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La liturgia

J. A. Abad Ibáñez - M. Garrido Bonaño OSB, Iniciación a la liturgia de la Iglesia, Madrid, Palabra 1988; Aquilino de Pedro, Misterio y fiesta. Introducción general a la liturgia, Valencia, EDICEP 1975; Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, Madrid, Rialp 1951; P. Fernández, Teología de la oración litúrgica, «Ciencia Tomista» 107 (1980) 355-402; J. López Martín, En el Espíritu y la verdad. Introducción a la liturgia, Salamanca, Secretariado Trinitario 1987; La oración de las horas, ib. 1984; El Año litúrgico, BAC popular 62 (1984); El domingo, fiesta de los cristianos, BAC popular 98 (1992); A. G. Martimort, La Iglesia en oración, Barcelona, Herder 1987 (ed. actualizada); A. Nocent, El Año litúrgico; celebrar a Jesucristo, I-VII, Santander, Sal Terræ 1979s; J. Ordóñez, Teología y espiritualidad del Año litúrgico, BAC 402 (1979); J. Rivera, La Eucaristía, Apt. 307, Toledo 1997; Adviento-Navidad, ib.; La Cuaresma, ib.; Semana Santa, ib.; C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia, BAC 181 (1965,2a ed.); B.Velado, Vivamos la santa misa, BAC popular 75 (1986).

Véase también para los documentos de la Iglesia sobre liturgia, Documenta Pontificia ad instaurationem liturgicam spectantia, Roma 1953 y 1959 (desde San Pío X al concilio Vaticano II); Enchiridion Documentorum instaurationis liturgicæ (=EL), I (1963-1973), Marietti 1976; II (1973-1983), C.L.V. Edizioni Liturgiche, Roma 1988.

Jesucristo, sacerdote eterno

Ya en el Antiguo Testamento se había iniciado la esperanza de un Mesías sacerdotal (Gén 14,18; Is 52-53; 66,20-21; Ez 44-47; Zac 3; 6,12-13; 13,1s; Mal 1,6-11; 3,1s). En el Nuevo Testamento, el sacrificio de Cristo sacerdote realiza en forma suprema la glorificación de Dios y la santificación de los hombres. Si la Alianza Antigua fue sellada en la sangre de animales sacrificados cultualmente (Ex 24,8), la Nueva vendrá garantizada por la sangre de Jesús, el Siervo de Yavé: «Esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que se derrama por todos para la remisión de los pecados» (Mt 26,28; +8,17).

San Pedro contempla en Jesús al Siervo sufriente que muere por los pecadores (1Pe 2,22-25;3,18). San Pablo ve en clave sacerdotal la obra de Cristo, que «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable perfume» (Ef 5,2; 11Cor 5,7; 1 Tim 2,5-6; Tit 2,13-14). Ahora, a la derecha de Dios, intercede siempre por nosotros (Rm 8,34). San Juan nos muestra a Jesucristo como el verdadero Cordero pascual que quita el pecado del mundo (Jn 1,29.36), como pastor que da su vida por las ovejas (10), como purificador del viejo Templo (2,13-21), como nuevo Templo de Dios (2,21), que santifica a cuantos entran en él (17,17s): «Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, el Justo. El es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1 Jn 2,1-2).

La carta a los Hebreos, que es el primer tratado de cristología, contempla ante todo a Jesucristo como Sacerdote santo, eterno, único (2,17; 3,1; 4,14-5,5). «El es el Mediador de una Alianza Nueva, a fin de que por su muerte, para redención de las transgresiones cometidas bajo la primera Alianza, reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna» (9,15). Cristo es el Mediador perfecto, porque es plenamente divino (1,1-12; 3,6; 5,5.8; 6,6; 7,3.28; 10,29), y al mismo tiempo es perfectamente humano, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (2,11-17; 4,15; 5,8). El es el Templo verdadero, celestial, definitivo, construído por el mismo Dios, no por mano de hombre (8,2.5; 9,1.11.24). Podemos, pues, «entrar confiadamente en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del Velo, es decir, de su propia carne» (10,19-20; +Mt 27,51).

Mientras que los antiguos sacrificios «nunca podían quitar los pecados» (Heb 10,11), nosotros somos ahora santificados por la grandiosa eficacia del sacerdocio de Jesucristo (7,16-24; 9; 10,118). El antiguo sacerdocio queda superado «a causa de su ineficacia e inutilidad» (7,18), y ya todo el poder santificador está en Jesucristo, sacerdote santo, inocente, inmaculado (7,26-28). Como dice San Pablo, «por éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la Ley de Moisés no podíais ser justificados» (Hch 13,38).

La víctima sacrificial no son animales, sino que «nosotros somos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,10). No somos redimidos con oro o plata, sino «con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19; +1Cor 6,20; 7,23).

Así, es, pues, el sagrado sacerdocio de Jesucristo: elegido por el mismo Dios (5,4-6; 7,16-17); único, sea porque su sacrificio fue hecho de una vez para siempre (9,26-28; 10,10), sea porque «en ningún otro hay salvación» (Hch 4,12); perfecto en todos los sentidos (Heb 5,9; 10,14); y, por último -adviértase bien esto-, es celestial: «El punto principal de todo lo dicho es que tenemos un Sumo Sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (8,1).

La presencia de Cristo en la liturgia

Cristo Salvador, una vez cumplida su obra, ascendió a los cielos: salió del Padre y vino al mundo, y finalmente dejó el mundo para volver al Padre (Jn 16,28). Los discípulos «vieron» como Jesús se iba del mundo (Hch 1,9), y ascendía al cielo. Desde allí ha de venir, al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se produzca esta gloriosa parusía, una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte de la espiritualidad cristiana: «Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). «Mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2Cor 5,6-8). Mientras tanto, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1). Desde esta presencia primaria de Jesús en los cielos habrá que explicar todos los otros modos suyos de hacerse realmente presente entre nosotros.

Pero no olvidemos que, antes de su ascensión, Cristo nos prometió su presencia espiritual hasta el fin de los siglos (Mt 28,20). No nos ha dejado huérfanos, pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn 14,15-19; 16,5-15). Jesucristo tiene un sacerdocio celestial, que está ejercitándose siempre en favor de nosotros (Heb 6,20;7,3-25). Varios textos del concilio Vaticano II acabarán de mostrarnos la verdadera naturaleza de la liturgia cristiana:

-La liturgia es el «ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera, realizan la santificación del hombre [soteriología], y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro [doxología]» (SC 7c).

-«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (+Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2)» (5C 8).

-«Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Esta presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: «Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (5C 7a).

La liturgia, obra de Cristo y de la Iglesia

Todo el pueblo cristiano es sacerdotal, la comunidad reunida en torno a Cristo forma un sacerdocio santo, un linaje escogido, un sacerdocio real, un pueblo destinado a proclamar entre los hombres la gloria de Dios (1Pe 2,5-9; +Ex 19,6). En el Apocalipsis, los cristianos que peregrinan hacia la Jerusalén celeste, especialmente los mártires, son llamados sacerdotes de Dios (1,6; 5,10; 20,6). Y esta inmensa dignidad les viene de su unión sacramental a Cristo sacerdote. Así Santo Tomás de Aquino: «Todo el culto cristiano deriva del sacerdocio de Cristo. Y por eso es evidente que el carácter sacramental es específicamente carácter de Cristo, a cuyo sacerdocio son configurados los fieles según los caracteres sacramentales [bautismo, confirmación, orden], que no son otra cosa sino ciertas participaciones del sacerdocio de Cristo, del mismo Cristo derivadas» (STh III,63,3).

Pues bien, en la liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su pueblo sacerdotal, que es la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). Cualquier acción litúrgica, concretamente, como enseña Pablo VI, «cualquier misa, aunque celebrada privadamente por el sacerdote, sin embargo no es privada, sino que es acto de Cristo y de la Iglesia» (enc. Mysterium fidei 3-IX-1965: EL 432; +LG 26a).

La misma vida cristiana ha de ser una liturgia permanente. Si hemos de «dar en todo gracias a Dios» (2Tes 5,18), eso es precisamente la eucaristía: acción de gracias. Si le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda permanente» (Anáf. III), es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser un culto incesante. Así lo entendió la Iglesia desde su inicio:

La limosna es una «liturgia» (2Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer, beber, cualquier cosa, todo ha de hacerse para gloria de Dios, en acción de gracias (1Cor 10,31). La entrega misionera del Apóstol es liturgia y sacrificio (Flp 2,17). En la evangelización se oficia un ministerio sagrado (Rm 15,16). La oración de los fieles es un sacrificio de alabanza (Heb 13,15). En fin, los cristianos debemos entregar día a día nuestra vida al Señor como «perfume de suavidad, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Flp 4,18), «como hostia viva, santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (Rm 12,1).

