fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

En el mundo, sin ser del mundo

Libres de un mundo efímero y pecador

¿Huir del mundo o permanecer en él? Los cristianos primeros se saben unidos al Cordero de Dios, que entrega su vida para «quitar el pecado del mundo». Y saben que ésa es su vocación. Que convenga huir del mundo o retirarse más de él, o que, al contrario, sea conveniente participar más de su vida, esto será ya una cuestión secundaria, prudencial, que habrá que resolver en cada caso. Después de todo, como enseña Clemente alejandrino, disfrutar del mundo o renunciar a él, las dos pueden ser formas de la virtud de la templanza (Stromata 2,18).

Pero lo primordial es que los cristianos primeros conocen que el mundo no sólo es efímero, sino pecador, y con frecuencia altamente peligroso. Marcado por el pecado, y más o menos sujeto, como está, al demonio, es inevitable su hostilidad, a veces asesina, hacia la Esposa de Cristo. Sólo el Cordero de Dios, que «quita el pecado del mundo», puede purificarle con su sangre y sacarle de su abismo. Hay que guardarse, pues, del mundo; pero evangelizándolo, tratando de salvarlo, aunque en ello se arriesguen las vidas.

Ahora bien, únicamente pueden evangelizar el mundo quienes están libres de su fascinación, aquellos que no lo temen ni tampoco lo desean con avidez; es decir, aquellos que en Cristo lo han vencido por la fe (1Jn 4,4). Llama la atención en este sentido que, siendo los cristianos primeros tan pocos, frecuentemente tan pobres e ignorantes, y siempre tan oprimidos, no se aprecia, sin embargo, en ellos ni un mínimo complejo de inferioridad ante el mundo, el mundo greco-romano, tan culto y poderoso entonces, y tan lleno de prestigios humanos.

Las Apologías de San Justino, Arístides, etc., o escritos como el Contra paganos de San Atanasio, muestran la pésima opinión que los cristianos primeros tienen de las idolatrías del mundo pagano. Como los profetas de Israel, que se reían e ironizaban duramente contra los ídolos (1Re 18,18-29; Is 41,6ss; 44,9-20; Jer 10,3ss; Os 8,4-8; Am 5,26), estos cristianos, estos miserables fuera-de-la-ley, incluso ante la proximidad del martirio, reprochan a sus propios jueces, diciéndoles cómo no les da vergüenza dar culto a dioses tan numerosos y de tan baja moral. Así San Apolonio, en Roma, a fines del siglo II: «Pecan los hombres envilecidos cuando adoran lo que sólo consta de figura, un frío pulimento de piedra, un leño seco, un metal inerte o huesos muertos. ¡Qué necedad, semejante engaño!... Los atenienses, hasta el día de hoy, adoran el cráneo de un buey de bronce».

Buena parte de la fuerza evangelizadora de los cristianos primeros está precisamente en que se han dado cuenta, a la luz de Cristo, que el mundo no vive sino en «la vieja locura» (Pedagogo I,20,2), de la que ellos, cristianos, se saben felizmente libres por el Evangelio. En efecto, evangelizar es siempre iluminar con la luz de Cristo a hombres que están en las tinieblas.

No codiciar el mundo, ni temer la muerte

Libre del mundo está sólo quien ya no lo codicia y, por tanto, no lo teme. Los Padres primeros exhortan incansablemente a esta gloriosa libertad, tan necesaria a unos fieles que en cualquier momento pueden verse amenazados por el martirio -confiscación de bienes, exilio, esclavización, muerte-. En efecto, para sostener la fidelidad de los cristianos en circunstancias tan adversas, los Padres ven la necesidad de mostrarles la vanidad y la maldad del mundo, al que ya desde el bautismo han renunciado. La fidelidad a Dios y la fidelidad al mundo se excluyen mutuamente, y es preciso elegir.

San Ignacio de Antioquía lo deja bien claro: «Las cosas están tocando a su término, y se nos proponen juntamente estas dos cosas: la muerte y la vida, y cada uno irá a su propio lugar. Es como si se tratara de dos monedas, una de Dios y otra del mundo, que llevan cada una grabado su propio cuño: los incrédulos, el de este mundo; mas los fieles, por la caridad, el cuño de Dios Padre grabado por Jesucristo. Si no estamos dispuestos a morir por él, no tendremos su vida en nosotros» (Magnesios V).

San Cipriano insiste en la misma perspectiva: «Si hay bienes dignos de tal nombre, son los bienes espirituales, los divinos, los celestes, que nos conducen a Dios y permanecen con nosotros junto a él por toda la eternidad. Al contrario, todos los bienes terrenos que hemos recibido en este mundo, y que aquí se han de quedar, deben menospreciarse (contemni debent) lo mismo que el propio mundo, a cuyas vanidades y placeres ya renunciamos desde que con mejores pasos nos volvimos a Dios en el bautismo. San Juan nos exhorta y anima, apremiándonos con palabras llenas de espíritu celestial: «No queráis amar al mundo, ni lo que hay en el mundo» (1Jn 2,15)» (De habitu virginum 7).

