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La glorificación de Dios

AA.VV., Gloire de Dieu, DSp IV (1967) 421-487; Z. Alszeghy-M. Flick, Gloria Dei, «Gregorianum» 36 (1955) 361-390; R. Baracaldo, La gloria de Dios según S. Pablo, Madrid, COCULSA 1964; J. Dan, Shekhinah, en Encyclopædia Judaica, 14, N.York, Macmillan 1971, 1349-1354; G. von Rad, doxa, KITTEL II, 240-245/II, 1357-1370.

Catecismo, todo tiene su fin en la gloria de Dios (293-294, 2804-2827).

Gloria de Dios y santidad del hombre

«El mundo ha sido creado para la gloria de Dios», enseña el Vaticano I (Dz 3025). Ese es -y ciertamente no puede ser otro- el fin supremo de este cosmos antiguo, inmenso y misterioso. El Señor eterno, en cinco días, hizo nacer todo a la existencia, y en el día sexto, creando al hombre, coronó su obra creativa. Creó al hombre a su imagen, es decir, le dio inteligencia y voluntad, capacidad de conocer y de amar. Así le hizo señor de las demás criaturas, y le constituyó sacerdote suyo en medio de la creación. En efecto, «el Señor formó al hombre de la tierra, y le hizo según su propia imagen. Le dio lengua, ojos y oídos, y un corazón inteligente. Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras, para que alabara su Nombre Santo. Y sus ojos vieron la grandeza de su gloria» (Sir 17,1-13).

La santidad del hombre, la plena realización de su ser y de su vocación, está en conocer y amar a Dios. Y la gloria de Dios en este mundo se cumple en la medida en que el hombre le conoce y le ama. En efecto, la gloria de Dios es el mismo ser divino -vida y belleza, bondad y potencia- en cuanto que se manifiesta y comunica a las criaturas. San Agustín definía la gloria divina como «conocimiento claro con alabanza» (clara cum laude notitia: ML 42,770). Según esto podemos afirmar que la santificación del hombre coincide con la glorificación de Dios en este mundo. Y que el hombre ha de buscar en el Santo la santidad principalmente para la gloria de Dios.

Pecado, soteriología y doxología

Pues bien, desde el principio, los hombres pecaron y no dieron gloria a Dios, frustrando así el sentido más profundo de sus vidas, que está en conocer, amar al Señor y unirse a él por la obediencia, cantando su gloria. Y entonces, todos los males del mundo -injusticia, malicia, avaricia, mentira, violencia, lujuria- hicieron a los hombres indeciblemente miserables, «por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a obscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios, se hicieron necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible... trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos» (Rm 1,18-32).

¿Cómo podrá el hombre ahora salvar su vida en este mundo y en el futuro? ¿Dónde está la salvación de la humanidad, entregada siglo tras siglo a males tan abominables? ¿Podrá salvarse el hombre él mismo, sin Dios? ¿Podrá hallar curación de su enfermedad en los mismos hombres: médicos, científicos, psicólogos, políticos?... El Evangelio de Jesús nos asegura que la salvación del hombre (soteriología) se halla en la glorificación de Dios (doxología). (Recordaremos la etimología: soter, salvador; sotería, salvación; doxa, gloria). El hombre sólo puede salvarse cumpliendo su naturaleza profunda, por la que está destinado a conocer y amar a Dios con todas las fuerzas de su mente y de su corazón.

Según esto, siendo Cristo el santificador del hombre, es el glorificador de Dios en este mundo. Comunicando al hombre su Espíritu, le ha dado la fe y la caridad, es decir, le ha dado una potencia sobrenatural para conocer y amar a Dios. Así es como el hombre es santificado, y así Dios es glorificado de nuevo en este mundo con una gloria perfecta. La naturaleza se ha salvado en la gracia de Cristo: «Dios que [en el Génesis] dijo: «Brille la luz del seno de las tinieblas», es el que ha hecho brillar [en el Evangelio] la luz en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6).

La gloria de Dios en Israel

Dios habita en su gloria inaccesible. Su majestad es tan grande que en su presencia los ángeles se cubren el rostro con las alas (Is 6,2), y los hombres no pueden verlo sin morir (Ex 3,6; Dt 4,33; Jue 6,23; 13,22)

Sin embargo, con todo cuidado, gradualmente, Yavé muestra su gloria a Israel. Lo hace primero a algunos hombres elegidos, como Moisés, en quienes enciende el deseo de contemplarle: «Moisés dijo: Muéstrame tu gloria». Y Yavé se muestra veladamente: «Me verás las espaldas, pero mi rostro no lo verás» (Ex 33,18-23). Más tarde, todo el pueblo va teniendo acceso a la gloriosa experiencia de Dios, el Dios único, Creador del cielo y de la tierra. «Ver la gloria de Dios» significa en la Biblia experimentar su divina potencia salvadora: Israel ve la gloria de Dios en la nube, el fuego, el arca, el paso del Mar Rojo (14,17-18), el pan milagroso del desierto (16,7).

Por otra parte, Yavé glorifica a Israel mostrándole su gloria. La gloria divina marca su huella en Moisés, cuya «faz se había hecho radiante desde que había estado hablando con Yavé» (Ex 34,29. 35). El salmista quiere que todos, de modo semejante, se vean glorificados por la visión del Señor: «Contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). Ningún pueblo ha recibido el honor de una tan formidable Revelación divina: «¿Qué pueblo ha oído la voz de su Dios hablándole en medio del fuego, como lo has oído tú, quedando con vida?» (Dt 4,32-34). «En todas las cosas, Señor, engrandeces a tu pueblo y lo glorificas» (Sab 19,20).