Por otra parte, todos los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio en el culto litúrgico, aunque no todos participen del sacerdocio de Jesucristo del mismo modo. En efecto, «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente, y no sólo en grado, se ordenan sin embargo el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y lo ofrece en nombre de todo el pueblo de Dios. Los fieles en cambio, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la ofrenda de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG 10b).

Consideremos, pues, ahora los modos diversos como Jesucristo, sacerdote celestial, ejercita con la Iglesia su sacerdocio en la liturgia de la palabra, de la oración, de los sacramentos y de la eucaristía.

Cristo en la palabra

Verdaderamente Cristo celestial «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura; es él quien nos habla» (SC 7a). «En la liturgia Dios habla a su pueblo; Cristo sigue anunciando el evangelio» (33a). En las celebraciones litúrgicas la Iglesia esposa escucha no sólamente lo que Cristo esposo le habló hace veinte siglos y fue consignado por los evangelistas, sino que ella escucha lo que el Esposo le habla hoy al corazón: es él mismo quien «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25).

El Señor nos habla porque nos ama, y hablándonos nos comunica su Espíritu. Nosotros, los hombres, no hablamos a cualquiera, al menos de temas altos o asuntos íntimos nuestros: hablamos a quien más amamos. Y la palabra humana es el medio más apropiado que tenemos para comunicar a quien queremos nuestro espíritu, nuestros espíritu humano, por supuesto. Pues bien, el Padre, entregándonos al Hijo, su palabra plena, nos habla porque nos ama (Heb 1,1-2; Jn 3,16); y, como dice San Juan de la Cruz, «en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» (2 Subida 22,3). Y el Padre celestial, dándonos enteramente en la encarnación su Palabra, nos comunicó así plenamente su Espíritu Santo.

Recordemos que hemos sido engrendrados «por la palabra de la verdad» (Sant 1,18), «por el Evangelio» apostólico (1Cor 4,15; +1Pe 1,23). La Palabra que así nos ha vivificado, comunicándonos Espíritu divino, es palabra viva y eficaz (Heb 4,12), purificadora (Ef 5,26), acrecentadora (Hch 6,7; 12,24; 19,20), salvífica y segura (13,26; 2 Tim 2,11; Tit 3,8), que ningún poder humano puede encadenar (2 Tim 2,9).

La Palabra divina brilla en la liturgia de la Iglesia con su mayor potencia y claridad, y actúa en los fieles con sacramental eficacia de gracia. Dice el Vaticano II: «En los Libros sagrados, el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y hay tal fuerza y eficacia en la palabra de Dios, que constituye el sustento y vigor de la Iglesia, la firmeza de fe para sus hijos, el alimento del alma, la fuente pura y perenne de la vida espiritual» (DV 21). No sólo de pan de trigo, ni siquiera de pan eucarístico, vive el hombre, sino que «vive de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4).

Hemos de acoger la Palabra litúrgica con la misma devoción con que recibimos los sacramentos. Hemos de comulgar a Cristo-palabra, como comulgamos a Cristo-pan: él, de los dos modos se nos entrega, nos alimenta, se hace presente en nosotros, nos vivifica, nos comunica el Espíritu Santo. San Agustín decía: «Toda la solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado debemos poner para que la palabra de Dios que nos predican, hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la palabra de Dios, que aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo» (ML 39, 2319).

Un gran valor de la espiritualidad cristiana está en saber escuchar la Palabra divina con un corazón atento y abierto, y no sólo las lecturas bíblicas, en ese misterioso hoy de la liturgia («hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir», Lc 4,21), sino también la predicación («el que os oye, me oye», Lc 10,16). Escuchar a Jesús como María de Betania(10,39), como Lidia oía a San Pablo (Hch 16,14), con gozo en el Espíritu (2Tes 1,6), ciertos de que es Palabra divina, no sólo humana (2,13), con intención de guardarla practicándola (Sant 1,21; 1Cor 15,2), aunque hubiera que morir por ella (Ap 1,9s; 6,9; 20,4). Escuchar la Palabra divina como la Virgen María, que la guardaba meditándola en su corazón (Lc 2,19. 51), como tierra buena que acoge la semilla y da el ciento por uno (Mt 13,23); que la recibía hasta concebirla físicamente en su seno, para darla al mundo (Lc 1,38). Escuchar a Jesús como los discípulos de Emaús: «¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?» (Lc 24,32). Así es como escucharon la Palabra nuestros Padres en la fe. San Ignacio de Antioquía: «Me refugio en el Evangelio como en la carne de Cristo» (Filadelfos 5,1). San Jerónimo: «Yo considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús. Cuando él dice «quien come mi carne y bebe mi sangre», ésas son palabras que pueden entenderse de la Eucaristía, pero también, ciertamente, son las Escrituras verdadero cuerpo y sangre de Cristo» (ML 26,1259).

«La Iglesia siempre ha venerado la sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo» (DV 21). Incluso los signos de veneración son semejantes en la liturgia solemne: si el altar, en honor al Pan eucarístico, se besa, se inciensa, y se adorna con luces, también el leccionario en el ambón, en honor a la Palabra, se besa, se inciensa y se rodea de luces. Así la Iglesia confiesa su fe en la realidad de esos dos modos de la presencia de Cristo.

((Algunos creen en la presencia real de Cristo en las especies consagra­das, pero no acaban de creer en la realidad de la presencia de Cristo en la Palabra. Sin embargo, Pablo VI enseña que la presencia eucarística «se llama real no por exclusión, como si las otras [modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es substancial» (enc. Mysterium fidei: EL 436).

Algunos confían las lecturas litúrgicas de la Palabra a niños o a personas que leen con dificultad. Esto, que en ocasiones puede ser conveniente, hecho en forma habitual no parece expresar adecuadamente la presencia real de Cristo, ni sigue la tradición de la Iglesia, que en el oficio de «lector» ha instituido «un auténtico ministerio litúrgico» (SC 29a). San Cipriano, en el s.III, refleja bien la veneración de la Iglesia antigua por el oficio de lector cuando él instituye en tal ministerio a Aurelio, mártir que había sobrevivido: le confiere «el oficio de lector, ya que nada cuadra mejor a la voz que ha hecho tan gloriosa confesión de Dios que resonar en la lectura pública de la divina Escritura; después de las sublimes palabras que se pronunciaron para dar testimonio de Cristo, es propio leer el Evangelio de Cristo por el que se hacen los mártires, y subir al ambón después del potro; en éste quedó expuesto a la vista de la muchedumbre de paganos; aquí debe estarlo a la vista de los hermanos» (Cta.38: BAC 241,478­-479; +Cta.39).

Tampoco el ambón pequeño, feo, portátil, que se retira quizá tras la celebración, o que no se reserva para la proclamación de la Palabra divina, sino que se usa para avisos parroquiales, novenas, dirección del canto, etc., tampoco expresa adecuadamente la presencia real de Cristo en la palabra. En el Misal Romano de Pablo VI queda establecido: «La dignidad de la palabra de Dios exige que en la iglesia haya un sitio reservado para su anuncio. Conviene que en general este sitio sea un ambón estable, no un facistol portátil. Desde el ambón se pronuncian las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden hacerse también desde él la homilía y la oración universal u oración de los fieles. Es menos conveniente que ocupen el ambón el comentarista, el cantor o el director del coro» (n.272). La sede, el ambón y el altar, son los tres lugares principales de la celebración eucarística, y deben significar en formas dignas y elocuentes tres modos reales de la presencia de Cristo que preside, habla y se entrega por los hombres.

Algunos no meditan habitualmente ni prestan mayor atención espiritual a la lectura continua de la Escritura que la Iglesia hace día a día en la Misa y las Horas. Quizá siguen otro curso de lecturas, atendiendo más bien a sus gustos personales. Estos no parecen captar tampoco la presencia real de Cristo-palabra. Apenas parecen enterarse de que día a día Cristo les habla –ciertamente, claramente– en la Palabra que la liturgia eclesial celebra y proclama. No se enteran, pues, de lo que Cristo les dice, ni se enteran siquiera de que Cristo mismo les habla. Y quizá, en cambio, estén muy ciertos de lo que el Señor les ha «hablado» en la oración privada: «Hoy me ha dicho el Señor»... (+San Juan de la Cruz, 2 Subida 29,4).))

