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Los mártires

Odio del mundo

-«Si el mundo os odia, sabed que a mí me odió antes. Si fuéseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os aborrece» (Jn 17,18-21).

Para los cristianos que están sufriendo persecución a causa de Cristo, el sentido de esas palabras es evidente. Se dan cuenta de que el árbol de la Iglesia plantado en el Calvario, para dar fruto, hubo de ser regado primero por la sangre de Cristo, y ahora ha de ser regado por la sangre de sus discípulos. Esto podrá causarles dolor y lágrimas, pero no perplejidad alguna. Comprenden como algo obvio que «sin perder la propia vida» no es posible ser discípulo de Jesús (Jn 12,25).

El desprecio social que sufren los primeros cristianos aparece como una situación bastante generalizada. Son tenidos normalmente por stulti (tontos, estúpidos; +Arnobio, Adv. nationes I,59), y todavía a fines del siglo IV la sociedad culta romana sigue considerándolos así (+Seudo Ambrosio, Quæstiones Veteris et Novi Testamenti, q.124). Se escuchan con frecuencia comentarios como éste: «Es un hombre de bien, dice uno, este Gayo Seyo; ¡lástima que sea cristiano!» (Tertuliano, Apologet. III,1). A juicio de los paganos los que predican el Evangelio no suelen ser sino «pelagatos, zapateros, bataneros, gentes sin ninguna clase de educación ni de cultura», que sólo se atreven con niños, mujerucas y gente ignorante, pero que se escurren en cuanto aparece alguien ilustrado (Orígenes, Contra Cels. III,55). Lo mismo viene a decir de los cristianos Cecilio, portavoz de los paganos en el Octavius de Minucio Félix: «raza taimada y enemiga de la luz del día, sólo habladora en los rincones solitarios» (VIII,3-4; X,2). Por otra parte, a los cristianos se echa la culpa de pestes y desgracias, y se grita «¡a las fieras!», cuando se ha perdido, por ejemplo, una guerra, tomándolos así como chivos expiatorios (+Bardy, La conversión 269-270).

Exiliados del mundo

-«Sois extranjeros y peregrinos» en este mundo (1Pe 2,11; +1,17).

Tampoco es difícil por entonces dar a entender a los cristianos la veracidad de tales palabras. Situados fuera de la ley por ser cristianos -no por hacer esto o lo otro-, en cualquier momento pueden verse abatidos por la persecución. Y si por parte de alguien son objeto de una injusticia, habrán de soportarla pacientemente, no sólo por seguir el consejo de Cristo, sino porque el ofensor podría acusarles de ser cristianos... Todo esto sitúa de hecho en el mundo a los cristianos como exiliados voluntarios, que entienden el Éxodo sin necesidad de mayores exégesis, y que aceptan sin dificultad ese calificativo de forasteros y peregrinos, que no hace sino dar el «sentido espiritual» de un «sentido histórico» que ellos ya están viviendo.

El mundo secular, en efecto, querría desterrar o mejor suprimir a los cristianos, pues los siente extraños al cuerpo social (christiani non sint), y los ve también peligrosos, como un tumor que un día puede acabar con la salud del cuerpo social del Imperio.

Celso, con sobria argumentación romana, decía: «La razón quiere que de dos partidos en presencia se elija uno u otro. Si los cristianos se niegan a cumplir con los sacrificios habituales y a honrar a los que en ellos presiden, en tal caso no deben ni dejarse emancipar, ni casarse, ni criar hijos, ni desempeñar ninguna obligación de la vida común. No les queda sino marcharse muy lejos de aquí y no dejar tras de sí posteridad alguna; de este modo semejante ralea será completamente extirpada de esta tierra» (Orígenes, Contra Cels. VIII,55).

En la inscripción de Arykanda se lee esta petición popular dirigida al emperador, a quien se reconoce de «la estirpe de los dioses»:... «Nos ha parecido bien dirigirnos a vuestra inmortal Majestad y pedirle que los cristianos, rebeldes desde hace tanto tiempo y entregados a esta locura, sean finalmente reprimidos y no quebranten más con sus funestas novedades el respeto que se debe a los dioses. Esto podría conseguirse si por medio de un divino y eterno decreto vuestro se prohibieran e impidieran las odiosas prácticas de estos ateos y se les forzara a todos a rendir culto a los dioses, congéneres vuestros» (+Bardy 274).

Patética es también la situación de los primeros cristianos franceses, según refiere la crónica de los mártires de Viena y Lión hacia el año 177: «Los siervos de Cristo, que habitan como forasteros en Viena y Lión de la Galia, a los hermanos de Asia y Frigia, que tienen la misma fe y esperanza que nosotros en la redención... Cuánta haya sido la grandeza de la tribulación por que hemos pasado aquí, cuán furiosa la rabia de los gentiles contra los santos y qué tormentos hayan tenido que soportar los bienaventurados mártires... no es posible consignarlo por escrito... Y así, no sólo se nos cerraban todas las puertas, sino que se nos excluía de los baños y de la plaza pública, y aun se llegó a prohibir que apareciera nadie de nosotros en lugar alguno». Así estaba el ambiente social cuando se produjo allí el martirio del obispo Potino y de otros muchos fieles.