A su vez, la vocación de Israel es glorificar a Dios entre las naciones. Realmente los hijos de Abrahan son «un pueblo singular entre todos los pueblos que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 14,2; +26,18). Su destino en la historia es procurar en el mundo el honor de Dios: «El pueblo que será creado alabará al Señor» (Sal 101,19). Para eso fue sacado Israel de Egipto, para que viviendo bajo leyes divinas, no egipcias (Lev 18,3), ofreciera un culto religioso verdadero, libre de errores e impurezas (Ex 3,12-18; 12,31), y de este modo fuera un pueblo Santo y sacerdotal, consagrado totalmente al Creador único (Ley 11,45; 20,26; Dt 7,6). Yavé dirá de Israel: «Mi elegido, mi pueblo que hice para mí, que cantará mis alabanzas» (Is 43,21; +43,7; 44,21), es la «obra de mis manos, para manifestar mi gloria» (60,21).

La glorificación de Yavé es el centro de la espiritualidad judía. Por la Revelación de los patriarcas y profetas, Israel recibe de Dios un conocimiento nuevo del misterio divino, y de ahí un amor nuevo, que enciende a su vez una nueva glorificación religiosa: «Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su Nombre, proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones» (Sal 95,1-3; +97; 149; Is 42,10s; Jdt 16,1s; Ap 14,3). Israel debe empeñarse en que todos los pueblos alaben al Señor, al único Dios verdadero (Sal 67). Ha de recordar siempre las maravillas de su poder, y en sus angustias ha de acudir siempre al Señor, para que él muestre su gloria, sea perdonando a su pueblo (Is 49,13s; 52,6s), sea castigando a los enemigos (Dan 3,44-45).

Éste es el espíritu doxológico que se ha de expresar en danzas, fiestas y sacrificios (Lev 7,11s; 22,17s; Dt 12,6. 17), y especialmente en los bellísimos salmos de alabanza (8, 18, 28, 32, 103, 104, 110, 112, 116, 134, 135, 144-148, 150), de acción de gracias individual (9a, 17, 21b, 22, 29, 31, 33, 39a, 40, 62, 65, 91, 93b, 102, 106, 114, 115, 117, 137) y de acción da gracias nacional (45, 47, 64, 66, 75, 123). Así pues, misión de Israel es contar a las naciones las grandes obras de Yavé, Dios único: «Dad gracias al Señor, invocad su Nombre, dad a conocer sus hazañas a los pueblos; cantadle al son de instrumentos, hablad de sus maravillas; gloriáos de su Nombre Santo, que se alegren los que buscan al Señor» (Sal 104,1-3). Más aún, toda la creación ha de ser encendida por Israel en la glorificación de Dios: «Retumbe el mar y cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan, aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor que llega para regir la tierra» (Sal 97,7-8).

Israel conoce, sin embargo, que su glorificación de Dios es imperfecta. Necesitaría una mayor efusión del Espíritu divino para alcanzar la «adoración en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Y lo más terrible es que con sus innumerables pecados oscurece la gloria del Santo hasta extremos abominables: «En Horeb se hicieron un becerro, adoraron un ídolo de fundición; cambiaron Su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Sal 105,19-20; +Is 2,8).

Por eso el Israel espiritual desea y espera tiempos nuevos de plenitud religiosa, en los que el Señor sea gorificado como se merece. Los profetas anuncian estos tiempos. Uno de ellos ve «la apariencia de la imagen de la gloria de Yavé» que viene a manifestarse en «una figura semejante a un hombre» (Ez 1,26. 28; +Dan 7,13-14). Otro prevé la figura misteriosa de un Siervo de Yavé, en cuya total humillación se dará la universal glorificación de Dios (Is 53). A este Salvador le dirá Yavé: «Tú eres mi Siervo; en ti seré glorificado» (49,3).

La gloria de Dios en Jesucristo

«El Padre de la gloria» se reveló al mundo en Jesucristo (Ef 1,17), que es «el esplendor de su gloria» (Heb 1,3), «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero». En efecto, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).

En Cristo la gloria de Dios está a un tiempo revelada y velada. La gloria de Dios se revela en la santidad de Cristo, en su bondad misericordiosa, en su palabra, en sus milagros («manifestó su gloria», Jn 2,11), y en algunos momentos de su vida, como en el bautismo (Mt 3,16-17) o en la transfiguración, «mientras oraba» (17,2; Lc 9,29). Pero la humilde corporalidad de Jesús, su pobreza, y sobre todo su pasión, es decir, su completa pasibilidad ante la persecución, el dolor y la muerte, velan la gloria divina en Cristo («si eres Hijo de Dios, baja de esa cruz», Mt 27,40). Y es que Cristo, en su vida mortal, «no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango», humillándose en la condición humana hasta la muerte (Flp 2,6-8). Aún no había llegado la hora en que el Hijo del Hombre fuera glorificado (Jn 7,39; 12,23).

Jesucristo es el glorificador del Padre. Ésa es su misión en el mundo, la causa de su encarnación, de su obediencia, de su predicación y de su cruz: «Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese. Yo he manifestado tu Nombre a los hombres que de este mundo me has dado» (Jn 17,4-6).

En la humillación del Hijo se cumple la glorificación del Padre. Pero también se inicia, ya en la cruz, la glorificación de Cristo. «¿No era necesario que el Mesías padeciese esto y así entrara en su gloria?» (Lc 24,26). En efecto, cuando «crucificaron al Señor de la gloria» (1 Cor 2,8), fue su hora, y alzado en lo alto, atrajo a todos hacia sí (Jn 8,28; 12,32; Is 53,10-12). En la cruz precisamente es donde se consumó su victoria sobre pecado, muerte y Demonio, y por eso ahora, «resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre» (Rm 6,4), es «coronado de gloria y honor, por haber padecido la muerte» (Heb 2,9).

El Espíritu Santo es el glorificador del Hijo, según este mismo lo declaró: «El me glorificará» (Jn 16,14). Y el Espíritu Santo glorifica al Hijo en la Iglesia, por su liturgia, por la santidad de los fieles, por la predicación del ministerio apostólico. Sin embargo, aunque Cristo ya ha resucitado y es el Señor de todo (Pantocrator), «al presente no vemos aún que todo le esté sometido» (Heb 2,8), y es que todavía «corren días malos» (Ef 5,16).