Cristo en la oración litúrgica

«Cristo está presente en su Iglesia orante» (Mysterium fidei: EL 434). La presencia de Cristo en la asamblea litúrgica que ora es real y activa. El es quien, desde el Padre, nos comunica el Espíritu, que «habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo, y en ellos ora» (LG 4a).

Toda la liturgia es oración –la eucaristía, los sacramentos, las bendiciones–, pero especialmente hemos de tener la liturgia de las Horas como «la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre» (SC 84). En la Ordenación general de la liturgia de las Horas (2-II-1971) se nos enseña que ella es la oración continua de la Iglesia (1-2), la oración del mismo Cristo (3-4), que nos comunica así su Espíritu de oración para que ore en nosotros (5-9). Las Horas litúrgicas consagran el curso del tiempo (10-11), extienden la eucaristía a todo el día (12-13) y, glorificando a Dios, santifican a los hombres (14-16), pues les mantienen en la alabanza y la súplica (17), y les impulsan al apostolado (18).

Salmos, himnos, lecturas, antífonas y responsorios se unen armoniosamente (100-203), y en una catequesis implícita permanente, la Iglesia educa así a los fieles, para que centren su atención espiritual en el Señor, en María, los ángeles y los santos, la Iglesia y el mundo (204-252).

La Iglesia sabe y enseña que la liturgia de las Horas es oración propia de todo el pueblo de Dios, no sólo de sacerdotes, monjes y religiosos (Catecismo 1174-1178).

–Oración de sacerdotes y religiosos. La Iglesia esposa es consciente de que debe permanecer en alabanza y continua súplica. Por eso estima que éstos deben rezar las Horas aunque sea sin pueblo, «pues la Iglesia los deputa para la liturgia de las Horas de forma que al menos ellos aseguren de modo constante el desempeño de lo que es función de toda la comunidad» (Ordenación 28). Los que han recibido esta misión de la Iglesia, «deberán recitarlas diariamente en su integridad y, en cuanto sea posible, en los momentos del día que de veras corresponden. Ante todo darán la importancia que le es debida a las Horas que vienen a constituir el núcleo de esta liturgia, es decir, los Laudes de la mañana y las Vísperas; y se guardarán de omitirlas si no por causa grave» (29). En cuanto a los religiosos y miembros de Institutos de perfección que no están obligados a ese rezo, «se les ruega encarecidamente que se reúnan bien sea entre si o con el pueblo para celebrar esta liturgia o una parte de la misma» (26).

–Oración de laicos. También los cristianos seglares, por su condición sacerdotal, y por ser las Horas «fuente de piedad y alimento de la oración personal» (SC 90) son llamados por la Iglesia al rezo de las Horas, oración que durante muchos siglos fue la principal de los laicos piadosos: «Se recomienda que los laicos recen el Oficio divino o con los sacerdotes o reunidos entre si, e incluso en particular» (100). Pablo VI enseñó que «de acuerdo con las directrices conciliares, la liturgia de las Horas incluye justamente el núcleo familiar entre los grupos a que mejor se adapta la ce­lebración en común del Oficio divino: «conviene que la familia, en cuanto santuario doméstico de la Iglesia, no sólo ore en común, sino que además lo haga recitando también oportunamente algunas partes de la liturgia de las Horas, a fin de unirse más estrechamente a la Iglesia» (Ordenación 27). No debe quedar sin intentar nada para que esta clara indicación halle en las familias cristianas una creciente y gozosa aplicación» (exh.apost. Marialis cultus 2-II-1974, 53; +Musicam sacram 5-V-1967, 39-40; Laudis canticum 1-XI-1970; Ordenación 20-33, 270; Directorium de pastorali ministerio episcoporum 22-II-1973, 86). Son cada vez más las personas y los grupos que rezan las Horas, situando así permanentemente sus vidas en un marco espiritual de oro. La Eucaristía y las Horas nos guardan para la vida eterna.

Si la Iglesia considera la sagrada liturgia como «la fuente y la cumbre» de toda la vida cristiana personal y comunitaria (SC 10), habrá que pensar también que la oración litúrgica es la fuente y la cumbre de toda oración privada. Esta afirmación, sin embargo, puede entrañar ciertos problemas. En efecto, muchos espirituales enseñan que la oración más alta queda vacía de consideraciones, formas e imágenes sensibles, sólo atenta a Dios, «sin querer sentir ni ver nada», como dice San Juan de la Cruz (2 Subida 15,2; +12,5-6; 15,2-5; 3 Subida 35-44; Santa Teresa, Camino Perfección 31,2-3). ¿Significa esto que el orante no puede en la liturgia llegar a una alta oración, a no ser que se recoja y se cierre a los signos sensibles del culto, colores, formas y palabras?

Adviértase en esto, sin embargo, que las mejores descripciones de los caminos de la oración han estudiado generalmente la oración privada. Y no siempre lo que sucede y conviene en la oración privada puede trasladarse sin más a la oración litúrgica. Pues bien, así como Santa Teresa defendía que la sagrada humanidad de Cristo, aun siendo criatura, no impedía –como algunos temían–, sino que conducía a la más alta contemplación de Dios, así hay que insistir aquí en que la consciente, activa y plena participación en la liturgia, con la devota atención a los signos sagrados que implica, no impide la más pura contemplación de la Trinidad, sino que es camino real para llegar a ella. Por lo demás, y éste ya es dato experimental, nótese que en la vida de los santos, concretamente de Santa Teresa de Jesús, las más altas gracias místicas de oración suelen coincidir con el momento de la comunión o con las grandes fiestas litúrgicas (Vida 28,8; 33,14; 38,9-11; 7 Moradas 2,1; Cuentas conciencia 6,1; 12,1-2; 13,10; 14;22,1; 25; 36,1; 43; etc.)

No temamos, pues, que la liturgia nos vele a Dios, ya que es ella precisamente la que más plenamente nos revela y comunica el misterio de Dios en este mundo.

Cristo en los sacramentos

«Los sacramentos son acciones de Cristo, que los administra a través de hombres. Y así los sacramentos son en sí mismos santos y por la virtud de Cristo, tocando los cuerpos, infunden la gracia en las almas» (Mysterium fidei: EL 435). Pío XII, siguiendo la tradición, definía los sacramentos como «signos sensibles y eficientes de la gracia invisible, que deben significar la gracia que producen, y producir la que significan» (Sacram. Ord. 1947: Dz 3858).

Los sacramentos, ya se ve, son realidades sagradas: Dios elige en Cristo y en la Iglesia ciertas criaturas –personas, palabras, elementos naturales, gestos– para comunicar por ellas su Espíritu a los hombres de un modo sensible y manifiesto –manifiesto, claro está, para los creyentes, pues son siempre «sacramentos de la fe», que suponen la fe y la acrecientan (SC 59a; PO 4b)–.

Los sacramentos «están unidos con la eucaristía y a ella se ordenan, pues en la sagrada eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo, que por su carne vivificada y vivificante en el Espíritu Santo, da vida a los hombres» (PO 5b). Todos los sacramentos contienen la gracia que significan, y la confieren a quienes los reciben con la disposición debida (Florent. 1439; Trento 1547: Dz 1310, 1606), «pero en la eucaristía está el autor mismo de la santidad» (1639). La pasión y resurrección de Jesús, que se actualizan en la eucaristía, son ciertamente la clave de todos los sacramentos: en todos y cada uno de ellos el cristiano muere al hombre viejo y renace al hombre nuevo, participando así de la pasión del Señor y de su resurrección gloriosa. Por eso puede decirse que los sacra­mentos son como el sistema circulatorio de la sangre de la Iglesia, que es la gracia de Cristo, y que el corazón de esa gracia sacramental es siempre la eucaristía (SC 10b; LG 7b).

Cristo, sacerdote eterno, santifica la vida entera del cristiano mediante los sacramentos. Por el bautismo le da la filiación divina, la vida nueva. Por la confirmación, lo fortalece en el Espíritu Santo. Por la eucaristía lo alimenta con pan de vida eterna. Por la penitencia, perdona sus pecados y sana sus enfermedades espirituales. Por el orden, consagra algunos bautizados para que le representen activamente entre los hombres. Por el matrimonio, eleva y fortalece el amor conyugal de los esposos. En fin, por la unción ayuda a los enfermos y a los moribundos. De este modo, nuestro Señor Jesucristo «ejerce en la liturgia constantemente, por obra del Espíritu Santo, su oficio sacerdotal en favor nuestro» (PO 5a; +LG 11).

