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La vocación

AA.VV., La vocation, éveil et formation, París, Cerf 1965; AA.VV., (dir. A. Favale), Vocación común y vocaciones específicas, I-III, Madrid, Atenas 1984; H. Carrier, La vocation; dynamismes psychosociologiques, Roma, Gregoriana 1967; G. Greganti, La voc. individuale nel Nuovo Testamento, Roma, Corona Lateranensis 1969; R. Hostie, Le discernement des vocations, Mechliniæ, Desclée de B. 1966; P. C. Landucci, La voc. sagrada, Madrid, Paulinas 1965; A. Pigna, La voc.; teología y discernimiento, Madrid, Atenas 1983; K. L. Schmidt, kaleo y voces afines, KITTEL III,487-502/IV, 1453-1490.

La vocación humana y la cristiana

Al principio, el creador llamó a las criaturas para que del no-ser pasaran al ser (vocare, llamar; vocatio, llamada, vocación). Por eso todas las criaturas tienen una vocación divina, tanto por su origen como por su fin: Dios.

Pero, entre todas las criaturas del mundo visible, Dios creó al hombre inteligente y libre, capaz de conocimiento y amor, para que entrase en amistad con él. De ahí que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (GS 19a). «La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, la divina» (22e).

El pecado frustró profundamente esta vocación, y el hombre quedó por él tan destrozado que terminó por ignorar incluso su propia vocación: ya no sabía ni quién le llamó al ser, ni para qué estaba en este mundo. Se quedó a oscuras. Llega entonces el tiempo de la gracia, y de nuevo Dios misericordioso llama al hombre, esta vez por su Hijo encarnado; le «llama de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). Es ahora la voz de Cristo la que llama a los hombres, a todos, judíos y gentiles; es él quien llama a los pecadores (Lc 5,32; Hch 10,34; Rm 2,11; 10,12-13; 1 Tim 2,4). Ahora la vocación humana es la cristiana. Por ella Jesucristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22a; +18b).

La elección

La historia de la salvación nos revela a un Dios que elige. La historia de la gracia no es homogénea (a todos por igual), es siempre heterogénea (Dios elige a unos para por ellos bendecir a todos). Dios elige y llama a algunos, para asociárselos especialmente como amigos y colaboradores. Por eso se trata de elecciones difusivas, y no exclusivas, como entendió el Israel carnal («Dios me elige a mí y rechaza a los demás»). Y esto se ve desde el principio, desde la elección de Abraham: «Yo te haré un gran pueblo... y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra» (Gén 12,1-3). El mismo sentido tiene la elección de los apóstoles (Mc 3,13-14), la de Pedro (Mt 16,18), la de la Iglesia, «enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación» (LG 48b)» (AG 1a).

¿Significa eso que los elegidos de Dios son utilizados con un sentido meramente instrumental? En modo alguno, como se ve con toda claridad en Jesucristo. De él dice el Padre, «mi elegido, mi amado» (Mt 12,18). La elección de Dios siempre es un especial amor suyo. Y del mismo modo que Cristo, los cristianos somos «elegidos de Dios, santos y amados» (Cor 3,12; +Rm 8,33; Ef 1,4-6; 1 Pe 2,9; +Dt 7,8; 10,15; Is 43,4; Jer 31,3; Os 11,1).

La llamada

Dios es «el que llama» (kalon, Gál 5,8; Rm 9,11; 1 Tes 5,24; 1 Pe 1,15). Llama por Cristo a los apóstoles: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). Llama a todos los hombres, directamente o por sus apóstoles: «Venid a mí todos» (11,28). En el fin del mundo, llamará a los bienaventurados: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino» (25,34).

Y los cristianos somos «los llamados» (keklemenoi, Rm 8,30; Heb 9,15; 1 Pe 2,21; 3,9; Ap 19,9). La llamada es la manifestación en el tiempo de una elección eterna: «Antes que te formara en la maternas entrañas te conocía yo; antes que tú salieses del seno materno te consagré y te designé para profeta» (Jer 1,5).