Aún hay muchos hombres que no glorifican a Cristo, sino que, en una u otra forma, dan culto a la Bestia, que les ha seducido (Ap 13,3-4). Pero al fin de los tiempos, todos «verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes con gran poder y majestad» (Mc 13,26; +Dan 7,13-14), y Cristo vencerá para siempre a la Bestia y a sus admiradores (Ap 19,20; 20,9-10). Mientras tanto, vivamos santamente en este mundo «con la bienaventurada esperanza puesta en la venida gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús» (Tit 2,12-13).

La gloria de Dios en la Iglesia

Cristo celestial glorifica a la Iglesia, su Esposa, revistiéndola amorosamente con su gracia. En la última Cena, orando al Padre, dice Jesús: «Yo he sido glorificado en ellos. Yo les he dado la gloria que tú me diste» (Jn 17,10. 22). «Yo glorificaré la Casa de mi gloria» (Is 60,7). En efecto, el nombre de Jesús es glorificado en nosotros, sus fieles, y nosotros somos glorificados en él (2 Tes 1,12). «Todos nosotros, a cara descubierta, contemplamos la gloria del Señor como en un espejo, y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18; +1,20; 2 Tes 2,14).

La gloria de Cristo resucitado resplandece en la Iglesia por la luminosidad permanente de su Palabra, por la santidad inalterable de sus sacramentos, por la fuerza santificante de su gracia, que en todos los siglos da frutos patentes de perfección evangélica en hombres y mujeres de toda condición.

La santidad de los hombres es la gloria de Dios en este mundo. Y así Dios, en Cristo, procura «a la vez Su gloria y nuestra felicidad» (AG 2b). San Ireneo lo explica claramente: «quienes se hallan en la luz, no son ellos los que iluminan la luz, sino ésta la que los ilumina a ellos. Dios concede la vida, la incorrupción y la gloria eterna a los que le siguen y sirven, sin percibir por ello beneficio ninguno de parte de ellos, pues él es rico, perfecto y sin indigencia alguna. Dios requiere de los hombres que le sirvan, para beneficiar a los que perseveran en su servicio. Y en esto consiste precisamente la gloria del hombre en perseverar y permanecer al servicio de Dios. Por esta razón decía el Señor a sus discípulos: «No sois vosotros los que me habéis elegido a mí, soy yo quien os he elegido», dando a entender que no le glorificaban al seguirle, sino que por seguir al Hijo de Dios, era éste quien los glorificaba a ellos» (SChr 100,539-541).

La gloria de los santos de Cristo, ya en este mundo, resulta a veces visible, como dice Guillermo de San Teodorico: «El alma adornada por el espíritu de sabiduría, ama la justicia y odia la iniquidad, y es ungida por Dios -como Cristo, de quien se hace partícipe- con el óleo de la alegría: a todos agrada, por todos es amada. Estas almas, en la santidad de su vida, en la glorificación del hombre interior, en la contemplación y gozo de la divinidad, parecen pregustar las bienaventuranzas de la vida futura, y vivir iniciadas ya en ella; y hasta esa glorificación de los cuerpos, que allí poseerán plenamente, parecen recibirla aquí de algún modo: hasta sus sentidos tienen una gracia nueva y como espiritual; la expresión del rostro, la disposición del cuerpo, la belleza de sus vidas, costumbres y actos... Realmente inician ya aquí la gloria futura de los cuerpos, con esa pureza de conciencia y esa gracia en el trato» (ML 184,405-406).

Sin embargo, aunque «ya ahora somos hijos de Dios, aún no se a manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando [Cristo] aparezca, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2; +Col 3,4). Si la gloria divina en Cristo estaba velada por su condición humana, por la misma razón está también velada en los cristianos, miembros de su Cuerpo; por la misma razón, pero también por otra: el pecado, inexistente en Cristo, oscurece en los cristianos el resplandor de la gloria. Por eso el Señor exhorta a sus discípulos: «Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16). En todo caso, sabemos con la certeza de la fe que al final de los siglos, pasado ya el tiempo de la prueba, la Santa Iglesia aparecerá «gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada» (Ef 5,27), «ataviada como una esposa que se engalana para su esposo» (Ap 21,2).

El fin de la Iglesia es la glorificación de Dios. Mientras vuelve Cristo, y luego en la eternidad, los cristianos somos conscientes de que hemos sido elegidos «para que unánimes, a una sola voz, glorifiquemos a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rm 15,6). En efecto, hemos sido constituidos «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para proclamar el poder del que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). Cristo nos ha dado el conocimiento de la fe (clara notitia) para encendernos el corazón en el ardor de la caridad (cum laude).

San Basilio, en sus Reglas largas, dice que «la vida del cristiano es unidimensional (monotropos), tiene un solo fin: la gloria de Dios, pues «ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, debéis hacerlo todo para la gloria de Dios», según dice San Pablo, portavoz de Cristo (1 Cor 10,31). Por el contrario, la razón vital de los mundanos es pluridireccional (politropos): según las circunstancias, se diversifica para agradar a las personas que se encuentran» (MG 31,973). La glorificación de Dios ha de ser para el cristiano lo primero, lo único necesario (Mt 6,33; Lc 10,41): «A él sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las generaciones, por los siglos de los siglos. Amén» (Ef 3,21).

La recta intención

En uno de sus escritos, Charles Peguy pregunta a tres picapedreros, ocupados en la construcción de una catedral, qué están haciendo. Uno dice «pico piedra», otro contesta «me gano el pan», y el tercero responde «construyo una catedral». La respuesta plena sería: «Edifico esta catedral para gloria de Cristo y para santificación mía y de mis hermanos». Las cosas se pueden hacer por fines muy diversos, de los que no siempre somos conscientes. Respice finem, decían los latinos. Al caminar es preciso no perder nunca de vista la meta, el fin. Mirando el fin se acrecientan las fuerzas, y se asegura la prudencia de los medios que se van poniendo.