La Iglesia recomienda «la devota y frecuente recepción de los sacramentos» (CD 30f), pues sabe bien que la vida cristiana es vida eclesial, e implica por tanto «ser constantes en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,42). El que no busca en Cristo la salvación por gracia, sino que la busca en sí mismo, en su inteligencia y en el esfuerzo de su voluntad, no frecuenta los sacramentos, se aleja de ellos. Pero el cristiano verdadero se hace como niño para entrar en el Reino, y procura santificarse según los modos y maneras dispuestos por Cristo. Si el Señor, para curarle la lepra del pecado, le manda ir a los sacerdotes, él va, y queda limpio (Lc 17,14). Si está ciego, y Jesús quiere curarle aplicándole a los ojos lodo hecho con su saliva, él se deja hacer, y va a lavarse a la piscina de Siloé, y haciendo lo que Jesús le manda, recupera la vista (Jn 9,6-7). Pero leproso y ciego seguiría si no se hubiera fiado de Cristo, y si no hubiera obedecido a sus disposiciones.

En este sentido, Juan Pablo II insiste en «el estilo sacramental de la vida del cristiano: en efecto, conducir una vida basada en los sacramen­tos, animada por el sacerdocio común, significa ante todo, por parte del cristiano, desear que Dios actúe en él para hacerle llegar en el Espíritu «a la plena madurez de Cristo» (Ef 4,13). Dios, por su parte, no lo toca sólamente a través de los acontecimientos y con su gracia interior, sino que actúa en él, con mayor certeza y fuerza, a través de los sacramentos. Ellos dan a su vida un estilo sacramental» (Cta. a Obispos 24-II-1980, 7).

Cristo en la eucaristía

J. M. Iraburu, Síntesis de la Eucaristía, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1995; J. A. Sayés, La presencia real de Cristo en la Eucaristía, Madrid, BAC 386 (1976); El misterio eucarístico, ib. 482 (1986); B. Velado, Vivamos la santa Misa, BAC pop. 75 (1986).

Mientras estamos en este mundo, la plena manifestación y comunicación de Cristo celestial la tenemos en la eucaristía, misterio polifacético: Cena, memorial, Alianza, pan de vida, vínculo de unidad eclesial, anticipación del banquete del cielo (SC 47; UR 15a).

En la misa nos reunimos «para comer la cena del Señor» (1Cor 11,20). En la celebración del rito del cordero pascual, Jesús hace el jueves con pan y vino lo que el viernes hará con su cuerpo y sangre. La Cena celebra anticipadamente el misterio de la Cruz, que nosotros en la Eucaristía mantenemos siempre actual al paso de los siglos. La Cena, pues, es banquete, y es sacrificio, es un banquete sacrificial de comunión, ya prefigurado en Israel (Gén 31,54; Ex 12,1-14;24,11; 1 Sam 9,12s). «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,5). «Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1Cor 11,26).

Por otra parte, Moisés estableció la antigua Alianza con un sacrificio: «Esta es la sangre de la Alianza que hace con vosotros Yavé» (Ex 24,8). Muchas veces Israel fue infiel a la Alianza, como en tiempos del rey Ajab (1 Re 16,29-33). La restauración de la Alianza quebrantada se obtuvo cuando Elías de nuevo la sella mediante un sacrificio, ofrecido en un altar de doce piedras, que simbolizan las doce tribus israelitas (18,30-39). Por eso Jesús, el instaurador de la Alianza nueva y definitiva, aparece en la transfiguración acompañado de Moisés y de Ellas, la ley y el profetismo, el mediador de la Alianza antigua y el restaurador de la misma. Ellos son testigos fidedignos de que en el sacrificio de Cristo se instaura una Alianza nueva «Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,20; +Mc 9,4). Cada vez que los cristianos celebramos la eucaristía, reafirmamos y sellamos de nuevo esa Alianza de amor que nos une con Dios en la sangre de Cristo.

La eucaristía es, pues, la actualización del misterio pascual de Jesús. Y así oramos al Padre: «Al celebrar ahora el memorial de nuestra redención, recordamos la muerte de Cristo y su descenso al lugar de los muertos, proclamamos su resurrección y ascensión a tu derecha; y mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos su Cuerpo y Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» (Anáfora IV).

La eucaristía es memorial litúrgico del misterio de nuestra salvación, por el que Dios fue glorificado. Y es al mismo tiempo obediencia al mandato del Señor, «haced esto en memoria mía» (1Cor 11,24­25). Así como Yavé estableció que la Pascua se celebrase siempre, como un memorial perpetuo (Ex 12,14), quiso Cristo que su Pascua permaneciese en la Iglesia como un corazón que late incesantemente. Eso es la eucaristía.

Pablo VI confiesa solemnemente: «Nosotros creemos que la misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares» (Credo del Pueblo de Dios 30-VI -1968, 24). Participando en la eucaristía, nosotros asistimos a la pasión de Cristo, con la Virgen María y el apóstol Juan, al pie de la cruz. Por eso celebrar la misa con un jolgorio trivial y bullicioso no es conforme con el modo de sentir la eucaristía que la Iglesia ha tenido y tiene en Oriente y Occidente. La eucaristía, como dice Juan Pablo II, «es, por encima de todo, un sacrificio: sacrificio de la Redención, y al mismo tiempo sacrificio de la nueva Alianza» (Cta. a Obispos 24-II-1980, 9).

La eucaristía es misterio múltiple e inefable. En ella el mismo Cristo se nos da como alimento, y nos pide, nos manda, que le recibamos: «Tomad y comed, éste es mi cuerpo»; y nos acerca su cáliz: «Bebed todos de él, que ésta es mi sangre» (Mt 26,26-28). Muchos que oyeron esto, se apartaron de Jesús. Pero los apóstoles dieron crédito a tal revelación inaudita (Jn 6,52­69). La voz de la Iglesia, «eco perenne de la voz de Cristo, nos asegura que Cristo no se hace presente en este sacramento sino por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo, y de toda la substancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular a la que la Iglesia católica justamente y con propiedad llama transubstanciación» (Mysterium fidei: EL 439; +Credo pueblo Dios 24).

La voz de la Iglesia es siempre la misma, y da siempre testimonio de la misma verdad. Así en las antiguas Catequesis mistagógicas, San Cirilo de Jerusalén hacía resonar esa voz diciendo: «Estamos firmemente persuadidos de que [en la eucaristía] recibimos como alimento el cuerpo y la sangre de Cristo. No pienses, por tanto, que el pan y el vino eucarísticos son elementos simples y comunes: son nada menos que el cuerpo y la sangre de Cristo, de acuerdo con la afirmación categórica del Señor; y aunque los sentidos te sugieran lo contrario, la fe te certifica y asegura la verdadera realidad. La fe que has aprendido te da, pues, esta certeza: el pan que se ve no es pan, aunque tenga gusto de pan, sino el cuerpo de Cristo; y el vino que se ve no es vino, aun cuando así lo parezca al paladar, sino la sangre de Cristo» (MG 33,1097-1106).

La eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia; a un tiempo la significa y la causa. «Participando realmente del cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. «Porque el pan es uno, por eso somos muchos un solo Cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17)» (LG 7b). En efecto, la eucaristía es constantemente signo y causa de la comunión eclesial, pues «la realidad, la gracia propia de este sacramento, es la unidad del Cuerpo místico» (STh III,73,3). La Iglesia hace la eucaristía, y la eucaristía hace la Iglesia. Por la eucaristía «la Iglesia vive y crece continuamente» (LG 26a). Y ella es «la principal manifestación de la Iglesia» (SC 41b).

Es cosa evidente que quien se aleja de la eucaristía, se aleja de la Iglesia, y se separa por tanto de Cristo, ya que «Cristo está presente a su Iglesia en el sacramento de la eucaristía» (Mysterium fidei: EL 435). No hay vida cristiana sin vida eucarística (Hch 2,42). Por eso la Iglesia dispone en su Ley canónica que «el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa» (can.1247-1248). Nótese bien que ésta es una ley ontológica, es decir, que simplemente declara la naturaleza de las cosas: Sin relación habitual con la eucaristía, el cristiano se muere –con ley o sin ley, es lo mismo: se muere, se queda sin vida en Cristo–.

En la eucaristía los cristianos nos sentamos a «la mesa del Señor» (1Cor 10, 21), participamos, en estos tiempos mesiánicos, del banquete ofrecido por Dios a todos los pueblos (Is 25,6; 55,1-5), el banquete de bodas entre Cristo Esposo y la humani­dad. No todos los que acuden a él están bien dispuestos (Mt 22,1-14). Pero, en todo caso, se trata de un banquete festivo, en el que los invitados y amigos no ayunan estando el Esposo presente (Mc 2,19). En efecto, la mesa eucarística es anticipación de la gozosa reunión de los santos en el cielo. Mucho deseó Jesús comer su pascua con los discípulos, y volverá a comerla con nosotros en la consumación del Reino (Lc 22,15­-16). El ha ido delante de nosotros al cielo, para prepararnos un lugar, y de allí ha de volver a buscarnos (Jn 14,2-3), y entonces comeremos y beberemos a su mesa para siempre (Lc 22,29-30).

