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La perfección evangélica de los laicos

El ejemplo de los religiosos

Los santos fundadores establecieron sus Ordenes no sólo para la santificación de sus miembros, sino para ejemplo de todo el pueblo cristiano. Esta segunda finalidad es muy clara, por ejemplo, en San Francisco de Asís, que solía decir: «Hay un contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los hermanos la provisión necesaria». Si los hermanos cumplen con su deber, el mundo cumplirá con el suyo (2 Celano 70; +Consid. sobre las llagas II). Él, por otra parte, no pretendía con sus frailes sino vivir en plenitud el Evangelio: «Ésta es la vida del Evangelio», dice en el prólogo de su Regla, «ésta es la regla y vida de los hermanos... seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo». El ejemplo que los frailes dan de pobreza y caridad, de oración y penitencia, de libertad del mundo y de alegría, es válido para todo el pueblo cristiano, que encuentra en Francisco «enseñanzas claras de doctrina salvífica, y espléndidos ejemplos de obras de santidad» (1 Celano 90).

«Mucha gente del pueblo, nobles y plebeyos, clérigos y laicos, tocados de divina inspiración, se llegan a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio... Así contribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo... A todos da él una norma de vida y señala con acierto el camino de salvación según el estado de cada uno» (1 Celano 37)

Santa Clara de Asís, igualmente, entiende que la luz de su vida y la de sus hermanas ha sido encendida por Dios para iluminar a todos los laicos que están en el mundo. Sabe, pues, que los seglares deben imitarles, de modo que, «teniendo las cosas de este mundo como si no las tuvieran», ellos también lleguen a la perfección, igual que los que ya no tienen, por haberlo «dejado todo».

Y así escribe: «¡Con cuánto esmero y empeño de cuerpo y alma debemos guardar los mandamientos del Dios y Padre nuestro, a fin de que, ayudando el Señor, le devolvamos multiplicado el talento recibido! Pues el mismo Señor nos ha puesto como modelo para los demás, como un ejemplo y espejo; y no sólo ante los del mundo, sino también ante nuestras hermanas, llamadas por el Señor a nuestra misma vocación, para que también ellas sean espejo y ejemplo ante quienes viven en el mundo. Habiéndonos, pues, llamado el Señor a grandes cosas,... si vivimos según esta norma de nuestra vocación, les dejaremos a ellos un noble ejemplo, y nosotras ganaremos con un trabajo cortísimo el precio de la vida eterna» (Testamento 3).

Efervescencia evangélica laical en torno al 1200

Durante la baja Edad Media va pasando el centro de la vida social del campo a la ciudad. En los siglos XII y XIII se consolidan los municipios burgueses, y comienzan a alzarse catedrales y universidades. Pues bien, partiendo del pontificado reformista de San Gregorio VII (1073-1085), concretamente entre los concilios III y IV de Letrán (1179-1215), se produce una gran efervescencia idealista de muchos movimientos laicales. Todos pretenden la perfección en el mundo -unos ortodoxos, y otros sectarios y anticlericales-, por el camino de la pobreza y de la penitencia (+DSp: béguins, devotio moderna, frères de la vie commune, oblats, pénitents au moyen âge; órdenes terceras, órdenes militares). La idea primaria, mejor o peor entendida y realizada, es siempre ésta: todo el pueblo cristiano está llamado a la perfección evangélica, y ésta exige «dejarlo todo y seguir a Cristo», según las normas del Evangelio, e imitando así la vita apostolica de las primeras comunidades cristianas. Las palabras claves son por entonces «vivir según el Evangelio», «vivir en pobreza», seguir «vida de penitencia», etc..

Los grupos laicales, por ejemplo, animados por los Canónigos regulares de los siglos XI-XII, son así descritos por F. Petit:

«El movimiento de los canónigos coincide con el movimiento apostólico que lleva a los laicos, hombres y mujeres de toda condición, a agruparse en torno a los sacerdotes como la multitud de los creyentes lo hizo en torno de los Apóstoles en Jerusalén. Bernold de Constance describe este fenómeno que marca curiosamente el siglo XII: «En esta época [hacia 1091] en el Imperio de Alemania, la vida común se desarrollaba en muchos lugares, no sólo entre los clérigos y los monjes viviendo fervorosamente, sino entre los laicos que se ofrecían con sus bienes, con gran entrega, para llevar esta vida común. Aunque no llevaban el hábito de clérigos ni de monjes, no les quedaban atrás en nada de lo que se refiere a la santidad... Renunciaban al siglo y se donaban con todas sus posesiones a los monasterios de monjes y de canónigos más religiosos, con gran devoción, para vivir en común bajo su obediencia y servirles. Pero la envidia del demonio suscitó malquerencia contra la manera de vivir de estos hermanos, manera tan digna de elogio, pues sólo buscaban vivir en común a la manera de la primitiva Iglesia. El papa Urbano II (1088-1099) escribió sobre el tema: «Hemos sabido que personas se unen a la costumbre de vuestros monasterios, y que aceptáis laicos que renuncian al siglo y se entregan a vosotros para llevar la vida común y vivir bajo vuestra obediencia. Pues bien, hallamos esta forma de vida y esta costumbre absolutamente digna de alabanza. Y tanto más merece ser continuada puesto que lleva la marca de la Iglesia primitiva. Nos la aprobamos, pues, la llamamos santa y católica y Nos la confirmamos por nuestras presentes letras apostólicas» (ML 148,1402-1403).

«Y no eran sólamente hombres, sino una multitud de mujeres que, en esta época, abrazaron este género de vida para permanecer bajo la obediencia de clérigos y monjes, y servirles en sus necesidades cotidianas. En los pueblos, innumerables muchachas hijas de aldeanos renunciaban al matrimonio y al siglo para vivir bajo la obediencia de un sacerdote. Incluso personas casadas querían vivir en religión y obedecer a los religiosos» (La réforme 93-94).

Ese idealismo, no siempre conducido por la prudencia, ocasiona a veces en las familias y los pueblos problemas bastante graves. El mismo Gregorio VII parece haber desaconsejado a laicos principales asociarse a la vida monástica, señalando ciertos inconvenientes obvios (DSp 9,90-91). En cambio Urbano II, en una Bula de 1091, toma la defensa de los laicos que adoptan la vita communis, siguiendo la «dignissimam... primitivæ Ecclesiæ formam» (ML 151,336). Y Gerhoch de Reichersberg, en 1131, afirmaba abiertamente que los laicos, ya por su bautismo, han profesado vivir según «la regla apostólica», con todas las exigencias de fidelidad y renunciamiento. Por tanto, todo cristiano «encuentra en la fe católica y la doctrina de los apóstoles una regla adaptada a su condición, bajo la cual, combatiendo como conviene, podrá llegar a la corona» (Liber de ædificio Dei 43).

A comienzos del siglo XIII, con el auge de los municipios, el surgimiento de los burgueses laicos, y la escasa calidad del clero parroquial, esta efervescencia evangélica laical, en la que tanto de bueno y de malo se mezclan, exige una poda enérgica, en buena parte realizada durante el pontificado de Inocencio III (1198-1216). Y la misma autoridad civil se ve obligada a intervenir.

El emperador Federico II, en 1238, dicta un decreto contra los grupos laicos heréticos, que proliferan en tal número que no siempre han llegado a ser claramente indentificados por los historiadores. El decreto nombra a patarenos, speronistas, lenistas (pobres de Lyon), arnaldistas, circumcisos, passaginos, joseppinos, garratenses, albanenses, franciscos, bagnarolos, comistos, waldenses, runcarolos, communellos, warinos y ortolenos «cum illis de Aqua Nigra» (Alphandéry 154, nota).

Es precisamente a comienzos del siglo XIII cuando nacen los franciscanos y dominicos, que encauzan por el camino de la Iglesia muchos entusiasmos evangelistas, a veces salvajes y negativos. Pierre Mandonet hace observar que en esa época «sólo los Predicadores [los dominicos] se constituyeron con elementos clericales, es decir, letrados, aptos para los diversos ministerios... Todas las otras órdenes del siglo XIII, sin excepción, proceden de simples fraternidades laicales, que han debido evolucionar, parcial y lentamente, hacia formas de vida eclesiástica, antes de poder tomar un parte significativa al servicio de la sociedad cristiana» (Saint Dominique 15).

De estos interesantes impulsos hacia la perfección laical en el mundo vamos a fijarnos sólamente en dos ejemplos: uno comunitario, los umiliati; otro personal, San Luis de Francia.

Los umiliati

En el ambiente ya descrito nacen hacia 1175 los umiliati, al parecer relacionados con patarinos milaneses, arnaldistas, penitentes y cátaros, aunque estas relaciones son aún discutidas. Condenados por Lucio III en 1184, son recuperados para la comunión católica por Inocencio III, que en 1201 aprueba el Propositum o regla por el que han de vivir. Son grupos laicales de gran entusiasmo evangélico, extendidos sobre todo en la Lombardía, y especialmente en Milán, que muestran un celo verdadero frente a otros grupos heréticos.

