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El final de esta vida

C. A. Bernard, La pensée des fins dernièrs et la vie spirituelle, «Studia Missionalia» 32 (1983) 373-403; P. Ph. Druet, Pour vivre sa mort. Ars moriendi, París, Lethielleux 1981; Sta. Catalina de Génova, Tratado del purgatorio, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1996; P. Grelot, La mort dans l’Ecriture Sainte, DSp 10 (1980) 1747-1758; J. Le Goff, La naissance du purgatoire, París, Gallimard 1981; Le purgatoire entre l’enfer et le paradis, «La Maison-Dieu» 118 (1980) 103-138; B. Moriconi, Il Purgatorio soggiorno dell’ amore, «Ephemerides Carmeliticæ» 31 (1980) 539-578; C. Pozo, Teología del más allá, BAC 282 (1968); J. Ratzinger, Escatología: la muerte y la vida eterna, Barcelona, Herder 1980; J. A. Sayés, El tema del alma en el Catecismo de la Iglesia Católica, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1994; H. Vorgrimler, El cristiano ante la muerte, ib. 1981.

Catecismo: muerte (1005-1014), juicio particular (1021-1022), cielo, purgatorio e infierno (1023-1037), juicio final universal (1038-1041), resurrección de los difuntos (988-1004), nueva tierra y nuevos cielos (1042-1050).

La unción de los enfermos

La unción de los enfermos es un verdadero sacramento, al que se alude en el Nuevo Testamento (Mc 6,13; Sant 5,14-15; +Trento 1551: Dz 1716, 3448). Sus efectos posibles vienen indicados en la oración que el ministro reza al administrarlo: «Te rogamos, Redentor nuestro, que por la gracia del Espíritu Santo, cures el dolor de este enfermo, sanes sus heridas, perdones sus pecados, ahuyentes todo sufrimiento de su cuerpo y de su alma, y le devuelvas la salud espiritual y corporal, para que, restablecido por tu misericordia, se incorpore de nuevo a los quehaceres de la vida» (Ritual 144).

Cristo manifestó de palabra y de obra que era la Vida, el vencedor del pecado y de la muerte. Y este poder supremo quedó probado por muchos milagros. En efecto, «todos cuantos tenían enfermos de cualquier enfermedad los llevaban a él, y él, imponiendo a cada uno las manos, los curaba» (Lc 4,40). Pues bien, este maravilloso poder benéfico de Jesucristo, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18), se actualiza hoy sacramentalmente en la unción de los enfermos.

Entre la vida y la muerte

«Muerte dulce, suave, graciosa, bella, fuerte, rica, digna», decía Santa Catalina de Génova, y añadía «muerte cruel», porque tardaba en venir (Vita della Bta. Catherina Adorni da Genova, Venecia 1615, 27-29). Los que son «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20), los que viven como «extranjeros y forasteros» en este mundo (1 Pe 2,11), se alegran cuando les llega «la hora de pasar al Padre» (Jn 13,1), y dicen en el Espíritu Santo: «¡Qué alegría cuando me dijeron «Vamos a la casa del Señor»!» (Sal 121,1). San Francisco de Asís cantaba: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal» (Cánt. criaturas 12). Y decía que hemos de considerar «amigos nuestros» a quienes nos dan «martirio y muerte; y los debemos amar mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1 Regla 22,3-4). La muerte se acerca a los fieles en la paz. Pero en cambio es terrible para «los que tienen puesto el corazón en las cosas terrenas» (Flp 3,19).

A veces los santos oscilan entre el deseo de morir y el de seguir viviendo para servir en el mundo a Cristo y a sus miembros. Así San Pablo: «Para mí vivir es Cristo y morir ganancia. Por otra parte, si vivir en este mundo me supone trabajar con fruto, ¿qué elegir? No lo sé. Las dos cosas tiran de mí» (Flp 1,21-23; +Santa Teresa, 6 Moradas 3,4; 4,15).

Sin embargo, finalmente prevalece en los santos el ansia de morir. «Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). «Sabemos que mientras el cuerpo sea nuestro domicilio, estamos desterrados del Señor, porque caminamos en fe y no en visión. A pesar de todo, estamos animosos, aunque preferiríamos el destierro lejos del cuerpo y vivir con el Señor» (2 Cor 5,6-8). Se ve que en los santos la necesidad biológica de morir coincide con la necesidad espiritual de pasar al Padre. O dicho en otras palabras: cuando el crecimiento en la gracia llega en esta vida a su relativa plenitud, produce normalmente en los santos el deseo de morir.