La espiritualidad cristiana cuida siempre la rectitud de intención. «La luz del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es puro, tu cuerpo entero estará iluminado. Pero si tu ojo es malo, tu cuerpo entero estará sombrío» (Mt 6,22-23). Siempre hemos de estar atentos a que toda nuestra vida esté orientada a la gloria de Dios. El peligro de amar más la gloria de los hombres que la gloria de Dios (Jn 12,43) es real, es una tentación permanente. Hasta las mejores obras de oración, ayuno o limosna, podemos hacerlas para ser vistos por los hombres (Mt 6,1. 5. 16). Erraremos el camino y perderemos el premio si andamos buscando el favor de los hombres más que el favor de Dios (Gál 1,10; 1 Tes 2,4).

Como enseña San Ignacio, el principio y fundamento de la vida cristiana es reconocer, con todas sus consecuencias, que «el hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas cuanto para ella le impiden» (Ejercicios 23).

«En toda buena elección -sigue diciendo San Ignacio-, en cuanto está de nuestra parte, el ojo de nuestra intención debe ser simple, mirando sólamente para qué soy creado, a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor y salvación de mi alma. Y así cualquier cosa que yo eligiere, debe ser a que me ayude para el fin para el que soy creado, no ordenando ni trayendo el fin al medio, sino el medio al fin. Así acaece que muchos eligen primero casarse, que es medio, y secundariamente servir a Dios nuestro Señor en el casamiento, el cual servir a Dios es fin. Así mismo hay otros que primero quieren tener beneficios [clericales] y después servir a Dios en ellos. De manera que éstos no van derechos a Dios, sino que quieren que Dios venga derecho a sus afecciones desordenadas, y, por consiguiente, hacen del fin medio y del medio fin; lo que habían de tomar primero toman último. Porque primero hemos de poner por objeto querer servir a Dios, que es el fin, y secundariamente tomar beneficio o casarme, si más me conviene, que es el medio para el fin. Y ninguna cosa me debe mover a tomar tales medios o a privarme de ellos, sino sólo el servicio y alabanza de Dios nuestro Señor y la salud eterna de mi alma» (Ejercicios 169; +170-189).

La intención recta siempre ha de procurarse y nunca debe darse por supuesta. Para ello hay prácticas espirituales que pueden ser de gran ayuda: el examen de conciencia diario o frecuente, el ofrecimiento de obras, la confesión frecuente, la dirección espiritual, y por supuesto la oración, tanto la de petición, como la de trato amistoso con el Señor, pues justamente en esta relación íntima con el que es la Luz, se va aclarando nuestra vida, y se van disipando los engaños y las trampas.

Por lo demás, en esto como en todo, es la caridad la fuerza que más eficazmente nos lleva derechos hacia Dios. El amor fuerte verdadero, a veces sin saber cómo, acierta infaliblemente con el camino más corto para llegar al Amado. Nada ni nadie puede engañarle. «El cuerpo por su peso tiende a su lugar», decía San Agustín; pues bien, «mi peso es mi amor; él me lleva dondequiera que vaya» (pondus meus amor meus; eo feror, quocumque feror: Confesiones XIII,9,10). «Ama y haz lo que quieres» (dilige et quod vis fac: ML 35,2033; +STh II-II,184,1).

La verificación de fines, hecha a la luz de la fe y en la oración, ha de ayudarnos a formar y mantener la intención recta. Debemos ser muy conscientes de que una misma acción puede ser realizada por fines diversos, y de que incluso estos fines pueden ir cambiando con el tiempo. Así, por ejemplo, un joven se inscribe en los cursillos de un gimnasio para tener ocasión de salir de casa; allí se va interesando por la gimnasia, de modo que luego asiste para mantenerse en forma; pero más tarde se aburre de tanto ejercicio, aunque sigue acudiendo para verse con una muchacha que le gusta; etc., etc. Una misma actividad puede verse motivada por fines diversos, simultáneos, cambiantes, principales o secundarios, buenos o malos, verdaderos o falsos, conscientes o inconscientes. Todos los psicólogos conocen perfectamente estos procesos, y saben bien que las personas muchas veces ignoramos los fines reales de nuestros actos e incluso de nuestras costumbres. Pues bien, la recta intención exige verificar, hacer verdaderos los fines de nuestra vida.

1. -Fines verdaderos y fines engañosos. ¿Haces este donativo por verdadero amor al prójimo o por quedar bien ante tales personas? ¿Vas a la oración para que te vean o para ver a Dios?...

2. -Fines objetivos y fines subjetivos. El fin objetivo, por ejemplo, del estudio es ir creciendo en la ciencia, acercarse a Dios, hacerse más útil a los hombres. ¿Coincide con esto el fin subjetivo de tu estudio, o estudias por amor propio, para pasar de curso, ganar dinero pronto, y poder independizarte?...

3. -Fin principal y fines secundarios. ¿Hago este largo y costoso viaje con un sentido espiritual de peregrinación o lo principal es hacer turismo, conocer nuevos países, presumir de ello después?... La rectitud de intención exige verificación de fines, y eventualmente hace necesario, cuando una acción debe proseguirse, rectificar la intención, es decir, purificarla de motivaciones malas, falsas o parásitas, para reorientarla hacia fines más altos y verdaderos. Cuando la acción de un cristiano no se alza a la gloria de Dios y a la santidad, es una acción mala o al menos es deficitaria: no alcanza el nivel de calidad debido.

La gloria de Dios en la vida ordinaria

«Hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31). «Todo lo que hagáis, de palabra o de obra, hacedlo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col 3,17). El músico Haydn, desde niño, escribía en la primera página de sus composiciones In nomine Domini, y en la última Laus Deo. Es así como la vida entera del cristiano, en todas y cada una de sus obras, ha de hacerse un «culto espiritual» ofrecido constantemente a Dios por Jesucristo (Rm 12,1).

La motivación doxológica ha de reinar claramente sobre cualquier otra. Si los cristianos procuramos ejercitarnos en la virtud, no ha de ser principalmente para librarnos del mal, para sentirnos perfectos, para merecer la vida eterna; ha de ser primeramente y ante todo para la gloria de Dios: negativamente, para que por causa nuestra no sea blasfemado y despreciado su Nombre en el mundo (Rm 2,24; Tit 2,5; GS 19c); y positivamente, para que en nosotros y por causa nuestra sea glorificado Dios entre los hombres (Mt 5,16; 1 Pe 2,12; 3,1). Para eso queremos ser perfectos como nuestro Padre celestial, para «brillar como antorchas en el mundo, llevando en alto la Palabra de vida» (Flp 2,14-16).

