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El Demonio

AA.VV., Satan, Etudes carmélitaines, Desclée de B. 1948; AA.VV., Démon, DSp III (1957) 141-238; AA.VV., arts. sobre El Diablo y la espiritualidad, «Rev. de Espiritualidad» 44 (1985) 185-336; C. Balducci, La posesión diabólica, Barcelona, Mtz. Roca 1976; A. Cini Tassinario, II Diavolo secondo l’insegnamento recente della Chiesa, Roma, Diss. Pont. Ateneo Antonianum 1984; W. Foerster, daimon, KITTEL II,1-21/II,741-792; M. García Cordero, El ministerio de los ángeles en los escritos del N. T., «Ciencia Tomista» 118 (1991) 3-40; Los espíritus maléficos en los escritos del N. T., ib. 119 (1992) 209-249; H. Haag, El diablo, su existencia como problema, Barcelona, Herder 1978; W. Kaspers-K. Lehmann, Diavolo-Demoni-Possessione, Brescia, Queriniana 1983; J. V. Rodríguez, La imagen del diablo en la vida y escritos de S. Juan de la Cruz, «Rev. Espiritualidad» 44 (1985) 301-336; J. A. Sayés, El demonio ¿realidad o mito?, Madrid, San Pablo 1997; C. Spicq, El diablo en la revelación del NT, «Communio» 1 (1979) 30-38; C. Vagaggini, Teología de la liturgia, BAC 181 (1965) 342-423.

Véase también estudio encargado por S. C. Doctrina de la Fe, Fe y demonología, «L’Osservatore Romano» 29-VI-1975 = «Ecclesia» 35 (1975) 1057-1065; Pablo VI, 29-VI y 15-XI-1972;23-II-1977; Juan Pablo II, 13 y 20-VIII-1986: DP 1986, 166, 170.

Catecismo enseña la fe en los ángeles (328-336) y en los demonios (391-395), y ve en el Maligno el enemigo principal de la vida cristiana (2850-2854).

El origen del mal

¿Cómo es posible el mal en la creación de Dios, tan buena y armoniosa? Aquí y allá, con desconcertante frecuencia, dice Pablo VI, «encontramos el pecado, que es perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, y que es además ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un agente oscuro y enemigo, el demonio. El mal no es sólamente una deficiencia, es una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible realidad. Misterio y pavorosa... Y se trata no de un solo demonio, sino de muchos, como diversos pasajes evangélicos nos lo indican: todo un mundo misterioso, revuelto por un drama desgraciadísimo, del que conocemos muy poco» (15-XI-1972).

Sin embargo, aunque no sabemos muchos, debemos hablar del demonio según lo que nos ha sido revelado, debemos denunciar sin temor a nada su existencia y su acción. Como decía San Juan Crisóstomo, «no es para mí ningún placer hablaros del demonio, pero la doctrina que este tema me sugiere será para vosotros muy útil» (MG 49,258).

El Diablo en el Antiguo Testamento

Aunque en forma imprecisa todavía, los libros antiguos de la Biblia conocen al Demonio y disciernen su acción maligna. Es la Serpiente que engaña y seduce a Adán y Eva (Gén 3). Es Satán (en hebreo, adversario, acusador) el ser viviente enemigo del hombre, que tienta a Job (1,6-2,7) y acusa al sumo sacerdote Josué (Zac 3). Es el espíritu maligno que se alzó contra Israel y su rey David, inspirando proyectos malos (1 Crón 21,1). Es «el espíritu de mentira» que levanta falsos profetas (1 Re 22,21-23).

El Demonio es el gran ángel caído que, no pudiendo nada contra Dios, embiste contra la creación visible, contra su jefe, el hombre, buscando que toda criatura se rebele contra el Señor del cielo y de la tierra. La historia humana es el eco de aquella inmensa «batalla en el cielo», cuando Miguel con sus ángeles venció al Demonio y a los suyos (Ap 12,7-9). Y por eso hay en la historia humana una sombra continua pavorosa, pues por esta «envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen» (Sab 2,24).

El Diablo en el Nuevo Testamento

La lucha entre Cristo y Satanás es tema central del Evangelio y de las cartas apostólicas. El Nuevo Testamento da sobre el Demonio una revelación mucho más clara y cierta que la que había en el Antiguo. El evangelio relata la vida pública del Salvador comenzando por su encontronazo con el Diablo: «fue llevado Jesús por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1-11). Así se inicia y manifiesta su misión pública entre los hombres.

De un lado está Satanás, príncipe de un reino tenebroso, formado por muchos ángeles malos (Mt 24,41; Lc 11,18) y hombres pecadores (Ef 2,2). El Diablo (diabolos, el destructor, engañador, calumniador), el Demonio (daimon, potencia sobrehumana, espíritu maligno), tiene un poder inmenso: «el mundo entero está puesto bajo el Maligno» (1 Jn 5,19; +Ap 13,1-8). El «Príncipe de los demonios» (Mt 9,34), «Príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14, 30; 16,11), más aún, «dios de este mundo» (2 Cor 4,4; +Ef 2,2), forma un reino opuesto al reino de Dios (Mt 12,26; Hch 26,18), y súbditos suyos son los pecadores: «Quien comete pecado ése es del Diablo» (1 Jn 3,8; +Rm 6,16; 2 Pe 2,19).