San Ignacio de Antioquía decía, próximo al martirio: «Ahora os escribo con ansia de morir. Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia; sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo más íntimo me está diciendo: «Ven al Padre»» (Romanos 7,2). Esta actitud es muy común al final de la vida de los santos (Santa Catalina de Siena, Diálogo II,4, art.3,2,10; +oficio de lecturas San Martín de Tours, 11-XI, Santa Mónica 27-VIII, San Beda el Venerable 25-V).

Santa Teresa confiesa: «Yo siempre temía mucho» la muerte (Vida 38,5). Pero una vez convertida al amor de Cristo, que es la Vida, comprendió que «la vida es vivir de manera que no se tema la muerte» (Fundaciones 27,12). Y se burlaba con gracia de ese temor: «Algunas monjas no parece que venimos a otra cosa al monasterio, sino a no morirnos; cada una lo procura como puede... Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada» (Camino Perf. 10,5; 11,4). Ella de sí misma dice: «Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero» (Poesías 2). El ansia de morir le producía a veces un dolor insufrible (Exclamaciones 6;17).

Sin embargo, el mismo amor a Dios que le hacía desear la muerte, le hacía también amar la vida: «Querría mil vidas para emplearlas todas en Dios» (6 Moradas 4,15). Y así oscilaba entre un deseo y otro, como hemos visto que le sucedía a San Pablo (Flp 1,22-24), y es propio de las almas muy crecidas ya en santidad: «Ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle y de que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años... Verdad es que, algunas veces que [el alma] se olvida de esto, tornan con ternura los deseos de gozar de Dios y desear salir de este destierro» (6 Moradas 3,4).

El juicio particular

El Catecismo nos expresa la fe de la Iglesia: «La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida. Pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe».

«La parábola del pobre Lázaro (+Lc 16,22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (23,43), así como otros textos del Nuevo Testamento (+2 Cor 5,8; Flp 1,23; Heb 9,27; 12,23) hablan de un último destino del alma (+Mt 16,26), que puede ser diferente para unos y para otros» (1021).

«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre» (1022).

Es la fe católica, ya formulada con toda precisión en el concilio II de Lyon, en 1274: «Aquellas almas que, después de recibido el sagrado bautismo, no incurrieron en mancha alguna de pecado, y también aquéllas que después de contraida, se han purificado mientras permanecían en sus cuerpos o después de desnudarse de ellos [en el purgatorio], son recibidas inmediatamente en el cielo. Las almas, en cambio, de aquéllos que mueren en pecado mortal o con solo el original, descienden inmediatamente al infierno, para ser castigadas, aunque con penas desiguales. La misma sacrosanta Iglesia Romana firmemente cree y firmemente afirma que, asímismo, comparecerán todos los hombres con sus cuerpos el día del juicio [universal] ante el tribunal de Cristo, para dar cuenta de sus propios hechos» (Dz 857-858; +1000, 1304-1306).

El purgatorio

Las «benditas almas del purgatorio» son efectivamente benditas, pues han muerto en la gracia de Dios y están ciertas de su salvación eterna. En efecto, «los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (Catecismo 1030). «La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados» (1031).

El purgatorio viene exigido por la justicia, ya que en él (=purificatorio) han de sufrirse todas las penas temporales que el que ha muerto aún debe por sus pecados mortales -ya perdonados- y por sus pecados veniales -perdonados o no antes de morir-. Los Padres antiguos, sobre este punto, solían recordar la palabra de Jesús: «En verdad te digo que no saldrás de allí hasta que pagues el último centavo» (Mt 5,26; +12;32; 2 Mac 12,42-46; 1 Cor 3,10-15; 2 Tim 1,18).

Pero sobre todo el purgatorio viene exigido por el amor: no podría sufrir el alma, viéndose todavía mancillada por el pecado, presentarse ante la Santidad divina; sería para ella un tormento insufrible. Esta razón la han experimentado los santos con una extraordinaria viveza. Y muy especialmente Santa Catalina de Génova, como lo expresa en su Tratado del Purgatorio.

