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La doctrina de los Apóstoles

En los apóstoles, evidentemente, no vamos a encontrar sino una prolongación fiel de la doctrina de Cristo. Pero nos hará bien escuchar concretamente sus enseñanzas, en las que podremos apreciar nuevos matices y desarrollos. Por varias razones no incluyo aquí, sino en la VII Parte, la doctrina sobre el mundo que da San Juan en el Apocalipsis. En este libro sagrado hallamos, sin duda, la más alta visión de la relación Iglesia-mundo.

El mundo creación

El mismo mundo-creación, aun conservando admirables rasgos de su original belleza, a los ojos del Apóstol, queda envilecido por «el pecado del mundo», y se oscurece en él ese esplendor de gloria, que tiene como obra del Creador. Por eso, justamente, «toda la creación espera con ansia la revelación de los hijos de Dios. Ella quedó sujeta a la vanidad, no voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero conservando una esperanza. Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción, para participar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos, en efecto, que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto» (Rm 8,19-22).

El mundo efímero

«El mundo pasa, y también sus codicias» (1Jn 2,17). «El tiempo es corto... y pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7, 29.31). Es necesario, pues, «pensar en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,2), y mantener en aquellas la mirada del alma (2Cor 4,18)..

Estas actitudes espirituales fueron tan poderosamente inculcadas por los Apóstoles, que en algunos ambientes cristianos se produjeron errores, por un exceso de escatologismo, que los mismos Apóstoles hubieron de moderar. Concretamente San Pablo denuncia que entre los de Tesalónica algunos hermanos andan difundiendo la convicción de que «el día del Señor es inminente», y que ateniéndose a esto, «viven algunos entre vosotros en la ociosidad, sin hacer nada» (2Tes 2,2; 3,11).

El mundo pecador

«La Escritura presenta al mundo entero prisionero del pecado» (Gál 3,22). Por eso «todo el mundo ha de reconocerse culpable ante Dios» (Rm 3,19). Pues «todo lo que hay en el mundo -las pasiones de la carne, la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero-, eso no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1Jn 2,16). Y precisamente porque el mundo está «bajo el dominio del pecado» (Gál 3,22; +1Cor 2,6; 2Cor 4,4), por eso todo él «está bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19).

Así las cosas, los que «aman el mundo», y asimilan sus pensamientos y costumbres, se colocan más o menos, lo sepan o no, bajo el influjo del Padre de la Mentira, y por eso el Evangelio les queda encubierto: siendo en sí mismo tan claro y sencilla, sin embargo, resulta ininteligible para aquellos «cuya inteligencia cegó el dios de este mundo, a fin de que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios» (2Cor 4,4).

Llamada general a perfección

Los Apóstoles llaman a todos a la perfección evangélica. Ellos saben que los cristianos están rodeados por el pecado del mundo, pero saben también que todos ellos han recibido una «soberana vocación de Dios en Cristo Jesús» (Flp 3,14), y que «la voluntad de Dios es que sean santos» (+1Tes 4,3; 1Cor 1,2; Ef 1,4). Dios, en efecto, ha llamado a los elegidos con una vocación santa y celestial (2Tim 1,9; Heb 3,1), y les ha destinado a configurarse a Jesucristo (Rm 8,29). Y frente a la omnipotencia de esta voluntad de la Misericordia divina, nada son las resistencias que el mundo pueda ofrecer.

Partiendo de ese firme convencimiento, las normas y exhortaciones apostólicas son tales que trazan una verdadera «via perfectionis» para todos los fieles. Como antes lo hemos visto en Cristo, podemos ahora comprobarlo en los Apóstoles con unas pocas referencias.

Los discípulos de Cristo han de orientar toda su vida para glorificar a Dios (1Cor 10,31), conscientes de que son un pueblo sacerdotal, destinado a «proclamar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9).

Ahora bien, para eso, deben leer frecuentemente las Escrituras (Col 3,16; 1 Tim 4,6), y deben orar sin cesar, continuamente (Rm 1,9s; 12,12; 1Cor 1,4; Ef 1,16; etc.). De este modo, no son deudores de la carne y del mundo, para vivir según sus inclinaciones, sino según el Espíritu divino, cuyas tendencias son otras: por tanto, «no hagáis lo que queréis... Si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu» (Gál 4,16-25).

Han de ver los cristianos en el afán de riquezas el origen de todos los males (1Tim 6,8-10). Y deben manifestar su desprendimiento de los bienes terrenos -no defendiéndose en pleitos, y prefiriendo dejarse despojar, para imitar así a Cristo paciente (1Pe 2,20-22; 1Cor 6,1-7); -dando a los necesitados generosamente, para que no haya pobres en la comunidad (2Cor 8-9; Hch 4,32-33); -huyendo de todo lujo y vanidad en los vestidos y adornos personales (2,9; 1Pe 3,3-6), así como todo exceso en comidas o gastos (1Tim 6,8); -comunicando los bienes materiales con quienes comparten unos mismos bienes espirituales (Rm 15,1-3; 1Cor 10,33; 2Cor 8,13-14; Gál 5,13; Col 3,16; 1Tes 5,11); y, en fin, por otros medios semejantes.