San Ignacio de Antioquía exhortaba a sus fieles: «que por todos los medios glorifiquéis a Jesús, que os ha glorificado a vosotros» (Efesios 2,2). San Benito lo dispone todo en su Regla «para que en todo sea Dios glorificado» (57, 9). San Agustín escribe: «Cantad con vuestra voz, cantad con vuestro corazón, cantad con vuestra boca, cantad con vuestras costumbres, «cantad al Señor un cántico nuevo». ¿Queréis rendir alabanzas a Dios? Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar. Vosotros mismos seréis su alabanza, si vivís santamente» (ML 38,211). Es el lema de San Ignacio y de la Compañía de Jesús: Ad maiorem Dei gloriam.

En la liturgia

El Espíritu Santo mueve a los cristianos para que en todo, pero especialmente en la liturgia glorifiquen a Dios en Cristo. El impulso doxológico que dirige ocultamente toda la vida cristiana, se hace patente, explícito y comunitario, alegre y clamoroso, en la sagrada liturgia: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación glorificarte siempre, Señor». Si el mundo ha sido creado para la gloria de Dios, ha de concluirse que el universo adquiere en la liturgia cristiana -eucaristía, sacramentos, Horas- su significación más profunda.

En efecto, por la liturgia la vida humana entera se convierte en una ofrenda permanente (III anáfora). Por ella «damos gracias al Padre siempre y en todo lugar por Jesucristo, su Hijo amado». Por ella, según reza el Padre nuestro, santificamos el nombre del Padre en nuestros corazones. Sin la liturgia, la enorme aventura del cosmos al paso de los siglos vendría a resultar una trivialidad insignificante, carente de sentido.

La glorificación litúrgica de Dios se fundamenta en la creación y en la redención. Son los dos motivos constantemente invocados, como un eco de la liturgia celestial: «Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas... Digno eres de tomar el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y rescataste con tu Sangre para Dios a hombres de toda tribu y lengua y pueblo y nación» (Ap 4,8-5,9). Pero la doxología litúrgica se fundamenta aun más que en las obras de Dios, en Dios mismo, en su ser, en su bondad y belleza: «Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias».

((La debilitación del espíritu doxológico es la causa principal de las dificultades que muchos fieles experimentan para participar mejor en la liturgia, como también es la explicación primera de que haya tantos bautizados habitualmente alejados de ella. Es cierto que otras causas -como una posible clericalización de la liturgia, o cierta eventual inadaptación de los signos-, deben ser consideradas en esto. Pero es evidente que, fueran cuales fueren los modos de la liturgia, si ésta de verdad ha de ser católica, ha de ser encendidamente doxológica. Y si es doxológica, necesariamente resultará extraña, «no dirá nada» a los cristianos que carezcan de ese espíritu de glorificación de Dios. Es perfectamente comprensible que si el pueblo cristiano pierde este espíritu doxológico deje de ir a Misa los domingos. No está, pues, la solución del problema en hacer una liturgia arbitraria, antropocéntrica y vulgar, sino en reavivar el celo por la gloria de Dios en el corazón de los cristianos.))

En la oración

«La primera petición del Padre nuestro es «santificado sea tu Nombre», en la que pedimos la gloria de Dios» (STh II-II,83,9) Ese es el impulso fundamental de la oración cristiana: «Llenáos del Espíritu, siempre en salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todas las cosas a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 5,18-20).

Las oraciones bíblicas y litúrgicas son la mejor escuela del espíritu doxológico. Por eso nada contribuye tanto al debilitamiento de este espíritu como el distanciamiento de la sagrada Escritura y de la sagrada Liturgia. La primera mitad del Padrenuestro se centra en la glorificación de Dios. La Iglesia, incluyendo el Magnificat en la oración litúrgica de todos las tardes, quiere, en palabras de San Ambrosio, «que en todos resida el alma de María para glorificar al Señor» (ML 15, 1561). Los salmos, el Gloria de la misa, y tantas oraciones de los santos, constituyen bellísimas glorificaciones del Señor del universo.

«Mucho más diría y no acabaría, y el resumen de nuestro discurso será: «El lo es todo». Si quisiéramos alabarle dignamente, jamás llegaríamos, porque es mucho más grande que todas sus obras. Es terrible el Señor, muy grande, y su poder sobre toda admiración. Cuando alabáis al Señor, alzad la voz cuanto podáis, que está muy por encima de vuestras alabanzas. Los que le ensalzáis, cobrad nuevas fuerzas, no os rindáis, que nunca llegaréis al cabo. ¿Quién lo vio y puede darle a conocer, y quién puede engrandecerlo tanto como él es? Lo escondido de él es mucho más que todo esto, pues lo que vemos de sus obras es muy poco. El Señor ha creado todas las cosas, y él dio la sabiduría a los justos» (Sir 43,29-37).

La glorificación de Dios nace de la contemplación de su grandeza y de sus obras. El cristiano que, en el Espíritu de Jesús, contempla a Dios, su ser, su creación, su providencia, su acción redentora, no puede menos de glorificar a Dios con toda su alma: «Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Sal 17,2-3)...

Santa Teresa quería que Dios acrecentase en ella las florecillas de las virtudes, «y que fueren para su gloria, y las sustentase -pues yo no quería nada para mí-, y cortase las que quisiese, que ya sabía yo habían de salir después mejores» (Vida 14,10). Y ya levantada a vida muy contemplativa, decía: «Háblanse aquí muchas palabras en alabanzas de Dios sin concierto (si el mismo Señor no las concierta, al menos el entendimiento no vale aquí nada); querría dar voces en alabanzas el alma, está que no cabe en sí; un desasosiego sabroso. Ya, ya se abren las flores, ya comienzan a dar olor. Aquí querría el alma que todas la viesen y entendiesen su gloria para alabanza de Dios» (16,2-3). Así es la glorificación nacida de la contemplación.