El purgatorio es exigencia de amor. «El alma separada del cuerpo, cuando no se halla en aquella pureza en la que fue creada, viéndose con tal impedimento, que no puede quitarse sino por medio del purgatorio, al punto se arroja en él, y con toda voluntad. Y si no encontrase tal ordenación capaz de quitarle ese impedimento, en aquel instante se le formaría un infierno peor de lo que es el purgatorio, viendo ella que no podía, por aquel impedimento, unirse a Dios, su fin» (13).

El purgatorio es amor, es fuego de amor, es inmensa pena de amor a Dios, ya ganado por la gracia, y aún inasequible en su gloria: «Siendo así que las almas del purgatorio no tienen culpa de pecado alguno, no existe entre ellas y Dios otro impedimento que la pena del pecado, la cual retarda aquel instinto [que las impulsa fortísimamente hacia Dios] y no le deja llegar a perfección. Pues bien, viendo las almas con absoluta certeza cuánto importen hasta los más mínimos impedimentos, y entendiendo que a causa de ellos necesariamente se ve retardado con toda justicia aquel impulso, de aquí les nace un fuego tan extremo, que viene a ser semejante al del infierno, pero sin la culpa» (7). El fuego del purgatorio es el mismo fuego devorador del amor a Dios, el Santo, ya tan cercano, pero aún no plenamente poseído.

La Iglesia ha creído siempre en el purgatorio, y por eso desde sus orígenes ha ofrecido sufragios por los difuntos, como se ve en antiguos epitafios, escritos y liturgias.

El concilio II de Lyon, antes citado, define que los hombres, «si verdaderamente arrepentidos murieren en caridad [en gracia de Dios] antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por sus comisiones y omisiones, sus almas son purificadas después de la muerte con penas purgatorias; y para alivio de esas penas les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad que, según las instituciones de la Iglesia, unos fieles acostumbran hacer en favor de otros» (Dz 856; +838, 1066-1067, 1580, 1820, 1867; Carta Sgda. Congregación Fe 17-V-1979; Catecismo 1032).

((Por el contrario, cátaros y valdenses, reformadores protestantes y parte de los griegos cismáticos, negaron la existencia del purgatorio y, consecuentemente, la validez de los sufragios en favor de los difuntos.))

La fe en el purgatorio trae para la espiritualidad cristiana dos consecuencias de notable importancia. La primera, el horror al pecado, aunque éste sea leve, y con ello el temor a su castigo, la urgencia de expiar el pecado ya en esta vida con mortificaciones, con penitencias sacramentales, y llevando con paciencia las penas de la vida. La segunda, la caridad hacia los difuntos; en efecto, la caridad cristiana ha de ser católica, universal, ha de extender su eficaz solicitud no sólo por los vivos, también por los difuntos, acortando o aliviando sus penas con los sufragios que son tradicionales en la Iglesia: misas, oraciones, limosnas y el ofrecimiento de otras obras buenas.

Santa Teresa de Jesús sufría con buen ánimo las penas de este mundo, segura de que ese penar, llevado con aceptación de la Providencia, «me serviría de purgatorio» (Vida 36,9). E igualmente se consolaba cuando veía sufrir a pobres, enfermos, neuróticos: tendrán «acá el purgatorio para no tenerle allá» (Fundaciones 7,5; Camino Perf. 40,9). Ella tuvo no pocas visiones y revelaciones sobre el purgatorio (Vida 38,32), y muchas experiencias de ayuda espiritual a los difuntos: «De sacar almas del purgatorio son tantas las mercedes que en esto el Señor me ha hecho, que sería cansarme y cansar a quien lo leyese, si las hubiese de decir» (39,5) (Fundaciones, prólogo 4; 27,23).

El juicio universal

«El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso» (Catecismo 1040). Llegará, sí, finalmente, «el día del Hijo del hombre» (Lc 17,24. 26), el día del Señor, el domingo definitivo, «el último día» (Jn 6,39-40). Los cristianos sabemos por la fe, ciertamente, que «el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras» (Mt 16,27; +24,30-31; Dan 7,13). Vendrá Jesucristo con majestad divina y con poder irresistible, pues «ha sido instituído por Dios juez de vivos y muertos» (Hch 10,42; +17,31; Rm 2,5-16; 2 Cor 5,10; 2 Tim 4,1; 1 Pe 4,5).