El Chronicon Laudunense, de 1178, nos describe la fisonomía nativa de estas comunidades, y comienza diciendo cómo «había en las ciudades de Lombardía ciudadanos que, continuando en sus hogares y con su familia, habían elegido una cierta manera religiosa de vida» (MGH 26,449; +J. Tiraboschi, Vetera humiliatorum monumenta; L. Zanoni, Gli umiliati nei loro rapporti con l’eresia, l’industria della lana ed i comuni nei secolo XII e XIII).

También en Jacques de Vitry, a principios del XIII, encontramos una información completa acerca de los humillados. «Viven en común, generalmente del trabajo de sus manos», y aunque algunos tienen rentas o posesiones, no las tienen como propias. «De día y de noche, rezan todas las Horas canónicas, tanto los laicos como los clérigos», y los que no pueden hacerlo, lo suplen con un cierto número de Padrenuestros [En 1483 se imprime en Milán un Humilliatorum Breviarium: Tiraboschi I,92].. Procuran dedicarse con asiduidad a la lectura, la oración y los trabajos manuales, para no caer en las tentaciones del ocio. «Los hermanos, tanto los clérigos como los laicos con letras, tienen licencia recibida del sumo Pontífice, que confirmó su Regla de vida, para predicar no sólo en su congregación, sino en plazas y ciudades, y también en las iglesias seculares, siempre que tengan permiso de quienes las presiden. Y de ello se ha seguido que muchos nobles e importantes ciudadanos, señoras y vírgenes, se han convertido al Señor por su predicación». Algunos de ellos, renunciando completamente al siglo, han ingresado en su modo religioso de vida; y otros, siguen en el mundo, pero dedicados a las buenas obras, y «usando de las cosas seculares como si no usaran de ellas». Muchos herejes, como los patarinos, de tal modo temen su predicación, siempre basada en la Escritura, que «nunca osan comparecer ante ellos», y no pocos se han convertido (Historia occidentalis, Duai 1597, 335).

El Propositum de los humillados (Tiraboschi II, 128-134), es decir, su regla de vida comunitaria, viene a ser también, como otras Reglas religiosas de la época, una simple colección de normas del Nuevo Testamento. Por ella vemos que la crónica de Jacques de Vitry es bastante exacta. Manda también el Propositum que los hermanos obedezcan siempre a los pastores de la Iglesia; no quieran acumular tesoros en la tierra; no codicien el mundo y lo que hay en el mundo; acudan en auxilio de los hermanos que se vieran en enfermedad o en necesidades materiales, y no les nieguen su ayuda; etc.

La Primera orden de los humillados congrega en conventos dobles a canónigos y hermanas. La Segunda orden tiene también casas dobles, en las que viven continentes laicos (Regla de las dos primeras órdenes: Zanoni 352-370). La Tercera orden -que cronológicamente es la primera-, es la que hemos visto descrita: reune familias piadosas, muchas de ellas del gremio textil, de vida austera y laboriosa, que tratan de reproducir la comunidad primera de Jerusalén.

A diferencia de otros movimientos parecidos -como beguardos o beguinas-, los laicos umiliati apenas dejaron una literatura espiritual considerable, antes de extinguirse a mediados del siglo XIV. Pero el árbol de los humillados produjo una hermosa floración de santos y beatos, unos quince o veinte, de cuyos nombres y biografías da Tiraboschi breve reseña (I,193-257).

San Luis de Francia

Nos asomamos ahora a la vida admirable de un gran santo laico medieval, Luis IX de Francia. Nacido en 1214, fue Luis IX rey de Francia desde 1226, año en que muere su padre. Blanca de Castilla, su madre, llevó la regencia un tiempo. En 1234 casó Luis con Margarita de Provenza, a la que amó siempre mucho, y con la que tuvo once hijos. Murió junto a las murallas de Túnez en 1270, a los cincuenta y seis años de edad.

Tenemos sobre la vida de San Luis información abundante y exacta, pues procede de varios íntimos suyos. En efecto, los Bolandistas recogen en las Acta Sanctorum (Venecia 1754, Augusti V, 275-758) la Vida escrita por Gofredo de Beaulieu, dominico, confesor del rey durante veinte años; la compuesta por Guillermo de Chartres, también dominico y familiar del rey, que quiso complementar el primer texto; la escrita con gran número de informaciones por el franciscano Guillermo de Saint-Pathus, confesor de la reina Margarita, viuda del santo rey; así como la preciosa historia compuesta por Juan de Joinville, un noble de Champagne, íntimo amigo y compañero del soberano. A ellas se añaden una relación de Milagros, y algunos restos del Proceso de canonización. (+M. Sepet, San Luis, rey de Francia).

