribus de Israel»» (De viduis 11-12).

Perfección y medios para la perfección

Orígenes, cambiando el ángulo de vista, considera que si el joven rico ha cumplido realmente el precepto del amor, verdaderamente es perfecto, pues la caridad es la perfección suma de toda ley (Rm 13,9; In Mt. XV,13). Por tanto, habrá que concluir que o bien Mt 19,20 es una glosa, o bien habrá que poner en duda la veracidad del joven rico al decir que ha cumplido los preceptos (cosa que ya sugirió San Ireneo). Como lo hace más tarde Santo Tomás, Orígenes pone, pues, la perfección en el cumplimiento de los preceptos, y no en el seguimiento de los consejos.

Y en este sentido, la exigencia de Mt 19,21 es un medio de perfección, pero no es la perfección misma, que no puede consistir en cumplir ésta o la otra condición: «con tal de hacer tal cosa», «una vez hecho esto»... Por el contrario, «si es perfecto aquél que tiene todas las virtudes y nada hace por malicia, ¿cómo podrá ser perfecto [sin más] aquél que ha vendido todos sus bienes?» (In Mt. XV,16).

Casiano también ve claro que «ayunos, vigilias, meditación de las Escrituras, desnudez, privación de todos los recursos, no constituyen la perfección, sino que son instrumentos de la perfección; no son el fin de este modo de vida, sino los medios que conducen a ese fin» (Colaciones I,7). Entiende Casiano que el seguimiento de los consejos es un medio..., ahora, eso sí, un medio necesario o casi necesario.

Lo bueno y lo mejor

San Agustín (354-430), distingue claramente precepto y consejo, al comentar el episodio del joven rico. «El Maestro, en su bondad, distinguió entre los mandamientos de la ley y aquella otra perfección superior (ab illa excellentiore perfectione). Y así dice primero: «Si quieres venir a la vida, cumple los mandamientos», y añade en seguida: «Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes». Así pues ¿por qué no querer que los ricos, por alejados que estén de la perfección ideal (quamvis ab illa perfectione absint), puedan alcanzar la vida, si ellos han guardado los mandamientos y han sabido dar para que se les dé, y perdonar para que se les perdone?» (Carta 157, 4,25).

En todo caso para San Agustín no hay que separar demasiado preceptos y consejos, pues hay circunstancias en que el consejo compromete a todo cristiano, concretamente cuando no renunciar a ciertos bienes implicaría renunciar a Cristo (4,31-33).

En otro lugar, comentando 1Cor 7 -que es otro de los textos principales sobre este tema-, enseña que los cuidados del siglo, a los que alude el Apóstol, «no es que aparten del reino de Dios, como apartan los pecados, que por eso están prohibidos no con mero consejo, sino con riguroso precepto, ya que la desobediencia al Señor es digna de condenación... Quien desobedece a un precepto es reo de culpa y deudor de pena. Ahora bien, como el contraer matrimonio no es pecado, pues si lo fuese estaría prohibido bajo verdadero precepto, se deduce claramente que acerca de la virginidad no puede haber mandato», sino solo consejo.

Y así el Apóstol dice: «"Que el marido no despida a su esposa", advertencia que consigna como precepto del Señor, y sin añadir en este caso, si la despide no peca. Se trata, pues, de un precepto, cuya desobediencia constituye pecado; no de un consejo, cuya omisión voluntaria haría que obtuvieses un bien menor, pero sin hacerte culpable de una acción mala. Por eso, cuando antes dijo: "¿Estás libre de mujer? No busques tenerla", como no imponía un precepto para impedir un pecado, sino ofrecía un consejo para alcanzar un bien mayor, añadió a continuación: "Si tomares mujer, no pecas; y si la joven soltera se casa, no peca"» (De sancta virginitate 13-15).

Seguir los consejos en efecto y en afecto; la disposición del ánimo

Esta distinción es de la mayor importancia. El seguimiento de los consejos in affectu, in dispositione animi, es algo que se encuentra expuesto, de un modo u otro, con bastante frecuencia en los Padres, también en aquellos que, como San Ambrosio, vinculan estrechamente perfección y separación del mundo. El santo Obispo de Milán reconoce que «la fuga [la fuga mundi] no consiste en dejar la tierra, sino en que estando en la tierra, se observe la justicia y la sobriedad» (De Isaac 3,6).

Pero quizá sea San Agustín el que propone esta doctrina espiritual con más fuerza y claridad. Él comprende bien la primacía de lo interior, y cómo los actos de la virtud se manifiestan externamente unas veces, mientras que otras, si así conviene, quedan ocultos en la disposición interior del ánimo.

Así Abraham, casado, en la disposición del ánimo estaba tan dispuesto a la virginidad como Juan apóstol, que vivió célibe. Y Juan estaba tan dispuesto al martirio, sin haberlo sufrido, como Pedro, que lo sufrió (De bono coniugali 25-27).