La llamada de Dios es siempre libre y gratuita: «Dios nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su propósito y de su gracia» (2 Tim 1,9). Somos llamados porque Dios nos ha hecho objeto de una elección (klesis) puramente gratuita, una «elección por gracia, y si es por gracia, ya no es por las obras, que entonces la gracia ya no sería gracia» (Rm 11,5-6). Toda la Escritura destaca la absoluta gratuidad de la elección divina (Jn 15,16), que se manifiesta de manera especial en la elección y vocación de los pobres: Moisés era medio tartamudo (Ex 4,10), Israel era el más pequeño de todos los pueblos (Dt 7,7-8), y la Iglesia congrega, como elegidos y llamados de Dios, a muchos hombres que no son nada en el mundo (1 Cor 1, 26-29).

Cristo llama a la santidad

Antes veíamos cómo en la Escritura aparece Dios como «el que llama». Pues bien, en el Nuevo Testamento el que llama es Jesucristo: somos llamado de Jesucristo (Rm 1,6), llamados con El, elegidos y fieles (Ap 17,14), llamados a participar con Jesucristo (1 Cor 1,9), llamados en Cristo a la gloria eterna de Dios (1 Pe 5,10), etc. De ahí que «si, según los evangelios sinópticos, Jesús de Nazaret es designado como kalon (el que llama), esto quiere decir que desempeña un oficio divino. Y la respuesta del llamado no puede ser otra que pisteuein, en el sentido de ypakhouein (creer, en el sentido de obedecer)» (Schimidt 490/1458). Todos estábamos dispersos, perdidos, siguiendo cada uno nuestro camino (Is 53,6; Jn 10,1s; 11,52), y el Buen Pastor vino a llamarnos, a llamar a los pecadores (Lc 5,32). Los que reconocimos su voz, como la del Pastor nuestro (Jn 10,27), nos congregamos en él, y así formamos la Iglesia, que es una convocación (ekklesía).

Cristo llama con amor. «Venid a mí». Nos llama porque nos ama, como Yavé llamó a Israel, por puro amor (Os 11,1). Es el amor del Padre el que secretamente nos atrae por la voz de su Hijo (Jn 6,44-45). Es la voz del Esposo que llama a la esposa. «Es la voz del Amado que me llama» (Cant 5,2; +2,8.14).

Es la llamada que, por fin, oyen los santos. Así San Agustín: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba... Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz» (Confesiones X,27).

Cristo llama continuamente. El pecado nos deja sordos a la llamada de Dios. Hace falta que el Salvador «rompa nuestra sordera», toque con sus dedos nuestros oídos y los abra, «¡effeta!» (Mc 7,33-35). Entonces, cuando por fin le oímos (y «no hay peor sordo que el que no quiere oir»), comprendemos que el Señor nos estaba llamando desde hace mucho tiempo. Y entendemos que todos los dones recibidos en el tiempo de sordera -conocimientos, experiencias, amistades, cualidades naturales, éxitos y fracasos-, todos eran dones destinados -en el plan de Dios, no en el nuestro- a la santidad.

Así lo comprendió Santa Teresa: «Es tanta su misericordia y bondad, que aun estando nosotros en nuestros pasatiempos y negocios y contentos y baraterías del mundo, y aun cayendo y levantando en pecados, con todo eso, tiene en tanto este Señor nuestro que le queramos y procuremos su compañía, que una vez u otra no nos deja de llamar para que nos acerquemos a él; y es esta voz tan dulce que se deshace la pobre alma en no hacer al punto lo que le manda; y así es más trabajo que no oirle» (2 Moradas 1,2).