San Ignacio de Antioquía, temiendo verse privado del martirio, escribe: «El príncipe de este mundo está decidido a arrebatarme y corromper mi pensamiento y sentir, dirigido todo a Dios. Que nadie, pues, de los ahí presentes le vaya a ayudar [procurando que yo siga en el mundo]; ponéos más bien de mi parte, es decir, de parte de Dios. No tengáis a Jesucristo en la boca y luego codiciéis el mundo» (Romanos 7,1). Lo mismo dice San Policarpo: «Bueno es que nos apartemos de las codicias que dominan en el mundo, pues todas ellas van contra el espíritu» (Filipenses 5,3). Y el Pastor de Hermas: «Ante todo, guárdate de todo deseo malo, y limpia tu corazón de todas las vanidades de este siglo. Si esto guardares, tu ayuno será perfecto» (Comparación 5,3,6; +6,3; 7,2). Pues el ángel del Señor «toma por su cuenta a los que se extravían de Dios y se andan tras los deseos y engaños de este siglo, y los castiga, según lo que merecen, con terribles y diversos castigos» (6,3). Por el contrario, el que «se purifica de toda codicia de este siglo» alcanza preciosas gracias y bendiciones de Dios (7,2).

No tener miedo a la muerte, que nos separa de este mundo definitivamente, y estar prontos para el martirio, son dos signos inequívocos de estar libre del mundo. En una impresionante exhortación a los mártires, el obispo San Cipriano pide «que nadie desee cosa alguna de un mundo que se está muriendo» (Carta 58,2,1). Y en su tratado sobre la muerte considera: «¿para que pedimos [en el Padrenuestro] que «venga a nosotros el reino de los cielos», si tanto nos deleita la cautividad terrena?... Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas tú al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama?... Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo [ya desde el bautismo] y que, mientras vivimos en él, somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio... El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso» (cap. 18).

Participación

Los apologistas de la Iglesia, defendiendo a ésta, alegan que los cristianos participan honradamente en todos los oficios y profesiones, y que de hecho están presentes en todos los campos de la sociedad (Tertuliano, Apologet. 37). En efecto, a medida sobre todo que los cristianos, aquí y allá, se van extendiendo por todas las regiones del Imperio, es prácticamente imposible que no se dé su participación en comercio y milicia, en agricultura y artesanías, e incluso en el Senado o el Palacio imperial.

«Somos de ayer y hemos llenado ya la tierra y todo lo que es vuestro: ciudades e islas,... senado, foro... navegamos, comerciamos, etc.» (Tertuliano, ib. 42,2-3). Orígenes llega a afirmar contra Celso: «Los cristianos son más útiles a la patria que el resto de los hombres; forman ciudadanos, enseñan la piedad respecto a Dios, guardián de las ciudades» (VIII,73-74).

Separación

Sin embargo, otros textos o normas disciplinares de la Iglesia antigua acentúan la necesidad de separación del mundo pagano: «Huye, hijo mío, de todo mal, y hasta de todo lo que tenga apariencia de mal» (Dídaque 3,1). «Huyamos, hermanos, de toda vanidad (mataiotetos); odiemos absolutamente las obras del mal camino» (Carta de Bernabé 4,10). Y esta huída, al menos en ciertos campos concretos de la vida social, ha de ser efectiva. Y es que todavía no pocos oficios y profesiones son, de hecho, difícilmente conciliables con la vida en Cristo.

La política, por ejemplo. «Nada más extraño para nosotros que la política -asegura Tertuliano-. Conocemos una sola república común a todos, el mundo» (Apologet. 38,3). Este sentimiento apátrida, aquí eventualmente expresado, no es genuinamente cristiano, no es tradicional; pero el dato proporcionado en la frase citada es verdadero. Participar en la vida política del Imperio, como no fuera en cargos locales muy secundarios, no es posible todavía. Y es que, en realidad, toda la vida pública del mundo está tan marcada por el paganismo inmoral e idolátrico, que participar en ella se hace muy difícil.

También la milicia es objeto, según tiempos y Padres, de reticencias más o menos fuertes. Y la muy venerable Traditio apostolica romana, hacia el 215, enumera una serie de oficios y profesiones que no son conciliables con la vida cristiana, pues están inevitablemente configurados en formas inmorales o relacionadas con el culto a los ídolos; así los escultores y pintores, actores y luchadores, etc. Si los que se dedican a esos menesteres piden el bautismo, «o renuncian a sus profesiones o se les debe rechazar» (16). Por eso un San Ignacio le escribe a San Policarpo, obispo de Esmirna: «Rehuye los oficios malos, o mejor aún, trata con los fieles para precaverles contra ellos» (Policarpo 5,1).

No faltan autores más extremistas, como Tertuliano, que llegan a condenar todas las profesiones y diversiones seculares, lo que les lleva a reconocer que, al menos tal como están las cosas, el ideal sería una salida general de los cristianos al desierto, donde hicieran una ciudad exclusivamente cristiana (Apologet. 37,6)...

