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Las edades espirituales

C. García, Corrientes nuevas de Teología Espiritual, Madrid, Studium 1971, 187-200; B. J. Groeschel, Crecimiento espiritual y madurez psicológica, Madrid, Atenas 1987; L. Mendizábal, Las etapas de la vida espiritual, «Manresa» 38 (1966) 251-270; K. Rahner, Sobre el problema del camino gradual hacia la perfección cristiana, en Escritos de Teología, Madrid, Taurus 1961, III,13-33.

El crecimiento espiritual en la Biblia

En la Escritura la vida de la gracia siempre exige crecimiento, es algo que se desarrolla en un constante dinamismo perfectivo. Son frecuentes las imágenes vegetativas: «El justo crecerá como palmera, se alzará como cedro del Líbano» (Sal 91,13). El Reino de Dios en el corazón del hombre es como una semilla que «germina y crece, sin que él sepa cómo» (Mc 4,26-27). «Primero hierba, luego espiga, en seguida trigo que llena la espiga»; y en la madurez, la muerte: «cuando el fruto está maduro, se mete la hoz, porque la mies está en sazón» (4,28-29). Igualmente, la vida cristiana es un paso constante de lo imperfecto a lo perfecto (1 Cor 2,6; 13,9-10s). Es un avance, una carrera sin pausa hacia la perfección evangélica (Flp 3,9-14). Todos los fieles -los laicos también, naturalmente- han de ir adelantando en la vida en el Espíritu hasta llegar a ser «perfectos en Cristo» (Col 1,28; +Ef 4,15-16).

La más perfecta imagen bíblica del crecimiento en Cristo la encontramos en las edades del hombre. En efecto, algunos cristianos son como «niños en Cristo»: piensan, hablan y razonan en las cosas de la fe como niños, y han de ser alimentados con «leche espiritual» (1 Cor 3,1-3; +13,11-12; 14,20; 1 Pe 2,2). «El manjar sólido es para los perfectos, los que en virtud del hábito tienen sus facultades ejercitadas para el discernimiento (diácrisis) del bien y del mal» (Heb 5,11-13). En los que todavía son como niños falta este discernimiento, y por eso «fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina»; lo que muestra cómo necesitan crecer «cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,12-13). Así los cristianos, con el esfuerzo ascético y la receptividad mística, nos hemos de ir configurando a Cristo «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18; +Gál 4,19).

En los Padres orientales

Partiendo de la Biblia y de la experiencia espiritual, los Padres intentaron señalar las fases del crecimiento en Cristo. Las cadenas de virtudes -ya San Pedro presenta una (2 Pe 1,5-8)- ofrecen un esquema algo confuso, de poco valor sistemático. Así San Amonas: «La soledad engendra la ascesis y las lágrimas; las lágrimas engendran el temor; el temor engendra la humildad y la previsión; la previsión engendra la caridad; la caridad hace al alma sana e impasible» (Instrucciones 4,60: Patrologia Orientalis 11,481; +Macario, Homilías espirituales 40,1; Casiano, Instituta 4,43). Aunque en estas series se dan no pocas variantes, trazan sin embargo un itinerario verdadero, según el cual el cristiano va del temor al amor, del ejercicio de virtudes a la contemplación de Cristo, de la inquietud a la perfecta paz espiritual.

Temor-esperanza-caridad es en los Padres el esquema trifásico de mayor valor doctrinal. «La caridad perfecta echa fuera el temor», nos dice San Juan, pues «el que teme no es perfecto en la caridad» (1 Jn 4,18). Clemente de Alejandría distingue entre los cristianos que sirven a Dios por temor al castigo, por esperanza del premio, o por puro amor (MG 9,319; +Orígenes: 12,911; San Gregorio de Nisa: 44, 765).

El paso de la ascética a la mística es otra primitiva contribución de gran importancia a la doctrina espiritual. Ya estaba sugerida en la enseñanza de Jesús: «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). En este sentido, Evagrio Póntico, el monje sabio del desierto, enseña que la practiké, purificando al cristiano de vicios, desórdenes pasionales y del influjo del Demonio, conduce a la apátheia, y ésta abre el alma a la gnosis o theoría, es decir, a la contemplación. El ascético ejercicio de las virtudes conduce, pues, a la apátheia, que puede entenderse como pureza de corazón, silencio interior, pacificación de las agitaciones interiores desordenadas (San Jerónimo traduce: impassibilitas, imperturbatio: BAC 220, 740; Casiano, inmobilis tranquilitas animi, tranquilitas mentis: Collationes 9, 2; 18,16). Esa pureza y madurez espiritual es la que hace posible ver a Dios.