Cristo llama a todos, su llamada es continua y universal. El es la Luz que «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), incluso a aquellos que no lleguen a conocerle en este mundo. «Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo» (LG 3). Llama a los pecadores, para que salgan de la oscuridad y vengan a la luz. A todos los pecadores. ¿También a ésta persona mala? También. El apostolado es ayudar a los hombres a que oigan la llamada del Señor (1 Sam 3,9). Y siempre es hora para oirle y acudir a él: los obreros de la última hora serán premiados como los que acudieron primero (Mt 20,1-16).

Cristo llama por su Iglesia. Ha querido emplear la mediación apostólica de la predicación. Ella es la que hace llegar fuerte y clara la voz de Cristo a los hombres. De otro modo «¿cómo creerán sin haber oído de él? ¿Y cómo oirán si nadie les predica?» (Rm 10,14; +LG 17). De muchas personas, situaciones y cosas se sirve el Señor para llamar a los hombres. Dios les llama, dice Santa Teresa, «con palabras que oyen a gente buena o sermones o con lo que leen en buenos libros y muchas cosas que habéis oído, por donde llama Dios, o enfermedades, trabajos, y también con una verdad que enseña en aquellos ratos que estamos en la oración» (2 Moradas 1,3).

Cristo llama a la santidad. «Todos en la Iglesia, lo mismo quienes pertenecen a la jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4,3)» (LG 39).

«La soberana vocación de Dios en Cristo Jesús» (Flp 3,14) es presentada muchas veces en el Nuevo Testamento como una vocación santa (2 Tim 1,9), celestial (Heb 3,1), una llamada a la paz de Cristo (Cor 3,15), a la libertad (Gár 5,13), a pasar de las tinieblas a la luz (1 Pe 2,9), a la vida eterna (1 Tim 6,12), al sufrimiento paciente con Cristo (1 Pe 2,1), a participar en Jesucristo (1 Cor 1,9), a ser conformes con la imagen del Unigénito (Rm 8,28-29), a la gloria eterna (1 Pe 5,10). En fin, es una llamada a ser santos (1 Cor 1,2; Ef 1,4).

La vocación a la santidad

La santidad es el fin único de la vida del cristiano, es «lo único necesario» (Lc 10,41). Es ésta la doctrina de Jesús: «Buscad primero el Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33). «Es semejante el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo» (13,44). Para ser cristiano hace falta renunciar o estar dispuesto a renunciar a todo, padres, mujer, hijos, hermanos, aun a la propia vida (Lc 14,26-33). Así que, el que se proponga ser discípulo de Jesús, sepa a qué va a ser llamado, conozca que va a ser destinado a la santidad, «siéntese primero, y calcule los gastos» (14,28).

El planteamiento que hace el Señor es muy claro, y conviene conocerlo desde el principio. No se puede pretender la santidad y otro fin. «Nadie puede servir a dos señores. No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24). No podéis pretender ser santos «y» ser sabios, ser santos «y» vivir en tal lugar, ser santos «y» ejercer tal profesión... La santidad sólo acepta unirse al hombre que la tome como única esposa. El cristiano ha sido llamado en la Iglesia sólamente a ser santo. Y todo el resto -sabiduría o ignorancia, vivir aquí o allá, trabajar en esto o en lo otro- se le dará o no, en la medida conveniente, como consecuencia de la santidad o como medio para mejor tender a ella.

Respuesta afirmativa

Respuesta pronta: «Heme aquí» (Ex 3,4; 1 Sam 3,4). «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Los pastores acuden rápidamente a ver al niño Jesús (2,15-16), Simón y Andrés, Santiago y Juan, el publicano Leví, todos, al ser llamados por Cristo, lo dejan todo al punto y le siguen (5,28; Mt 4,18-22). El ciego Bartimeo «arrojó su manto, y saltando se allegó a Jesús» (Mc 10,50). El rico Zaqueo «bajó a toda prisa y le recibió con alegría» (Lc 19,6). En el camino de Damasco, Saulo responde inmediatamente al Señor con una entrega incondicional: «¿Qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10)...