Así pues, con el orgullo de este poder, Satanás le muestra con arrogancia a Jesús «todos los reinos y la gloria de ellos», y le tienta sin rodeos: «Todo esto te daré si postrándote me adoras». Satanás, en efecto, puede «dar el mundo» a quien -por pecado, mentira, riqueza- le adore: lo vemos cada día. Tres asaltos hace contra Jesús, y en los tres intenta «convertir a Jesús al mesianismo temporal y político del judaísmo contemporáneo, compartido en gran parte por los Apóstoles hasta la iluminación interior de Pentecostés» (Spicq 31). Satán tienta realmente a Jesús (Heb 2,18; 4,15), ofreciéndole una liberación de la humanidad «sin efusión de sangre» (9,22). La misma tentación habrían de sufrir después, a través de los siglos, sus discípulos: «He aquí por qué Jesús tuvo que revelar por sí mismo a sus Apóstoles este primer ataque del Diablo, que no es una ficción didáctica, sino una realidad histórica» (Spicq 31).

Del otro lado está Jesús, dándonos en el austero marco del desierto la muestra primera de su poder formidable. Ahí, desde el principio de la vida pública, se ve que «el Hijo de Dios se manifestó para destruir las obras del Diablo» (1 Jn 3,8), y se hace patente que el Príncipe de este mundo no tiene ningún poder sobre él (Jn 14,30), porque en él no hay pecado (8,46; Heb 4,15). Este primer enfrentamiento termina cuando Jesús le impera «Apártate, Satanás». Lo echa fuera como a un perro.

Lucha entre los cristianos y Satanás. -«El Diablo, desde esta primera aparición en el ministerio de Jesús, es considerado como el tentador por excelencia, exactamente como lo había sido en figura de serpiente, engañando a Eva con su astucia (Gén 3,1s; +2 Cor 11,3; 1 Tim 2,14), y como seguirá haciéndolo con los discípulos del Salvador (1 Cor 7,5; Ap 2,10). Siempre se esforzará por «descarriar» a los fieles, en sustraerlos del Señorío de Cristo para arrastrarlos consigo (1 Tim 5,15). Su arma siempre es la misma, la que ha empleado respecto a Jesús: la astucia (2 Cor 2,11). Es un mentiroso (Jn 8,44; +Ap 2,9;3,9), que adquiere las mejores apariencias para seducir a sus víctimas. Lobo con piel de oveja (Mt 7,15), este ángel de las tinieblas va incluso a disimularse como ángel de luz (2 Cor 11,14). He aquí por qué su actividad es constantemente señalada como engañosa y de extravío para las naciones o la tierra entera (Ap 12,9; 20,3. 8. 10). Por estas razones, se opone tan radicalmente como la noche al día (2 Cor 6,14-15; Jn 8,44) a Cristo, que es la Verdad (Jn 14,6; 18,37; 2 Cor 11,10) y la Luz (Mt 4,16; Jn 1,4.9; 8,12; 9,5; 12,46)» (Spicq 32).

En este sentido, la victoria cristiana sobre el Demonio es una victoria de la verdad sobre el error y la mentira. La redención cristiana es siempre una «santificación en la verdad» (Jn 17,17). Por eso Juan Pablo II, comentando las palabras de Jesús sobre la acción engañadora del Demonio (+Gén 3,4; Jn 8,31-47), dice: «Los que eran esclavos del pecado, porque se encontraban bajo el influjo del padre de la mentira, son liberados mediante la participación de la Verdad, que es Cristo, y en la libertad del Hijo de Dios ellos mismos alcanzan «la libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21)» (3-VIII-1988). Por eso para los demonios, que ostentan «el poder de las tinieblas» (Lc 22,53), nada hay tan temible con la acción iluminadora de los que evangelizan, nada temen tanto como «la espada de la Palabra de Dios» (Ef 6,17).

En efecto, ante el embate del poder apostólico de la verdad, los demonios, sostenidos en la mentira del mundo, caen vergonzosamente de sus tronos. Por eso los setenta y dos discípulos vuelven alegres de su misión: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre. El les dijo: Yo estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,17-18). «Con estas palabras -comenta Juan Pablo II- el Señor afirma que el anuncio del reino de Dios es siempre una victoria sobre el diablo, pero al mismo tiempo revela también que la edificación del reino está continuamente expuesta a las insidias del espíritu del mal» (13-VIII-1986). Si el reino de Cristo avanza, el de Satanás retrocede. El es «el enemigo» que siembra la cizaña (Mt 13,25), el pájaro maléfico que arrebata lo sembrado por Dios en el corazón del hombre (Mc 4,15). Pero los apóstoles reciben de Cristo grandes poderes contra él (Lc 10,19). Por eso Satanás combate especialmente a los apóstoles de Jesús (Lc 22,31-32). Logra a veces «entrar» en un apóstol, lo que para él es gran victoria (22,3; Jn 13,2. 27; +6,70-71). Pero el Colegio apostólico, como tal, es una roca, sobre la cual se fundamenta la Iglesia, que resistirá hasta el fin los ataques del infierno (Mt 16,18).

Los influjos diabólicos. -Del Demonio viene el pecado, y por éste trae sobre los hombres la enfermedad, que no siempre es influjo diabólico (Jn 9,2-3), pero a veces sí (Lc 13,16; +2 Cor 12,7); y también por el pecado, consigue el Demonio que «entre la muerte en el mundo» (Sab 2,24). Por eso Cristo acepta la cruz, «para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al Diablo» (Heb 2,14; +Jn 8,44). Tan grande es el poder del Maligno entre los hombres que llega a veces a la posesión corporal de algunos de ellos.