Con unos u otros matices, muchos autores siguieron ese esquema, y todos ellos vincularon íntimamente apátheia y amor de caridad, agape. Así Diadoco de Fótice: «Sólo la caridad produce impasibilidad»; «en la perfecta caridad no hay temor, sino total impasibilidad» (SChr 5ter,150 y 94). También es de señalar la gran importancia que estos antiguos maestros espirituales del Oriente cristiano dan a la mansedumbre o praotes. Ella es la que serena el apetito irascible, thymos, y por eso es superior incluso a la sophrosine, que ordena las pasiones del apetito concupiscible, epithymía, pasiones menos poderosas, y de rango inferior. El modelo aquí siempre aludido es Moisés, que por ser «hombre mansísimo, más que cuantos hubiese sobre la haz de la tierra», por eso le fue dado «contemplar el semblante de Yavé», y hablar con él «cara a cara» (Núm 12,3-8).

Isaac de Nínive habla de novicios-medianos-perfectos, y él también pone la perfección en la impasibilidad final (MG 86,854). En la Scala Paradisi de San Juan Clímaco el crecimiento espiritual tiene tres fases: primero renuncia (1-7), después extirpación de vicios por crecimiento de virtudes (8-26), y finalmente perfección (27-30: MG 88,630-1164). Así se puede distinguir entre cristianos rudos-aprovechados-maestros en las cosas del Espíritu (88,1017).

Un bello texto de San Gregorio de Nisa, maestro de lo inefable -teología apofática-, puede sintetizar las enseñanzas aludidas: «La gnosis religiosa es al comienzo luz, cuando empieza a aparecer. Pero cuanto más llega a comprender el espíritu en su caminar hacia adelante, por una aplicación cada vez más grande y perfecta, qué cosa sea el conocimiento de las realidades, y cuanto más se acerca a la contemplación, tanto más comprende que la naturaleza divina es invisible. Habiendo dejado todas las apariencias, no sólo lo que perciben los sentidos, sino lo que la inteligencia cree ver, se dirige cada vez más hacia el interior, hasta que por el esfuerzo del espíritu penetra hasta el Invisible y el Incognoscible, y allí ve a Dios. En efecto, el verdadero conocimiento de Aquel a quien está buscando y su verdadera visión consiste en no ver, porque Aquel a quien busca transciende todo conocimiento, rodeado por todas partes por su incomprensibilidad como por una tiniebla» (SChr 1ter, 210). Es la Noche contemplativa de San Juan de la Cruz.

Finalmente, la Iglesia Oriental, en la personalidad anónima del Pseudo-Dionisio ofrece un esquema, también trifásico, de notable importancia para comprender la dinámica normal de la vida cristiana. Lo primero que necesita el cristiano es una fase de purificación o katarsis, para ir creciendo luego en la iluminación o fotismos, que le conducirá a la perfecta unión, henosis, teleiosis. Son las clásicas tres vías de la doctrina espiritual ascético-mística.

En los Padres latinos

San Agustín ve el crecimiento espiritual en los grados de la caridad, que una vez nacida, se alimenta, se fortalece, hasta alcanzar la perfección (ML 35, 2014; +39, 1654; 44,290). Así pasa el hombre del amor a sí mismo, con olvido de Dios, al amor total a Dios, con olvido de sí mismo (Ciudad de Dios 14,28). Este gran Doctor considera también la analogía de las edades espirituales (ML 34,143-144). El cristiano niño, si está en gracia, tiene en sí a Dios, pero apenas se entera. Y a medida que se va haciendo adulto, aumenta en él no sólo la intensidad de la inhabitación, sino también la captación espiritual de la misma (Carta 187: ML 33,832-848).

En estos temas espirituales, como en muchos otros, el Occidente latino recibió sus principales luces de la Iglesia en Oriente. Y fue el monje Casiano el que, quizá en mayor medida, contribuyó a difundir en la Iglesia latina estas doctrinas de los maestros cristianos orientales: el paso necesario de la ascesis a la mística (Collationes 14,2); las series temor-esperanza-caridad, fe-esperanza-caridad (11,6-12), las tres renuncias sucesivas: primero a los bienes exteriores, después a los propios vicios, finalmente a todo el mundo presente, para buscar en el venidero a solo Dios (3,6).