Es una constante evangélica. Cuando el Señor llama, responden afirmativamente los que le aman, y los que le aman responden con prontitud. No necesitan pensárselo mucho. «»Es el Señor». Así que oyó Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la ropa de fuera, pues estaba sin ropa, y se arrojó al mar» (Jn 21,7).

((Algunos demoran la respuesta. No le dicen que no a Cristo, pero tampoco que Sí: no dicen nada, miran a otro lado. O dudan y vacilan. Así San Agustín: «Me retenían unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades, antiguas amigas mías; y me tiraban del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: "¿Nos dejas?", y "¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?", y "¿desde ahora nunca más te será lícito esto y aquello?"; "¿Qué, piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?"» (Confesiones VIII, 11,26).

Cuesta salir del pecado a la gracia. Pero también cuesta pasar de lo bueno a lo mejor, como cuando llama el Señor a dejarlo todo y seguirle. Pues bien, pensando en estos casos, dice Santo Tomás con cierta violencia: «¿Con qué cara (qua fronte) sostienen algunos que antes de abrazar los consejos de Cristo debe preceder una larga deliberación? Injuria a Cristo, en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría de Dios, quien habiendo oído su consejo, aún piensa que deber recurrir a consejo de hombre mortal. Si cuando oímos la voz del Creador sensiblemente proferida, debemos obedecer sin demora, con cuánta más razón no debe resistirse nadie a la locución interior, con la que el Espíritu Santo inspira la mente. Definitivamente, se la debe obedecer sin lugar a dudas» (Contra doctrinam retrahentium a religionis ingressu cp.9). Otra cosa será cuando la duda es sobre si Cristo llama o no.))

Respuesta solidaria. Dios llama al hombre para que sea santo y santifique a otros. De la respuesta de uno depende la salvación o la perdición de muchos. Esto es un gran misterio, pero es así. Pío XII decía: «Es un misterio tremendo y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y de las voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo» (enc. Mystici Corporis Christi 29-V1-1943, 19).

Si nosotros no nos convertimos del pecado a la gracia, muchos seguirán en su pecado. Y si nosotros no pasamos de la mediocridad a la santidad, muchos no llegarán a la fe ni a la gracia. Cuando el Señor nos llama a la santidad, los hombres, sin saberlo, están esperando nuestra respuesta afirmativa, como toda la humanidad estaba pendiente del sí de María en el momento de la anunciación.

Contemplando este momento de gracia, San Bernardo le dice a la Virgen: «Mira que el ángel aguarda tu respuesta. Mira que se pone entre tus manos el precio de nuestra salud; al punto seremos librados si consientes. Por la palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y con todo eso morimos; ahora, por tu breve respuesta seremos restablecidos para no volver a morir. Esto te suplica ¡oh piadosa Virgen! el triste Adán, esto Abraham, esto David... Esto mismo te pide el mundo todo postrado a tus pies. De tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salud, en fin, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto ¡oh Virgen! la respuesta. ¡Ah! Señora, responde aquella palabra que espera la tierra, que espera el infierno, que esperan también los ciudadanos del cielo. El mismo Rey y Señor de todos, cuanto deseó tu hermosura, tanto desea ahora la respuesta de tu consentimiento; en la cual sin duda se ha propuesto salvar el mundo» (Hom.4 sobre la Virgen Madre 8). Así de nuestra respuesta a la llamada de Cristo depende la suerte temporal y eterna de tantos hombres.

Respuesta negativa

«El Señor Dios llamó al hombre, diciendo: «Hombre ¿dónde estás? El contestó: «Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí» (Gén 3,9-10). El hombre se siente atraído cuando mundo, carne y demonio llaman con esa llamada fascinante, que trae muerte; y ante la llamada de Dios, que trae vida, siente temor y se esconde...