El domingo

El domingo es el día del Señor, esto es, el día de la resurrec­ción victoriosa de Jesucristo. El día primero de la Primera Creación –pues en el sábado se concluyó la obra creativa– se hace en Cristo día primero de la Segunda Creación. Día sagrado, que la Iglesia ha celebrado semana tras semana a partir del domingo primero, que fue el día de la resurrección (Lc 24,1.13; Jn 20,1.19.26; Hch 20,7). El último eslabón de esta ininterrumpida cadena de domingos será la Parusía, también llamada Día del Señor (2Tes 5,2; 2 Tes 2,2; 2 Pe 3,10.12; Ap 16,14-15).

«La Iglesia –dice el Vaticano II–, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días en el día que es llamado con razón día del Señor o domingo... Por eso el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles de tal modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo» (SC 106; +Catecismo 2168-2188).

Para la vida espiritual cristiana –personal, familiar, comunitaria– la fiel celebración del domingo tiene una importancia de primer orden. Cuando el domingo se celebra semanalmente de verdad –día sagrado, día de culto al Señor, día de paz, de oración, de descanso, de caridad fraterna, de actividades gratuitas, día que anticipa el cielo, y lo introduce en la tierra–, la vida espiritual cristiana se conserva sana y florece. Pero cuando el domingo no se celebra convenientemente, malamente podrá ser suplido por una cadencia semanal o mensual de retiros y reuniones.

El Año litúrgico

El tiempo cristiano no es homogéneo, siempre igual, sino que hay en él fases tan caracterizadas en el orden de la gracia como lo son en el orden de la naturaleza primavera y verano, otoño e invierno. La santa Iglesia, «en el círculo del año, desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor. Conmemorando así los misterios de la redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo [aquellos misterios] para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la sal­vación» (SC 102bc).

Para la vida espiritual tiene suma importancia seguir con atención el Año litúrgico, abrirse de verdad a las particulares gracias que el Señor quiere comunicar según fiestas y tiempos litúrgicos, meditar los textos del Misal, de las Horas, ejercitar aquellas virtudes más estimuladas por la liturgia del tiempo. Es así como se establece una sinergía entre la acción de la gracia de Dios y la acción del esfuerzo humano. Por el contrario, para pelagianos y voluntaristas todo esto no tiene mayor importancia, porque no buscan la santificación en la gracia, sino en su propio esfuerzo. Y ellos son los mismos en domingo o en martes, en pascua o en el tiempo ordinario.

Los sacramentales

Cristo y la Iglesia, por medio de los sacramentales, extienden la santificación litúrgica a todas las criaturas y condiciones de la existencia humana. Con ellos consagran altares, cálices, personas, templos, con ellos bendicen agua, campos, herramientas, personas, con ellos practican exorcismos para alejar el influjo de Satanás. La fuerza santificadora en los sacramentales no es ex opere operato, como en los sacramentos, sino que ellos tienen, en palabras de Pío XII, una especial «eficacia derivada más bien de la acción de la Iglesia (ex opere operantis Ecclesiæ)» (enc. Mediator Dei 20-XI-1947, 9).

Es la enseñanza del concilio Vaticano II: «La santa madre Iglesia instituyó los sacramentales, que son signos sagrados, según el modelo de los sacramentos, por medio de los cuales se significan efectos, sobre todo de carácter espiritual, obtenidos por la intercesión de la Iglesia. Por ellos los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida» (SC 60). De este modo, «la liturgia de los sacramentos y de los sacramentales hace que, en los fieles bien dispuestos, casi todos los actos de la vida sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, del cual todos los sacramentos y sacramentales reciben su poder, y hace también que el uso honesto de las cosas materiales pueda ordenarse a la santificación del hombre y a la alabanza de Dios» (61).

Los santos, tan sedientos de la gracia de Dios, y tan confia­dos en la virtualidad santificadora de las cosas ordenadas por la Iglesia, tienen devoción a los sacramentales. Recordemos en las Florecillas de San Francisco de Asís (cp.33) cómo Santa Clara, por mandato del Papa, bendice el pan. O recordemos la devoción de Santa Teresa por el agua bendita (Vida 31,1-10). Hoy la Iglesia dispone de un precioso Bendicional (31-V-1984), cuya edición castellana está vigente en todos los países de lengua española (7-V-1986).

Liturgia simbólica y bella

La liturgia es un conjunto de signos sagrados «elegidos por Cristo o por la Iglesia para significar realidades divinas invisibles» (SC 33b)... ¿Será esto posible? ¿Con qué palabras y gestos, con qué formas y modos podrá la Iglesia «significar las realidades divinas invisibles»? La Iglesia pretende tan alto fin por medio de los símbolos y de la belleza.

La liturgia es simbólica. No puede menos de serlo, pues en ella –nada menos– «participamos en la liturgia celestial» (SC 8), y expresamos lo inefable, lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana puede concebir (1Cor 2,9). La liturgia hace lo mismo que los místicos, que acuden necesariamente al lenguaje poético y simbólico para tratar de expresar lo que es inefable (+5 Moradas 1,1).

La liturgia es bella. Pero no le vale cualquier género de belleza, por genuina que sea. Ha de ser una belleza elegida, digna, sublime, sobrehumana, que aspira a expresar el mundo sobrenatural de la gracia y de la gloria. No le valen a la liturgia de la Iglesia modalidades de belleza comunes y ordinarias, por bellas que sean en el mundo terreno de los hombres. Han de ser modalidades de una belleza pobre, casta, obediente, y tan humilde que la atención de los fieles no se quede en los mismos signos, sino que éstos desaparezcan significando con elocuencia al Cristo bendito. No, no cualquier belleza es idónea para los signos litúrgicos.

La gran belleza de la liturgia milanesa en tiempos de San Ambrosio, y especialmente la sublime dulzura del canto de los salmos, recientemente traído del Oriente cristiano, conmovieron a San Agustín tan profundamente que, más tarde, siendo ya obispo, llegó a pensar en «apartar de la iglesia toda melodía», no fuera que la misma belleza litúrgica distrajera de Dios a los fieles. Pero pronto se decidió por «aprobar la costumbre de cantar en la Iglesia» (Confesiones X,33,50). Ceremonias excesivamente barrocas y complicadas, cantos siempre nuevos, o demasiado difíciles, cuya ejecución material correcta absorbe la atención de los participantes, no tienen la belleza más idónea para la sagrada liturgia –al menos, claro está, que se trate de una asamblea litúrgica altamente especializada y diestra, como puede ser un monasterio–. A las celebraciones litúrgicas hay que procurarles una belleza humilde, sellada por el espíritu de los consejos evangélicos, pobreza, obediencia y castidad. «Los ritos deben resplandecer con una noble sencillez» (SC 34). Así ha brillado la liturgia de la Iglesia en los mejores momentos de su historia.

Pero esta sencillez es noble, y nada tiene que ver con la vulgaridad chabacana. Puesto que la liturgia terrena es participación en la del cielo, y puesto que intenta significar «realidades divinas invisibles», habrá que buscar en ella un estilo de belleza celestial, sobrehumano. Es lo que la tradición de la Iglesia ha pretendido siempre, con mayor o menor fortuna. Teodoro de Mopsuestia, valga el ejemplo, describía así el rito bautismal: El sacerdote «no está revestido del atuendo que lleva ordinariamente, sino que en lugar del vestido que le cubre normalmente, «le envuelve un ornamento de lino delicado y resplandeciente», y la novedad de su aspecto manifiesta la novedad de este mundo donde tú vas a entrar. Por su resplandor muestra que tú resplandecerás en esta otra vida, y por su ligereza simboliza la delicadeza y la gracia de aquel mundo» (Homilías catequéticas 13,17). En efecto, los «edificios sagrados y los objetos que pertenecen al culto divino sean en verdad dignos y bellos, signos y símbolos de las realidades celestiales» (Misal romano 253).

