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Doctrina de la perfección en Santo Tomás

Santo Tomás de Aquino

La teología de la perfección considera aspectos importantes de la relación entre el cristianismo y el mundo secular. Y nos interesa ahora conocer cuál es en estos temas la doctrina de Santo Tomás de Aquino (1225-1274), especialmente elaborada y explícita.

Por lo demás, como es sabido, no sólo han de hacerse hoy los estudios de teología «teniendo principalmente como maestro a Santo Tomás» (Vat. II, OT 16c; Código 252,3), sino que concretamente los estudios de «teología ascético-mística», como el presente escrito, deben hacerse «bajo la orientación y guía del Aquinate, quien, como en las demás disciplinas sagradas, también en ésta se manifiesta como el gran Doctor y el gran Santo» (Benedicto XV, a la Univ. Gregoriana, 10-XII-1919).

El nacimiento de las Ordenes mendicantes trajo consigo, como hemos visto, graves disputas en torno a la pobreza y a los estados de perfección. Y esto dió ocasión a que Santo Tomás tratara de estos temas con especial interés. Para lo que a nosotros nos importa más aquí, conviene destacar entre sus obras: Contra impugnantes Dei cultum et religionem (contra Guillermo de Saint-Amour) (1256); Summa Theologiæ II-II, 179-189 (1261-1264); De perfectione vitæ spiritualis (contra Gerardo de Abbeville) (1269), y Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religionis ingressu (1270).

Tratado sobre la perfección

Las cuestiones finales de la Summa Theologiæ, pueden ayudarnos a ordenar muchas de las ideas que hasta aquí hemos visto dispersas o en formas imprecisas (II-II, 179-189). Las resumiré aquí, destacando aquellas cuestiones que más se refieren a nuestro tema. Y a continuación haré algunas ampliaciones de esta doctrina tomista, especialmente sobre la virtualidad de los preceptos y consejos en orden a la perfección cristiana.

-La vida humana se divide en activa y contemplativa, según que la dedicación principal en la persona sea la entrega a obras exteriores o bien el conocimiento de la verdad (179-181).

-La vida contemplativa es superior a la activa por razón de su principio, las facultades intelectuales, elevadas por las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo; por su objeto principal, Dios; y por su fin, que es el bien honesto, más que el bien útil.

Es «la mejor parte» de María, siendo buena también la parte de Marta. La vida contemplativa es de suyo más meritoria que la vida activa, pues se dedica inmediatamente al amor de Dios, aunque a veces la activa, por distintas causas, puede ser de hecho más meritoria. En un sentido, la acción es obstáculo para la contemplación; pero en otro, la vida activa, dando ocasión al ejercicio de las virtudes, ordena las pasiones del hombre, y de este modo favorece la contemplación. La vida activa es anterior a la contemplativa, en cuanto que dispone a ésta; pero la vida contemplativa es anterior a la activa, como la razón es anterior a la voluntad (182).

-Dios ha querido la diversidad entre los hombres de distintos oficios y estados (183).

El término estado viene a tener aquí una significación semejante a la que hoy damos a la palabra vocación específica, y se caracteriza por la estabilidad de situación y dedicación en la vida, y por el vínculo que obliga a la persona.

-La perfección cristiana en sí misma consiste especialmente en la caridad, e integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad. Puede crecer indefinidamente, pues es un amor que crece hacia la totalidad, y consiste esencialmente en los preceptos, aunque instrumentalmente en los consejos, como hemos de ver luego más detenidamente.

Por tanto, estado de perfección y perfección cristiana personal no se identifican. El estado de perfección favorece la perfección personal; pero ésta puede darse sin aquél, así como, siendo imperfecto, puede vivirse en estado de perfección. Obispos y religiosos viven en estado de perfección, no así presbíteros y diáconos. La perfección episcopal es de suyo más excelente que la de los religiosos. El estado religioso es más perfecto que el del sacerdocio secular, aunque éste es más perfecto en razón del sacramento del orden (184-185).

-La profesión religiosa introduce en un verdadero estado de perfección, que facilita tender a la perfección por los consejos evangélicos: pobreza, celibato y obediencia, obligándose a ellos con voto. En principio, es pecado más grave el de un religioso que el de un seglar (186).

