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La Virgen María

AA.VV., Fundamentos teológicos de la piedad mariana, «Estudios Marianos» 48, Salamanca 1983; AA.VV., María en los caminos de la Iglesia, Madrid, CETE 1982; J. A. Aldama, Espiritualidad mariana, Madrid, EDAPOR 1981; J. Domínguez Sanabria, Con María hacia la identificación con Cristo, Madrid, Rev. Editorial Agustiniana 1988; J. Esquerda Bifet, Espiritualidad mariana de la Iglesia. María en la vida espiritual cristiana, Madrid, Atenas 1994; R. Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador y nuestra vida interior, B.Aires, Desclée de Brouwer 1954; I. Larrañaga, El silencio de María, Madrid, Paulinas 1982,12 ed.; F. M. López Melús, María de Nazaret en el Evangelio, Madrid, PPC 1989; María de Nazaret, la verdadera discípula, ib. 1991; M. Llamera, La maternidad espiritual de María y la piedad mariana, «Estudios Marianos» 48 (1983) 85-127; B. Martelet, A l’école de la Vierge, París, Médiaspaul 1983; C. Pozo, María en la obra de la salvación, BAC 360 (1974).

Véanse también Documentos marianos (=DM), Doctrina Pontificia IV, BAC 128 (1954); Pablo VI, exh.ap. Marialis cultus, 2-II-1974; Juan Pablo II, enc. Redemptoris Mater 25-III-1987: DP 1987,48.

María, nuestra madre

Jesús en la cruz «dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre» (Jn 19,26-27). Dice el Señor significativamente «la Madre» y «el discípulo», con artículos determinados que expresan a María y a Juan como representantes de una realidad transcendente y misteriosa. Y sigue: «Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa»; o como podría traducirse más literalmente: «el discípulo la acogió entre los bienes propios». Así pues, María, la Virgen Madre, pertenece a los bienes de gracia propios de todo discípulo de Jesucristo (+Juan Pablo II, Redemptoris Mater 23-24.44-45).

El concilio Vaticano II afirma que María «es nuestra madre en el orden de la gracia» (LG 61). Y precisa más: «Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (62). Esta ha sido siempre la doctrina de la Iglesia.

En la encarnación. Enseña San Pío X que «en el casto seno de la Virgen, donde tomó Jesús carne mortal, adquirió también un cuerpo espiritual, formado por todos aquellos que debían creer en él. Y se puede decir que, teniendo a Jesús en su seno, María llevaba en él también a todos aquellos para quienes la vida del Salvador encerraba la vida. Debemos, pues, decirnos originarios del seno de la Virgen, de donde salimos un día a semejanza de un cuerpo unido a su cabeza. Por esto somos llamados, en un sentido espiritual y místico, hijos de María, y ella, por su parte, nuestra Madre común. «Madre espiritual, sí, pero madre realmente de los miembros de Cristo, que somos nosotros» (San Agustín)» (enc. Ad diem illum 2-II-1904: DM 487).

En la cruz. La Virgen María, al pie de la cruz, nos dio a luz con dolores de parto. Pío XII dice que «ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de la Madre» (enc. Haurietis aquas 15-V-1956, n.36).

En pentecostés. Vino el Espíritu Santo cuando los apóstoles «perseveraban unanimes en la oración, con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1,14).

En el cielo. Pablo VI, en ocasión muy solemne, enseña que María «continúa en el cielo ejercitando su oficio maternal con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye a engendrar y aumentar la vida divina de cada una de las almas de los hombres redimidos» (Credo del Pueblo de Dios 30-VI-1968, 15).

Por todo ello, ya desde antiguo los Padres dieron a María el nombre de nueva Eva, pues ella, como la primera, y mucho mejor, es «la madre de todos los vivientes» (Gen 3,20). No es posible tener a Dios por Padre, sin tener a María por Madre. Al terminar la tercera etapa del concilio Vaticano II, el Pablo VI proclamó a María como «Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores» (21-XI-1964).