Los cristianos, teniendo la caridad mutua como supremo «vínculo de la perfección» (Col 3,14), han de ser obedientes a los padres y a toda autoridad, también a los jefes tiránicos (1Pe 2,18s; Ef 6,5-8); más aún, han de ver a los iguales como a superiores (Flp 2,3). Haciendo el bien a todos, sin cansarse (2Tes 3,13), deben devolver siempre bien por mal a los enemigos (1Tes 5,15). Y los casados, si conviene, han de abstenerse periódicamente de la unión coporal «para darse a la oración» (1Cor 7,5);

Todos los fieles cristianos, por tanto, han de tender a la perfección evangélica, de modo que, dejando de ser niños y carnales (1Cor 3,1-3; +13,11-12; 14,20; 1Pe 2,2), se vayan transformando bajo la acción del Espíritu (2Cor 3,18; Gál 4,19), y vengan a ser «varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,12-13; +Heb 5,11-13).

Santificación y desmundanización

Los Apóstoles comprenden desde el principio que la formación de hombres nuevos cristianos, distintos y mejores que los hombres viejos y adámicos, requiere que aquéllos «se despojen del hombre viejo y de sus obras, y se revistan del nuevo», del Espíritu de Cristo (Col 3,9-10). Y que esta transformación tan profunda sería imposible si los cristianos siguieran siendo mundanos, o dicho de otro modo, si continuaran viviendo«en esclavitud, bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3). Por eso, para venir a ser santos por «la unción del Santo» (1Jn 2,20), es preciso que los cristianos queden perfectamente libres del mundo en que viven, en nada sujetos a sus modos de pensar, de sentir y de vivir.

En este sentido, J. M. Casabó, un buen conocedor de la teología de San Juan, hace notar que en la espiritualidad joánica «a la desmundanización corresponde en términos positivos participar en la santidad de Dios» (La teología moral de San Juan 228-229).

Pues bien, esa santificación que desmundaniza ha de ser realizada por los discípulos de Cristo, según la vocación que reciban, o bien viviendo en el mundo, o bien renunciando al mundo.

1. Santidad en el mundo

Cristo ha vencido al mundo (Jn 16,33). Y ha dado a los cristianos poder espiritual para que ellos también puedan vencer al mundo por la fe (1Jn 5,4). Todos los cristianos, pues, sea cual fuere su vocación y estado, ya desde el bautismo, han sido «arrancados de este perverso mundo presente» (Gál 1,4), es decir, han sido hechos «participantes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que por la concupiscencia existe en el mundo» (2Pe 1,4). Todos, por tanto, pueden afirmar con alegría: «nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el espíritu que viene de Dios» (1Cor 2,12).

En efecto, liberado por Cristo juntamente de los tres enemigos (Ef 2,1-3), bajo cuyo influjo vivía, ahora el cristiano queda libre del mundo pecador, y le ama con toda sinceridad. Por eso entra en él como luz, como sal y como fermento, intentando salvarlo con la gracia de Cristo. Pero en modo alguno se hace cómplice del mundo, por oportunismo ventajista o, peor aún, por una secreta fascinación admirativa, pues, en tal caso, «no tiene en sí el amor del Padre» (1Jn 2,15-16); más aún, «se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4).

Los cristianos, pues, no hemos de imitar al mundo presente, admirándolo y aprobándolo, ni siquiera en sus planteamientos generales; es decir, no hemos de dar nuestro consentimiento, en formas explícitas o tácitas, a sus dogmas y orientaciones. Por el contrario, los Apóstoles nos dicen: «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente», es decir, según la metanoia radical de la fe, «procurando conocer la voluntad de Dios» (Rm 12,2). Vivid, nos dicen, como «extranjeros y peregrinos» en este mundo (1Pe 1,7; 2,11), y «buscad los bienes de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,1s). No podríamos transformar en Cristo el mundo secular si, marcados por él, por sus valoraciones, tendencias y maneras, ignoráramos el modelo celestial -«así en la tierra como en el cielo»-. De ahí se sigue, pues, que no hemos de «poner los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). En efecto, «el tiempo es corto... y pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,29.31).

Liberados, pues, gracias a Cristo, del espíritu del mundo, y profundamente renovados por su Espíritu, pueden los cristianos alcanzar en el mundo la perfecta santidad. En Cristo pueden los fieles, ciertamente, «conservarse sin mancha en este mundo» (Sant 1,27); pueden «disfrutar del mundo como si no disfrutasen» (1Cor 7,31); pueden, en fin, «probarlo todo, quedarse con lo bueno, y abstenerse hasta de la apariencia del mal» (1Tes 5,21-23).