San Juan Crisóstomo o San Francisco de Asís habrían aprobado en todo su género de vida, tan semejante a la de los monjes o frailes, es decir, tan evangélica. De él nos dicen sus biógrafos que fue un hombre muy prudente, un verdadero prud’homme. Cortés y afable, elegante y «gratiosissimus in loquendo», cuando venían a él personas agitadas o turbadas por una gran conmoción, tenía la gracia especial de volverlos en seguida a la quietud y serenidad (Acta 559).

-Un gran Rey. Siempre tuvo San Luis gran cuidado para no dañar a nadie con su gobierno, y así dispuso una gran encuesta en su Reino, enviando personas de su confianza que descubrieran abusos, impuestos excesivos, indebidas confiscaciones, etc. Impuso la justicia real sobre las jurisdicciones señoriales, y de su tiempo viene la organización del Parlamento, cuyas actas (llamadas Olim), en doce mil volúmenes, llegaron hasta la Revolución francesa.

Bajo su gobierno, la autoridad real se hizo efectiva en toda Francia, y todos los reyes posteriores de Francia fueron descendientes suyos en línea masculina directa. San Luis consiguió guardar largos años su reino en la paz. Y Gofredo de Beaulieu da de ello esta genuina razón: «Como eran gratos a Dios sus caminos, convertía a la paz a sus mismos enemigos, si es que pudiera tenerlos» (549). Por eso mismo fue llamado en su tiempo como árbitro para mediar entre reyes o señores en conflicto.

-Un Rey sacerdotal. Durante su reinado cuidó en su pueblo no sólo la salud de los cuerpos, sino también la de las almas, conociendo la dimensión sacerdotal de la realeza, y siguiendo así el ideal de sus antecesores carolingios.

Fundó varios monasterios y conventos, como el cister de Royaumont, y otros para franciscanos y dominicos -el de la rue Saint-Jacques era frecuentado por San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino-. Hizo constuir la Sainte-Chapelle, una casa en París para cuarenta beguinas, etc. Y también sus familiares participaron de su generosidad y piedad. Su hermana, la beata Isabel, fundó en Longchamp la primera casa de las clarisas. Blanca de Castilla, su madre, fundó las abadías femeninas cistercienses de Maubuisson y de Lysd.

-Un laico de profundísima piedad. La oración ocupaba una buena parte de los ocupadísimos días de San Luis. Rezaba con los clérigos y frailes de su Capilla real las Horas litúrgicas, el oficio de la Virgen y, en privado, el de Difuntos. A estas plegarias litúrgicas añadía largas oraciones privadas, sobre todo por la noche. En la iglesia, arrodillado directamente sobre las losas del suelo, y con la cabeza profundamente inclinada, después de Maitines, «el santo Rey (beatus Rex) rezaba a solas ante el altar». También solía rezar diariamente un rosario incipiente, costumbre sobre todo de irlandeses, en el que hacía cincuenta genuflexiones, diciendo cada vez un Ave María -la primera parte del actual Ave María- (586).

Se confesaba cada viernes, y recibía con esa ocasión una buena disciplina de mano de su confesor. Normalmente participaba cada día en dos Misas, y comulgaba seis veces al año. Entonces, cuando iba a acercarse a la comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, guardaba continencia varios días con su esposa, se lavaba manos y boca, y vestido humildemente, se acercaba al altar avanzando de rodillas, las manos juntas, y en los días siguientes guardaba continencia conyugal por respeto al Sacramento (581). Esta misma continencia la guardaba los viernes de todo el año, en Adviento y en Cuaresma.

Le gustaba leer cosas santas, y reunió una buena biblioteca personal, pero no sobre sutilezas de teólogos, «sino de santos libros auténticos y probados» (551). Era muy devoto de oir predicaciones, y a veces en los viajes visitaba una abadía y solicitaba que se reuniera el capítulo y se expusiera un tema religioso (581). También era muy dado a los ayunos: ayunaba todos los viernes del año, Adviento, Cuaresma, los díez días entre Ascensión y Pentecostés, vigilias de fiestas y Cuatro Témporas, y en sus comidas normales era de gran sobriedad. Era austero también en el vestir, y no quería llevar adornos de oro (544), cosa muy rara entre los nobles de la época.