Hoy se admite generalmente que los relatos de expulsión de demonios pertenecen al fondo más antiguo de la tradición sinóptica (Mc 1,25; 5,8; 7,29; 9,25). «Jesús tiene conciencia de haber sido enviado a destruir el poder del demonio y de sus ángeles, ya que en él está presente el Reino de Dios en la humanidad (Mt 12,28). La curación de endemoniados es por tanto un aspecto esencial de los relatos evangélicos y de los Hechos; significativamente, los demonios vienen echados con el poder de Dios y no [como en la magia] con un conjuro dirigido a un espíritu, ni con el recurso a medios materiales» (Foerster 19/788). El mismo Cristo entiende su poder de echar los demonios como señal clara de que ha llegado el reino de Dios (Mt 12,28).

Victoria de Cristo sobre el Demonio.-Tras el combate en el desierto, «agotada toda tentación, el Diablo se retiró de él temporalmente» (Lc 4,13). Por un tiempo. Al final del ministerio de Cristo en la tierra, vuelve a atacar con todas sus abominables fuerzas. En la Cena, «Satanás entró en Judas» (22,3; Jn 13,27). El Señor es consciente de su acción: «Viene el Príncipe de este mundo, que en mí no tiene poder» (14,30). En Getsemaní dice: «Esta es vuestra hora, cuando mandan las tinieblas» (Lc 22,53). La victoria de la cruz está próxima: «Ahora es el juicio del mundo, ahora el Príncipe de este mundo será arrojado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31-32; +16,11).

Victoria de la Iglesia sobre el Demonio. -Aunque vencido en la Cruz, sigue Satanás hostilizando a los discípulos de Cristo, especialmente a los apóstoles, cuya misión trata de impedir y paralizar («pretendimos ir... pero Satanás nos lo impidió», 1 Tes 2,18; +Hch 5,3; 2 Cor 12,7). Todos los cristianos deben estar alertas, «para no ser víctimas de los ardides de Satanás, pues no ignoramos sus propósitos» (2 Cor 2,11). Ciertamente, la Iglesia en esta lucha lleva las de ganar: «El Dios de la paz aplastará pronto a Satanás bajo vuestros pies» (Rm 16,20). «El Príncipe de este mundo ya está condenado» (Jn 16,11). Está en las últimas.

El Apocalipsis contempla la historia de la Iglesia como una inmensa batalla entre los que son de Cristo y los que son del Diablo. Éste combate frenéticamente y «con gran furor, por cuanto sabe que le queda poco tiempo» (1,12). Lo sabe, y dirige ahora su acción rabiosa «contra los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17). A veces lucha atacando él personalmente (12,3), pero normalmente ataca sirviéndose de personas, instituciones e imperios que están bajo su influjo (12,9; 13,1-8 14,9; 17,1; 19,19). En efecto, es el Dragón satánico quien da poder a la Bestia (13,2), que profiere blasfemias y palabras insolentes, pues tiene fuerza efectiva para luchar contra los santos y vencerlos (13,3-7). Todos deben venerar la Bestia mundana, y todos deben recibir su marca en la frente y en la mano, en el pensamiento y la acción; quien le resista, no podrá «comprar ni vender» en el mundo (13,11-17). Muchos ceden a su poderío; pero otros no, y por ello «fueron degollados por el testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, y cuantos no habían adorado a la Bestia, ni a su imagen, y no habían recibido la marca sobre su frente y sobre su mano» (20,4).

Habrá poco antes del fin de la historia un milenio misterioso, en el cual Satanás será encadenado, y reinará Cristo con sus fieles (20,2-6; +Sto. Oficio 1944: Dz 3839). Pasado el milenio, de nuevo será soltado Satanás, aunque «por poco tiempo» (20,3.7-8). Y entonces se dará la batalla final, que también San Pablo conoce, anuncia y describe: «Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de la perdición, el Adversario, que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto... Entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida» (2 Tes 2,1-10).

Ahora es la definitiva victoria de Cristo y de la Iglesia. «Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el Acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios de día y de noche. Pero ellos le han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra de su testimonio, y menospreciaron su vida hasta morir. Por eso, alegráos, cielos y todos los que moráis en ellos» (Ap 12,10-12).

Errores

Antes de seguir adelante, convendrá que señalemos algunos errores sobre el Demonio que alteran profundamente el mensaje evangélico. Como dice Juan Pablo II, es preciso en este punto «aclarar la recta fe de la Iglesia frente a aquellos que la alteran exagerando la importancia del diablo o de quienes niegan o minimizan su poder maligno» (13-VIII-1986).

((Algunos niegan la existencia de Satanás y de los demonios, que en la Escritura serían sólamente personificaciones míticas del mal y del pecado que oprimen a la humanidad. Sería incluso preciso reconocer que «en la fe en el diablo nos enfrentamos con algo profundamente pagano y anticristiano» (Haag 423).

Pablo VI en cambio cree que «se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer la existencia [del Demonio]; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» (15-XI-1972; +Spicq 38).

Algunos piensan que Cristo, sobre los demonios, dependería de la creencia de sus contemporáneos, al menos en los modos de hablar.