2. Santidad renunciando al mundo

Continuando nuestra exploración de la mente de los apóstoles, podemos, sin embargo, preguntarles: ¿No será necesario que a ese distanciamiento espiritual del mundo se añada también una separación material?

En realidad, en los escritos de los Apóstoles apenas se encuentran exhortaciones a salir del mundo en un sentido físico y social. Y no es difícil hallar la causa. La persecución del mundo es entonces tan dura, que cualquier cristiano está en situación de decir con San Pablo «el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). Todavía, pues, no es aconsejada en la Iglesia la separación física del mundo como camino de perfección, y la separación se plantea, y en términos bien claros, en términos de distanciamiento espiritual. En todo caso -como en seguida hemos de ver más detenidamente-, la virginidad y la pobreza voluntaria establecen, ya en el tiempo de los Apóstoles, un modo cierto de separación habitual del mundo, como ascesis más favorable a la perfección. Y otro modo de separación ha de darse también respecto de los cristianos infieles.

-No separación material. «Cada uno debe perseverar ante Dios en la condición que por él fue llamado» (1Cor 7,24). No es preciso, pues, salirse del mundo. Y aquellos que condenan el matrimonio, las posesiones o ciertos alimentos impuros, están completamente errados, pues «todo es ciertamente puro» (Rm 14,20). «Toda criatura de Dios es buena, y nada hay reprobable tomado con acción de gracias, pues con la palabra de Dios y la oración queda santificado» (1Tim 4,4-5).

-Distanciamiento espiritual. «No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué tiene que ver la rectitud con la maldad?, ¿puede unirse la luz con las tinieblas?, ¿pueden estar de acuerdo Cristo con el diablo?, ¿irán a medias el fiel y el infiel?, ¿son compatibles el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois templo de Dios vivo, según Dios dijo: ... "Salid de en medio de esa gente, apartáos, dice el Señor, no toquéis lo impuro y yo os acogeré" [Is 52,11]» (2Cor 6,14-17). «Os digo, pues, y os exhorto en el Señor a que no viváis ya como viven los gentiles, en la vanidad de sus pensamientos, obscurecida su razón, ajenos a la vida de Dios por su ignorancia y por la ceguera de su corazón. Embrutecidos, se entregaron a la lascivia, derramándose ávidamente en todo género de impureza. No es esto lo que vosotros habéis aprendido de Cristo... Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojáos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renováos en vuestro espíritu, y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,17-24).

-Separación de los malos cristianos. Ésta sí es urgida por los Apóstoles. Así San Pablo: «os escribí en carta que no os mezclarais con los fornicarios. No, ciertamente, con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los idólatras, porque para eso tendríais que saliros de este mundo. Lo que ahora os escribo [más claramente] es que no os mezcléis con ninguno que, llevando el nombre de hermano [es decir, de cristiano], sea fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón: con éstos, ni comer» (1Cor 5,9-11). La prohibición es solemne: «en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, os mandamos apartaros de todo hermano que vive desordenadamente, y que no sigue las enseñanzas que de nosotros habéis recibido» (2Tes 3,6).

En todo caso, cuando en la práctica se hacen necesarios algunos eventuales distanciamientos del mundo, en ciertos usos y profesiones, lugares, actividades y costumbres, inconciliables con el espíritu de Cristo, llega entonces la hora de recordar que estamos muertos a la carne, al demonio, y también al mundo, y que «nuestra vida está escondida con Cristo en Dios». Cuando él se manifieste glorioso en este mundo, entonces los cristianos nos manifestaremos gloriosos con él (Col 3,3; +1Jn 3,1-2). Entre tanto, nos exhortan los Apóstoles, guardáos «irreprensibles y puros, hijos de Dios sin mancha, en medio de esta generación mala y depravada, en la cual aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la palabra de vida» (Flp 2,15-16).

Disciplina eclesial

Los Apóstoles aplican la ex-comunión en la disciplina eclesial primitiva, como ya hemos visto en algunos de los textos citados (+Rm 16,17; 1Cor 5,5.11). Es verdad que ellos han recibido su autoridad más para edificar que para destruir (2Cor 10,8); pero también están «prontos a castigar toda desobediencia y a reduciros a perfecta obediencia» (10,3-6). Los estudios sobre la excomunión en la Iglesia antigua muestran a ésta como práctica eclesial relativamente frecuente. Lo que nos indica que en los inicios del cristianismo era todavía posible hacer algo que, si no iba seguido de arrepentimiento público, implicara la expulsión social de la Iglesia (+Juan Arias, La pena canónica en la Iglesia primitiva).