-Un hogar cristiano al estilo de monasterios y conventos. El ambiente de la Corte de San Luis tuvo siempre la espiritual elegancia de un monasterio benedictino o de un convento franciscano. Había, pues, en su Casa espacio y tiempo para todo lo bueno, pero no para lo malo o para las vanidades perjudiciales. No permitía en su casa ni histriones, ni cuentos o cantos groseros, ni la turba acostumbrada de músicos, «en lo que suelen deleitarse muchos nobles» (559). Esta firmeza para vivir el Evangelio no podía menos de resultar chocante a los cortesanos y amigos, pero ello no le preocupaba en absoluto.

Cuenta su confesor, el dominico Gofredo de Beaulieu, que habiendo oído el Rey que «algunos nobles murmuraban contra él porque escuchaba tantas misas y sermones, respondió que si él empleara el doble de tiempo en jugar o en correr los bosques, cazando animales y pájaros, nadie encontraría en ello motivos para hablar» (550). También se nos refiere que a veces, en las comidas demasiado gustosas, echaba agua, y que cuando algún servidor se lo reprochaba, él decía: «Esto a ti no te importa, y a mí me conviene» (605).

Se ve que él tenía une certaine idée de lo que debía ser la secularidad, o si se quiere la laicidad de un fiel discípulo de Cristo. Y para vivirla fielmente, según lo que Dios hacía en él, no le importaba parecer raro a sus familiares o a sus compañeros de corte o de armas. Y así en sus costumbres, actos o gestos, nada había que supiera a mundana vanidad» (559).

-Un ejemplar perfecto de la caballería cristiana medieval. San Luis encarnaba el ideal de la caballería, del que en seguida nos vamos a ocupar. No era San Luis un místico pietista, sino un laico evangélico, cuya vida realizaba los ideales caballerescos en forma purificada y perfecta. Este ideal incluía la acción valerosa para frenar el escándalo, al ejemplo de Cristo, que expulsa a los mercaderes del Templo.

Una anécdota contada por su compañero el caballero de Joinville muestra este aspecto. En cierta ocasión hay en una abadía cluniacense una gran discusión con un judío que niega la virginidad de María, y al que casi descalabran por ello. Al saberlo San Luis comentó: «Verdaderamente, un hombre laico (homo laicus), cuando ve insultar la fe cristiana, debe impedirlo no sólo con las palabras, sino con una espada bien afilada» (678). Recuerda esto a San Ignacio de Loyola, en aquella ocasión, camino de Montserrat, cuando «le venían deseos de ir a buscar el moro y darle de puñaladas por lo que había dicho» poco antes contra la Virgen (Autobiografía 15).

La profundidad religiosa de su vida de laico se expresa conmovedoramente en las enseñanzas que deja escritas a sus hijos como testamento espiritual (546, 756-757). Son las mismas enseñanzas y exhortaciones que solía darles por la noche, cuando les iba a ver después del rezo de Completas (545).

-Un hombre caritativo con pobres y enfermos. Siempre manifestó San Luis una gran caridad hacia los enfermos y pobres, fundando para ellos muchas obras de asistencia. Cada día su Casa alimentaba 120 pobres, y cada sábado lavaba los pies de tres de ellos, arrodillado, besándoles la mano al final. Tres pobres -trece en Cuaresma- se sentaban cada día a su mesa. Juan de Jeanville da también testimonio de su caridad con los difuntos, concretamente en tiempos de guerra o peste, cuando él ayudaba a enterrarlos con sus propias manos (742-744). Hizo muchas fundaciones de asistencia para ciegos, para pobres, y también para aquellas mujeres que corrían especiales peligros morales.

-Una vida sagrada. La vida de San Luis, como la de otros santos hogares de la época de Cristiandad, está enmarcada en un continuo cuadro de sacralidades. El bautismo, el agua bendita, el rezo de las Horas, la Misa diaria, el sacramento del matrimonio, la penitencia y la comunión sacramental, las lecturas de la Biblia y de los autores santos, y en su día las impresionantes ceremonias «ad benedicendum regem vel reginam, imperatorem vel imperatricem coronandos» (M. Andrieu, Le Pontifical Romain au Moyen-Age, 427-435), rodean siempre la vida de San Luis con la belleza santificante de los sacramentos o de los sacramentales de la Iglesia.