Y entonces se sujetará a Cristo de modo absoluto la creación entera, «para que sea Dios todo en todas las cosas» (1 Cor 15,23-28). En la turbulenta y variada historia de los hombres, llena de luces fascinantes y de oscuridades abismales, la última palabra la va a tener Cristo, y los condenados «irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt 25,46).

Ignoramos por completo cuándo vendrá el Señor, cuándo dará término a la historia humana (Mc 13,32; Hch 1,7). Puede decirse, según el tiempo del hombre, que Cristo volverá «pasado mucho tiempo» (Mt 25,19; 24,14. 48; 25,5). Y puede decirse, según la eternidad divina, que «la venida del Señor está cercana» (Sant 5,8). En todo caso, aunque la venida de Cristo estará precedida de ciertas señales espectaculares (Mt 24,1-28; 2 Tes 2,1-3s), sabemos que «el día del Señor llegará como el ladrón en la noche» (1 Tes 5,1-2), cuando nadie lo espera (Mt 24,36-39).

La resurrección de los muertos

Es Cristo quien revela a los hombres que después de la muerte habrá una resurrección universal. Hasta Jesús era la muerte una puerta oscura, un abismo desconocido y temible. En el Antiguo Testamento se había anunciado ya, aunque en forma poco clara, el misterio de la resurrección. Pero en los tiempos de Jesús, entre los judíos no había una creencia general y firme acerca de la resurrección, pues unos creían en ella y otros, como los saduceos, no (Mt 22,23; Hch 23,8). Para los griegos era una idea absurda (17,32), e incluso algunos cristianos nuevos tuvieron dificultad en aceptarla (1 Cor 15,12; 2 Tim 2,17-18).

Jesucristo resucitado es la resurrección y la vida eterna de los muertos (Jn 6,39-54; 11,25). El enseña con seguridad total que todos los hombres, justos y pecadores, resucitarán en el último día (Mt 5,29; 10,28; 18,8; Lc 14,14): Saldrán de los sepulcros «los que han obrado el bien para la resurrección de vida, y los que han obrado el mal para la resurrección de condenación» (Jn 5,29).

Los Apóstoles de Jesús anunciaron la resurrección con energía e insistencia, considerándola una de las claves fundamentales del mensaje evangélico (Hch 4,2. 10; 17,18; 24,15. 21; 26,23; Rm 8,11; 1 Cor 15; 2 Cor 4,14; 1 Tes 4,14.16; Heb 6,12; Ap 20,12-14; 21,4). En efecto, los cristianos «somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos que venga el Salvador, el Señor Jesucristo, que transformará nuestro cuerpo miserable asemejándolo a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter así todas las cosas» (Flp 3,20-21).

Desde el principio, la fe de la Iglesia ha afirmado que «cuando venga el Señor, todos los hombres resucitarán con sus cuerpos» (Símbolo Quicumque, s.IV-V?: Dz 76). Adviértase el realismo enfático de estas antiguas declaraciones: «Creemos que hemos de ser resucitados por El en el último día en esta carne en que ahora vivimos» (Fe de Dámaso, hacia a.500: Dz 72; +540). Los hombres han de resucitar «con el propio cuerpo que ahora tienen» (concilio IV Laterano 1215: Dz 801; +684, 797, 854, 1002).

Y esta fe en nada se ve impedida por el hecho de que las mismas partículas puedan, con el tiempo, pertenecer a cuerpos u organismos diversos, pues también el cuerpo terreno guarda su identidad y permanece siempre el mismo, a pesar del continuo recambio metabólico.

Es verdad, como advierte el Catecismo, que «desde el principio la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (+Hch 17,32; 1 Cor 15,12-13). "En ningún punto la fe cristiana encuentra más grande contradicción que en la resurrección de la carne" (San Agustín, Salm. 88,2,5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo, tan manifiestamente mortal, pueda resucitar a la vida eterna?» (996).

Y sin embargo, ésta es precisamente la fe cristiana en la resurrección de los muertos: «En la muerte, separación del alma y cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible, uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús» (997).

¿Y cuándo sucederá esto? «Sin duda en el "último día" (Jn 6,39-40. 44. 54; 11,24); "al fin del mundo" (Vat. II, LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: "El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" (1 Tes 4,16)» (1001).