María, madre de la divina gracia

La maternidad espiritual de María implica que ella es la dispensadora de la gracia divina. Jesucristo, ciertamente, es el único mediador (LG 60), pero María, con todo fundamento, «es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora», pues «la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente. La Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María, la experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de los fieles, para que, apoyados en esta protección maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y Salvador» (62). También esta doctrina tiene, lo veremos ahora, una profunda tradición en la Iglesia.

Benedicto XIV dice que la Virgen «es como un río celestial por el que descienden las corrientes de todos los dones de las gracias a los corazones de los mortales» (bula Gloriosæ Dominæ 27-IX-1748: DM 217). Pío VII llama a María «dispensadora de todas las gracias» (breve Quod divino 24-I-1895: DM 235). León XIII enseña que «nada en absoluto de aquel inmenso tesoro de todas las gracias que consiguió el Señor, nada se nos da a nosotros sino por María, pues así lo quiso Dios» (ep. apost. Optimæ quidem spei 21-VII-1891: DM 376). San Pío X enseña que María, junto a la cruz, «mereció ser la dispensadora de todos los tesoros que Jesús nos conquistó con su muerte y con su sangre. La fuente, por tanto, es Jesucristo; pero María, como bien señala San Bernardo, es "el acueducto"» (enc. Ad diem illum 2-II-1904: DM 488-489). Pío XI afirma que la Virgen María ha sido constituida «admnistradora y medianera de la gracia» (enc. Miserentissimus Redemptor 8-V-1928: DM 608). Pío XII dice que el Señor hizo a María «medianera de sus gracias, dispensadora de sus tesoros», de modo que «tiene un poder casi inmenso en la distribución de las gracias que se derivan de la redención» (radiom. 13-V-1946: DM 734, 737). Pablo VI confiesa que el Señor hizo a María «administradora y dispensadora generosa de los tesoros de su misericordia» (enc. Mense maio 29-IV-1965).

Una enseñanza tan reiterada en la Iglesia ha de considerarse como una doctrina de fe: ciertamente María es para todos los hombres la dispensadora de todas las gracias. Juan Pablo II destaca «la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades», como en Caná de Galilea: «No tienen vino». «Se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone "en medio", o sea, hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede -más bien "tiene derecho de"- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María "intercede" por los hombres» (Redemptoris Mater 21). A esa maternal mediación de intercesión acuden siempre, llevadas por el Espíritu Santo, las generaciones cristianas, que dicen una y otra vez: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros».

La Virgen Madre, tipo de la Iglesia

«La Virgen Santísima está íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo» (LG 63). María es virgen y madre; y la Iglesia también lo es. María, «creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre» (ib.), y así es como la Iglesia engendra a Cristo en la humanidad. María concibió a Jesús aceptando en sí misma la Palabra que el Padre le ofreció; y la Iglesia «se hace también madre mediante la Palabra de Dios aceptada con fidelidad» (64).

La Iglesia Esposa es, como María, virgen fiel, «que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza firme y una caridad sincera» (ib.; +Redemptoris Mater 42-44).

María no sólo es tipo de la Iglesia, ella es prototipo de cada cristiano. En efecto, todos estamos llamados a «engendrar» a Jesús en nuestras vidas, todos hemos de ser «madres» de Cristo. Dice el Señor: «Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,35). Por tanto, madre de Jesús se hacen cuantos «oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21).

En los autores espirituales este tema ha tenido una larga y bellísima tradición. Así Isaac de Stella: «Se considera con razón a cada alma fiel como esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma sabiduría de Dios, que es el Verbo del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, especialmente de María y singularmente de cada alma fiel» (PL 194, 1862-1863. 1865).

La devoción a la Virgen

A la luz de las verdades recordadas, fácilmente se ve que la devoción mariana no es una dimensión optativa o accesoria de la espiritualidad cristiana, sino algo esencial.

La enseñanza de San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), cada vez más vigente y recibida por la Iglesia, expresa esta devoción de modo muy perfecto, en obras como El secreto de María y el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen (BAC 451, 1984).