El Pastor de Hermas, un texto romano de mediados del siglo II, aunque no en forma tan extrema, parece como si abandonase el mundo a los mundanos; como si reconociera que mientras el mundo esté bajo el Maligno, a sus hijos les corresponde gobernarlo y gozar de él. Aunque los textos, como éste que transcribo, no son precisos y doctrinales, pues están escritos a veces bajo la presión de grandes sufrimientos, tienen, sin embargo, una conmovedora fuerza testimonial.

«Vosotros, los siervos de Dios, vivís en tierra extranjera, pues vuestra ciudad está muy lejos de ésta en que ahora habitáis. Si, pues, sabéis cuál es la ciudad en que definitivamente habéis de habitar, ¿a qué fin os aparejáis aquí campos y lujosas instalaciones, casas y moradas perecederas? El que todo eso se apareja para la ciudad presente, señal es que no piensa en volver a su propia ciudad. ¡Hombre necio, vacilante y miserable! ¿No te das cuenta que todo eso son cosas ajenas y están bajo poder de otro?...

«Atiende, por tanto. Como quien habita en tierra extraña, no busques para ti nada fuera de una suficiencia pasadera, y está apercibido para el caso en que el señor de esta ciudad quiera expulsarte de ella por oponerte a sus leyes. Saliendo entonces de la ciudad suya, marcharás a la tuya propia, y allí seguirás tu ley, sin injuria de nadie, con toda alegría.

«¡Atención, pues, vosotros, los que servís al Señor y le tenéis en el corazón! Obrad las obras de Dios, recordando sus mandamientos y las promesas que os ha hecho, y creed que él las cumplirá, con tal de que sus mandamientos sean guardados. En lugar, pues, de campos, comprad almas atribuladas, conforme cada uno pudiere; socorred a las viudas y a los huérfanos, y no los despreciéis; gastad vuestra riqueza y vuestros bienes todos en esta clase de campos y casas, que son las que habéis recibido del Señor. Porque éste es el fin para que el Dueño os hizo ricos, para que le prestéis estos servicios. Mucho mejor es comprar tales campos y posesiones y casas, que son las que has de encontrar en tu ciudad cuando vuelvas a ella. Este es el lujo bueno y santo, que no trae consigo tristeza ni temor, sino alegría. No practiquéis, por tanto, el lujo de los gentiles, pues es sin provecho para vosotros, los servidores de Dios. Practicad, sí, vuestro propio lujo, aquél en que podéis alegraros» (Comparación I).

De modo especial, se hace imposible participar en los espectáculos, el teatro, el circo, etc., y no sólo porque están marcados profundamente por las formas de inmoralidad más abyectas, sino también porque llevan en sí continuamente nombres y actos de significación idolátrica. Por eso «los paganos no se llaman a engaño: la primera señal por la que reconocen a un nuevo cristiano, es que ya no asiste a los espectáculos; si vuelve a ellos, es un desertor» (Bardy 279).

Distinción y adaptación

A pesar de esta distinción tan neta entre el mundo y los cristianos, éstos no se caracterizan exteriormente por los signos secundarios. En efecto, dentro del mosaico innumerable de razas y religiones del Imperio romano, unos y otros, pueblos o devotos, se diferencian frecuentemente de los demás por sus leyes, fiestas y costumbres, e incluso por la forma de comer, de vestir o de construir sus casas. En este sentido, el Cristianismo primero asume en gran medida todo lo que en el mundo hay de bueno o de indiferente, haciéndose, como el Apóstol, judío con los judíos, griego con los griegos, «para salvarlos a todos» (+1Cor 9,19-23). Es consciente de que el Reino de Cristo es, ante todo, algo interior, una renovación profunda de la mente y del corazón, que permite, con la gracia de Dios, estar en el mundo sin ser del mundo, y que, igualmente, hace posible tener como si no se tuviera. En este tema, hacia el 200, la Carta a Diogneto se expresa así:

«Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla ni por sus costumbres; porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás... Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extranjera. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero no exponen [dejándolos morir] los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes... Por los judíos se los combate como a extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio. Más, por decirlo brevemente, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo» (cp. V-VI).

Optimismo juvenil cristiano,

Reino de Cristo

Sin ningún complejo de inferioridad respecto del mundo, los cristianos, aunque se vean como ciudadanos marginados, fuera de la ley, siempre amenazados de muerte, confiscación o cárcel y, a los ojos humanos, sin ningún horizonte histórico, gente que no tiene salida, saben que en Cristo son reyes. Saben que Cristo venció al mundo en la cruz, y que fue allí precisamente donde mostró ser Rey del universo, atrayendo a todos hacia sí. Del mismo modo, los cristianos mártires saben que por sus combates victoriosos se manifiesta y se extiende el Reino de Cristo, inaugurado ya para siempre en el Calvario.

En este sentido, es significativo que en el final de las Passiones de los mártires se halla a veces una afirmación solemne del reinado universal de Cristo: «Padecieron los beatísimos mártires Luciano y Marciano siete días antes de las calendas de noviembre, bajo el emperador Decio y el procónsul Sabino, reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien sea honor y gloria, virtud y poder, por los siglos de los siglos. Amén».