Las normas litúrgicas

La liturgia expresa la religiosidad de Cristo con su Cuerpo ante el Padre celestial. Los fieles somos educados día a día por la Madre Iglesia, a través de su liturgia, en la fe verdadera y en la espiritualidad católica. Nosotros, que no sabemos orar como conviene, recibimos así de la Iglesia el Espíritu que ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,26-27). En efecto, «los signos visibles que usa la sagrada liturgia han sido elegidos por Cristo o por la Iglesia» (SC 33b), y «tienen un fin pedagógico; no sólo suponen la fe, sino que a la vez la alimentan, la fortalecen y la expresan por medio de palabras y cosas» (59a). En todo esto se fundamenta la obediencia a las normas litúrgicas. «Que nadie, aunque sea sacerdote, añade, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (22,3).

El concilio Vaticano II que así urge la obediencia en la li­turgia, insiste aún más en la necesidad de una conveniente educación litúrgica de sacerdotes y fieles (SC 14-19; 35,3; 48,59, 90a). Una comunidad de fieles, por ejemplo, escasa en la alabanza, sin espíritu de súplica, analfabeta en el lenguaje simbólico, ajena a las aspiraciones universales de la Iglesia, muy pobre en formación bíblica, que no distingue apenas el domingo como día sagrado, necesariamente considerará extraña e ininteligible la liturgia de la Iglesia –y esto sucedería tuviera ésta la forma que fuere–. Una comunidad que se halle en esta precaria disposición tiene dos posibilidades: o violenta la liturgia eclesial, modificándola arbitrariamente según sus caprichos, sin ningún resultado espiritual positivo, o se decide a iniciar una catequesis bíblica, litúrgica y espiritual, que le vaya introduciendo en las inmensas riquezas de la Iglesia. Este es, obviamente, el camino verdadero.

Por otra parte, advirtamos que la Iglesia impulsa, dentro de las mismas normas litúrgicas, una creatividad inteligente –elegir lecturas, preparar moniciones y preces, seleccionar cantos, suprimir o poner ciertos ritos secundarios, elegir el grado de participación y solemnidad más oportuno–, por la cual se adapte la celebración litúrgica a las conveniencias de la comunidad concreta.

Y si la prudencia pastoral aconsejara modificaciones aún mayores, ahí sería el lugar propio para las devociones populares o para una celebración no litúrgica, no sacramental, que incluso en algunos casos está prevista expresamente (por ejemplo, Ritual penitencia 36-37). Conviene, no obstante, que también estas devociones populares y paraliturgias «vayan de acuerdo con la sagrada liturgia», se inspiren en ella y a ella conduzcan el ánimo de los fieles (SC 13). Este es sin duda un espacio muy interesante para la espontánea creatividad popular, que en nada violenta la sagrada liturgia de la Iglesia.

La obediencia en liturgia se fundamenta también en el hecho, bien conocido en fenomenología religiosa, de que la reiteración prolongada pertenece a la naturaleza misma de los ritos sagrados. 1.–La antigüedad hace a los ritos fidedignos y venerables. 2.–Los fieles participan mejor en el rito cuando, por su reiteración, es conocido y previsible: se camina con el espíritu más libre para centrarse en lo esencial cuando el camino es conocido; pero cuando se va en la celebración de sorpresa en sorpresa, aunque quizá resulte más divertido, el espíritu se fija fácilmente en lo accidental, y olvida la substancia. 3.–La liturgia es signo, es como un lenguaje, y las palabras de todo lenguaje exigen estabilidad, si no quieren hacerse insignificantes. 4.–Los ritos antiguos suscitan en quienes los celebran profundas asociaciones afectivas, arraigadas en un tiempo prolongado. Las ceremonias «nuevas», fácilmente dan la impresión de artificialidad, apenas es posible abandonarse a ellas confiadamente, y en todo caso no tienen ese poder evocador que en los ritos litúrgicos tiene tanta importancia.

((Por todo ello se ve claramente que la desobediencia a las normas litúrgicas de la Iglesia es un hecho muy grave, que dificulta la participación en la verdadera religiosidad de Cristo Sacerdote y de su Iglesia, y que –aunque a veces pudiera parecer superficialmente otra cosa– dificulta también seriamente la genuina inmersión de los fieles en lo sagrado. Por eso fue denunciada desde muy antiguo. El concilio IV de Toledo (a.633) castigaba con excomunión a obispos, presbíteros o diáconos que procedieran arbitrariamente en los servicios litúrgicos (Mansi 10,621-624). San Juan de la Cruz rechazaba «las invenciones de ceremonias que no usa ni tiene aprobadas la Iglesia católica», y exhortaba sobre ello: «No quieran usar nuevos modos, como si supiesen más que el Espíritu Santo y su Iglesia; que, si por esa sencillez no los oyere Dios, crean que no los oirá aunque más invenciones hagan» (3 Subida 44,3).

El pueblo cristiano tiene estricto derecho a participar en una liturgia celebrada tal como la Iglesia la ordena. Defraudar tal derecho puede proceder de un cierto clericalismo, o quizá de no conocer lo suficiente la eclesialidad de la liturgia. En este sentido, Pablo VI decía: «Que todos entiendan claramente la índole eclesial y jerárquica de la sagrada liturgia. Es decir, los ritos y las fórmulas litúrgicas no han de considerarse asunto privado, que competa a cada uno, a la parroquia, a la diócesis, a tal nación, sino que pertenecen a la Iglesia universal, cuya viva voz suplicante expresan. Por eso nadie puede inmutar estas fórmulas, introducir nuevas, hacer sustituciones. Lo prohibe la misma dignidad de la sagrada liturgia, por la que el hombre entra en relación con Dios. Lo prohibe también el bien de las almas y la eficacia misma de la acción pastoral, que de este modo cae en arbitrarias diferencias» (Al Consilium 14-X-1968: EL 1191; +136, 190, 218s, 405, 409, 486, 809, 943, 2174, 2176, etc.).))

La participación en la liturgia

Las celebraciones litúrgicas sensibilizan acciones santificantes de Cristo sacerdote. Realmente causan aquellas gracias que significan por medio de la palabra, el agua, el óleo o la imposición de manos (Jn 3,5; Ef 5,26; 2 Tim 1,6; Tit 3,6; Sant 5,14-15). A esta maravillosa virtualidad santificante de los sacramentos y de la liturgia en general se le suele llamar eficacia ex opere operato, que procede del mismo acto puesto por el Cristo sacerdote.

Pero esto no quiere decir que los actos litúrgicos tengan una eficacia mágica para santificar a los fieles. Los cristianos debemos cooperar a la acción de Cristo en la liturgia, participando en ella personalmente. Y esta cooperación debe ser, según enseña el concilio Vaticano II, consciente, activa, comunitaria, plena, interna y externa (SC 11, 14a, 19, 21b).

«En la vida espiritual –decía Pío XII– no puede existir ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en las almas para continuar nuestra redención, y la efectiva colaboración del hombre, que no debe hacer vano el don de Dios; entre la eficacia del rito externo de los sacramentos, que proviene ex opere operato, y el mérito del que los administra o los recibe, acto que suele llamarse opus operantis; entre la vida ascética y la piedad litúrgica» (enc. Mediator Dei 20-XI-1947,12;+8-12) .

La principal participación del cristiano en la liturgia es la espiritual e interior. Nunca olvidemos que «el elemento esencial del culto tiene que ser el interior» (Mediator Dei 8). El cristia­no recibe la gracia en la liturgia según el grado de su «partici­pación actual» (SC 26b), que ha de ser personal, consciente, atenta, devota. No basta, ciertamente, con asistir a la Misa con el espíritu ausente, o con recitar las Horas maquinalmente. La acción de Cristo sacerdote en la liturgia lejos de paralizar los actos religiosos del cristiano, lo que intenta es suscitarlos. Quiere el Señor que en el orante «la mente concuerde con la voz» (SC 90a).

La participación exterior en la liturgia debe ser aquella que mejor ayude a la participación interior. Cantos, lecturas, actitudes comunitarias, mayor o menor complejidad de ceremonias, éste grado de solemnización u otro más simple, todo debe en la liturgia concreta ser elegido y dispuesto buscando suscitar en los fieles el espíritu de adoración, de amor y entrega a Dios y a los hermanos. La mejor celebración litúrgica es aquella que mejor estimula en los cristianos participantes la fe, la esperanza y la caridad.

La participación en la liturgia requiere una catequesis específica, que siempre ha sido uno de los elementos fundamentales de la catequesis tradicional. Por eso el Vaticano II exhorta: «Los pastores de almas fomenten con diligencia y paciencia la educación litúrgica y la participación activa de los fieles, interna y externa, conforme a su edad, condición, género de vida y grado de cultura religiosa, cumpliendo así una de las funciones principales del fiel dispensador de los misterios de Dios, y en este punto guíen a su rebaño no sólo de palabra, sino también con el ejemplo» (SC 19).