Hay, por tanto, una escatología intermedia, que se refiere sólo al alma, y una escatología plena, referida al alma y al cuerpo; la primera se inicia con la muerte, la segunda en el último día, cuando venga Cristo.

((La moderna teología protestante tiende a suprimir la escatología intermedia, y concibe la escatología en una fase única, muerte-resurrección, pues no admite la idea de un alma separada, superviviente al cuerpo, como si tal hipótesis fuera extraña a la Biblia. En no pocos ambientes católicos se ha difundido este grave error.

La Congregación para la Doctrina de la Fe consideró necesario recordar a los fieles que «la Iglesia cree en la resurrección de los muertos. Entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre; para los elegidos no es sino la extensión de la misma resurrección de Cristo a los hombres. Espera "la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor"(parusía) (Vat. II, DV 4b), considerada, por lo demás, como distinta y aplazada con respecto a la condición de los hombres inmediatamente después de la muerte» (Carta 17-V-1979; +Pozo 165-323, 465-537; Sayés 13-19.))

La gloria de los justos resucitados será algo que queda más allá de lo que la mente humana puede imaginar, concebir y expresar. Los justos bienaventurados serán inmortales, como enseña Jesús: «Los que fueren hallados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de entre los muertos... ya no pueden morir, pues son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20,35-36). Los resucitados serán impasibles, libres de todo padecimiento y penalidad (Ap 7,16; 21,4). Serán indeciblemente bellos, «brillarán como el sol en el reino del Padre» (Mt 13,43), y unos tendrán, eso sí, mayor luminosidad que otros (1 Cor 15,41). Como una semilla se transforma en fruto, «así en la resurrección de los muertos; se siembra lo corruptible, resucita incorruptible» (15,42). Y como en la tierra llevamos la imagen del hombre terreno, que es Adán, «llevaremos también la imagen del celestial», que es Cristo (15,45-49).

El infierno

«Morir en pecado mortal, sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión defintiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (Catecismo 1033).

«La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte, y sufren allí las penas del infierno, "el fuego eterno". La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira» (1035).

Jesucristo tiene por los hombres un amor tan grande que, arriesgando la propia vida, les asegura con frecuencia que a causa de sus pecados pueden condenarse eternamente en el infierno. Y es de notar que mientras Jesús alude en el evangelio con mucha frecuencia al infierno, tal alusión es relativamente infrecuente en los escritos de los Apóstoles. Quizá la razón sea que Jesús en su predicación trataba de suscitar la fe en unos hombres muchas veces hostiles al Evangelio; en tanto que los escritos apostólicos se dirigían a los creyentes, ya santificados por el Espíritu. Hoy, en la actividad apostólica, deberemos seguir esa misma norma pedagógica.

En efecto, «Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga"» (Catecismo 1034). Si nos fijamos únicamente en el evangelio de San Mateo, Cristo llama al infierno gehenna (5,29-30; 10,28; 23,15. 33), fuego inextinguible (3,12; 5,22; 13,42. 50; 18,9; 25,41), castigo eterno (25,46), donde hay tinieblas (8,12; 22,13; 25,30) y lamentos horribles (13,42. 50; 24,51). Muchas parábolas de Jesús llevan como trasfondo final la posibilidad del cielo o del infierno: trigo y paja (3,12), trigo y cizaña (13,37-43), peces buenos y malos (13,47-50), ovejas y cabritos (25,31-46), vírgenes prudentes o necias (25,1-13), invitados adecuada o inadecuadamente vestidos (22,1-14), siervos fieles o perezosos (24,42-51), talentos negociados o desperdiciados (25,1430). Otras figuras equivalentes -sarmientos que permanecen o no en la vid- son referidas en los otros evangelios (Jn 15,1-8).

También los apóstoles predican sobre el infierno, sobre todo cuando ven amenazada en los fieles la obediencia al Evangelio del Señor (Rm 2,6-9; 1 Cor 6,9-10; Gál 6,7-8; 2 Tes 1,7-9; Heb 10,26-31; 2 Pe 2; Judas 5,23; Ap 20,10; 21,8).