«Sostener hoy que lo dicho por Jesús sobre Satanás expresa sólamente una doctrina tomada del ambiente y que no tiene importancia para la fe universal, aparece en seguida como una información deficiente sobre la época y la personalidad del Maestro» (Fe y demonología 1058). «El que bajó del cielo» (Jn 6,38), Jesús, pensó, habló y actuó siempre con una gran libertad respecto a los condicionamientos del mundo.

Por otra parte, en tiempos de Jesús unos judíos creían en la existencia de los demonios y otros no (Hch 23,8). Por eso cuando acusaron a Jesús de «expulsar los demonios» de los hombres «con el poder del demonio», si él no hubiera reconocido la existencia de los demonios, hubiera podido dar una respuesta muy simple y eficaz: «Los demonios no existen». Por el contrario, Jesús responde que si él y los suyos arrojan los demonios, eso es señal de que el poder del Reino de Dios ha entrado con él en el mundo (Mt 10,22-30; Mc 3,22-30; Lc 10,17-19).

Algunos, de ciertas representaciones del Diablo que estiman ingenuas o ridículas, deducen que la fe en Satanás corresponde a un estadio religioso primitivo o infantil. No sería serio continuar creyendo en el Demonio.

Es cierto que a veces tales representaciones han sido lúgubres y falsas, pero hay que afirmar en general que los artistas no hicieron sino plasmar en piedra o lienzo aquellas figuras del Diablo -serpiente, dragón o bestia- que venían dadas en los mismos textos sagrados, inspirados por Dios, y que no confundían el signo con la realidad significada. Tenían los antiguos facilidad para captar el lenguaje de los símbolos. No eran en esto tan analfabetos como el hombre moderno (+Spicq 38).

Otros piensan que son tan horribles «las consecuencias de la fe en el diablo» -posesiones, brujería, satanismo, prácticas mágicas, sacrilegios-, que bastan para descalificar tal fe (Haag 323-425).

Las aberraciones aludidas han sido combatidas siempre en Israel y en la Iglesia (Ex 22,17; Lev 19,26-31; 20,27; Dt 18,10-12; ML 89,810-818; Toledo I 400, Braga I 561, Pío IV 1564: Dz 205, 459, 1859, etc.). No son, pues, «consecuencias de la fe», sino de la superstición y de la ignorancia. Por otra parte, negar el Demonio lleva a consecuencias iguales o peores.

Por último, otros hay que, sin entrar en discusión sobre la existencia del Demonio, sea de ello lo que fuere, opinan que no conviene hablar hoy de Satanás, que no vale para nada, y que sólo crea dificultades innecesarias para la fe.

Ciertamente, la predicación debe ser prudente y sobria en la presentación del misterio pavoroso del Maligno. Pero en la Biblia y la tradición es evidente que «Satanás no es una pieza adicional o secundaria que pudiese ser eliminada sin perjuicio de la Revelación. Es el elemento esencial del misterio del mal. Es, primero y ante todo, el Adversario por excelencia. Afiliarse a Jesucristo implica el renunciar a Satanás» (Spicq 38).))

Tradición y Magisterio

Los Padres de la Iglesia enseñaron un amplia doctrina demonológica, y apenas hallaríamos uno que no dé doctrina sobre el combate cristiano contra el Demonio. Sólo haremos aquí una breve alusión a la espiritualidad monástica antigua (G. M. Colombás, El monacato primitivo II, BAC 376, 1975, 228-278). Los monjes salían al desierto no sólo para librarse del mundo, y atenuar así las debilidades de la carne, sino para combatir al Demonio en su propio campo, como lo hizo Cristo (Mt 4,1; Lc 11,24).

Evagrio Póntico y Casiano son, quizá, los autores más importantes en la demonología monástica. Los demonios son ángeles caídos, que atacan a los hombres en sus niveles más vulnerables -cuerpo, sentidos, fantasía-, pero que nada pueden sobre el hombre si éste no les da el consentimiento de su voluntad. Para su asedio se sirven sobre todo de los logismoi -pensamientos, pasiones, impulsos desordenados y persistentes-, que pueden reducirse a ocho: gula, fornicación, avaricia, tristeza, cólera, acedía, vanagloria y orgullo. Pero no pueden ir en sus ataques más allá de lo que Dios permita (Evagrio: MG 79,1145-1164; SChr 171,506-577; Casiano, Institutiones 5-11; Collationes 5).

El Demonio sabe tentar con mucha sutileza, como se vio en el jardín del Edén, presentando el lado aparentemente bueno de lo malo, o incluso citando textos bíblicos, como hizo en el desierto contra Cristo. El cristiano debe resistir con «la armadura de Dios» que describe el Apóstol (Ef 6,11-18), y muy especialmente con la Palabra divina, la oración y el ayuno, que fueron las armas con que Cristo resistió y venció en las tentaciones del desierto. Pero debe resistir sobre todo apoyándose en Jesucristo y sus legiones de ángeles (Mt 26,53). Como dice San Jerónimo, «Jesús mismo, nuestro jefe, tiene una espada, y avanza siempre delante de nosotros, y vence a los adversarios. El es nuestro jefe: luchando él, vencemos nosotros» (CCL 78,63).