((La queja del Señor es antigua: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13; Mc 7,6). El cristiano carnal tiende a lo fácil, a lo superficial, a lo meramente exterior. Desde luego hay cristianos que ni siquiera cuidan los elementos externos en las acciones litúrgicas. Pero otros de tal modo atienden a lo exterior –aprender unos cantos, preparar ciertas ceremonias, arreglar bien el templo–, que en ello se queda su participación litúrgica, casi vacía de lo interior, de lo mas precioso.

Y en esto sucede algo extraño. A veces, las mismas personas altamente responsables a la hora de preparar un trabajo, una reunión, un informe, muestran una desconcertante irresponsabilidad a la hora de participar en la liturgia. Piensan, quizá, que con asistir a ella es bastante. Van a ella sin conocimientos suficientes, pues nunca se los han procurado. Van a ella sin actualización espiritual ninguna, sin haber leido los textos, sin ningún cuidado especial para evitar la rutina y la superficialidad vacía. Y todavía alguno de éstos se queja de que «la liturgia no le dice nada»...))

La participación en la eucaristía

La misa diaria, la comunión frecuente y aún diaria, han sido muy recomendadas por la Iglesia de nuestro tiempo (Sacra Trid. Syn. 1905: Dz 3375; Me-diator Dei 29; Mysterium fidei: EL 449; +935, 2804). Incluso en ancianos y enfermos deben ser fomentadas en lo posible (601,938,3075). La Iglesia «invita encarecidamente a los sacerdotes a que ofrezcan cada día el Sacrificio eucarístico» (Código Can. 276,2).

((Señala Pío XII cómo algunos «reprueban absolutamente los Sacrificios que se ofrecen en privado, sin asistencia de pueblo, como si fuesen una desviación del primitivo modo de sacrificar»; y no faltan incluso liturgos puristas «que no quieren celebrar el Santo Sacrificio si el pueblo cristiano no se acerca a la sagrada mesa» a comulgar (Mediator Dei 24,28). La Iglesia sobre esto dispone que «los sacerdotes, teniendo siempre presente que en el misterio del Sacrificio eucarístico se realiza continuamente la obra de la redención, deben celebrarlo frecuentemente; es más, se recomienda encarecidamente la celebración diaria, la cual, aunque no pueda tenerse con asistencia de fieles, es una acción de Cristo y de la Iglesia, en cuya realización los sacerdotes cumplen su principal ministe­rio» (Código can. 904; +PO 13c; instr. Eucharisticum mysterium 25-V-1967: EL 942). No obstante lo dicho en el canon 904, la Iglesia dispone en el 906 que «sin causa justa y razonable, no celebre el sacerdote el Sacrificio eucarístico sin la participación por lo menos de algún fiel». Entendemos, pues, que se dará causa justa y razonable en el mero hecho de cumplir la recomendación de la celebración cotidiana, siempre que se hayan puesto las diligencias posibles para procurar la asistencia de algún fiel, y a pesar de ello no hubiera podido lograrse.))

Una sana y asidua participación en la eucaristía fundamenta una vida cristiana intensa y fecunda. Por eso «la Iglesia, con solícito cuidado, procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada, sean instruidos con la Palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él; se perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en todos» (SC 48). Por otra parte, sólo el sacerdote consagra el pan y el vino, pero los fieles han de ser conscientes de que ellos ofrecen con el sacerdote la hostia inmaculada, y se ofrecen con ella al Padre (Eucharisticum mysterium: EL 910; +LG 10).

La comunión frecuente

A la hora de procurar la mejor participación interior y exterior en la eucaristía, todos debemos saber que «la más perfecta participación en la Misa se alcanza cuando los fieles, bien dispuestos, reciben sacramentalmente en la misma Misa el cuerpo del Señor, obedeciendo a sus palabras: “tomad y comed”» (Eucharisticum mysterium: EL 910).

La frecuencia de comunión, por un lado, y la disposición personal requerida para ella, por otro, son dos cuestiones que, estando entre sí íntimamente vinculadas, han recibido en la historia de la espiritualidad soluciones bastante diversas. Como extremos erróneos, está de un lado el rigorismo que, por un exceso de exigencias morales, aleja de la comunión a los fieles; y de otro el laxismo, que reduce al mínimo aquellas disposiciones espirituales por las cuales viene a hacerse lícita y aconsejable la comunión frecuente.

San Pablo denuncia abusos en la comunión cuando dice: «Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma el pan y beba el cáliz, porque el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre vosotros muchos flacos y débiles, y bastantes muertos» (1Cor 11,28-30). San Justino expone las condiciones requeridas: «A nadie es lícito participar de la eucaristía, sino al que cree ser verdaderas nuestras enseñanzas, y se ha lavado en el baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó. Porque no tomamos estas cosas como pan común ni bebida ordinaria, sino que se nos ha enseñado que por virtud de la oración del Verbo que de Dios procede, el alimento sobre el que fue dicha la acción de gracias es la carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado» (1 Apología 66,1-2). Como se ve en este texto de mediados del s.II, la Iglesia conoció perfectamente desde el principio las condiciones para la lícita comunión eucarística.

La comunión frecuente ha tenido, en cambio, una historia mucho más discutida. Podemos ver en San Agustín una posición bastante significativa. Cuando le consultan sobre la conveniencia de la comunión frecuente, aconseja en la práctica acomodarse al uso de la Iglesia local; en la cuestión de principio, deja el tema a la conciencia de cada uno, que de dos modos puede mostrar su amor a la eucaristía: «Zaqueo recibe con alegría al Señor. El Centurión confiesa que no es digno de recibirle. Siguiendo conductas opuestas, los dos honran igualmente al Señor. Lo mismo sucede con la Eucaristía. Uno la honra no atreviéndose a recibirla todos los días, el otro, en cambio, no osando dejar de comulgar ni un solo día» (ML 33,201). Durante muchos siglos no hubo en la Iglesia doctrina y práctica unánime en esta cuestión tan importante. Santa Teresa hubiera querido «comulgar y confesar muy más a menudo» (Vida 6,4), pero no se atrevió a hacerlo hasta que un dominico le aconsejó «comulgar de quince en quince días» (19,13)...

Esta cuestión quedó resuelta cuando, en un histórico decreto de 1905, San Pío X recomendó la comunión frecuente en las siguientes condiciones –hoy no siempre recordadas suficiente­mente–:

1.–«La comunión frecuente y diaria esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención.

2.–La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con él por la caridad y remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.

3.–Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben fre­cuentemente y hasta diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los plenamente deliberados, y del apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante.

4.–Procúrese que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y deberes de cada uno.

5.–Debe pedirse consejo al confesor» (Dz 3379-3383).

La Iglesia desde entonces ha recomendado muchas veces la comunión frecuente (por ejemplo, Mediator Dei 29). La unión con Cristo lograda en la eucaristía, ha de prolongarse a toda la vida cristiana. Y para que los fieles «puedan perseverar más fácilmente en esta acción de gracias, que de modo eminente se tributa a Dios en la misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan algún tiempo en oración » (Eucharisticum mysterium 38: EL 936).

La Virgen María es el modelo mejor de participación en la eucaristía. Podemos contemplar cómo ella reconocería la voz de su Hijo en la liturgia de la palabra, cómo se uniría a él y a la Iglesia en la alabanza y la súplica, cómo participarla en el sacrificio de la Cruz en el altar la que estuvo en el Calvario, con qué totalidad y fuerza de amor se ofrecería con Cristo y su Cuerpo al Padre, cuál sería su fe y amor a la hora de comulgar el cuerpo y la sangre de su propio Hijo...

La adoración eucarística

J. M. Iraburu, La adoración eucarística, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1999.

Una vez celebrada la misa, nosotros adoramos a Cristo en la eucaristía: es el ImmanuEl, el Dios con nosotros (Is 7,14; Mt 1,23), que respondió a nuestra súplica «quédate con nosotros» (Lc 24,29). Adoramos a Cristo con los pastores y magos (2,15; Mt 2,11), angustiados como la cananea o agradecidos como el ciego curado (15,25; Jn 9,38), gozosamente asombrados de su santidad y poder (Mt 14,33; Lc 5,8). Adoramos a Cristo en la eucaristía, prosternados ante él como el leproso sanado (17,16), como María en Betania (Jn 12,3), como la pecadora perdonada (Lc 7,45-46), y con nuestra devoción perfumamos su cabeza y besamos sus pies. Adoramos a Cristo con olivos y palmas, aclamándole como el pueblo de Jerusalén antes de ser engañado por sus dirigentes (Mt 21,9; 27,20), y como los discípulos mien­tras él ascendía al Padre y les bendecía (Lc 24,50-52). El Apocalipsis nos muestra claramente que si no adoramos a Cristo, tendremos que adorar al Dragón satánico representado en la historia por alguna de sus Bestias (13,4; +Mt 4,9). Adora­mos en la eucaristía al Cordero inmolado, uniéndonos al júbilo de miradas de ángeles y santos en el cielo (Ap 5,13-14).