Enseñar, predicar y otras cosas semejantes son propias de los religiosos, y los negocios seculares sólo con licencia y ciertas condiciones altruístas. En todo caso, a todos los religiosos les conviene una u otra forma de pobreza (187).

-Conviene, para esplendor y utilidad de la Iglesia, que haya Ordenes diversas, unas más dedicadas a la acción, otras a la contemplación. Puede incluso haber algunas dedicadas a una milicia defensiva, y debe haberlas para la predicación y los sacramentos o para el estudio de la verdad. La mayor o menor excelencia de las Ordenes religiosas, comparadas entre sí, procede ante todo del fin al que primariamente se dedican, y secundariamente de las prácticas y observancias a que se obligan. El criterio que de aquí se deriva nos interesa especialmente, y volveremos sobre él más adelante:

Según esto, -el grado primero de perfección corresponde a la vida mixta, pues es más lucir e iluminar que solo lucir, como «contemplar y comunicar a los otros lo contemplado es más que sólo contemplar»; -el segundo a la vida contemplativa, y -el tercero a la vida activa (188).

-En cuanto al ingreso en el estado religioso, hay que tener en cuenta que si la ordenación sagrada exige un cierto grado de perfección en el sujeto, la vida religiosa no, pues se entra en ella para adquirir la perfección. Por otra parte, no conviene, en principio, cambiar de una orden religiosa a otra; pero podría convenir si se busca mayor perfección de vida, o si la orden propia se encuentra relajada, o si se ve que su observancia supera las propias fuerzas.

Por lo demás, siempre que se respete la libertad de las personas, es lícito y muy meritorio inducir a otros a entrar por el camino de perfección de los religiosos. Y no son necesarias prolongadas deliberaciones para ingresar en la vida religiosa, ya que es de suyo tan excelente y favorable para la perfección cristiana. A veces, sin embargo, sí convendrá tomar consejo sobre la propia vocación o sobre la Orden más conveniente (189).

De este armonioso cuadro, ampliaremos ahora sólamente lo que se refiere a preceptos y consejos, pues es aquí donde está en juego el tema central de nuestro estudio: en qué medida y en qué sentido dejar el mundo es medio necesario para la perfección cristiana.

Errores sobre los consejos

Comienzo por recordar los errores que ocasionaron las afirmaciones teológicas de Santo Tomás. Los profesores seculares de París, conducidos por Gerardo de Abbeville, en la segunda mitad del siglo XIII, arremetieron contra las Ordenes mendicantes recién nacidas, tratando de combatirlas por dos vías principales:

-Impugnación de los consejos evangélicos. Solían aducir, por ejemplo, la figura de Abraham, para demostrar que la perfección no estaba vinculada a los consejos en modo alguno, ya que el patriarca tuvo esposa y grandes riquezas (+Gerardo de Abbeville, Quodlibeto 14, a.1).

Santo Tomás, por el contrario, como en seguida podremos comprobar, ve en la figura de Abraham la prueba de que la perfección consiste ante todo en el afecto de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo. Pero niega absolutamente que los consejos evangélicos sean indiferentes en orden a conseguir la perfección (STh II-II, 186, 4 ad2m).

-Impugnación del estado de los religiosos. Afirmaban aquellos profesores de teología que la vida religiosa, establecida sobre los consejos, no tiene un origen divino, sino que procede sólamente de sus fundadores concretos.

Santo Tomás les respondía que quienes profesan celibato, pobreza y obediencia «siguen lo instituído por Jesucristo. Los que siguen a los santos fundadores de órdenes no ponen la atención en ellos, sino en Jesucristo, cuyas enseñanzas proclaman» (Contra retrahentium 16).