Tanto apreciaba, por ejemplo, el hecho de haber sido bautizado que le gustaba firmar Ludovicum de Poissiaco, Luis de Poyssy, pues aquél era el lugar donde había nacido por el bautismo a la vida en Cristo (554). Y si, como enseña el Vaticano II, los sacramentales «disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y santifican las diversas circunstancias de la vida» (SC 60), puede decirse que toda la vida de San Luis fue sagrada, es decir, lo contrario de profana.

-Una santa muerte. Al final de su vida, piensa San Luis, como otros nobles piadosos de la época, en ingresar en una de las dos Ordenes mendicantes (ipse ad culmen omnimodæ perfectionis adspirans). Su buena esposa Margarita hubiera consentido en ello. Pero la Providencia dispuso las cosas de otro modo, «y con acrecentada humildad y cautela permaneció en el mundo» (545).

Llega la hora de su muerte. Frente a Túnez, y en francés repite una vez más el lema de los cruzados, «Nous irons en Jerusalem!»; pero en esta ocasión pensando ya en la Jerusalén celestial. Al final, ya casi sin habla, «mira a los familiares que le acompañaban, con una sonrisa muy dulce, y suspirando» (565). Y aún añadió: «Introibo in domum tuam, adorabo ad templum sanctum tuum, et confitebor Nomini tuo» (566).

Santos príncipes y reyes

La santidad laical ofrece muchos exponentes entre los reyes y nobles medievales. Éste es un dato de la mayor importancia, si pensamos en el influjo que en aquel tiempo tienen los príncipes sobre su pueblo.

Recordemos sólamente algunos nombres. En Bohemia, Santa Ludmila (+920) y su nieto San Wenceslao (+935). En Inglaterra, San Edgar (+975), San Eduardo (+978), San Eduardo el Confesor (+1066). En Rusia, San Wlodimiro (+1015). En Noruega, San Olaf II (+1030). En Hungría, San Emerico (+1031), su padre San Esteban (+1038), San Ladislao (+1095), Santa Isabel (+1031), Santa Margarita (+1270), Beata Inés (+1283). En Germania, San Enrique (+1024) y su esposa Santa Cunegunda (+1033). En Dinamarca, San Canuto II (+1086). En España, San Fernando III (+1252). En Francia, su primo San Luis (+1270) y la hermana de éste, Beata Isabel (+1270). En Portugal, Santa Isabel (+1336). En Polonia, las beatas Cunegunda (+1292) y Yolanda (+1298), Santa Eduwigis (+1399), San Casimiro (+1484). También son muchos los santos o beatos medievales de familias nobles: conde Gerardo de Aurillac (+999), Teobaldo de Champagne (+1066), San Jacinto de Polonia (+1257), Santa Matilde de Hackeborn (+1299), Santa Brígida de Suecia (+1373) y su hija Santa Catalina (+1381), etc.

Puede decirse, pues, que en cada siglo de la Edad Media -a diferencia de la época actual- hubo varios gobernantes cristianos realmente santos, que pudieron ser puestos por la Iglesia como ejemplos para el pueblo y para los demás príncipes.

El ideal de la caballería medieval

En estos siglos el hogar verdaderamente cristiano guarda una relativa homogeneidad con el monasterio, y a veces parece un convento por la piedad y la austeridad de las costumbres. Nada tiene esto de extraño si sabemos que con frecuencia los hijos, especialmente los de los nobles, son encomendados a monjes, frailes o religiosas para que reciban una educación integral. Como tampoco es raro que no pocos laicos, al tener ya criados los hijos o al quedar viudos, se hagan religiosos o terciarios, o se retiren a un monasterio al final de sus vidas -como todavía lo hace Carlos I de España a mediados del XVI-.

Pero no sólo es religioso el cuadro de vida del hogar. La Cristiandad medieval produce muchas formas vitales de intensa significación religiosa -fiestas y funerales, celebraciones gremiales y populares, iniciación de caballeros, unción de reyes y reinas, esponsales y bodas, diezmos y bendiciones, campanas y procesiones-, y configura así un mundo sumamente variado y colorido, envuelto en una atmósfera sagrada.

Este impulso colectivo, que, como ya he señalado, tiende a dar formas visibles a las realidades espirituales, va forjando en la baja Edad Media (XI-XV) el ideal de la caballería cristiana. El perfecto caballero es devoto de la Virgen y de la mujer, defensor de pobres y oprimidos, leal a su rey o señor, tan valiente como piadoso, austero y frugal en su vida personal, despreciador de las riquezas y cultivador de la virtud, cortés y celoso de las formas, estrictamente sujeto a un código de honor consuetudinario, deseoso de realizar hazañas memorables, para su propia gloria y la de Dios. Éste era el ideal de la caballería cristiana, que no afectaba sólo a nobles y caballeros, sino que extendía su influjo también sobre los burgueses y el pueblo llano.