Veamos, pues, los aspectos principales de esta devoción cristiana a la Santa Madre de Dios.

El amor a la Virgen María es, evidentemente, el rasgo primero de tal devoción. ¿Cómo habremos de amar los cristianos a María? Algunos temen en este punto caer en ciertos excesos. Pues bien, en esto, como en todo, tomando como modelo a Jesucristo, hallaremos la norma exacta: tratemos de amar a María como Cristo la amó y la ama. Nosotros, los cristianos, estamos llamados a participar de todo lo que está en el Corazón de Cristo: hemos de tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), hemos de hacer nuestro su amor al Padre, su obediencia, su amor a los hombres, su oración, su alegría, sus trabajos y su cruz, todo. Pues bien, igualmente hemos de hacer nuestro su amor a su Madre, María, que es nuestra Madre. ¡Ése es el límite de nuestro amor a la Virgen, que no debemos sobrepasar!... No hay, por tanto, peligro alguno de exceso en nuestro amor a la Virgen. Podría haberlo en sus manifestaciones devocionales externas; pero tal peligro viene a ser superado fácilmente por los cristianos cuando en la piedad mariana se atienen a la norma universal de la liturgia y a las devociones populares aconsejadas por la Iglesia.

Amar a María con el amor encendido de Cristo es amarla con el amor que le han tenido los santos. Algo de ese apasionado amor se expresa en esta oración de Santa Catalina de Siena:

«¡Oh María, María, templo de la Trinidad! ¡Oh María, portadora del Fuego! María, que ofreces misericordia, que germinas el fruto, que redimes el género humano, porque, sufriendo la carne tuya en el Verbo, fue nuevamente redimido el mundo.

«¡Oh María, tierra fértil! Eres la nueva planta de la que recibimos la fragante flor del Verbo, unigénito Hijo de Dios, pues en ti, tierra fértil, fue sembrado ese Verbo. Eres la tierra y eres la planta. ¡Oh María, carro de fuego! Tú llevaste el fuego escondido y velado bajo el polvo de tu humanidad.

«¡Oh María! vaso de humildad en el que está y arde la luz del verdadero conocimiento con que te elevaste sobre ti misma, y por eso agradaste al Padre eterno y te raptó y llevó a sí, amándote con singular amor.

«¡Oh María, dulcísimo amor mío! En ti está escrito el Verbo del que recibimos la doctrina de la vida... ¡Oh María! Bendita tú entre las mujeres por los siglos de los siglos» (Or. en la Anunciación extracto).

La devoción mariana implica también la admiración gozosa de la Virgen. «Llena-de-gracia», ése es su nombre propio (Lc 1,28). No hay en ella oscuridad alguna de pecado: toda ella es luminosa, Purísima, no-manchada, ella es la Inmaculada. En ella se nos revela el poder y la misericordia del Padre, la santidad redentora de Cristo, la fuerza deificante del Espíritu Santo. En ella conocemos la gratuidad de la gracia, pues, desde su misma Concepción sagrada, Dios santifica a la que va a ser su Madre, preservándola de toda complicidad con el pecado. En Jesús no vemos el fruto de la gracia, sino la raíz de toda gracia; pero en María contemplamos con admiración y gozo el fruto más perfecto de la gracia de Cristo.

Los santos se han admirado de la hermosura de María porque han mirado, han contemplado con amor su rostro. San Juan evangelista, que la recibió en su casa, es el primer admirador de su belleza celestial: «Apareció en el cielo una señal grandiosa, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1: esa mujer simboliza, sí, a la Iglesia, pero por eso mismo María se ve significada en ella). Uno de los santos más sensibles a la belleza de María es San Juan de Avila: «Viendo su hermosura, su donaire, su dorada cara, sus resplandecientes ojos y, sobre todo, la hermosura de su alma, dicen: "¿Quién es ésta que sale como graciosa mañana? ¿quién es ésta que no nace en noche de pecado ni fue concebida en él, sino que así resplandece como alba sin nubes y como sol de mediodía? ¿Quién es ésta, cuya vista alegra, cuyo mirar consuela y cuyo nombre es fuerza? ¿Quién es ésta, para nosotros tan alegre y benigna, y para otros, como son los demonios, tan terrible y espantosa?" ¡Gran cosa es, señores, esta Niña!» (Serm. 61, Nativ. de la Virgen).