Es falta de fe. En el fondo no se cree posible la santidad. Y se estima que no merece la pena intentar lo imposible. Funciona en esto un argumento estadístico que fundamenta una falsa experiencia. Si uno nos dijera «en mi ciudad no es posible aprender el chino; prueba de ello es que ninguno de sus doscientos mil habitantes lo ha aprendido», comprenderíamos en seguida que tal argumento no prueba nada. Sólo prueba que en tal ciudad nadie ha intentado seriamente aprender el chino. Pues bien, sólo los santos rompen por la fe ese círculo vicioso: «No hay santos, luego la santidad es imposible». Ellos creen de verdad que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27; +Jer 32,27). Ellos saben que hay santos, y que la santidad es posible.

Es falta de esperanza. Hace años la «experiencia» daba que tenían que morir muchos niños sin llegar a madurez. Y mucha gente lo aceptaba: «Es natural. Así ha sido siempre». Pero hubo investigadores y médicos que no se conformaron con esa situación y lograron cambiarla completamente. Y ahora es mínimo el indice de mortalidad infantil. ¿Qué probaba la experiencia antigua? Nada. ¿Por qué morían tantos niños? En buena parte porque nadie creía que «debían vivir», y que había que buscar y poner los medios para conseguirlo.

Pues bien, cuando hoy se da un bautismo y nace un hijo de Dios ¿creen de verdad los padres y padrinos que ese hijo de Dios debe llegar a ser santo, es decir, debe crecer sano, hasta hacerse adulto en Cristo? Normalmente no. No «esperan» tal cosa, tampoco ponen en la educación del niño los medios para conseguirlo, y naturalmente no lo consiguen. Y entonces, al comprobar en el hijo ya crecido la mediocridad espiritual resultante, se confirman en sus previsiones iniciales: «Es lo que pensábamos nosotros». Frente a esto, los santos son quienes por la fuerza de la esperanza rompen este círculo vicioso: ellos esperan la santidad, la procuran, ponen los medios adecuados, y la consiguen.

Santa Teresa dice que al Señor «le falta mucho por dar: nunca querría hacer otra cosa si hallase a quién. No se contenta el Señor con darnos tan poco como son nuestros deseos». Es triste ver muchas veces que quien le pide no va en «su intento a más de lo que le parece que sus fuerzas alcanzan» (Medit. Cantares 6,1; +6 Moradas 4,12). «Es muy necesario que comencéis con gran seguridad en que, si peleáis con ánimo y no dejándoos vencer, que saldréis con la empresa» (Camino Perf. 39,5). Hay que dejarse aquí de falsas humildades (46,3). Cuando Jesús visitó a su paisanos de Nazaret «no hizo allí muchos milagros por su incredulidad»: ellos no creían en él, no esperaban de él, y «él se admiraba de su incredulidad» (Mc 6,6).

Es falta de amor. La expresión «fuerza de voluntad» es un tanto ambigua: la única fuerza que el hombre tiene en su voluntad es la fuerza de su amor. Cada uno tiene fuerzas para procurar aquello que ama. Hombres flojos para muchas cosas, incluso con una flojera universal, para todo, dan muestras sorprendentes de energía cuando se enamoran de una mujer o cuando se aficionan a lo que sea. Es el caso del atleta que de verdad quiere vencer, que de verdad se aficiona a su especialidad: madruga, observa un régimen riguroso y metódico, se sujeta fielmente a las directivas de su preparador, es constante en sus entrenamientos: «de todo se abstiene, y eso para alcanzar una corona corruptible; pero nosotros para alcanzar una incorruptible» (1 Cor 9,25).

Por tanto, si no hay amor a la santidad, es decir, amor a la perfecta unión con Dios, a la plena configuración a Cristo, si no hay amor, es imposible conseguir la santidad. Pero es que sin amor el hombre no puede conseguir nada. Si una muchacha, para conseguir la santidad, no está dispuesta a hacer lo que en un verano hace para conseguir ponerse morena, horas y horas al sol (horas y horas de oración), es imposible que la consiga. Esto es así, y no debe ser de otro modo. Nadie debe llegar a la santidad si no la ama con todo su corazón, sobre todas las cosas, y si no lo subordina todo a conseguirla.