Y Cristo, cuando recibe una bofetada ante el Pontífice, no presenta la otra mejilla, sino que argumenta contra el criado que le abofetea, porque así convenía entonces. «Sin embargo, no por eso estaba su corazón menos preparado no sólamente para ser abofeteado en la otra mejilla por la salvación de todos, sino también a entregar todo su cuerpo para ser crucificado» (De sermone Domini in monte 1,19). Del mismo modo, cuando el Señor nos aconseja acompañar dos leguas a quien nos fuerza a ir una con él, unas veces convendrá acompañarle, otras veces no: son palabras que «deben ser entendidas rectamente como referidas a la disposición del corazón, y no a un acto de ostentación orgullosa» (ib.).

San Agustín, gran teólogo de la gracia, cree de verdad que, con el auxilio de Cristo, es posible tener el mundo como si no se tuviera. Por eso, «no hay que huir del mundo con el cuerpo, sino con el corazón» (De dono persev. 8,20). A la luz del misterio de las Dos Ciudades, el santo Doctor comprende que los materiales del mundo pueden ser útiles para la edificación del Reino de Dios (De civitate Dei 5,15; 5,22-23; 15,4; 19,12-13). Y que las diarias ocupaciones de la vida secular pueden ser estimulantes para la vida sobrenatural (De moribus Ecclesiæ cath. I,31,66). Existiendo una voluntad sincera de vivir el Evangelio, el oficio de las armas, por ejemplo, puede ser para uno preferible a la vida monástica. Y cita al Apóstol: «cada uno tiene de Dios su propia gracia, éste una, aquél, otra» (1Cor 7,7) (Epist. 189). Por tanto, en definitiva, es la gracia que cada uno ha recibido, la que debe decidir en estos asuntos vocacionales.

No reflejaría, sin embargo, con exactitud el pensamiento de San Agustín a este propósito, si no añadiera que, a su juicio, dada la situación del hombre caído, es muy difícil que posea los bienes terrestres sin que, de hecho, el afecto le quede más o menos prisionero de ellos (+Sermo 177,6; Sermo 278,10). Por eso la predicación agustiniana sigue recordando una y otra vez las palabras de Cristo: «Si quieres ser perfecto, déjalo todo...»

Resumen

-El pecado del mundo es claramente visto por la Iglesia de esta época. La predicación señala con frecuencia el peligro del mundo pecador -casa en llamas, selva llena de fieras-. Tanto encarece las ventajas de dejarlo todo, para seguir a Cristo libres, que son muchos los que prefieren buscar la soledad en la vida monástica. Y los que permanecen en el mundo y quieren ser perfectos, viven en el siglo con sumo cuidado.

-El peligro de mundanización es ahora grave para los cristianos, pues el mundo civil, cesadas las persecuciones, comienza a ejercer sobre ellos su atracción seductora.

-Hay ya laicos, pastores y religiosos, los monjes, y éstos últimos son los modelos más altos de santidad, también para los laicos y los pastores.

-La vocación de todos los cristianos a la santidad, sean laicos, clérigos o monjes, está viva en la conciencia de los Padres, como se refleja en la predicación y en la disciplina eclesial.

-Ayuno, oración, limosna, la sagrada tríada penitencial, marcan en la disciplina de la Iglesia el camino de perfección laical, más bien que una imitación de los tres votos religiosos, pobreza-virginidad-obediencia.

-La distinción entre preceptos y consejos va elaborándose en esta época, todavía en tanteos diversos, aunque siempre con una orientación común.

-Todavía se mantiene la unidad de la espiritualidad cristiana. Como señala P. Pourrat, entonces «no había dos espiritualidades: una para las personas retiradas del mundo y otra para los simples fieles. Había una sola: la espiritualidad monástica», es decir, la espiritualidad evangélica en su expresión más plena (La spiritualité chrétienne I, p.XI-XII). En efecto, los cristianos que realmente tendían a la perfección dejaban el mundo y se iban al monasterio; o seguían en el mundo, pero viviendo, mutatis mutandi, al estilo de vida de los monjes, y aprendiendo del ejemplo y de los escritos de éstos el camino de la perfección.

Louis Bouyer estima como una desviación moderna «la tendencia a fomentar e incluso a crear en su totalidad unas espiritualidades exageradamente especializadas». A su juicio, «no puede hablarse de diferentes "espiritualidades cristianas", sin tener siempre presente que difieren tan sólo, si son efectivamente cristianas, en el plano relativamente exterior y secundario de dichas aplicaciones, mientras que la esencia de la espiritualidad cristiana, verdaderamente católica, permanece una e inalterable» (Introducción 38,41).

-La disciplina de la Iglesia, en materias de fe y de costumbres, se mantiene vigorosa. Cuando es necesario, por ejemplo, se aplican excomuniones o se deponen Obispos.

-La primacía de la gracia es habitualmente afirmada en los cánones conciliares, en las homilías de los Padres, así como en las oraciones de la liturgia. Parece evidente que todavía en este tiempo la verdadera doctrina de la gracia es la más difundida entre los católicos.