Preceptos y consejos

El texto que sigue es capital. En él Santo Tomás sintetiza con exactitud el pensamiento tradicional de la Iglesia sobre este tema, hasta entonces un tanto vacilante en las formulaciones, superándolo al mismo tiempo con una precisión incomparable. Esta doctrina tomista sigue siendo hoy la más exacta expresión de la tradición católica sobre el tema (+Catecismo, n.1973):

-«De suyo y esencialmente, la perfección cristiana consiste en la caridad, considerada en primer término como amor a Dios y en segundo lugar como amor al prójimo; sobre esto se dan los preceptos principales de la ley divina. Y adviértase aquí que el amor a Dios y al prójimo no caen bajo precepto según alguna limitación, como si lo que es más que eso cayera bajo consejo. La forma misma del precepto expresa claramente la perfección, pues dice «amarás a tu Dios con todo tu corazón», y todo y perfecto se identifican; y «amarás a tu prójimo como a ti mismo», y cada uno se ama a sí mismo con todas sus fuerzas. Y esto es así porque «el fin del precepto es la caridad» (1Tim 1,5); ahora bien, para el fin no se señala medida, sino sólo para los medios : así el médico, por ejemplo, no mide la salud, sino la medicina o la dieta que ha de usarse para sanar. Por tanto, es evidente que la perfección consiste esencialmente en la observancia de los mandamientos».

-«Secundaria e instrumentalmente, la perfección consiste en el cumplimiento de los consejos, todos los cuales, como los preceptos, se ordenan a la caridad, pero de manera distinta. En efecto, los preceptos se ordenan a quitar lo que es contrario a la caridad, es decir, aquello con lo que la caridad es incompatible [por ejemplo, «no matarás»]. Los consejos [por ejemplo, celibato, pobreza], en cambio, se ordenan a quitar los obstáculos que dificultan los actos de la caridad (ad removendum impedimenta actus caritatis), pero que, sin embargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupación en negocios seculares, etc.» (STh II-II, 184,3).

Según esto, lo que determina la perfección cristiana no es el dejarlo todo (renuncia-consejos), sino en el seguir a Cristo (amor-preceptos), aunque los consejos, instrumentalmente, facilitan mucho ese seguimiento en caridad. En este sentido, los apóstoles no son perfectos tanto porque lo dejaron todo, sino porque siguieron a Cristo. Esto ha de aplicarse, por ejemplo, a la pobreza, que por ser un medio, no será tanto más perfecta cuanto más extrema. O a la virginidad, cuyo mérito procede no tanto de la abstención del matrimonio, sino de la especial consagración a Dios.

No conviene pues, a la luz de esta doctrina, considerar que los preceptos pueden cumplirse con llegar a un límite, y que en cambio el seguimiento de los consejos implica ir más allá -«una cosa te falta» (Mc 10,21)- de lo exigido por los preceptos. Esta concepción, sugerida por las imprecisas expresiones de algunos Padres, y que todavía hoy mantiene sus ecos, no es exacta. Los preceptos, especialmente el de la caridad, impulsan a una entrega total, y por tanto llevan hasta el final, es decir, conducen a la perfección.

Primacía de la caridad

Tres precisaciones muy importantes del mismo Santo Tomás aclaran bien cómo ha de entenderse la primacía de la caridad en relación a preceptos y consejos. Las tres vienen a decir lo mismo, pero cada una ilumina el sentido de las otras dos.

-1. Primacía del afecto

Al hablar aquí del afecto no nos referimos al plano sentimental y afectivo, sino a la actitud personal y volitiva más profunda. Santo Tomás ve en ese afecto personal la verdad más profunda de la persona: su amor, «el hábito perfecto de la caridad» (De perfec. 23). Pues bien, «cuando el espíritu de alguien, quienquiera que sea, está afectado interiormente de tal manera que por Dios se desprecia a sí mismo y todas sus cosas [es decir, de tal modo que vive la perfección de la caridad]... ese hombre es perfecto, ya sea religioso o secular, clérigo o laico, incluido el que está unido en matrimonio» (Quodlib. 3,17).

Es, pues, siempre la caridad la que da valor y mérito a todas y cada una de las vocaciones específicas, superándolas a todas y cada una, cualquiera que ésta sea. Y así dice Santo Tomás, comentando lo del joven rico, «es evidente que la perfección de la vida cristiana consiste, sobre todo, en el afecto de la caridad para con Dios» (Contra retrah. 6). Y en este sentido, por ejemplo, Abraham, aún teniendo esposa, hijos y riquezas, tiene todo su afecto puesto en Dios, y por él está dispuesto a sacrificarlo todo (De perfec. 8).