La presencia de Cristo en la eucaristía después de la misa pertenece a la fe de la Iglesia desde el principio. San Cirilo de Alejandría, a quienes pensaban que los residuos de la eucaristía ya no eran santificantes, les decía: «Ni se altera Cristo, ni se muda su sagrado cuerpo, sino que persevera siempre en él la fuerza, la potencia y la gracia vivificante» (MG 76,1075: EL 445). Sin embargo, la práctica popular de la adoración eucarística se extendió sobre todo a partir del siglo XIII. El concilio de Trento aprobó esta devoción solemnemente (Dz 1643), y las aprobaciones de la Iglesia se han reiterado después, también en el Vaticano II (PO 5e, 18c). La adoración de Cristo en la eucaristía pertenece, pues, a la fe católica.

Pablo VI declaró en el Credo del pueblo de Dios: «La única e indivisible existencia de Cristo, Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el Sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente gratísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos» (n.26; +Mysterium fidei: EL 451).

La Iglesia enseña que la adoración eucarística ha de orientarse siempre a la misa, es decir, al sacrificio de donde procede esa Presencia adorable.

«La celebración de la eucaristía en el sacrificio de la Misa es realmente el origen y el fin del culto que se le tributa fuera de la Misa. Porque las sagradas especies que quedan después de la Misa no sólo proceden de la misma, sino que se guardan con el fin principal de que los fieles que no pudieron estar en la Misa se unan a Cristo y a su sacrificio, celebrado en la Misa, por la comunión sacramental, recibida con las disposiciones debidas. Así el sacrificio eucarístico es fuente y culminación de todo el culto de la Iglesia y de toda la vida cristiana». Cristo, el Señor, «en la reserva eucarística debe ser adorado, porque allí está substancialmente presente por aquella conversión del pan y del vino que, según el concilio de Trento, se llama apropiadamente transubstanciación» (Eucharisticum mysterium 3ef: EL 901; +Ritual para el culto de la eucaristía fuera de la misa 1-4).

Ostentar a Cristo en la custodia, o en el sagrario abierto es práctica piadosa que tiene firme fundamentación teológica: es hacer que la eucaristía, que es signo, signifique más claramente, y significando más, cause más intensamente la santificación de los que adoran en espíritu y en verdad. Ese es un momento propicio para la comunión espiritual. Santa Teresa decía: «Podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho» (Camino Perf. 35,1; +Mediator Dei 29). «Los fieles, cuando veneran a Cristo presente en el Sacramento, deben recordar que esta presencia deriva del sacrificio, y tiende a la comunión sacramental y espiritual» (Euch. mysterium 50: EL 948).

Por otra parte, es indudable que la adoración eucarística tiene una dimensión reparadora. Y esto por varias razones: porque Cristo está allí como víctima inmolada para expiar los pecados del mundo; porque muchos cristianos, como los invitados descorteses de la parábola, no acuden a la mesa eucarística, están distraídos en otras cosas (Lc 14,15-24); y porque hay cristianos que se acercan a la eucaristía mal dispuestos, sin el vestido de bodas de la gracia (Mt 22,12).

La espiritualidad litúrgica

El Padre Vagaggini decía que «la espiritualidad litúrgica es aquella espiritualidad en que la concretización específica y el relativo ordenamiento sintético, propio de los diversos elementos comunes a toda espiritualidad católica como medios para conseguir la perfección, están determinados por la misma liturgia» (El sentido teológico de la liturgia 620-621). Es evidente que cualquier espiritualidad cristiana ha de integrar todos los datos de la fe y de la vida de la Iglesia: Dios, María y los santos, ángeles y sacramentos, gracia y pecado, oración y trabajo, mediaciones sagradas y vida comunitaria, acción social y apostolado, atención al mundo presente y tendencia expectante hacia la vida celeste...

Ahora bien, lo propio de la espiritualidad litúrgica es que la síntesis práctica de todos esos elementos no viene tomada de un santo, de un cierto sistema teológico, o de una determinada escuela espiritual, sino que procede de la misma liturgia universal de la santa Iglesia Católica. Y en esta perspectiva puede decirse, sin duda, que hay espiritualidades más o menos litúrgicas. De hecho, no siempre la liturgia de la Iglesia ha tenido igual vigencia ni en las diversas épocas de la historia, ni en los diversos maestros y movimientos de espiritualidad.

Hoy la Iglesia, después del concilio Vaticano II, conoce con una renovada lucidez que la Biblia, y concretamente la liturgia «es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano» (SC 14b). Es claro que «la participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual» (12); ahí están el trabajo, la mortificación, la vida familiar y social, la piedad popular, etc. Pero una espiritualidad, si quiere merecer el calificativo de católica, debe ser muy consciente –en la doctrina y en la práctica– de que «la liturgia es la cumbre a la que tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza. De la liturgia, sobre todo de la eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como fin» (10).

Consideremos, pues, las notas predominantes de la espirituali­dad litúrgica, esto es, de la espiritualidad católica.

La liturgia enseña constantemente a los fieles a alabar «cada día con más perfección a Dios, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (PO Se). El sello trinitario, cristológico, pneumatológico, marca permanentemente la sagrada liturgia. Por eso quienes la viven de verdad aprenden casi sin darse cuenta «a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo» (OT 8a).

La espiritualidad litúrgica es siempre pascual, pues centra a los cristianos en la obra que «Cristo el Señor realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión» (SC 5b).

Y es profundamente comunitaria y eclesial, pues sabe que «Dios ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (LG 9a; GS 32a). Sabe bien que la vida cristiana es vida comunitaria, litúrgica, eclesial, en torno a los apóstoles y con los hermanos (Hch 2,42). Se da cuenta de que eso de «cristianos alejados» o «cristianos no practicantes» no pasa de ser una broma de mal gusto.

Por otra parte, «en la celebración litúrgica la importancia de la Sagrada Escritura es muy grande, pues de ella se toman las lecturas que luego se explican en la homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones e himnos litúrgicos están penetrados de su espíritu, y de ella reciben su significado las acciones y los signos» (SC 24; +35,51). No puede darse formación litúrgica sin dar al mismo tiempo formación bíblica (16, 24, 33a, 90a). Por otra parte, la liturgia de la Iglesia constituye la mejor proclamación de la Escritura revelada, la más solemne, la más eficaz, la más inteligible.

La espiritualidad litúrgica es el mejor antídoto contra pelagianismos y voluntarismos de aquéllos que tratan de santificarse con sus propias fuerzas. La liturgia vive la primacía de la gracia de un modo patente y constante. Gracia que potencia y estimula siempre el ejercicio de las virtudes. Sin este ejercicio, sin el estado consecuente de gracia, ni siquiera se puede participar en la comunión eucarística, centro de la liturgia.

La sagrada liturgia cristiana tiende a configurar en los fieles una espiritualidad objetiva. La liturgia busca al Señor allí donde el Señor ha dicho que quiere estar, manifestarse y comunicarse (SC 7a). No deja la búsqueda de Cristo al variable sentimiento, a las modas cambiantes, a la arbitrariedad subjetiva, marginada de la comunidad eclesial y de la tradición, y expuesta a todos los engaños.

La espiritualidad litúrgica, que persevera en la Escritura, en la Tradición, en el Magisterio apostólico, se caracteriza por la segura ortodoxia de sus rasgos. Pío XI afirmaba que la litur­gia «es el órgano más importante del Magisterio ordinario de la Iglesia» (al abad Capelle 12-XII-1935; +Mediator Dei 14). Ella es, según Pablo VI, «la primera escuela de nuestra vida espiritual» (Clausura II ses. concilio Vat. II, 4-XII-1963). La Iglesia Madre educa a sus hijos por la liturgia en la fe apostólica más genuina y católica. «Lex orandi, lex credendi».

En fin, la espiritualidad litúrgica es mistérica y sagrada, pues en los signos visibles busca y encuentra al Invisible. Es cíclica, y gira anualmente en torno a los misterios de Cristo, en círculos que ascienden siempre hacia la vida eterna. Y es escatológica, siempre tensa hacia el fin de los tiempos, consciente de que «lo humano está ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación, y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (SC 2).