Por otra parte, la gratitud a Dios despierta cuando el amor está ya bastante crecido. Así sucede en las relaciones humanas, donde es raro encontrar agradecimiento en niños y adolescentes y aun en jóvenes: todos ellos se dejan querer y servir sin más, como si todo les fuera debido, y sólo tardíamente van despertando al sentimiento de la gratitud. Lo mismo sucede en los hijos de Dios. El cristiano niño se deja querer por Dios sin más, pero apenas siente gratitud ni deseos de glorificarle. Hace falta que crezca en la vida de la gracia y que venga a ser un cristiano adulto para que el corazón se le llene de gratitud indecible y arda en entusiasmo por el Señor.

((Según lo expuesto, puede deducirse que el espíritu escasamente doxológico suele darse en cristianos que no han bebido suficientemente de las fuentes fundamentales de la espiritualidad católica, la Biblia y la Liturgia (SC 10a, 14b, 24; DV 25-26), es decir, en cristianos que no miran, que no contemplan al Señor lo bastante, y que no han «visto al Invisible» (+Heb 11,27) ni de lejos, ni siquiera «de espaldas» (Ex 33,23). Estos, en fin, son aún como niños, y por eso no han despertado todavía al sentimiento religioso más profundo de la Nueva Alianza, que es la gratitud, la acción de gracias, la eucaristía.))

En el sacerdocio ministerial

«El fin que los presbíteros persiguen con su ministerio y vida es procurar la gloria de Dios en Cristo» (PO 2e). «Así, en nuestro mundo, que tiene necesidad de la gloria de Dios (+Rm 3, 23), los sacerdotes, configurados cada vez más perfectamente con el Sacerdote único y sumo, sean gloria refulgente de Cristo (2 Cor 8,23), y por su medio sea magnificada «la gloria de la gracia» de Dios en el mundo de hoy (+Ef 1,6)» (Pablo VI, enc. Sacerdotalis coelibatus 24-VI-1967, 45).

El sacerdote es el cristiano especialmente consagrado para suscitar entre los hombres la glorificación de Dios. Obispos y presbíteros reciben «el glorioso ministerio del Espíritu» (2 Cor 3,8) para que, santificando a los hombres, glorifiquen a Dios. La actividad sacerdotal es «un ministerio sagrado en el Evangelio de Dios, para procurar que la ofrenda de los paganos, santificada por el Espíritu Santo, le sea agradable» (Rm 15,16).

Esto hace que el sacerdote, entre los hombres de su generación, e incluso entre sus hermanos los cristianos, sea en el mundo el máximo responsable del honor de Dios y de su Cristo. Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, antes caballero y político, en la obra de Jean Anouilh, dice: «Yo era un hombre sin honor. Y, de pronto, me he hallado con uno, el que jamás hubiera imaginado que llegaría a ser el mío, el honor de Dios. Un honor incomprensible y frágil, como un niño-rey perseguido» (Becket ou l’Honneur de Dieu, Table ronde 1959, 165).

((El debilitamiento del espíritu doxológico es la causa principal de la escasez de vocaciones sacerdotales y del abandono del ministerio pastoral. Es evidente que si el sacerdocio ministerial es sobre todo para promover la gloria de Dios en el mundo, aquéllos que no sienten este celo doxológico no se verán atraídos por el sacerdocio y si en él estuvieran ya, lo abandonarán, o si permanecen en él, será desvirtuándolo, desviándolo hacia otros fines, quizá nobles y urgentes. Pero ¿es que hay algo más noble y más urgente que glorificar a Dios santificando a los hombres?))

En el matrimonio

Los esposos cristianos procuran en Cristo «su mutua santificación y, por tanto, juntamente, la glorificación de Dios» (GS 48b). Unidos con el mismo amor que une a Cristo y la Iglesia, engendrando hijos y educándolos en la fe verdadera, «glorifican al Creador» (5Ob) y acrecientan en el mundo el honor de Jesucristo.

Igualmente, con su trabajo multiforme, libres de toda avaricia, sensibles a las necesidades de los pobres, se alegran «de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» (43a).

En los religiosos

La vida y el ministerio de los religiosos es para la gloria de Dios. El religioso, sobre su primera consagración bautismal, «hace una total consagración de sí mismo a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial» (GS 44a). «Se llaman religiosos, dice Santo Tomás, quienes a modo de sacrificio se entregan a sí mismos, con todas sus cosas, a Dios: en cuanto a las cosas, por la pobreza; en cuanto al cuerpo, por la continencia; y en cuanto a la voluntad, por la obediencia; pues la religión consiste en el culto divino» (Contra Gentiles III,130 in fine).

Así pues, la profesión religiosa, que suele realizarse en la eucaristía, junto al altar, es una ofrenda litúrgica que el hombre hace de su vida a Dios, sea en el retiro contemplativo o en los trabajos apostólicos. San Juan Clímaco, en efecto, considera que «la soledad [monástica] es un culto y un servicio ininterrumpido a Dios» (MG 88,1111-1112). Y por lo que se refiere a los religiosos de vida activa, San Antonio Mª Claret dice: «Bienaventurado el que ama con fervor a Dios y procura que Dios sea siempre más conocido, amado y servido y alabado y glorificado ahora y siempre» (El celo 1: BAC 188, 1959,781).

En el apostolado

El impulso apostólico y misionero nace principalmente del celo por la gloria de Dios. El apóstol dice con el salmista: «Quiero hacer memorable tu Nombre por generaciones y generaciones, y los pueblos te alabarán por los siglos de los siglos» (Sal 44,18). Los apóstoles realizan su actividad misionera «en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en angustias, en azotes, en prisiones, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, en santidad...» (2 Cor 6,3-10), sin que nada pueda detenerles, sin temor al deshonor o a la muerte, y todo lo hacen principalmente impulsados por el deseo de encender en el corazón de los hombres la llama de la glorificación de Dios. «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben» (Sal 66,5).