Para entender bien esta primacía del afecto en orden a la perfección, conviene recordar también la distinción tomista entre la virtud poseída en hábito, y la posibilidad práctica de ser ejercitada en los actos concretos propios de ese hábito (+Síntesis 153-155).

-2. Primacía de la disposición del ánimo

«La perfección de la caridad consiste sobre todo en la disposición de ánimo» (De perfec. 27). Ya vimos esta verdad claramente enseñada por San Agustín. En esa disposición del corazón está lo fundamental. Ahí radica la primacía absoluta que Cristo, y con él toda la tradición católica, da a la interioridad en orden a la perfección cristiana. Y a la inversa: la perfección del amor al Señor es lo que da a la persona una disposición de ánimo totalmente libre y dispuesta a todo, a tener o a no-tener. Y en este sentido, «la perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a practicar estos consejos siempre que sea necesario» (ib. 21).

¿Pero esto, en concreto, en cuanto a vivir realmente los consejos, compromete de verdad a algo?... Compromete a todo. Veámoslo si no, aplicando este principio a tres sectores fundamentales de la vida cristiana:

-Las riquezas. «La renuncia a los propios bienes puede ser entendida de dos modos. Primero, en cuanto practicada de hecho, y así no constituye esencialmente la perfección, sino que es un cierto instrumento de perfección... En segundo lugar, puede ser considerada en cuanto a la disposición del ánimo, o sea, en cuanto a que el hombre esté dispuesto a abandonar o a distribuir todos sus bienes, si fuere necesario. Y esto pertenece directamente a la perfección» (STh II-II 184, 7 ad1m). Y pertenece incluso a la misma salvación eterna (Contra impugnantes Dei cultum et religionem 6).

-El matrimonio. Los casados tienen que estar dispuestos para la continencia, absoluta o temporal, si ésta viene requerida en determinadas circunstancias (ausencia del cónyuge, enfermedad, conveniencia de demorar las posibles concepciones, etc.). Esto, que ya aparece claramente expuesto en San Agustín (De coniugiis adulterinis 2,19), verifica si de verdad «tienen mujer como si no la tuvieran» (1Cor 7,29). Cuando es así, el matrimonio se hace camino de perfección. Cuando no es así, camino de perdición. Una de dos.

-El martirio. Todo cristiano, en afecto, en espíritu, en disposición de ánimo, ha de estar preparado incondicionalmente para el martirio, si la Providencia divina permite que llegue el caso (STh II-II, 124,3; +II-II, 152,5; De perfec. 11; 27), pues el Evangelio deja bien claro que todo cristiano -sacerdote, religioso o laico- debe estar dispuesto a perder la vida antes que separarse de Cristo (Lc 9,23-24; 14,26-27.33; Jn 12,24-25). Y al hablar del posible martirio de los laicos, por ejemplo, no es preciso que pensemos en fusilamientos o deportaciones. Cuidar durante años un pariente parapléjico; permanecer fiel al cónyuge que abandonó el hogar; vivir en un nivel económico precario, renunciando quizá a otro mucho más confortable, por fidelidad a la propia conciencia, etc., son situaciones que, de uno u otro modo, se dan con relativa frecuencia a lo largo de toda vida laical que tienda a la perfección. Y en este sentido martirial, todos los cristianos viven en estado de perfección.

-3. Primacía de lo interior y personal

«Hay dos tipos de perfección. Una exterior, que consiste en actos externos, los cuales son signo de los internos, como la virginidad y la pobreza voluntaria; y a esta perfección no todos está obligados. Otra es interior, y consiste en el amor a Dios y al prójimo. La posesión efectiva de esta perfección no es obligatoria para todos, pero todos están obligados a tender a ella» (In ep. ad Hebr. 6, lect.1).

Esta distinción tomista equivale a la que distingue la perfección en sí misma, es decir, la caridad, y el estado de perfección, que consiste en el seguimiento de los consejos evangélicos.