El ritual para ser armado caballero da una buena idea de la profunda religiosidad del ideal caballeresco. Se compone de una serie de oraciones y bendiciones, que evocan la consagración personal y la entrega de una profesión religiosa o de una toma de hábito (De benedictione novi militis, en M. Andrieu, Le Pontifical Romain au moyenâge 447-450). La bendición de las armas, de la bandera, la entrega de ellas al nuevo caballero, con antífonas, lecturas y oraciones, expresan bellamente lo que el sacerdote exhorta, cuando da al caballero el beso de la paz: «Sé un soldado pacífico y valiente, fiel y devoto a Dios»... Todavía en 1522, cuando Ignacio de Loyola pasa del mundo al Reino, decide «velar sus armas toda una noche, sin sentarse ni acostarse, mas a ratos en pie y a ratos de rodillas, delante el altar de Nuestra Señora de Montserrat, adonde tenía determinado dejar sus vestidos y vestirse las armas de Cristo» (Autobiografía 17).

En opinión de Huizinga, «esta primitiva animación ascética es la base sobre la cual se construyó con el ideal caballeresco una noble fantasía de perfección viril, una esforzada aspiración a una vida bella, enérgico motor de una serie de siglos... y también máscara tras de la cual podía ocultarse un mundo de codicia y de violencia» (106). Sin duda en la caballería medieval hubo violencias y groseras rapiñas, mucha soberbia y no poca vanidad. Pero no sería lícito ignorar la fuerza de los ideales en la configuración concreta de la vida de un pueblo. Desde luego habrá mucha más violencia, codicia y soberbia cuando «los ideales» que se proponen son el dinero y el sexo, el poder y el placer desenfrenado, ajeno a toda norma. Esto es evidente.

Muchos caballeros, por ejemplo, de la baja Edad Media forjaron sus ideales y fantasías heroicas leyendo las formidables hazañas del Maréchal Boicicaut, es decir, de Jean le Meingre (+1421), espejo de caballeros, cuyas gestas se escribieron en 1409, viviendo él todavía. Pues bien, se describe a Boicicaut como a un hombre sumamente piadoso: «Se levanta muy temprano y pasa tres horas en oración. Por prisa y ocupaciones que tenga, oye de rodillas dos misas todos los días. Los viernes va de negro; los domingos y los días de fiesta hace a pie una peregrinación, o se hace leer vidas de santos o historias de héroes antiguos, romanos o no, y sostiene piadosos coloquios con otras personas. Es moderado y sencillo; habla poco y las más de las veces sobre Dios, los santos, la virtud o la caballería. También ha inculcado a todos sus servidores la devoción y la decencia y les ha quitado la costumbre de maldecir. Es un celoso defensor del noble y casto culto a la mujer... Con tales colores de piedad y continencia, sencillez y fidelidad se pintaba entonces la bella imagen del caballero ideal» (Huizinga 103).

En ocasiones, este ideal de la caballería medieval cristiana se realiza comunitariamente, y así nacen Ordenes de caballería, como la de Santiago, en la que los caballeros-monjes, con sus mujeres e hijos, unen la vida laical y religiosa, profesan una Regla de vida, y se vinculan por votos a guardar obediencia, pobreza y castidad conyugal -rasgo éste peculiar de la Orden de Santiago, pues las otras Ordenes no admitían casados- (Derek W. Lomax, La Orden de Santiago [1170-1275], 90-100). Los grandes teólogos medievales aprueban con entusiasmo este género de vida. Santo Tomás, por ejemplo, enseña que «muy bien puede fundarse una Orden religiosa para la vida militar, no con un fin temporal, sino para la defensa del culto divino, de la salud pública o de los pobres y oprimidos» (STh II-II, 188,3; +S. Bernardo, sobre los templarios, Excelencia de la nueva milicia).

La crisis, sin embargo, que afecta el final de la Edad Media oscurece un tanto el ideal caballeresco, que va perdiendo la nobleza del ascetismo cristiano, adquiriendo a veces ciertos rasgos un tanto paganos, que anticipan en cierto modo el estilo del caballero renacentista. Los libros de caballería que, por ejemplo, llegaron a Santa Teresa, eran ya obras que mezclaban heroísmo y picaresca con atrevidos lances amorosos, y que, según afirma ella misma, le hicieron no poco daño (Vida 2,1).