«No tardes, benignísimo Padre -clama Santa Catalina de Siena-. Vuelve los ojos de tu misericordia sobre el mundo. Más glorificado serás dándoles luz que si permanecen en la ceguera y en las tinieblas del pecado mortal, aunque de todo sacas gloria y alabanza para tu Nombre... Pero yo quiero ver la gloria y alabanza de tu Nombre en tus criaturas: que sigan tu voluntad, para que lleguen al fin por el que las creaste» (Elevación después de la sgda. comunión 8: BAC 143, 1955,582).

((Quienes no arden en espíritu doxológico se conforman con que haya en el mundo «cristianos anónimos», que vivan honestamente, aunque nada sepan de Dios ni de Cristo; esto sería secundario. Rechazan así la palabra de Jesús: «En esto está la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3). Nada paraliza tanto el apostolado y las misiones como la escasez de espíritu doxológico. Los apóstoles, enviados a «enseñar a todas las gentes» (Mt 28, 19), ya conocían, por supuesto, la posible realidad de los cristianos anónimos (+Hch 10,35); pero ellos dieron la vida con dolores de parto para engendrar con el Espíritu Santo cristianos explícitos, que confesaran y amaran a «Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, y a Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor». Y ellos, inmersos en un mundo podrido por males inmensos, sabían perfectamente que todos esos males procedían de que los hombres «no glorificaron a Dios ni le dieron gracias» (+Rm 1,18-32).))

En la beneficencia social

Los cristianos glorificamos a Dios no sólo en sí mismo, sino también en su imagen, que es el hombre. Es éste el mandato que nos dio el Señor, y acerca de él nos juzgará al final (Mt 25,31-46). La asistencia benéfica material tenía en la Iglesia primera una dimensión tan hondamente doxológica, que se enmarcaba en la misma liturgia eucarística. También ahora, las colectas de la misa en favor de los necesitados suelen hacerse durante el ofertorio, para que unidas esas ofrendas a la ofrenda que Cristo hace de sí mismo en la cruz, sean ayuda de los pobres y, al mismo tiempo, sean también glorificación del «Padre de las luces, de quien procede todo buen don y toda dádiva perfecta» (Sant 1,17).

En este sentido, cuando San Pablo hace una colecta en favor de los hermanos de Jerusalén (2 Cor 8-9), la presenta como un acto litúrgico, es decir, como una «obra de caridad que hacemos para gloria del mismo Señor» (8,19). En efecto, «la prestación de este servicio (diakonia tes leitourgias) no sólo cubre la escasez de los Santos [fin próximo], sino que hace rebosar en ellos la acción de gracias a Dios [fin último]: al ver la prueba de esta colecta, glorifican a Dios por vuestra obediencia al Evangelio de Cristo y por la generosidad de vuestra solidaridad con ellos y con todos» (9,12-13). Es ésta una perfecta concepción doxológica de la caridad asistencial.

En la enfermedad, el martirio y la muerte

Todos nuestros sufrimientos deben glorificar a Dios. Una enfermedad, incluso una muerte, ha de ser, como la de Lázaro, «para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11,4). Las penas todas de la vida son a un tiempo para la gloria de Dios y para el bien del hombre. El Señor quiere que el hombre se acerque a él, y si el sufrimiento puede ocasionar esa vuelta, no duda en permitirlo en su providencia. Y así se produce esa serie tantas veces señalada en la Escritura: «En el día del peligro, invócame, yo te libraré, y tú me darás gloria» (Sal 49,15; +9,14-15; 85,12-13). Es el esquema esencial de nuestra vida cristiana: Dolor-súplica-misericordia de Dios-alabanza-acción de gracias.

No demoremos nuestra acción de gracias hasta el día de la salvación, que puede tardar. Glorifiquemos a Dios en el mismo sufrimiento, que así nos lo enseña la sagrada Escritura: «Dadle gracias, israelitas, ante los gentiles [en el exilio], porque él nos dispersó entre ellos. Proclamad allí su grandeza, ensalzadlo ante todos los vivientes: que él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos. Nos azota por nuestras iniquidades, y luego se compadecerá y nos reunirá de entre las naciones en que nos ha dispersado. ¡Yo le doy gracias en mi cautiverio, anuncio su grandeza y su poder a un pueblo pecador!» (Tob 13,3-8). Antes de regresar a Jerusalén, en el exilio, más aún, en el mismo horno de fuego, como aquellos tres jóvenes judíos, hemos de decir: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres. Digno de alabanza y glorioso es tu nombre... Cuantos males has traído sobre nosotros, con justo juicio lo has hecho... líbranos con tu poder maravilloso y da gloria a tu Nombre, Señor... Alabad a Dios, fieles todos de Dios, dadle gracias con himnos, porque es eterna su misericordia» (Dan 3,24-90).

La muerte en el martirio es la mayor glorificación de Dios posible. El martirio es la cruz, la muerte de Cristo, «la muerte con que había de glorificar a Dios» (Jn 21,19). Fray Luis de Granada, en su obra Del martirio, escribe: «¿Qué otro sacrificio más agradable, qué otra ofrenda más aceptada se le puede ofrecer [a Dios]? ¿Con qué obra puede él ser más glorificado que con tener siervos tan leales, que toda la potencia del mundo, armada con tanta fiereza de tormentos, no pudiese hacer una pequeña mella en su fe? ¿Qué cosa hay en el mundo con que los hombres puedan glorificar más a su Creador? Callen los cielos y la tierra, calle el resplandor del sol y de la luna y de las estrellas, y aun digo más, calle la gloria que dan a Dios los ángeles y los querubines y los serafines en comparación de ésta» (Suma de la vida cristiana l.II, cp.65: BAC 20, 1957, 609).

El Santo mártir Acacio, de Capadocia, se dispuso a sufrir «la muerte con que había de glorificar a Dios» con esta bella doxología: «Gloria a ti, oh Dios, que actúas según tu gran misericordia hacia aquellos que aman tu Nombre. Gloria a ti, que me has llamado a mí, pecador, a este destino. Gloria a ti, Jesús, que conoces la debilidad de nuestra carne y que me das aguante en los tormentos» (MG 115,229).