((Al cristiano carnal todo le parecen «exageraciones» en la vida de los santos. Y es que para el hombre «mediocre» casi todo son «exageraciones» y «fanatismos»: todo le viene grande. Pero si leemos la vida de los santos -cosa muy recomendable-, no podemos menos de concluir que todos ellos son unos exagerados. San Luis de Francia, esposo, padre de once hijos, con mil trabajos de gobierno o de guerra, tenía tiempo y ánimo para asistir diariamente a misa, para rezar las Horas litúrgicas completas, para rezar maitines levantándose de noche. Su confesor, Geoffrei de Beaulieu, cuenta que, habiendo oído el rey que «algunos nobles murmuraban contra él porque escuchaba tantas misas y sermones, respondió que si empleara el doble de tiempo en jugar o en recorrer los bosques cazando animales y pájaros, nadie encontraría en ello motivos para hablar» (M. Sepet, San Luis, rey de Francia, B. Aires, Excelsa 1946, 164-165). Les parecía un «exagerado». Es natural. También murmuraban no poco del santo Cura de Ars, hoy patrón del clero diocesano. Es natural. El pretendía con toda su alma lo que a los otros les interesaba más bien poco. No es más que esto.

Algunos aprecian en exceso el mantenerse en los modos «normales» de vida, entendiendo por «normalidad» lo establecido por la mayoría, no lo conforme a la «norma». Y con ese convencimiento -se ve en la práctica- no se llega muy lejos. «Hay que ser normales», dicen muy serios y con toda sinceridad. «Ser normales» es, en efecto, una de sus máximas aspiraciones. Y lo consiguen. Lo que no logran es alcanzar la santidad. Pero es que no se puede conseguir todo. Un laico, por ejemplo, debe ser normal y por tanto debe ver habitualmente la televisión sin especiales limitaciones. Pero he aquí que un día el oculista le manda que no la vea, porque le perjudica la vista, y la deja entonces. Dejar de verla porque le perjudicaba el alma hubiera sido una exageración: hay que ser normal en todo. Dejar de verla por razones de salud, eso sí es admisible. ¿Será posible llegar por este camino a la santidad? Completamente imposible.))

Algunos errores

Tras la respuesta negativa a la llamada de Cristo hay sin duda errores doctrinales y pecados concretos, en formas y mezclas muy variadas, que hacen imposible una clasificación. Pero el asunto es tan grave que, aun con riesgo de incurrir en repeticiones, debemos señalar algunas de estas falsas actitudes más frecuentes.

((La mediocridad es congénita al cristiano carnal, en todo, hasta en los modos de pensar. Y así estima, de un lado, que el hombre adámico no es tan malo (tiene buen fondo), y de otro, no cree que esté llamado a una alta santidad (basta con que sea decente). El cristiano espiritual, como Jesucristo, piensa justamente lo contrario; piensa que el hombre es malo (Mt 7,11; 12,34), y que aun siéndolo, está llamado sin embargo a ser perfecto como el Padre celestial (5,48).

Más de uno considera que es posible servir a dos señores, buscar la santidad, pero sin dejar de pretender (como algo que de hecho no se condiciona a la voluntad de Dios) otra cosa. Estos no buscan a Dios entregándose enteros a ello, sino en parte. Es como si uno halla un tesoro, lo mete en un saco, pero no puede cargar con él para llevárselo, pues emplea un solo brazo. Con los dos brazos podría, pero no se decide a emplear los dos: uno está ocupado en sostener otras cosas. Si el ascenso profesional y económico, por ejemplo, lo obtiene un cristiano trasladándose a un lugar donde prevé que la vida espiritual suya y la de los suyos va a tener condiciones muy desfavorables, allí va. Escucha a los que le dicen «Harías una estupidez si rechazaras esa oportunidad». Y no escucha al Señor, que le dice: «¿De qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?» (Mt 16,26).