El cristiano ha de tener hacia María una conciencia filial. Si ella es nuestra madre, y nosotros somos sus hijos, lo mejor será que nos demos cuenta de ello y que vivamos las consecuencias de esa feliz relación nuestra con ella. Las madres de la tierra ofrecen analogías, aunque pobres, para ayudar a conocer la maternidad espiritual de María. Una madre da la vida a su hijo de una vez, en el parto, y luego fomenta esa vida con sus cuidados durante unos años, hasta que el hijo se hace independiente de ella. Pero María nos está dando constantemente la vida divina, y su solicitud por nosotros, a medida que vamos creciendo en la vida de la gracia, es creciente: ella es para nosotros cada vez más madre, y nosotros somos cada vez más hijos suyos.

((Algunos eliminan prácticamente la maternidad espiritual de María, alegando que en el orden de la gracia les basta con Dios y con su enviado Jesucristo. Tal eliminación, aunque muchas veces inconsciente, es sumamente grave. Si un niño mirase a su madre como si ésta fuese la fuente primaria de la vida, haría de ella un ídolo y llegaría a ignorar a Dios. Pero si un niño, afirmando que la vida viene de Dios, prescindiera de su madre, con toda seguridad se moriría o al menos no se desarrollaría convenientemente. Pues bien, Dios ha querido que María fuera para nosotros la Madre de la divina gracia, y nosotros en esto -como en todo- debemos tomar las cosas como son, como Dios las ha querido y las ha hecho. Sin María no podemos crecer debidamente como hijos de Dios: la misma Virgen Madre que crió y educó a Jesús, debe criarnos y educarnos a nosotros. San Pío X decía: «Bien evidente es la prueba que nos proporcionan con su conducta aquellos hombres que, seducidos por los engaños del demonio o extraviados por falsas doctrinas, creen poder prescindir del auxilio de la Virgen. ¡Desgraciados los que abandonan a María bajo pretexto de rendir honor a Jesucristo» (enc. Ad diem illum: DM 489)).

Grande debe ser nuestro agradecimiento hacia María, distribuidora de todas las gracias. Nótese que en la Comunión de los santos hay sin duda muchas personas, y que en cada una de ellas hay hacia las otras un influjo de gracia mayor o menor. Este influjo benéfico nos viene con especial frecuencia e intensidad de los santos, «por cuya intercesión confiamos obtener siempre» la ayuda de Dios (Plegaria euc.III). Pues bien, en la Iglesia sólamente hay una persona humana, María, cuyo influjo de gracia es sobre los fieles continuo y universal: es decir, ella influye maternalmente en todas y cada una de las gracias que reciben todos y cada uno de los cristianos. Lo mismo que Jesucristo no hace nada sin la Iglesia (SC 7b), nada hace sin la bienaventurada Virgen María.

Por eso escribe San Juan de Avila: «Ésta es la ganancia de la Virgen: vernos aprovechados en el servicio de Dios por su intercesión. Si te viste en pecado y te ves fuera de él, por intercesión de la Virgen fue; si no caíste en pecado, por ruego suyo fue. Agradécelo, hombre, y dale gracias. Si tuvieres devoción para con ella, cuando vieses que se te acordaba de ella, habías de llorar por haberla enojado. Si en tu corazón tienes arraigado el amor suyo, es señal de predestinado. Este premio le dio nuestro Señor: que los que su Majestad tiene escogidos, tengan a su Madre gran devoción arraigada en sus corazones. Sírvele con buena vida: séle agradecido con buenas obras. ¿Pues tanto le debes? Ni lo conocemos enteramente ni lo podemos contar. Mediante ella, el pecador se levanta, el bueno no peca, y otros innumerables beneficios recibimos por medio suyo» (Serm. 72, en Asunción).