Nuestra muerte, en fin, ha de ser para Dios una ofrenda litúrgica suprema. Todos los años de Jesús, desde niño (Lc 2,49), fueron para gloria del Padre, pero fue en la cruz, en el momento de su muerte, cuando consumó la ofrenda doxológica de su vida. Y así ha de ser también en los cristianos. Para muchos cristianos carnales, después de una vida religiosa mediocre, la aceptación confiada de la muerte constituirá un acto heróico, asistido por la gracia divina, definitivamente grandioso, por el que glorificarán a Dios, haciéndole humildemente la ofrenda total de sus vidas. Y los cristianos espirituales desearán ardientemente que llegue «su hora» (Jn 12,23-28), «su hora de pasar de este mundo al Padre» (13,1), la hora de la muerte, el momento de celebrar la Pascua personal que todo lo consuma (Lc 22,15; Jn 19,30).

En la alegría

«¡Feliz el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Dios, a la luz de tu rostro!» (Sal 88,16). Puesto que el hombre ha sido creado para glorificar a Dios, como sacerdote, presidiendo a todas las criaturas, es natural que su corazón sienta alegría al cantar su gloria. Este es el gozo que, de un modo u otro, siempre resplandece en la Biblia y la Liturgia: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón, proclamando tus maravillas; me alegro y exulto contigo y toco en honor de tu nombre» (Sal 9,2-3). Es la alegría de la Virgen María: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,46-47).

«Alegráos siempre en el Señor; de nuevo os digo, alegráos» (Flp 4,4). El cristiano que se alegra en la alabanza de Dios se alegra siempre, sean las circunstancias hostiles o favorables. Y se alegra siempre en el Señor, de modo que nada ni nadie podrá quitarle su alegría (Jn 16,22). Es la alegría de aquel cuyos ojos fueron abiertos por la fe para contemplar al Invisible en el mundo visible (2 Cor 4,18; Heb 11,3): «Tus acciones, Señor, son mi alegría, y mi júbilo las obras de tus manos. ¡Qué magníficas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios! El ignorante no los entiende, ni el necio se da cuenta» (Sal 91,5-7).

El ánimo doxológico se alegra aun cuando todo parezca que vaya «mal», porque se alegra en Dios gratuitamente, totalmente, siempre, incondicionalmente: «Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios mi salvador» (Hab 3,17-18).

((La carencia de entusiasmo doxológico produce un cristianismo falso y triste. Le falta el alma del Evangelio, la alegría de María (Lc 1,47), el júbilo de Cristo (10,21), el gozo del Espíritu Santo (Gál 5,22). Es un cristianismo carente de entusiasmo porque está centrado en el hombre, y no en Dios, que es el centro de la naturaleza y de la gracia (enthusiasmós, enthusía, el éxtasis, la inspiración, la posesión divina, son términos derivados de theós, Dios). El cristianismo verdadero es teocéntrico y doxológico, entusiasta y alegre. El falso es antropocéntrico y angustiado, preocupado y triste. Aquél tiene potencia apostólica y eficacia de irradiación misionera; éste no.

Para este oscuro cristianismo el esplendor de las fiestas litúrgicas, el clamor vibrante de las campanas, las manifestaciones del pueblo cristiano en concentraciones y romerías, son únicamente un triunfalismo irresponsable, un mero ritualismo carente de sentido. Por lo demás, habiendo tan abrumadores males en el mundo y en la Iglesia, no les parece que sea momento de cantar la gloria de Dios con tambores y danzas, cítaras y flautas, aplausos y aclamaciones (Sal 149-150). No, no es el momento. Aunque Cristo haya resucitado. Aunque ya falte menos para su gloriosa venida. No es el momento. No es hora de entonar «siempre y en todo lugar» -como dice la liturgia- cantos de alabanza y acción de gracias, sino que es la hora de torvos cantos de guerra, reivindicación y liberación. No es tiempo para estar entusiasmados con Dios, sino quejosos, molestos por los males indecibles que permite en la Iglesia y en el mundo -sobre todo en la Iglesia, que tiene la culpa de casi todo-.))

Hacia la plenitud celeste

Este mundo presente está ya ahora transido de la gloria de Dios. A veces parece la antesala del infierno, pero a la luz del Evangelio, aun en sus peores momentos, y más en sus horas mejores, recuerda el Pararso perdido y anticipa el Reino glorioso de Cristo. El cristiano orante sabe ver, como San Máximo Confesor, «ese fuego inefable y prodigioso, oculto en la esencia de las cosas» (MG 91,1148).

El hombre que permanece en la fe y en la esperanza tiene «por cierto que los padecimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse reflejada en nosotros» (Rm 8,18). El cristiano mártir, como San Esteban, mientras le apedrean, «lleno del Espíritu Santo, mira al cielo y ve la gloria de Dios y a Jesús en pie a la derecha de Dios; y dice: "Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie a la derecha de Dios"» (Hch 7,55-56).

Pues bien, glorifiquemos a Dios con toda nuestra vida, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo» (+2 Tim 1,10). Vivir siempre para la gloria de Dios significa buscar a Dios, conocerle y amarle, unir nuestra voluntad a la suya, hacer de la vida una ofrenda permanente, orientar a él, como a Fin supremo, toda actividad, tratar de agradarle en todo, imitar y seguir a Jesucristo, permanecer en su palabra y en su amor, confesar su nombre al mundo, hacerlo todo «para alabanza de su gloria» (Ef 1,14).

«La venida del Señor está cercana» (Sant 5,8). La creación entera, que gime y sufre ahora con dolores de parto, será asumida en la gloria de los hijos de Dios (Rm 8,19-23). Vendrá pronto Jesucristo para ser glorificado en sus Santos (2 Tes 1,10-12), y entonces recibiremos la corona de gloria que no se marchita (1 Pe 5,4). Cantemos, pues, desde ahora en la Iglesia: «Que su Nombre sea eterno, y su fama dure como el sol. Que él sea la bendición de todos los pueblos, y que lo proclamen dichoso todas las razas de la tierra. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas. Bendito por siempre su Nombre glorioso: que su gloria llene la tierra. ¡Amén, amén!» (Sal 71,17-19).