Esto explica, pues, que «en el estado de perfección hay quienes tienen una caridad sólamente imperfecta o en absoluto nula, como muchos obispos y religiosos que viven en pecado mortal... Mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de la caridad, de tal modo que están dispuestos [dispositio animi] a dar su vida por la salvación de los prójimos» (De perfec. 27). Nótese que Santo Tomás afirma que esto se da en muchos. Ya se entiende, pues, que la perfección cristiana está siempre vinculada a la perfecta caridad, pero no lo está necesariamente a un cierto estado de vida.

Vemos esto, por ejemplo, en la pobreza: «el abandono de las propias riquezas no es la perfección, sino un instrumento [medio] de perfección, porque es posible que alguien alcance la perfección sin abandonar de hecho las riquezas propias» (De perfec. 21). Incluso ha de afirmarse, contra las tesis del paupertismo herético, que cierta cantidad de bienes es generalmente precisa para el ejercicio de la virtud (C. Gentiles III, 133), y que una cierta abundancia de bienes es precisa para ejercitar la liberalidad y la magnificencia (STh II-II 134).

Y lo vemos igualmente en la virginidad: aunque en principio la virginidad es superior al matrimonio, en orden a la perfección, «nada impide que para alguno en concreto este último sea mejor» (C. Gentiles III, 136, n.3113: +STh II-II 152, 4 ad2m).

Importancia, sin embargo, de los consejos

Santo Tomás, que con tanta firmeza reconoce una primacía de perfección interna a la caridad -valor supremo a la orientación del afecto, a la disposición del ánimo y a la interioridad-, deja, sin embargo, bien clara su convicción de que, si se quiere ser perfecto, conviene dejarlo todo, esposa y casa, propiedades y ocupaciones seculares, para de este modo seguir a Cristo más fácilmente, «quitando así los obstáculos que dificultan los actos de la caridad».

Es la doctrina de Cristo, de San Pablo (1Cor 7), la fe tradicional, que Santo Tomás asume de corazón. Por eso él enseña claramente que «de la posesión de las cosas mundanas nace el apego del alma a ellas». Y que las posesiones suelen «arrastrar el afecto y distraerlo». Y que, por tanto, «es difícil conservar la caridad en medio de las posesiones» (STh II-II, 186,3). Por eso enseña que, en principio, no tener es preferible a tener como si no se tuviera.

En una palabra, Santo Tomás sigue diciendo con la tradición católica: si quieres ser perfecto, déjalo todo, y sigue a Cristo. Pero si Dios no te concede dejarlo todo, ama y sigue al Señor de todo corazón, teniéndolo todo como si no lo tuvieras,y también serás perfecto.

Universalidad de la vocación cristiana a la perfección

Pocos autores han enseñado, pues, con tanta firmeza como Santo Tomás que todos los cristianos están llamados a la santidad, sean religiosos, sacerdotes o laicos. Ordenando la doctrina tomista hasta aquí recordada, resulta este esquema:

-La perfección está en la caridad, que es de precepto.

-Los consejos facilitan la perfección de la caridad, pues, por el camino de la renuncia y la pobreza, quitan ciertos bienes de este mundo (familia, trabajos seculares), que siendo de suyo medios de perfección, de hecho suelen serlo en parte, mientras que en otra parte son dificultades para el perfecto desarrollo de la caridad.

-En todo caso, una es la perfección de estado y otra la perfección personal. Y en no pocos casos son imperfectas personas que viven estado de perfección, y son perfectas personas que viven en camino imperfecto.

-Todos los cristianos están llamados a la perfección; no todos a la exterior, pero sí están todos llamados a la perfección interior, que consiste en la perfecta caridad.

-No hay, pues, contradicción alguna entre la doctrina de los consejos y la condición universal de la llamada a la santidad.