El Magisterio de la Iglesia afirma que Dios es creador de todos los seres «visibles e invisibles» (Nicea I 325, Romano 382: Dz 125, 180). Los demonios, por tanto, son criaturas de Dios, y en modo alguno es admisible un dualismo que ve en Dios el principio del bien y en el Diablo «el principio y la sustancia del mal» (Braga I 561: Dz 457). El concilio IV de Letrán afirma solemnemente que Dios es el único principio de cuanto existe: «El diablo y los demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos por sí mismos se hicieron malos» (800; +Florent. 1442, Pío IV 1564, Vat.I 1870: Dz 1333, 1862, 3002).

El Catecismo de la Iglesia enseña que, cuando en el Padre nuestro pedimos la liberación del mal, «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El "diablo" [diabolos] es aquel que "se atraviesa" en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo» (2851).

Por otra parte, siempre la Iglesia entendió la redención de Cristo como una liberación del poder del Demonio, del pecado y de la muerte, como lo afirma en innumerables concilios y documentos (Dz: 291, 1347, 1349, 1521, 1541, 1668). El concilio Vaticano II, siguiendo esta tradición, enseña que «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS 37b). Por eso es necesario revestirse de «la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del diablo» (LG 48d; +35a; GS 13ab; SC 6; AG 3a). Con todo fundamento, pues, afirmaba Pablo VI, como vimos, que quien niega la existencia y acción del Demonio «se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica» (15-XI-1972; +Juan Pablo II, 13-VIII-1986).

La liturgia de la Iglesia incluye la «renuncia a Satanás» en el Bautismo de los niños (150), y dispone exorcismos en el Ritual para la iniciación cristiana de los adultos (101, 109-118, 373). Esa renuncia a Satanás la renueva cada año el pueblo cristiano en la Vigilia Pascual.

En los Himnos litúrgicos de las Horas, ya desde antiguo, son frecuentes las alusiones a la vida cristiana como lucha contra el Demonio. Estas alusiones son más frecuentes en Completas: «Tu nos ab hoste libera», «insidiantes reprime»; «visita, Señor, esta habitación, aleja de ella las insidias del enemigo» (or. domingo). Precisamente en las lecturas breves de esta Hora (martes y miércoles) la Iglesia nos recuerda que es necesario resistir al Diablo, que nos ronda como león rugiente (1 Pe 5,8-9), y no caer en el pecado, para no darle lugar (Ef 4,26-27).

Las tentaciones diabólicas

El Demonio es el Tentador que inclina a los hombres al pecado. «El oficio propio del Diablo es tentar» (STh I,114,2). Cierto que también somos tentados por el mundo y la carne, pues «cada uno es tentado por sus propios deseos, que le atraen y seducen» (Sant 1,14; +Mt 15,18-20); de modo que no todas las tentaciones proceden del Demonio (STh I,114,3). Pero al ser él el principal enemigo del hombre, y el que se sirve del mundo y de la carne, bien puede decirse que «no es nuestra lucha contra la carne y ]a sangre, sino contra los espíritus malos» (Ef 6,12).

Hay señales del influjo diabólico, aunque oscuras. Ya dice San Juan de la Cruz que de los tres enemigos del hombre «el demonio es el más oscuro de entender» (Cautelas 2). Cuando hablamos del padre de la mentira, observa Pablo VI, «nuestra doctrina se hace incierta, por estar como oscurecida por las tinieblas mismas que rodean al Demonio» (15-XI-1972). Conocemos, sin embargo, suficientemente sus siniestras estrategias, que siempre operan por la vía de la falsedad: convicciones, por ejemplo, absurdas («me voy a condenar»), ideas falsas persistentes, que no parecen tener su origen en temperamento, educación o ideas personales...

Santa Teresa, describiendo una tentación contra la humildad, nos señala los elementos típicos de la tentación diabólica: Esta era «una humildad falsa que el demonio inventaba para desasosegarme y probar si puede traer el alma a desesperación. Se ve claro [que es cosa diabólica] en la inquietud y desasosiego con que comienza y el alboroto que da en el alma todo el tiempo que dura, y la oscuridad y aflicción que en ella pone, la sequedad y mala disposición para la oración o para cualquier cosa buena. Parece que ahoga el alma y ata el cuerpo para que de nada aproveche» (Vida 30,9).

Inquietud, desasosiego, oscuridad, alboroto interior, sequedad... pero sobre todo falsedad. El Demonio «cuando habla la mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). Todo en él es engaño, mentira, falsedad; por eso en la vida espiritual -¿qué va a hacer, si no?- intenta falsear y falsificar todo. San Juan de la Cruz dice que, si se trata de humildad, el Demonio pone en el ánimo «una falsa humildad y una afición fervorosa de la voluntad fundada en amor propio»; si de lágrimas, también él «sabe muy bien algunas veces hacer derramar lágrimas sobre los sentimientos que él pone, para ir poniendo en el alma las afecciones que él quiere» (2 Subida 29,11). Si se trata de visiones, las que suscita el Demonio «hacen sequedad de espíritu acerca del trato con Dios, y dan inclinación a estimarse y a admitir y tener en algo las dichas visiones; y no duran, antes se caen en seguida del alma, salvo si el alma las estima mucho, que entonces la propia estimación hace que se acuerde de ellas naturalmente» (24,7).

Es importante en la vida espiritual iluminar en Cristo los fondos oscuros donde actúan las tentaciones del Maligno. Decía Santa Teresa: «Tengo yo tanta experiencia de que es cosa del demonio que, como ya ve que le entiendo, no me atormenta tantas veces como solía» (Vida 30,9).