San Gregorio Magno habla de comienzo-progreso-perfección, y utiliza diversas imágenes, como aquella evangélica hierba-espiga-trigo (ML 76,241-244; 959-961). Enseña también que hay tres conversiones, inicio-medio-perfección (76, 302). Y en otras ocasiones describe el crecimiento espiritual según ocho grados, en relación con los siete dones del Espíritu Santo, que se ven coronados por la contemplación (76,1029-1030).

Adviértase que tanto para los Padres orientales como para los latinos hay, en todo caso, algo evidente: que la vida cristiana ha de ser vida en crecimiento permanente. Así San Gregorio de Nisa: «La verdadera perfección nunca permanece inmóvil, sino que siempre está creciendo de bien en mejor; la perfección no tiene fronteras que la limiten» (MG 46,285). Y San Jerónimo: «No querer ser perfecto es un delito» (BAC 219,78).

En la Edad Media

La teología medieval continúa las tradiciones espirituales de la Iglesia latina o griega, pero en ocasiones matiza o añade enseñanzas muy interesantes. Así Guillermo de San Teodorico, apoyándose en San Pablo, distingue muy acertadamente entre cristianos animales-racionales-espirituales:

«Animales son los que de suyo ni se rigen por su propia inteligencia [de las cosas sobrenaturales], ni son atraídos por el afecto [hacia ellas], sino que o movidos por la autoridad, o advertidos por la doctrina, o estimulados por el ejemplo, aprueban el bien donde lo hallan, y son llevados de la mano como ciegos; es decir, imitan. Están después los racionales, esto es, los que por juicio de la razón y discreción de ciencia prudencial tienen conocimiento del bien, y deseo de él, pero les falta el afecto. Y, por fin, están los perfectos, más plenamente iluminados por el Espíritu Santo, que se llaman "sapientes", porque tienen ya el "sabor" del bien que les atrae; y también se llaman espirituales, en cuanto que están como revestidos del Espíritu Santo, por cuyo afecto son atraídos. Y cada uno de estos estados, como tienen una índole propia de progreso, así también dentro de su campo tienen cierta medida de perfección. Así en el estadio animal, el comienzo del bien es la absoluta obediencia; el progreso, someter su cuerpo y sujetarlo a servidumbre (+1 Cor 9,27); la perfección, convertir en gusto con la práctica la costumbre de obrar bien. En el estadio racional, el comienzo es entender qué es lo que propone la doctrina de la fe; el progreso, disponerlo todo tal como viene propuesto por esa doctrina de la fe; la perfección, cuando el juicio de la razón, iluminada por la fe, pasa a constituir el afecto de la mente. En el estadio espiritual, el comienzo es la perfección misma del hombre racional; el progreso, reflejar la gloria de Dios con el rostro descubierto; la perfección, transformarse en su imagen de claridad en claridad, con la acción del Señor, que es Espíritu (+2 Cor 3,18)» (ML 184,315-316).

San Buenaventura propone varios sistemas para describir el crecimiento espiritual: virtudes-dones-bienaventuranzas (Breviloquium 5,6); mandamientos-consejos-gozo de bienes eternos (Apologia pauperum 3). Pero sin duda la división más importante es la que enseñó siguiendo al Pseudo-Dionisio, las tres vías: El hombre, en la vía purificativa, comienza por alejarse del pecado, acercándose poco a poco a la verdad; en la vía iluminativa se va enamorando de las verdades reveladas; y en la via unitiva es inmediatamente iluminado por Dios en la contemplación infusa transformante (De triplici via 3,1).

Santo Tomás de Aquino logra la más perfecta síntesis, combinando hábilmente varias de las perspectivas ya aludidas: los criterios de las tres vías, más referidos al crecimiento en la vida contemplativa; los sistemas, de mejor aplicación a todos los cristianos, de las tres edades y de los grados de la caridad; y aquéllos otros de carácter más metafísico, que pueden referirse a cualquier forma de progreso, principio-medio-fin, principiantes-proficientes-perfectos.