Tragedias familiares

-«Entregará el hermano al hermano a la muerte, se alzarán los hijos contra los padres...» (Mt 10,21). «Vine a separar al hombre de su padre... El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí...» (10,35-37).

También estas palabras tienen en la época un claro sentido literal. Las tragedias familiares, anunciadas por Cristo a los hijos del Reino, son relativamente frecuentes, y sin afrontar fielmente al menos su posibilidad, no es posible ser cristiano. Casos como el que sigue fueron muy frecuentes:

Ante Probo, gobernador de Panonia, comparece el joven padre cristiano Ireneo, obispo de Sirmio. Sujeto a durísimos tormentos, se niega a sacrificar a los dioses. Sus niños, «abrazándose a sus pies, le decían: «Padre, ten lástima de ti y de nosotros». Todos sus parientes lloraban y se dolían de él, gemían los criados de la casa, gritaban los vecinos y se lamentaban los amigos, y como formando un coro, le decían: «Ten compasión de tu poca edad»». Ireneo no duda en resistir, manteniéndose en la confesión de su fe. Llamado de nuevo a comparecer, Probo le pregunta si tiene mujer, hijos, parientes. A todo responde Ireneo que no. «Pues ¿quiénes eran aquellos que lloraban en la sesión pasada?». Responde: «Hay un precepto de mi Señor que dice: «El que ama a su padre o a su madre o a su esposa o a sus hijos o a sus hermanos o a sus parientes por encima de mí, no es digno de mí». Así, mirando hacia el cielo, a Dios, y puesta su mente en las promesas de él, todo lo menospreció, confesando no conocer ni tener pariente alguno sino él. Probo insiste: «Siquiera por ellos, sacrifica». Ireneo responde: «Mis hijos tienen el mismo Dios que yo, que puede salvarlos. Pero tú haz lo que te han mandado»». Murió a espada y fue arrojado al río.

Por otra parte, en un mundo romano, tan piadoso hacia los antepasados, los cristianos son hombres impíos, que no cumplen hacia sus difuntos las tradiciones cultuales antiguas. En la consideración de los familiares paganos, quien se hace cristiano «se coloca fuera de la tradición, rompe con el pasado, tacha de falsos a sus antepasados. Y todo esto es suficientemente grave como para constituir a los ojos de muchos un obstáculo casi insalvable para la conversión» (Bardy 257).

También los matrimonios mixtos ponen con frecuencia al cónyuge cristiano en una situación extremadamente difícil, pues, sobre todo la mujer, entra a vivir en un clima familiar continuamente marcado por la idolatría y el paganismo. Por eso los Padres y concilios lo prohiben o lo desaconsejan vivamente.

Acomodos, transigencias y «lapsi»

-«De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros» (1Jn 2,19)...

En tan trágicas circunstancias hay, por supuesto, cristianos que son infieles, que caen (lapsi). Para algunos incluso, circunstancias en ocasiones extremadamente complejas parecen hacer lícitas ciertas simulaciones o transigencias... Y tampoco faltan entonces quienes elaboran algunos trucos de moral que hagan posible pecar con buena conciencia. Aunque la verdad es que en estos siglos primeros no hay apenas moralistas laxos. En materia moral, los errores se producen más bien hacia los rigorismos extremos (encratitas, montanistas, etc.), con pocas excepciones (como los nicolaítas, relajados e inmorales: Ap 2,6.14-15).

Son tiempos muy duros. Y por eso no es extraño que el número de lapsi sea a veces elevado. Las mismas Actas de los mártires dan referencia de ellos.

Es el caso de Lión y Viena en 177: «Entonces se pusieron evidentemente en descubierto los que no estaban preparados ni ejercitados, ni tenían fuerzas robustas para soportar el empuje de tamaño certamen. Diez de ellos que se derrumbaron, nos produjeron el mayor dolor y pena increíble; y quebraron el entusiasmo de otros... Pero de nada les aprovechó la apostasía de su fe», pues eran retenidos por otras acusaciones. Y en seguida se vio la diferencia entre la alegría de los mártires vencedores y la amargura de los caídos. «La alegría del martirio, la esperanza de la gloria prometida, la caridad hacia Cristo y el Espíritu de Dios Padre recreaba a aquéllos, que se acercaban gozosos, mostrando en los rostros cierta majestad mezclada de hermosura... En cambio éstos, con el rostro inclinado, abyectos, escuálidos y sórdidos, llenos de oprobio...».

Durante mucho tiempo las apostasías solían ser únicamente individuales. Pero en 250 un edicto de Decio, que exigía a todos un certificado de profesar la religión imperial, provocó apostasías colectivas. San Cipriano narra, con inmenso dolor, las apostasías numerosas que se produjeron en Cartago, y lo mismo refiere Dionisio, obispo de Alejandría. Incluso se dieron casos de obispos apóstatas. Y más tarde, en los primeros años del siglo IV, en la persecución de Diocleciano, hubo otro flujo de deserciones masivas. Pero también es cierto que entre los lapsi eran frecuentes los casos de vuelta a la Iglesia, una vez pasada la tormenta de la persecución, y a veces incluso antes.