Nada puede el Demonio sobre el hombre si éste no le cede sus potencias espirituales. «El demonio -enseña San Juan de la Cruz- no puede nada en el alma si no es mediante las operaciones de las potencias de ella, principalmente por medio de las noticias [que ocupan la memoria], porque de ellas dependen casi todas las demás operaciones de las demás potencias; de donde, si la memoria se aniquila de ellas, el demonio no puede nada, porque nada halla de donde asir, y sin nada, nada puede» (3 Subida 4,1). Dios puede obrar en la substancia del alma inmediatamente o también mediatamente, con ideas, sentimientos, palabras interiores. Pero el Demonio sólo mediatamente puede actuar sobre el hombre, induciendo en él sentimientos, imágenes, dudas, convicciones falsas, iluminaciones engañosas. Sin la complicidad de las potencias espirituales del hombre, el alma misma permanece para él inaccesible.

Sentidos, imaginación. Hasta en personas de gran virtud «se aprovecha el demonio de los apetitos sensitivos (aunque con éstos, en este estado, las más de las veces puede muy poco o nada, por estar ya ellos amortiguados), y cuando con esto no puede, representa a la imaginación muchas variedades, y a veces levanta en la parte sensitiva muchos movimientos, y otras molestias que causa, así espirituales como sensitivas; de las cuales no está en mano del alma poderse librar hasta que «el Señor envía su ángel y los libra»» (Cántico 16,2).

Memoria, fantasía. La acción del Diablo «puede representar en la memoria y fantasía muchas noticias y formas falsas que parezcan verdaderas y buenas, porque, como se transfigura en ángel de luz (2 Cor 11,14), le parece al alma luz. Y también en las verdaderas, las que son de parte de Dios, puede tentarla de muchas maneras» para que caiga «en gula espiritual y otros daños. Y para hacer esto mejor, suele él sugerir y poner gusto y sabor en el sentido acerca de las mismas cosas de Dios, para que el alma, encandilada en aquel sabor, se vaya cegando con aquel gusto y poniendo los ojos más en el sabor que en el amor» (3 Subida 10,1-2).

Entendimiento. El padre de la mentira halla su mayor ganancia cuando pervierte la mente del hombre, pero si no lo consigue con falsas doctrinas -que es su medio ordinario-, puede intentarlo echando mano de locuciones y visiones espirituales o imaginarias. El Demonio a estas personas «siempre procura moverles la voluntad a que estimen aquellas comunicaciones interiores, y que hagan mucho caso de ellas, para que se den a ellas y ocupen el alma en lo que no es virtud, sino ocasión de perder la que hubiese» (2 Subida 29,11). Estima Santa Teresa que en las visiones imaginarias es «donde más ilusiones puede hacer el demonio» (Vida 28,4; +6 Moradas 9,1).

El Demonio tienta a los buenos. A los pecadores les tienta por mundo y carne, y con eso le basta para perderlos. Pero se ve obligado a hostilizar directamente, a cara descubierta, a los santos, que ya están muy libres de mundo y carne. Por eso en las vidas de los santos hallamos normalmente directas agresiones diabólicas. Esto se supo ya desde antiguo; lo vemos, por ejemplo, en la Vida de San Antonio: los demonios «cuando ven que los cristianos, y especialmente los monjes, se esfuerzan y progresan, en seguida los atacan y tientan, poniéndoles obstáculos en el camino; y esos obstáculos son los malos pensamientos (logismoi)» (MG 26,876-877).

San Juan de la Cruz da la causa: «Conociendo el demonio esta prosperidad del alma -él, por su gran malicia, envidia todo el bien que en ella ve-, en este tiempo usa de toda su habilidad y ejercita todas sus artes para poder turbar en el alma siquiera una mínima parte de este bien; porque más aprecia él impedir a esta alma un quilate de esta su riqueza que hacer caer a otras muchas en muchos y graves pecados, porque las otras tienen poco o nada que perder, y ésta mucho» (Cántico 16,2).

Santa Teresa confesaba: «Son tantas las veces que estos malditos me atormentan y tan poco el miedo que les tengo, al ver que no se pueden menear si el Señor no les da licencia, que me cansaría si las dijese» (Vida 31,9). Por otra parte, en estas almas tan unidas a Dios, «no puede entrar el demonio ni hacer ningún daño» (5 Morada 5,1). Por eso muchos santos mueren en paz, sin perturbaciones del Diablo (Fundaciones 16,5). Lo mismo atestigua San Juan de la Cruz: la purificación espiritual adelantada «ahuyenta al demonio, que tiene poder en el alma por el asimiento [de ella] a las cosas corporales y temporales» (1 Subida 2,2). «Al alma que está unida con Dios, el demonio la teme como al mismo Dios» (Dichos 125). En ella «el demonio está ya vencido y apartado muy lejos» (Cántico 40, 1).

Se da, pues, la paradoja de que el Demonio ataca sobre todo a los santos, a los que teme mucho, y en quienes nada puede. Cuando al Santo Cura de Ars le preguntaban si temía al Demonio, que durante tantos años le había asediado terriblemente, contestaba: «¡Oh no! Ya somos casi camaradas» (R. Fourrey, Le Curé d’ Ars authentique, París, Fayard 1964, 204).