Las tres edades: «El crecimiento espiritual de la caridad puede considerarse como algo semejante al desarrollo corporal del hombre. En éste, aunque pueden distinguirse muchas fases, hay sin embargo algunas distinciones determinadas que pueden establecerse según determinadas acciones o dedicaciones en las que el hombre se va ocupando según su crecimiento: así se dice infantil la edad anterior al uso de razón; después se distingue otro estado del hombre cuando ya comienza a hablar y a tener uso de razón; más tarde tenemos un, tercer grado, el de la pubertad, cuando comienza el poder de generación; y así se llega hasta la condición perfecta del hombre». Estas edades del hombre van en relación con los grados de la caridad:

«Así también los diversos grados de la caridad se distinguen según las diversas ocupaciones a las que el hombre se va dedicando según el crecimiento de la caridad. En el primer grado [vía purificativa] la dedicación principal del hombre es apartarse del pecado y resistir sus concupiscencias, que se mueven en contra de la caridad; esto corresponde a los principiantes, en los que la caridad ha de ser alimentada y fomentada para que no se corrompa. En el segundo grado [vía iluminativa], el hombre intenta principalmente ir adelantando en el bien; y esto pertenece a los adelantados, que procuran sobre todo fortalecer y acrecentar la caridad. El tercero [vía unitiva] se caracteriza porque en él la dedicación principal del hombre es intentar unirse con Dios y gozarle; y esto pertenece a los perfectos» (STh II-II,24, 9; +las tres vías en: In librum B. Dionisii de Div. Nominibus c.1, lect.2).

Por otra parte, es ley metafísica que haya en todo movimiento tres fases, también en el itinerario espiritual: «Sucede aquí como en el movimiento físico: lo primero es salir del término de origen; lo segundo es acercarse al otro término; lo tercero es llegar y descansar en el término pretendido» (II-II,- 24,9). Y es que «toda dedicación del hombre tiene un principio, un medio y un término; por tanto, en el estado espiritual se distinguen tres fases: un principio propio de principiantes, un medio que pertenece a los adelantados, y un término que es de los perfectos» (II-II,183,3). Bien podemos poner estos procesos en relación con el Exodo bíblico: el pueblo de Israel, conducido y asístido por Dios, tuvo en primer lugar que salir de Egipto, con no pequeño esfuerzo y riesgo; en seguida hubo de pasar el desierto, sostenido por la esperanza; y así llegó finalmente a la Tierra prometida, donde descansó. Hay una lógica perfecta en este plan dispuesto por Dios para crearse un Pueblo Nuevo, elegido, distinto de todos los demás.

En épocas posteriores

San Ignacio de Loyola, atendiendo a varios aspectos, como la victoria progresiva sobre el pecado, señala en sus Ejercicios (164-168) tres maneras de humildad:

«La primera manera de humildad es necesaria para la salvación eterna, es a saber, que así me abaje y así me humille cuanto en mí sea posible, para que en todo obedezca a la ley de Dios nuestro Señor, de tal suerte que aunque me hiciesen señor de todas las cosas creadas en este mundo, ni por la propia vida temporal, no sea en deliberar de quebrantar un mandamiento, sea divino, sea humano, que me obligue a pecado mortal. La segunda es más perfecta humildad que la primera, es a saber, si yo me hallo en tal punto que no quiero ni me afecto más a tener riqueza que pobreza, a querer honor que deshonor, a desear vida larga que corta, siendo igual servicio de Dios nuestro Señor y salud de mi alma; y con esto, que por todo lo creado, ni porque la vida me quitasen, no sea en deliberar de hacer un pecado venial. La tercera es humildad perfectisima, es a saber, cuando incluyendo la primera y segunda, siendo igual alabanza y gloria de la divina majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno de ellos que honores, y desear más ser estimado por vano y loco por Cristo, que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo».

Santa Teresa, en las Moradas del Castillo interior, distingue y describe siete fases del crecimiento espiritual, mirando especialmente el desarrollo de la vida de oración. En las moradas I-II-III el cristiano incipiente se ejercita en oraciones activas; en la IV, el cristiano adelantado comienza a tener contemplación infusa en oraciones semipasivas; y en las moradas V-VI-VII, la persona, en la contemplación mística pasiva, se une perfectamente a Dios, transformándose en él.