Las posibilidades reales de los laicos en su tendencia hacia la perfección son, pues, consideradas muy positivamente por Santo Tomás. Y en este sentido, caracterizar la vocación religiosa por «el radicalismo evangélico», según hacen hoy algunos autores, como el padre J.M.R. Tillard, no parece conveniente, pues fácilmente implica una devaluación de la vocación laical, como si los laicos no estuvieran llamados a la radicalidad de una entrega total a Dios y al prójimo. También los laicos están llamados a la abnegación total de sí mismos, a la renuncia absoluta que hace posible ser discípulos de Cristo, al crecimiento total de la caridad; eso sí, avanzando por caminos seculares que tienen no pocas dificultades, y por los que con frecuencia no podrán ir adelante sin actitudes heroicas, suscitadas por la gracia de Dios. Al final de este estudio, en la Nota 3, vuelvo sobre el argumento.

El don de ciencia

Sabida es la importancia que da Santo Tomás a los dones del Espíritu Santo para la consecución de la perfección cristiana. Estos dones son hábitos infusos por los que recibe el creyente una maravillosa idoneidad para «ser iluminado y movido» por el Espíritu Santo, ahora ya al «modo divino», por tanto, con gran facilidad y seguridad, rapidez y perfección, más allá del «modo humano» psicológico natural.

Pues bien, el don de ciencia da a los cristianos, sea cual fuere su vocación, un conocimiento profundo y como experimental de la verdad de las cosas humanas, de las realidades creadas, es decir, del mundo secular, y les hace valorar todas esas cosas en todo su verdadero precio, y a entender al mismo tiempo su vanidad, su condición caduca y deficiente. Por el don de ciencia escapan los cristianos de modo perfecto a las fascinaciones y engaños del mundo, y viendo a éste por los ojos de Cristo, a la luz del Espíritu Santo, quedan completamente libres de él, libres para usarlo o dejarlo, para obrar o abstenerse, y lúcidos para considerarlo siempre en orden a las realidades celestiales de la vida eterna.

Siendo por su naturaleza un don intelectual, de conocimiento, es también un don práctico, que ayuda mucho, por ejemplo, en la dirección espiritual, o en el discernimiento de la vocación, propia o ajena. Es «la ciencia de los santos» (+Prov 30,3; Sab 10,10; Is 11,2).

Ésta es, pues, la doctrina de la antigua tradición católica, en la síntesis perfecta de Santo Tomás de Aquino. Pero antes de cerrar el capítulo, nos asomaremos brevemente a otros dos autores espirituales de gran influjo en la baja Edad Media: Tomás de Kempis y Dionisio el Cartujo.

Tomás de Kempis

La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis (+1471), es al final de la Edad Media la obra cumbre de la Devotio moderna. Su título completo, De imitatione Christi et contemptu omnium vanitatum mundi, ya nos sitúa en el planteamiento evangélico originario: dejarlo todo, dejar el mundo, y seguir a Cristo, para ser perfecto.

Algunos autores de hoy pasan gran pena al ver en este libro «el caso quizás más claro de una obra escrita para monjes, pero utilizada masivamente por los seglares» (Estrada 112). Ya estamos en la trampa mental acostumbrada. Es cierto que algunas expresiones de Kempis, muy pocas -como aquélla, «cuantas veces estuve entre los hombres, volví menos hombre» (I,20,2; +I,10,1; 15,2; 20,1; II,4,4; etc.)- son sin duda ambiguas; pero quedan ampliamente verificadas por la doctrina general de la obra. Y, después de todo, son las mismas expresiones hiperbólicas, que usan el Señor y sus apóstoles. Quienes prohiben hoy leer la Imitación, tendrán que prohibir también leer los Evangelios -«renunciar a todo», «sacarse un ojo», etc.-, o a San Pablo -«mirar las cosas de arriba, no las de la tierra»-, o a San Juan -«todo lo que hay en el mundo» es sensualidad, orgullo, codicia-, alegando que son lecturas peligrosas, que pueden fácilmente ser mal entendidas, sobre todo si son «masivamente leídas por los seglares». Pero el malentendimiento es mucho más probable cuando nos vamos a textos espirituales de signo contrario, en los que se invita a amar al mundo y a gozar de él alegremente. Y si de la lectura del Kempis han salido tantos santos, religiosos y laicos, no es de esperar que salgan santos de estos otros escritos tan enamorados del mundo.