El Demonio tienta a lo que parece bueno. «Entre las muchas astucias que el demonio usa para engañar a los espirituales -dice San Juan de la Cruz-, la más ordinaria es engañarlos bajo especie de bien, y no bajo especie de mal; porque sabe que el mal conocido apenas lo tomarán» (Cautelas 10). «Por lo cual, el alma buena siempre en lo bueno se ha de recelar más, porque lo malo ello trae consigo el testimonio de sí» (3 Subida 37,1). A Santa Teresa, por ejemplo, el Demonio le tentaba piadosamente a que dejase tanta oración «por humildad» (Vida 8,5).

A la persona especialmente llamada por Dios a una vida retirada y contemplativa, el Demonio le tentará llamándola a una vida excelente, pero más exterior, por ejemplo, al servicio de los pobres. Y si el Señor destina a alguien a escribir libros espirituales, el Diablo le impulsará, con apremios difícilmente resistibles, a que se dedique a la predicación y a la atención espiritual de muchas personas, y a que de hecho deje de escribir. A estas personas el Padre de la Mentira no les tienta con algo malo, pues sabe que se lo rechazarán, sino que procura desviarles del plan exacto de Dios sobre ellas con algo bueno, es decir, con algo que, siendo realmente bueno -el servicio de los pobres, la predicación, la dirección espiritual-, no permitirá, sin embargo, la perfecta santificación de la persona y su plena colaboración con la obra de la Redención.

Obsesión y posesión

Las tentaciones del Diablo revisten a veces caracteres especiales que conviene conocer, siquiera sea a grandes rasgos.

En la obsesión el Demonio actúa sobre el hombre desde fuera -aquí la palabra obsesión tiene el sentido latino de asedio, no el vulgar de idea fija-. La obsesión diabólica es interna cuando afecta a las potencias espirituales, sobre todo a las inferiores: violentas inclinaciones malas, repugnancias insuperables, impresiones pasionales muy fuertes, angustias, etc.; todo lo cual, por supuesto, se distingue difícilmente de las tentaciones ordinarias, como no sea por su violencia y duración. La obsesión externa afecta a cualquiera de los sentidos externos, induciendo impresiones, a veces sumamente engañosas, en vista, oído, olfato, gusto, tacto. Aunque más espectacular, ésta no tiene tanta peligrosidad como la obsesión interna. Las obsesiones diabólicas, sobre todo las internas, pueden hacer mucho daño a los cristianos carnales; por eso Dios no suele permitir que quienes todavía lo son se vean atacados por ellas.

En la posesión el Demonio entra en la víctima y la mueve despóticamente desde dentro. Pero adviértase que aunque el Diablo haya invadido el cuerpo de un hombre, y obre en él como en propiedad suya, no puede influir en la persona como principio intrínseco de sus acciones y movimientos, sino por un dominio extrínseco y violento, que es ajeno a la sustancia del acto. La posesión diabólica afecta al cuerpo, pero el alma no es invadida, conserva la libertad y, si se mantiene unida a Dios, puede estar en gracia durante la misma posesión.

Sobre las posesiones diabólicas (Mc 5,2-9), Juan Pablo II dice: «No resulta siempre fácil discernir lo que hay de preternatural en estos casos, ni la Iglesia condesciende o secunda fácilmente la tendencia a atribuir muchos hechos e intervenciones directas al demonio; pero en línea de principio no se puede negar que, en su afán de dañar y conducir al mal, Satanás puede llegar a esta extrema manifestación de su superioridad» (13-VIII-1986).

Espiritualidad de la lucha contra el Demonio

El Demonio es peor enemigo que mundo y carne. Esto es algo que el cristiano debe saber. «Sus tentaciones y astucias -dice San Juan de la Cruz- son más fuertes y duras de vencer y más dificultosas de entender que las del mundo y carne, y también se fortalecen [sus hostilidades] con estos otros dos enemigos, mundo y carne, para hacer al alma fuerte guerra» (Cántico 3,9).

Un tratado de espiritualidad que, al describir la vida cristiana y su combate, ignore la lucha contra el Demonio, difícilmente puede considerarse un tratado de espiritualidad católica, pues se aleja excesivamente de la Biblia y de la tradición. Por lo demás, sería como un manual militar de guerra que omitiera hablar -o sólamente lo hiciera en una nota a pie de página- de la aviación enemiga, que es sin duda hoy el arma más peligrosa de una guerra.

La armadura de Dios es necesaria para vencer al Enemigo. En el cristianismo actual muchos ignoran u olvidan que la vida cristiana personal y comunitaria implica una fuerte lucha contra el Diablo y sus ángeles malos. A esto «hoy se le presta poca atención -observa Pablo VI-. Se teme volver a caer en viejas teorías maniqueas o en terribles divagaciones fantásticas y supersticiosas. Hoy prefieren algunos mostrarse valientes y libres de prejuicios, y tomar actitudes positivas» (15-XI-1972). Pero la decisión de eliminar ideológicamente un enemigo que sigue siendo obstinadamente real sólo consigue hacerlo más peligroso. Quienes así proceden olvidan que, como decía León Bloy, «el mal de este mundo es de origen angélico, y no puede expresarse en lengua humana» (La sangre del pobre, Madrid, ZYX 1967,87). Por esa vía se trivializa el mal del hombre y del mundo, y se trivializan los medios para vencerlos.

Es necesaria la armadura de Dios que describe San Pablo: «Confortáos en el Señor y en la fuerza de su poder; vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis resistir ante las asechanzas del diablo» (Ef 6,10-18)...