San Juan de la Cruz, según el modo clásico, habla también de principiantes, aprovechados y perfectos (1 Subida 1,3; 1 Noche 1,1). Según esto, una distribución ternaria de sus Noches podría aproximadamente establecerse así: principiantes, purificación activa del sentido (1 Subida) y del espíritu (1-2 Subida); adelantados, purificación pasiva del sentido (1 Noche); perfectos, purificación pasiva del espiritu (2 Noche).

El jesuíta Luis Lallement (+1635) distingue tres conversiones por las que suele pasar el cristiano que de verdad busca la santidad: la primera es común, y se produce al entrar en la vida de la gracia; la segunda conversión implica una vuelta a la gracia perdida por los pecados; y la tercera corresponde a los que se entregan ya totalmente a Dios (Doctrine spirituelle IIº princ., IIª secc., c.6,a.2).

R. Garrigou-Lagrange, en nuestro siglo, adoptó un tiempo la clasificación de Lallement (Les trois conversions et les trois vies, Juvisy 1933), pero pronto pasó al esquema tomista de las edades espirituales, consideradas según los grados de la caridad (Les trois âges de la vie intérieur, París, Cerf 1951; original 1938).

El Magisterio apostólico

En muchas ocasiones, aunque normalmente de modo tangencial, la Iglesia ha enseñado que la vida de la gracia ha de tener un continuo progreso, aunque no ha descrito las etapas que caracterizan ese crecimiento. El concilio de Trento dice que los cristianos «se renuevan de día en día» (2 Cor 4,16) y, creciendo en la justicia, en ella se justifican cada vez más (Ap 22,11), mediante el mérito de las buenas obras (Dz 1535, 1574, 1582). Y el Vaticano II enseña que «es necesario que [los cristianos] con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (LG 40a).

((Por otra parte, el mismo Magisterio rechazó el quietismo, que ignora un crecimiento espiritual, con fases tipificadas, y que afirma que «aquellas tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva, son el mayor absurdo que se haya dicho en mística, puesto que no hay más que una vía única, a saber la via interna» (Dz 2226).))

Cuadro sinóptico sobre el crecimiento espiritual

En este cuadro sobre las fases típicas del progreso espiritual adoptamos el sistema ternario, lo que nos obliga a superponer sistemas diversos, cuya correspondencia no siempre es exacta, sino aproximada. El cuadro, pues, vale sólo como una indicación general sobre temas ya estudiados antes con más precisión.

El cristiano niño

El que aún es niño en Cristo es, pues, un cristiano principiante y carnal. Vive más a lo humano que a lo cristiano; es decir, sus movimientos espontáneos proceden del alma humana, y todavía experimenta en sí mismo la acción del Espíritu Santo como la de un principio extrínseco y en cierto modo violento. Ya en los capítulos sobre la santidad y sobre la perfección hemos tratado de estos temas. Ahora lo haremos brevemente para relacionar distintos aspectos considerados en diversos capítulos.

El cristiano niño y carnal tiene virtudes iniciales y una caridad imperfecta, y por eso vive más el Evangelio como un temor que como un amor. Trata de cumplir las leyes, pero como apenas posee su espíritu, le pesan, y experimenta la vida cristiana sobre todo como un gran sistema de obligaciones de conciencia. Sus oraciones, escasas y laboriosas, son activas -vocales, meditativas etc.-,y en ellas apenas logra conciencia de estar con Dios. Después, en la vida ordinaria, vive normalmente sin acordarse de la presencia del Señor.

El cristiano niño, todavía carnal, tiene tendencias contrarias al Espíritu, a veces fuertes, y lucha contra el pecado mortal -de otros pecados menores no hace mucho caso-. No tiene apenas celo apostólico, ni está en situación de ejercitarlo. Siente filias y fobias, sufre un considerable desorden interior, carece de un discernimiento fácil y seguro, y como está empeñado en duras luchas personales -fase purificativa- experimenta la vida en Cristo como algo duro y fatigoso. Todo ello le fuerza a ejercitar sus virtudes, en ocasiones, con actos intensos. Y así va creciendo en la gracia divina -va creciendo, por supuesto, si es fiel-.

Algunos cristianos hay que son crónicamente niños, no crecen, son como niños anormales. No pasan bien la crisis de la adolescencia, no llegan a esa segunda conversión que está en el paso de principiantes -vida purificativa- a adelantados -vida iluminativa-. Abusan de la gracia divina, descuidan la fidelidad en las cosas pequeñas, dejan bastante la oración y los sacramentos, no entran en la verdadera abnegación de sí mismos, no acaban de tomar la cruz de Cristo para seguirle cada día. Son, como dice Garrigou-Lagrange, almas retardadas (Las tres edades, p.II, cp.20).