La Imitación, efectivamente, ha sido el libro de cabecera, o casi único, de muchos santos canonizados, como Tomás Moro, Ignacio de Loyola, Felipe Neri, Gonzaga, Sales, Borromeo, Belarmino o Teresa de Jesús, y de muchos notables cristianos laicos. Gabriel García Moreno, presidente del Ecuador, lo llevaba consigo cuando fue asesinado (+1875). Alcide De Gasperi (+1954) lo tenía en su mesilla de noche, y en él meditaba cada mañana.

Santa Teresa del Niño Jesús, que tanta parte de su corta vida estuvo inapetente para toda lectura espiritual, confiesa: «Fue éste el único libro que me aprovechó... Sabía de memoria casi todos los capítulos de mi querida Imitación, nunca me separaba del pequeño libro» (Manuscritos autobiográficos A,47r). «En medio de tanta impotencia, la Sagrada Escritura y la Imitación vienen en mi ayuda; en ellas encuentro un alimento sólido y totalmente puro» (A,83r-v).

La imitación de Cristo es una obra clásica, en el sentido más propio del término, y por eso tiene un valor tan perenne que, como dice Huizinga, «no pertenece a una edad cultural determinada, lo que explica sus dos mil ediciones» (324). Von Balthasar reconoce que es el libro «más leído de la cristiandad, después de la Biblia» (Gloria V, Madrid, Encuentro 1988, 102).

Dionisio el Cartujo

Un contemporáneo de Kempis, nacido en los Países Bajos, Dionisio el Cartujo (1402-1471), produce unas obras más sistemáticas, pero igualmente tensas hacia la perfección. Sus escritos, muy leídos en su tiempo, citan también continuamente la Escritura, y nos interesan especialmente aquí, porque suelen dirigirse a un destinatario universal -religiosos, clérigos o laicos-, para encaminar a todos por el camino estrecho y el menosprecio del mundo. Es éste, justamente, el título de uno de sus libros, De arcta via salutis ac mundi contemptu. Obras como De doctrina et regulis vitæ christianorum, escrita en dos libros hacia 1455, nos hacen ver que Dionisio está convencido de que todos los cristianos están llamados a la perfecta santidad.

Inicia el libro en el Proemium con aquellas palabras de San Juan: «Quien dice que permanece en Cristo, debe andar como Él anduvo» (1Jn 2,6). Tras esto, en el libro I, ajustándose siempre a la Escritura y a los Padres, expone las más altas reglas de vida espiritual, aclarando siempre que, felizmente, están vigentes para todo cristiano: «omnis christianus tenetur»... La ley de Moisés era un camino imperfecto, que daba lugar a una vida imperfecta; pero Cristo propone a todos un camino perfecto, que lleva a una vida perfecta. En efecto, «para esto vino al mundo el Hijo de Dios, y se hizo hombre y vivió en este siglo, para hacer a los hombres dioses, esto es, divinos, celestes, espirituales, angélicos, por el menosprecio de las cosas terrenas -a no ser en cuanto estas cosas corporales y terrenas son necesarias o útiles para los bienes espirituales-, y por el ardiente deseo de los bienes eternos y celestiales» (I,2).

Y en seguida, en el libro II, declara en 25 artículos todos aquellos otros deberes y modos peculiares que convienen a cada cristiano en cuanto sea obispo, párroco, feligrés o religioso, esposo, padre o hijo, señor o siervo, juez o gobernante, noble, rico o poderoso, joven o viejo, soldado o comerciante.

El menos-precio cristiano de las cosas mundanas es, pues, en la tradición católica un justi-precio, y sólamente recibe en su nombre el término menos en consideración relativa al sobre-precio idolátrico del mundo secular propio de los hombres mundanos, ajenos y contrarios al espíritu de Cristo. Y es a un tiempo premisa y consecuencia necesaria del enamoramiento fascinado del Creador y de su enviado Jesucristo. Esta co-relación, que se nos ha hecho patente, por ejemplo, en Francisco de Asís, hemos de verla en seguida, mucho más detenidamente analizada y descrita, en Teresa y Juan de la Cruz.