Se comprende que en los cristianos sin devoción a la Virgen María haya temores y ansiedades interminables, pues son como hijos que se sienten sin madre. Por el contrario, el que se hace como niño y se toma de su mano, vive siempre confiado en la solicitud maternal de la Virgen. La más antigua oración conocida a María expresa ya esa confianza filial ilimitada: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios».

La llamada oración de San Bernardo, inspirada en sus escritos, y que ha recibido formas distintas, viene a decir así: «Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu protección, implorado tu auxilio o pedido tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado por esta confianza, a ti también acudo, yo pecador, que lloro delante de ti. No quieras, oh Madre del Verbo eterno, despreciar mis súplicas, antes bien escúchalas favorablemente, y haz lo que te suplico».

La confianza que los cristianos debemos tener en Santa María inspira muchas y preciosas leyendas medievales. Pero sobre este tema quizá una de las más bellas páginas la encontramos en los diálogos entre la Virgen de Guadalupe y el Beato Juan Diego. Concretamente, el 12 de diciembre de 1531, en la cuarta de las apariciones, Juan Diego, preocupado por la grave enfermedad de su tío, comienza diciéndole a la Virgen: «Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y Niña mía?»; y en seguida le cuenta su pena. «Después de oir la plática de Juan Diego, respondió la piadosisima Virgen: "Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó". (Y entonces sanó su tío, según después se supo)».

Otro rasgo fundamental de la espiritualidad cristiana es la imitación de María. Ella es la plenitud del Evangelio. Ella es la Virgen Fiel, que oye la palabra de Dios y la cumple (Lc 11,28). Por eso con mucha más razón que San Pablo, María nos dice: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). La Iglesia, «imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo» (LG 64), guarda y desarrolla todas las virtudes. En efecto, «mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (65).

Niños y ancianos, activos y contemplativos, laicos y sacerdotes, vírgenes y casados, todos hallan en María, Espejo de Justicia, el modelo perfecto del Evangelio, la matriz en la que se formó Jesús y en la que Jesús ha de formarse en nosotros. Es modelo de Esposa y de Madre. Pero también es modelo para sacerdotes, monjes y misioneros: «La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65).

Por otra parte, es claro que imitar a María es imitar a Jesús, pues lo único que ella nos dice es: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). En este sentido «la Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías» (Redemptoris Mater 21).

Adviértase también que la imitación de María y la de los santos no es de idéntica naturaleza. Para un cristiano la imitación de un santo viene a ser -valga la expresión- extrínseca: ve su buen ejemplo y, con la gracia de Dios, lo pone por obra. En cambio, la imitación de la Virgen María es siempre para un cristiano algo intrínseco, en el sentido de que esa vida de María que trata de imitar, ella misma, como madre de la divina gracia, se la comunica desde Dios.

La oración a María

Al paso de los siglos, los cristianos cumplimos la profecía que María hizo sobre sí misma: «Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48). Tanto en Oriente como en Occidente, los hijos de la Iglesia han crecido siempre en un ambiente de culto y devoción a la Gloriosa, la Inmaculada, la Reina y Señora nuestra, la Virgen María, la santa Madre de Dios. En la oración privada, en los rezos familiares, en los claustros monásticos, en las devociones populares y en el esplendor de la liturgia, se alza un clamor secular de alabanza y de súplica a la Madre de Jesús. Y esto tiene que ser cosa del Espíritu Santo, es decir, del Espíritu de Jesús, que en el corazón de los fieles, canta la dulzura bondadosa de la Virgen Madre.

La más antigua oración a la Virgen dice así: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita». Esta bellísima oración (Sub tuum præsidium, en la liturgia latina) procede de una antífona litúrgica griega no posterior al siglo III. En ella se invoca a María como «Madre de Dios», título reconocido como dogma bastante más tarde, en el concilio de Efeso (a.431). María aparece ahí, literalmente, como «la única limpia, la única bendita», y a su regazo maternal nos acogemos, rezando en plural, los fieles cristianos, que, en las angustias y peligros, confiamos en el gran poder de su intercesión ante el Señor. La consagración a María realizada por Juan Pablo II en Fátima (13-V-1982) estuvo inspirada precisamente en esta oración.