El cristiano joven

Es joven en Cristo el cristiano adelantado (los términos antiguos de aprovechado o proficiente hoy no se entienden bien). Este tiene ya virtudes bastante fuertes, frecuentemente asistidas por los dones del Espíritu Santo. Lucha sinceramente contra el pecado venial, cumple la ley con relativa facilidad, va cobrando fuerza apostólica, su oración viene a tener modos semipasivos -vía iluminativa-, y suele estar bastante viva durante la vida ordinaria. Al tener en buena parte «la casa sosegada», al haber superado los apegos y desórdenes internos de mayor fuerza, va viviendo a Cristo con mucha más libertad espiritual y más alegría.

De entre las personas de vida cristiana verdadera, no son pocas las que llegan a esta edad espiritual. Santa Teresa dice: «Conozco muchas almas que llegan aquí; y que pasen de aquí, como han de pasar, son tan pocas que me da vergüenza decirlo» (Vida 15,5).

El cristiano adulto

Adulto en Cristo, es decir, cristiano espiritual y perfecto, puede llamarse a aquél que, con la gracia de Dios, ha ido hasta el final por el camino de la perfección evangélica. Este se ve habitualmente iluminado y movido por el Espíritu Santo. Cuando piensa en fe y actúa en caridad, es decir, cuando vive cristianamente, obra ya espontáneamente, desde sí mismo, o mejor, desde el Espíritu de Jesús, que ahora experimenta en sí como su principio vital intrínseco. Acrecido el amor de la caridad, quedó ya fuera de él el temor.

Este cristiano adulto está ahora sobre la ley, y es el que mejor la cumple. Está libre del mundo y de sí mismo, en perfecta abnegación, y vive habitualmente en Dios, con Dios, desde Dios y para Dios. Ahora es cuando se ha hecho plena su unión con Dios -fase unitiva-, y cuando sus virtudes son constantemente asistidas y perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo. Es ahora cuando el cristiano, libre de apegos, de pecados, de filias y de fobias, configurado a Cristo paciente y glorioso, alcanza ante el Padre su plena identidad filial, entra de lleno en la alta contemplación mística y pasiva, y se hace radiante y eficaz en la actividad apostólica.

Observaciones y conclusiones

-Edad biológica y edad espiritual, obviamente, no se corresponden de modo necesario. Hay niños, espiritualmente precoces, que son adultos en Cristo, y hay adultos que en las cosas espirituales son aún niños, carnales, sin uso de fe apenas, y que viven a lo humano.

-Los esquemas propuestos deben ser interpretados con gran flexibilidad. Señalan las fases ordinarias del crecimiento espiritual, pero la vida de la gracia está siempre abierta a lo extraordinario, a las posibles intervenciones del Espíritu, que «sopla donde quiere» (Jn 3,8). Los mismos maestros que han descrito el crecimiento espiritual en forma sistemática, avisan que no se interpreten sus esquemas en forma rígida. Santa Teresa, por ejemplo, al señalar las fases de la oración, advierte: «No hay alma en este camino tan gigante que no haya menester muchas veces de tornar a ser niño y a mamar -y esto jamás se olvide, quizá lo diré más veces, pues importa mucho-, porque no hay estado de oración tan subido, que muchas veces no sea necesario tornar al principio» (Vida 13,15).

-Es posible, sin embargo, conocer y describir las etapas normales del camino espiritual. Dice Santo Tomás, ya lo vimos, que así como es posible caracterizar la psicología del niño, del adolescente o del adulto, así también las fases del crecimiento en el Espíritu «se distinguen según las diversas ocupaciones a las que el hombre se va dedicando según el crecimiento de la caridad» (STh II-II,24,9).

-Es muy conveniente conocer bien las edades espirituales, la fisonomía peculiar que las distingue, y las formas de vida espiritual que a cada una le favorece o perjudica. El conocimiento de las edades espirituales ayuda mucho a establecer esa synergía entre la acción del Espíritu y la actividad del cristiano, que en esta doctrina aprende «este saberse dejar llevar por Dios», que dice San Juan de la Cruz (Subida, prólogo 4).