Valores del mundo romano

A pesar de la degradación moral generalizada -homosexualidad, concubinato, esclavitud, aborto, prepotencia de las legiones, inmoralidad de los espectáculos, tan crueles como indecentes (+Rm 1,18-32)-, persiste en Roma una sombra de grandeza en la lengua, el derecho o el arte, en la disciplina de las legiones, en las vías y obras públicas, o en la misma religiosidad popular. Perdura entre los romanos, podría decirse, un cierto respeto por el orden natural -por el que ellos conocen-, por la inviolabilidad del derecho, por el culto a los dioses, a la patria y a los mayores. Los moralistas paganos todavía pueden ensalzar una vida virtuosa -que muy pocos viven-, sin suscitar una repulsa generalizada. Por eso, no obstante tantas miserias intelectuales y morales, y tan graves persecuciones contra la Iglesia, no es raro que los Padres reconozcan los valores romanos.

Un San Ireneo (+202?) bendice la pax romana: «Gracias a los romanos goza de paz el mundo, y nosotros podemos viajar sin temor por tierra y por mar, por todos los lugares que queremos» (Adv. Hæres. IV,30). Es convicción común a los Padres lo que afirma Orígenes (+254): «La Providencia ha reunido todas las naciones en un solo imperio desde el tiempo de Augusto para facilitar la predicación del Evangelio por medio de la paz y la libertad de comercio» (In Jos. Hom.3). Y San Agustín, al escribir La Ciudad de Dios al fin de su vida y al fin también del Imperio, no oculta la romanidad profunda de su corazón cristiano.

Crecimiento y alegría de la Iglesia

La difusión geográfica de la Iglesia y su acrecentamiento numérico es en estos siglos martiriales muy considerable. Sobre todo en el Asia romana, junto a regiones rurales completamente cristianas, hay ya ciudades en que la mayoría ha recibido el Evangelio.

Y el crecimiento da alegría, aunque también podría decirse que sólo lo que está alegre puede crecer. ¿Cómo va a crecer un cuerpo social angustiado, perplejo ante las circunstancias adversas, un cuerpo en el que abundan los más amargos lamentos, y no faltan aquellas quejas que llevan en sí protesta? En realidad, durante esta época martirial no hallamos en la literatura nada semejante a una lamentación ante el cúmulo de males que la Providencia divina permite que vengan sobre su Iglesia. ¡Y «motivos» para las lamentaciones había de sobra!... Pero los cristianos sabían que ésta era su más alta vocación en el mundo: «completar en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).

La alegría -la alegría de la fidelidad, la alegría de la victoria en el combate, la alegría que acompaña al crecimiento y a la pujanza vital- es uno de los rasgos más patentes de la Iglesia de los mártires. Perpetua, en el comienzo de su Pasión, escribe de su mano: «condenados a las fieras, bajamos alegres a la cárcel». Y en el resto de la crónica, cuenta Sáturo que ella dijo más tarde: «Gracias a Dios que, como fui alegre en la carne, aquí soy más alegre todavía». Igualmente, en el martirio de Montano, Lucio y compañeros, «la alegría de los hermanos era general; pero él [el mártir Flaviano] se alegraba más que todos».

«Sabina va riendo al tribunal, con gran extrañeza de los paganos; los espectadores quedan atónitos viendo sonreir a Carpos durante el interrogatorio y en la hoguera misma; Teodosio permanece sonriente durante la tortura; Hermes bromea al ir al suplicio. Las Actas hablan a menudo del semblante sereno y alegre de los mártires. «Confesamos a Cristo y morimos con alegría», escribe el filósofo San Justino» (Allard 228).

Libremente mártires

Sabiendo los cristianos que el Derecho romano reconocía siempre el derecho a apelar contra una sentencia, incluso en el camino hacia el ajusticiamiento, «con todo, no tenemos noticia de que ni una sola vez usasen los cristianos del derecho de apelación» (Allard 227), y esto no obstante el peso social que a veces tenían, sobre todo en regiones donde eran mayoría.

«Cuando en el curso del proceso se ofrecía a los cristianos un plazo para reflexionar, lo rehusaban siempre. Escuchaban con júbilo la sentencia. "No podemos dar suficientemente gracias a Dios", exclama uno de los mártires de Scillium. "Sea Dios bendito por tu sentencia", dice Apolonio al prefecto. "¡Que Dios te bendiga!", dice el centurión Marcelo a su juez. "¡Gracias a Dios!", exclama San Cipriano... Quienes así hablaban por nada del mundo hubieran apelado contra la sentencia que los condenaba» (Allard 228-229). San Ignacio de Antioquía, en sus famosas cartas, hacia el 107, suplica encarecidamente que por nada del mundo traten de impedir su muerte: «permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios» (Romanos 4,1).