El Ave María, compuesta con las palabras del ángel Gabriel y de Isabel (Lc 1,28s.42), así como otras oraciones latinas hoy recogidas al final de las Completas, en la Liturgia de las Horas (Dios te salve, Reina y Madre; Madre del Redentor, virgen fecunda; Salve, Reina de los cielos; Reina del cielo, alégrate) son de origen medieval, lo mismo que el Rosario y el Angelus, esas oraciones que tanto arraigo han tenido y tienen en la piedad de los fieles, y que la Iglesia tantas veces ha recomendado (Marialis cultus 40-55).

El canto que Cristo, con su Cuerpo, a lo largo de los siglos, ha dedicado a la Virgen Madre, tiene siempre rasgos de una belleza muy singular... San Agustín (+430) la saluda: «Oh bienaventurada María, verdaderamente dignísima de toda alabanza, oh Virgen gloriosa, madre de Dios, oh Madre sublime, en cuyo vientre estuvo el Autor del cielo y de la tierra»... Y Sedulio, por los mismos años: «Salve, Madre santa, tú que has dado a luz al Rey que sostiene en su mano, a través de los siglos, el cielo y la tierra»... Y el gran San Cirilo de Alejandría, en ocasión solemnísima, cuando el concilio de Efeso confesó a María como Madre de Dios: «Te saludamos, oh María, Madre de Dios, verdadero tesoro de todo el universo, antorcha que jamás se puede extinguir, corona de las vírgenes, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, lugar del que no tiene lugar, por quien nos ha sido dado Aquel que es llamado bendito por excelencia»... Y el grandioso Himno Acatistos de la liturgia griega, quizá compuesto por San Germán, que fue patriarca de Constantinopla (del 715 al 729): «Oh Guía victoriosa, nosotros, tus servidores, liberados de nuestros enemigos, te cantamos nuestras acciones de gracias... Ave, Esposa inmaculada. Ave, resplandor de alegría. Ave, destructora de la maldición. Ave, cumbre inaccesible al pensamiento humano»...

Es el canto enamorado que el Cristo total ofrece a María, y que se prolonga en la Edad Media con nuevas melodías... En Canterbury, San Anselmo (+1109): «Santa y entre los santos de Dios especialmente santa María, madre de admirable virginidad, virgen de amable fecundidad, que engendraste al Hijo del Altísimo»... Y en la abadía de Steinfeld, cerca de Colonia, el premonstratense Herman (+1233): «Yo querría sentirte, hazme conocer tu presencia. Atiéndeme, dulce Reina del cielo, todo yo me ofrezco a ti. Alégrate tú, la misma belleza. Yo te digo: Rosa, rosa. Eres bella, eres totalmente bella, y amas más que nadie»... Y en el monasterio cisterciense de Helfta, Santa Gertrudis (+1301): «Salve, blanco lirio de la refulgente y siempre serena Trinidad, deslumbrante Rosa celestial»...

No se cansa la Iglesia de bendecir a la gloriosa siempre Virgen María. Sólo siente la pena de no poder hacerlo convenientemente, porque todas las alabanzas a la Gloriosa se quedan cortas. Y es que, como dice San Bernardo, de tal modo es excelsa su condición, que resulta «inefable; así como nadie la puede alcanzar, así tampoco nadie la puede explicar como se merece. ¿Qué lengua será capaz, aunque sea angélica, de ensalzar con dignas alabanzas a la Virgen Madre, y madre no de cualquiera, sino del mismo Dios?» (Serm. Asunción 4,5). Por eso nosotros, con el versículo final de la oración Ave Regina cælorum, le pedimos la gracia de saber alabarla, y que nos dé fuerza contra sus enemigos, que son los nuestros:

Dignare me laudare te Virgo sacrata.

Da mihi virtutem contra hostes tuos.