La espada de la Palabra y la perseverancia en la oración: son las mismas armas con las que Cristo venció al Demonio en el desierto. La Palabra divina es como espada que corta sin vacilaciones los nudos de los lazos engañosos del Maligno. «Orad para que no cedáis en la tentación» (Lc 22,40). Ciertos especie de demonios «no puede ser expulsada por ningún medio si no es por la oración» (Mc 9,29).

La coraza de la justicia: venciendo el pecado se vence al Demonio. «No pequéis, no deis entrada al diablo» (Ef 4,26-27). «Sometéos a Dios y resistid al diablo, y huirá de vosotros» (Sant 4,7). «¿Qué defensa, qué remedio oponer a la acción del demonio? -se preguntaba Pablo VI-. Podemos decir: Todo lo que nos defiende del pecado nos defiende por ello mismo del enemigo invisible» (15-XI-1972).

El escudo de la fe: dejando a un lado visiones y locuciones, aprendiendo a caminar en pura fe, pues el Demonio no tiene por dónde asir al cristiano si éste sabe vivir en «desnudez espiritual y pobreza de espíritu y vacío en fe» (2 Subida 24,9).

La fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia es necesaria para librarse del Demonio. Decía Santa Teresa: «Tengo por muy cierto que el demonio no engañará -no lo permitirá Dios- al alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe»; a esta alma «como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar -aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12). El que da crédito a «quien enseña cosas diferentes y no se atiene a las palabras saludables, las de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad» (1 Tim 6,3), no sólo cae en el error -lo cual es grave-, sino que cae bajo el influjo del padre de la mentira -lo cual es más grave aún-.

Los sacramentales de la Iglesia, la cruz, el agua bendita, son ayudas preciosas. Como un niño que corre a refugiarse en su madre, así el cristiano asediado por el Diablo tiende, bajo la acción del Espíritu Santo, a buscar el auxilio de la Madre Iglesia. Y los sacramentales son auxilios «de carácter espiritual obtenidos por la intercesión de la Iglesia» (SC 60). Santa Teresa conoció bien la fuerza del agua bendita ante los demonios: «No hay cosa con que huyan más para no volver; de la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita; para mí es particular y muy conocida consolación que siente mi alma cuando la tomo». Y añade algo muy de ella: «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4; +31,1-11).

No debemos temer al Demonio, pues el Señor nos mandó: «No se turbe vuestro corazón ni tengáis miedo» (Jn 14,27). Cristo venció al Demonio y lo sujetó. Ahora es como una fiera encadenada, que no puede dañar al cristiano si éste no se le entrega. El poder tentador de los demonios está completamente sujeto a la providencia del Señor, que los emplea para nuestro bien como castigos medicinales (1 Cor 5,5; 1 Tim 1,20) o como pruebas purificadoras (2 Cor 12,7-10).

Los cristianos somos en Cristo reyes, y participamos del Señorío de Jesucristo sobre toda criatura, también sobre los demonios. En este sentido escribía Santa Teresa: «Si este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es y que son sus esclavos los demonios -y de esto no hay que dudar, pues es de fe-, siendo yo sierva de este Señor y Rey ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?, ¿por qué no he de tener yo fortaleza para combatir contra todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía darme Dios ánimo, que yo me veía otra en un breve tiempo, que no temiera meterme con ellos a brazos, que me parecía que con aquella cruz fácilmente los venciera a todos. Y así dije: «Venid ahora todos, que siendo sierva del Señor quiero yo ver qué me podéis hacer»». Y en esta actitud desafiante, concluye: «No hay duda de que me parecía que me tenían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos que se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy; porque, aunque algunas veces les veía, no les he tenido más casi miedo, antes me parecía que ellos me lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien dado por el Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza» (Vida 25,20-21).

Señales del Demonio

«¿Existen señales, y cuáles, de la presencia de la acción diabólica? -se pregunta Pablo VI-. Podremos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; donde la mentira se afirma, hipócrita y poderosa, contra la verdad evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (1 Cor 16,22; 12,3); donde el espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido; donde se afirma la desesperación como última palabra» (15-XI-1972)...

Si esto es así, es indudable que nuestro tiempo se dan claramente las señales de la acción del Diablo. Estas señales también en otras épocas se han dado, pero no quizá como en el presente. Los últimos Papas, al menos, no han dudado en atribuir el «lado oscuro» de nuestro siglo al influjo diabólico.

«Ya habita en este mundo el «hijo de la perdición» de quien habla el Apóstol (2 Tes 2,3)» (San Pío X, enc. Supremi apostolatus cathedra: AAS 36, 1903,131-132). «Por primera vez en la historia, asistimos a una lucha fríamente calculadora y arteramente preparada por el hombre «contra todo lo que es divino» (2 Tes 2,4)» (Pío XI, enc. Divini Redemptoris 19-III-1937, 22). «Este espíritu del mal pretende separar al hombre de Cristo, el verdadero, el único Salvador, para arrojarlo a la corriente del ateísmo y del materialismo» (Pío XII, Nous vous adressons 3-VI-1950). «Se diría que, a través de alguna grieta, ha entrado el humo de Satanás en el Templo de Dios... ¿Cómo ha ocurrido todo esto? Ha habido un poder, un poder perverso: el demonio» (Pablo VI 29-VI-1972).