Resumen

-El mundo es pecador, e inclina a pecar, y es preciso salir de él, al menos espiritualmente. Sin salir de Egipto (fuga mundi), y sin atravesar el desierto, es imposible llegar a la Tierra prometida. La Iglesia es el ámbito precioso de verdad y salvación, que se contrapone a un mundo oscuro, perdido en el error y orientado a la muerte temporal y eterna.

-El idealismo del Evangelio, al menos como orientación, está vivo en el largo tiempo, un milenio, de la Cristiandad medieval. O dicho de otro modo: en la Iglesia, para toda clase de fieles, están trazados y son conocidos los caminos que llevan realmente a la perfección evangélica.

-La pobreza evangélica, es decir, dejarlo todo, es la puerta que da acceso al camino de la perfección. Por ahí se comienza, se entra en el camino. Es un medio privilegiado, no el fin.

Todos los cristianos son llamados a perfección, la cual requiere dejarlo todo. Ahora bien, este desasimiento del mundo puede ser realizado por los laicos in affectu, in dispositione animi, spiritualiter, tan verdaderamente como los religiosos lo hacen; si bien con mayor dificultad, con más tentaciones y obstáculos.

-Persiste una homogeneidad espiritual entre religiosos y seglares, entre el hogar cristiano y el convento. Para unos y otros, vivir «según el Evangelio» es la norma universal, que corresponde a todos los cristianos, sean monjes y frailes, clérigos o laicos. Todos ellos han de caminar por la «vía estrecha» que conduce alegremente a la vida santa y al gozo eterno, pues así lo dice Cristo. Perdura aquí y allá la imagen ideal de la comunidad primera de Jerusalén.

-Los laicos, pues, deben imitar a los pastores, monjes y religiosos, cumpliendo la norma apostólica, según la cual lo imperfecto se perfecciona imitando lo más perfecto. Esto da origen a terciarios, órdenes de caballería, cofradías, y a fórmulas diversas de perfección laical comunitaria, asociadas a veces a monasterios o conventos. No es raro que los laicos confíen la educación de sus hijos a los monasterios y conventos, o que se retiren a vivir en éstos al final de la vida. Éstas prácticas, incluso, no son raras entre las familias nobles.

-Por comparación entre las órdenes religiosas, el orden de excelencia es primero, contemplativo-activas; segundo, contemplativas; y tercero, activas (STh II-II, 188,6).

El clero pastoral, muy numeroso y con frecuencia ignorante, incluye hombres buenos de piedad sencilla, y también gente mediocre y grosera. Miles de monasterios y conventos son el alma de la Cristiandad.

-La Iglesia tiene fuerza para transformar el mundo secular. El pueblo cristiano medieval, pastores, religiosos y laicos, ese pueblo que vive la espiritualidad del contemptus mundi, y a causa de ella precisamente, tiene capacidad de evangelizar el mundo: el mundo del pensamiento, del arte, de las instituciones, de las costumbres. Con todos los límites y deficiencias que se quiera, es un dato histórico evidente que la Iglesia en el milenio medieval crea una cultura cristiana, la de la Cristiandad, un ámbito espiritual capaz de albergar a todos, grandes y pequeños, sabios e incultos.

-La disciplina de la Iglesia es severa en el sacramento de la penitencia y en las penas canónicas, que llegan al entredicho o la excomunión en casos graves.

-La Edad Media rinde una adoración muy profunda y conmovida al Crucificado: venera la santa Cruz, y ve en ella la única clave para llegar a la vida y para salvar el mundo.

-Todavía está generalizada entre los cristianos la verdadera doctrina sobre la gracia. Así consta en las oraciones litúrgicas de la época y en toda la literatura espiritual. San Pablo y San Agustín se reconocen con satisfacción en la Summa Theologica de Santo Tomás y en los grandes autores medievales.

A nadie se le ocurre pensar por entonces que la buena obra, meritoria de vida eterna, procede parte de Dios y parte del hombre. Hay conciencia general de que Dios y el hombre producen la obra buena como causas subordinadas, y no como causas coordinadas, al modo semipelagiano. El hombre, él solo, puede causar la obra mala; pero es Dios quien, por su gracia, ilumina y mueve al hombre a que piense, quiera, decida y realice la obra buena, y éste colabora con su Dios, dejándose iluminar y mover libremente.