El temor del infierno debe estar, pues, integrado en la espiritualidad cristiana, siempre moderado por la confianza en la misericordia de Dios. El justo ha de vivir de la fe, la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo (Rm 1,17; 11,17); y ya hemos visto que Jesús incluía el tema del infierno en su enseñanza evangélica: «Temed a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehenna» (Mt 10,28).

El temor del infierno debe alejarnos de todo pecado, debe afirmarnos en el ascetismo verdadero, pero además ha de impulsarnos al apostolado, para salvar a los hombres en Cristo, «arrancándolos del fuego» (Judas 23). Santa Teresa tuvo una visión del infierno que le aprovechó mucho (Vida 32), y que le estimuló grandemente al apostolado en favor de las almas: «Por librar una sola de tan gravísimos tormentos pasaría yo muchas muertes de muy buena gana» (32,6; +6 Moradas 11,7).

El cielo

«Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque le ven "tal cual es" (1 Jn 3,2), cara a cara (1 Cor 13,12; Ap 22,4)» (Catecismo 1023).

¿Cómo será el cielo por dentro?... Es imposible para el hombre en este mundo imaginar siquiera la gloria de «las moradas eternas» (Lc 16,9), la feliz hermosura de la Casa del Padre, pues «ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2,9).

Pero, en todo caso, el Nuevo Testamento nos presenta el cielo como un premio eterno que han de recibir los que permanezcan en Cristo. El cielo es un tesoro inalterable, ganado en este mundo con las obras buenas (Mt 6,20; Lc 12,33); es «la corona perenne de gloria» (1 Pe 5,4; +1 Cor 9,25). La felicidad celestial es tan inmensa que no guarda proporción con los sufrimiento de esta vida, pues «nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una riqueza eterna, una gloria que las sobrepasa desmesuradamente» (2 Cor 4,17; +Rm 8,18).

Dios nos ha revelado el cielo sirviéndose también de algunas imágenes y parábolas. Jesús habla a veces del cielo como de un convite de bodas (Mt 22,1-14), donde él se une a la humanidad como Esposo, y en el que se bebe el fruto de la vid (26,29). Lo que ahora se anticipa en la Eucaristía, se realizará entonces plenamente, cuando vuelva el Señor, en una Cena festiva. El mismo entonces servirá a sus siervos fieles, que serán dichosos (Lc 12,35-38); él hará «entrar en el gozo de su Señor» al servidor que hizo rendir los talentos (Mt 25,21-23). En esa ocasión, las vírgenes prudentes entrarán con él a las bodas, y se cerrará la puerta (25,10).

El cielo puede también contemplarse como «la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén» (Ap 21-22). El apóstol San Juan la describe así como una esposa bellísima, adornada para su esposo. Es una Ciudad sagrada, un ámbito glorioso, lleno de la Presencia divina, donde ya no hay lugar para el llanto, el trabajo, el dolor y la muerte. Esta Ciudad sagrada está rodeada por una muralla que lleva los nombres de los doce Apóstoles. No hay en ella iglesias, pues toda ella es un Templo. No hay en ella lámparas, pues el Cordero es su luz, y la gloria de Dios lo ilumina todo.

Todavía hallamos en el Nuevo Testamento conceptos aún más profundos y expresivos para manifestar el inefable misterio del mundo celestial:

El cielo es la vida eterna. Esta parece haber sido la palabra preferida por Jesús y los Apóstoles para hablar del cielo. En los evangelios sinópticos el justo está destinado a «entrar en la vida», a recibir «la vida eterna en el siglo futuro» (Mc 9,43. 45. 47; 10,17. 30). La vida eterna es, pues, «el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34. 46). En los escritos de San Juan se profundiza notablemente esta doctrina. La vida eterna es Cristo mismo (Jn 11,25; 14,6; 1 Jn 5,20), y a ella tienen acceso los que viven de Cristo (Jn 6,57; 14,19): «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (10,10; +6,33; 1 Jn 4,9). Es una vida que se alcanza por la fe en Jesucristo: «El que cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Jn 3,36; +5,24; 6,47. 53-54; 17,3; 1 Jn 5,11. 13). Sólo se poseerá en plenitud cuando la fe se haga visión de Cristo glorioso: «Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Y la substancia de esa vida eterna es el amor divino trinitario, vivido en una perfecta comunión de amor fraterno (Jn 17,26; 1 Jn 1,3; 2,23-24; 3,14; 4,12).