((La ignorancia de las edades espirituales produce graves males tanto en la dirección espiritual como en la acción pastoral. Muchos errores cometidos con principiantes-niños-carnales -como, por ejemplo, sustraerlos a obediencia y ley, convenciéndoles de que ya son adultos; sumergirlos en ratos muy largos de oración meditativa; mandarlos a hacer apostolado antes de tiempo, etc.-, proceden en buena parte de que se ignoran los caminos del Espíritu. Verdades elementales, como que la fase purificativa -la lucha frontal contra pecados y apegos- ha de ser el empeño primero y principal de todo principiante, son alegremente ignoradas por muchos, como si las cosas no fueran como son, sino como ellos preferirían que fuesen. Y aún mayores errores se cometen con los adelantados, y sobre todo con los perfectos, de cuya vida espiritual apenas suele tenerse ciencia ni experiencia. Ahora bien, las almas que se guían mal o que son mal conducidas, porque no se entienden ni hallan quien las entienda bien, o no llegan a perfección, o si llegan, «llegan muy más tarde y con más trabajo, y con menos merecimiento, por no haberse acomodado ellas a Dios» (Subida, prólogo 3).))

-La mayoría de los cristianos son como niños en Cristo, son principiantes, carnales, que aún viven habitualmente a lo humano. Todos los maestros espirituales nos enseñan, fundados en la fe y en la experiencia, que son muy pocos los cristianos que en esta vida llegan a la edad adulta en Cristo, como perfectos y espirituales (+Vida 15,5; 1 Noche 8,1; 11,4; 2 Noche 20,5).

((Muchos, sin embargo, contra doctrina y contra experiencia, hablan y obran como si la mayoría de los cristianos fueran adultos. Así, rechazan el magisterio apostólico, la disciplina eclesial, la guía de la autoridad pastoral, alegando: «Ya somos adultos». Y así, cuando consideran, por ejemplo, la esterilidad de una Iglesia local -supuesto que tengan lucidez para reconocerla-, buscan la solución primero de todo en mejoras organizativas, económicas, metodológicas, pero no advierten que sin conversión y mayor santidad los problemas eclesiales no tienen solución. Parecen, pues, ignorar que la vida cristiana de una Iglesia particular en la que la mayoría de los laicos, sacerdotes, teólogos y religiosos son como niños, son carnales, y viven a lo humano, es una vida necesariamente mediocre, sumamente deficiente, llena de errores, disensiones, fragilidades morales, engaños e ilusiones, desorden y contradicciones, agitación y actividades vanas. Y es que los niños, inevitablemente -a no ser que se sujeten a obediencia- piensan como niños, sienten como niños y obran como niños.

Por otra parte el problema se agrava en cuanto que esos sacerdotes, laicos y teólogos, que espiritualmente son como niños, suelen tener conciencia psicológica de adultos: ellos discurren, alegan, escriben, organizan, celebran reuniones, a veces con una admirable planificación... ¿No prueba todo esto que son cristianos adultos?... No, no lo prueba. San Pablo se atrevía a decir a los corintios: «Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no os di comida porque aun no la admitíais. Y ni aun ahora la admitís, porque sois todavía carnales. Si, pues, hay entre vosotros envidia y discordias, ¿no prueba esto que sois carnales y vivís a lo humano?» (1 Cor 3,1-3)...

-La Iglesia ha de formar para Dios hijos santos, plenamente adultos en Cristo. Para eso el Padre la ha enriquecido en el Espíritu de Jesús con toda clase de gracias, palabras, sacramentos y dones. Esa es su misión entre los hombres, su vocación irrenunciable. Una Iglesia que ya no aspira a florecer en santos, y que no pone los medios para lograrlos, traiciona lo más profundo de sí misma. Por eso si una familia, un movimiento, una diócesis, no florecen suficientemente en santos, si sólo producen cristianos carnales, crónicamente infantiles, hay que deducir que tienen un Evangelio deficiente o falseado, y que -quizá para continuar siendo numerosos- se contentan con un cristianismo desvirtuado, vivido a lo humano, es decir, habitualmente resistente al Espíritu Santo.

La Iglesia de Cristo ha recibido de lo alto misión para hacer de los hombres adámicos, hombres nuevos, es decir, cristianos, y tiene en Dios fuerza para fomentar el crecimiento de éstos, desde niños hasta adultos, de modo que lleguen a ser «varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).