Algunos, y éste es un error más sutil, subordinan la santificación a la consecución de ciertos objetivos nobles, por ejemplo, de apostolado. Tal desviación la entienden como generosidad y olvido de si mismos, pues consideran egoísta subordinarlo todo a la santificación personal. Es importante tener bien claro que Dios nunca quiere emplearnos en el bien de los demás, ni en ninguna otra cosa, con detrimento espiritual nuestro. El siempre quiere que santifiquemos santificándonos. Nunca quiere el Señor emplearnos como meros «instrumentos»: ya se sabe que si el trabajo exige estropear una herramienta, no importa destrozarla; lo que importa es el trabajo. No, nosotros nunca somos una herramienta para Dios, aunque él nos emplee en sus obras. Nosotros somos siempre para Dios hijos, hijos amados, y El quiere siempre nuestro bien.

Se olvida esto, por ejemplo, cuando se subordina el bien de la persona al bien de una obra. Supongamos que en un colegio de religiosas necesitan con urgencia que una joven religiosa obtenga un título, y que sólo podrá obtenerlo en un centro de estudios harto peligroso para su salud espiritual. La superiora la envía, pensando: «De otra manera tendríamos que suprimir tal curso. Dios le ayudará». Y la enviada quizá piense: «Dios tendrá que ayudarme». Pues bien, es posible que Dios misericordioso saque adelante religiosa y curso. Pero este tipo de planteamientos suele producir resultados pésimos. Ni el título ni el curso son necesarios. Aquí lo único necesario es procurar que se cumpla el artículo primero de la Regla de esa congregación religiosa: «procurar la santificación». Eso es lo único necesario, lo primero que hay que buscar y asegurar; y todo lo demás son añadiduras.

Otros hay que en el ascenso hacia la perfección ignoran los caminos de la santidad y carecen de guías. Si tal ignorancia y carencia es inculpable, Dios proveerá por otros medios. Pero el cristiano humilde que de verdad busca a Dios, se procura por los medios ordinarios buena doctrina espiritual y buenos guías. El cristiano carnal, escaso de humildad, suele pensar que él ya sabe por dónde y cómo debe ascender al monte de la perfección cristiana. De hecho, corre «como sin saber adónde», y golpea en la lucha ascética «como quien azota al aire» (1 Cor 9,26). No sabe por dónde anda. Y es de temer que se guíe por planos erróneos o por guías malos. Entonces, «si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15,14).

Y hay también quien no va adelante hacia la santidad por temor al sufrimiento. «Bastantes sufrimientos tiene la vida como para agravarlos con las penalidades propias de la búsqueda de la santidad». Este error es muy frecuente y hace estragos. Pero la verdad es que la vida humana se hace insufrible precisamente por el pecado propio y ajeno, y se hace luminosa, digna y bienaventurada en la medida en que se abre a Cristo. No dijo Jesús: «Venid a mí los pecadores, que vivís tan felices y contentos, que yo os fastidiaré la vida». Dijo más bien: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí... y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).

Lo que sucede es que el cristiano carnal tiene de la búsqueda de la santidad una «falsa experiencia». Ha pretendido levantar el tesoro con un solo brazo, y le ha parecido pesadísimo. Si hubiera empleado los dos, hubiera podido con él perfectamente. Y por otra parte, sucede algo curioso. Los cristianos de una altura espiritual media reconocen que mantenerse en ese nivel de vida cristiana (oración, fidelidad conyugal, trabajo, sacramentos) no les cuesta gran cosa. Pero ellos mismos ven con temor pasar a un nivel alto de vida espiritual; temen que implique muchas privaciones y penalidades. Y no se dan cuenta de que, a su vez, para el cristiano que está bajo, esa altura media que ellos viven fácilmente, parece algo inasequible, sólo posible para personas que acepten pasarlo muy mal en este mundo. Es el mismo error de los cristianos medios cuando miran a lo alto.))

Jesús nos llama a la paz y a la alegría. Acudamos sin temor. «Entremos, pues, en el descanso los que hemos creído» (Heb 4,3).