San Pablo entiende la vida eterna como San Juan; pero, al modo de los sinópticos, suele referirla más bien a la resurrección final (Rm 2,7; 5,21; Gál 6,8; Tit 1,2). Sin embargo, él también conoce los frutos presentes de la vida en Cristo (Rm 8,2. 10; Gál 5,25). Lo que sucede es que «vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros os manifestaréis gloriosos con él» (Col 3,34). Mientras tanto, somos «herederos, en esperanza, de la vida eterna» (Tit 3,7), vida plena y bienaventurada en la que ingresaremos cuando la fe se haga visión inmediata de Dios (1 Cor 13,12; 2 Cor 5,7).

El cielo es estar con Cristo. El mismo Jesús revela que el cielo para el hombre es estar con él. «Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él Conmigo» (Ap 3,20). «Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros» (Jn 14,3). «Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que me has dado, para que contemplen mi gloria» (17,24). Una frase del Crucificado expresa asl el cielo en forma conmovedora: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43; +2 Cor 12,4; Ap 2,7).

San Pablo, en este mismo sentido, dice: «Deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1,23). «Preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2 Cor 5,8). «Así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,18). Y los primeros cristianos también pensaban en el cielo de este modo, como se ve en el martirio de San Esteban (Hch 7,55-60). Estos textos, como aquellos otros del Apocalipsis que revelan la función beatificante del Cordero en la Ciudad Celeste, nos muestran que la sagrada Humanidad de Jesucristo no sólo en la tierra, sino también en el cielo, es siempre el acceso que el hombre tiene para la plena unión con la Trinidad divina.

Los justos, ya en el cielo, son bienaventurados aún antes de la resurrección de los cuerpos, que se producirá en la parusía. Benedicto XII enseñó que «una vez hubiere sido o será iniciada en ellos esta visión intuitiva y cara a cara [de Dios] y el goce [consecuente], la misma visión y goce es continua, sin intermisión alguna de dicha visión y goce, y se continuará hasta el juicio final [cuando resuciten los cuerpos], y desde entonces hasta la eternidad» (const. Benedictus Deus 1336: Dz 1001).

Sin embargo, «la insistencia y el énfasis con que la Escritura y los Padres se refieren a ese "día del Señor"», escribe el padre Pozo, nos hace pensar que «por la resurrección se da un aumento intensivo de lo que es substancial de la bienaventuranza» (318-319).

Por otra parte, en la felicidad celestial hay grados diversos. «En la casa de mi Padre hay muchas moradas», dice Jesús (Jn 14,2), y aunque todos los justos serán en el cielo plenamente felices, unos lo serán más que otros, porque una mayor caridad les habrá hecho capaces de un gozo mayor. En efecto, el Señor «dará a cada uno según sus obras» (Mt 16,27; +1 Cor 3,8), y «el que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largueza, con largueza cosechará» (2 Cor 9,6; +15,41).

El concilio de Florencia declaró que los bienaventurados «ven claramente a Dios mismo, Trino y Uno, tal como es; unos sin embargo con más perfección que otros, conforme a la diversidad de los merecimientos» (1439: Dz 1305; +1582). Y Santa Teresa decía que en el cielo «cada uno está contento con el lugar en que está, con haber tan grandísima diferencia de gozar a gozar en el cielo» (Vida 10,3).

A la espera del Señor

La Iglesia vive «aguardando la feliz esperanza y la manifestación esplendorosa del gran Dios y salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,13; +1 Tim 6,14). La Iglesia espera a Cristo como el siervo la vuelta de su señor, mejor aún, como la Esposa aguarda el regreso del Esposo. «Hasta que el Señor venga -dice el Vaticano II- revestido de majestad y acompañado de sus ángeles, y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas, hasta entonces, unos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando «claramente a Dios mismo, Trino y Uno, tal como es» (Florentino: Dz 1305); pero todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad con Dios y con el prójimo, y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios» (LG 49a).

Y «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», todos los fieles -del cielo, de la tierra y del purgatorio- estamos unidos en la comunión de los santos, cuya manifestación principal se da en la Eucaristía. En efecto, enseña el concilio Vaticano II que «en la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios como ministro del Santuario y del tabernáculo verdadero (+Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con él (+Flp 3,20; Col 3,4)» (SC 8).