Numerosos santos laicos medievales

En el milenio de Cristiandad está vivo el ideal de la perfección evangélica. Quiero decir con esto que el ideal de la santidad está generalmente propuesto en forma inteligible al pueblo cristiano, aunque sólo unos pocos lleguen a vivirlo plenamente. Por lo demás, entre los medios de perfección de los religiosos y los de los laicos se guarda, como debe ser, una relativa homogeneidad. Unos y otros se saben llamados a un mismo estilo de vida piadoso y sobrio, aunque hayan de vivirlo, sin duda, en modalidades diferentes.

Esto tiene como consecuencia que en la Edad Media son muchos los santos laicos. Son muchos los que en la misma vida laical, imitando a monjes y religiosos, es decir, imitando a Cristo, dejan cuanto pueden, tienen lo que les queda como si no lo tuvieran, y siguen a Cristo con fidelidad. Algunos de estos laicos alcanzan incluso las más altas cumbres de la santidad y de la sabiduría espiritual, como la terciaria dominica Santa Catalina de Siena (1347-1380), Doctora de la Iglesia, que vive con sus veinticuatro hermanos en la casa de su padre, el tintorero Benincasa.

«La encuesta de A. Vauchez (La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, París 1981) permite contar un 25 % de laicos entre los santos reconocidos por la Iglesia entre 1198 y 1304, porcentaje que se eleva al 27 % entre 1303 y 1431» (K. S. Franck, perfection, DSp 12,1125).

Este dato, realmente impresionante, demuestra la alta calidad evangélica de la espiritualidad de los laicos en la Edad Media. Que todavía no estuviera tematizada teológicamente la espiritualidad laical en forma alguna significa que ésta no existiera en la realidad del pueblo cristiano. Sólamente desde el prejuicio, pues, puede afirmarse hoy que la espiritualidad laical no existía en la Edad Media, o que era de muy poca calidad, a causa de su excesiva dependencia de la espiritualidad monástica y religiosa. «Por sus frutos los conoceréis». Y sólo, igualmente, desde el prejuicio puede objetarse que la espiritualidad laical de la Edad Media, indebidamente marcada por la fuga mundi de los religiosos, alejó a los laicos de las realidades mundanas, volviéndolos así incapaces de evangelizar el mundo secular. La realidad es muy diversa: el pueblo cristiano medieval, religiosos y laicos, se mostró capaz de crear una filosofía cristiana, un arte cristiano, unas costumbres, leyes e instituciones, en suma, una cultura, de patente inspiración cristiana. ¿Habrá que poner en duda esta verdad histórica evidente?... De nuevo: «Por sus frutos los conoceréis».

Existió la Cristiandad

No quiero terminar este capítulo sobre La perfección evangélica de los laicos medievales, sin atestiguar antes que la Cristiandad, el Milenio cristiano, existió históricamente, realizándose en una cultura y una sociedad netamente cristianas. El Evangelio de Cristo, como hemos visto, impregnó profundamente el mundo secular de Europa, y de las huellas formidables de aquel mundo procede la mayor parte de la bondad y belleza que aún existen en Occidente, entre los muchos horrores culturales, sociales y estéticos traídos por la apostasía moderna.

He de volver sobre el tema en la VI Parte, al hablar de La falsificación de la historia. Pero ahora, antes de alejarnos del tema de la santidad de los religiosos y laicos medievales, quiero recordar el juicio histórico de dos Papas.

León XIII: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde, y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios, y quedará vigente en innumerables monumentos históricos, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer» (enc. Inmortale Dei, 1-XI-1885 [9]: BAC maior 39, 453).

San Pío X: «No, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe, es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos, contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana de la revolución y de la impiedad» (Cta. apt. Notre Charge Apostolique, 25-VIII-1910 [11]: BAC 174,408).

Y Pablo VI, concretamente, sobre la Italia medieval: «No olvidamos los siglos durante los cuales el Papado vivió su historia [de Italia], defendió sus fronteras, guardó su patrimonio cultural y espiritual, educó a sus generaciones en la civilización, en las buenas costumbres, en la virtud moral y social, y asoció su conciencia romana y sus mejores hijos a la propia misión universal [del Pontificado]» (Disc. al Presid. Rep. Italia, 11-I-1964: Insegnamenti II,69).