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La obediencia

AA.VV., Obedience, the greatest freedom: in the words of Alberione, Ambrose, etc., Boston, Daughters of St.Paul 1966; AA.VV., arts. en «Vie Consacrée» 48 (1976) 195-295; K. Rahner, Marginales sobre la pobreza y la obediencia, Madrid, Taurus 1962; M. Ruiz Jurado, Hacia una pedagogía de la obediencia cristiana, Madrid, Studium 1968; Adrienne von Speyr, Il libro dell’obbedienza, introd. Hans Urs von Balthasar, Padova, Messaggero 1983; J. M. Tillard, Obéissance, DSp 11 (1981) 535-563.

Obediencia y cosmos, desobediencia y caos

Dios creó el universo como un cosmos jerárquicamente ordenado, cuya armonía consiste en la obediencia. La autoridad de Dios es la fuerza inteligente que todo lo acrecienta y dirige por su providencia, manteniendo la unidad de la armonía cósmica. La misma palabra autoridad expresa esa realidad (auctor, creador, promotor; augere, acrecentar, hacer progresar). Ahora bien, Dios hace participar de su autoridad a las autoridades creadas del mundo viviente -jefes de manada, padres, maestros, jefes políticos-, y a través de ellas, y también por otros medios, su Providencia misteriosa gobierna el universo.

Adviértase, pues, que «es ley natural que los seres superiores muevan a los inferiores, por la virtud más excelente que Dios les ha conferido»; como es ley natural que «los inferiores deben obedecer a los superiores» (STh II-II,104,1).

((Es propio de la acción del Diablo en este mundo fomentar por todos los medios la rebelión contra la autoridad de Dios, y el desprecio, la burla, el odio contra toda autoridad humana -familiar, académica, militar, laboral, religiosa o política-, por legítima que ésta sea y por prudente que sea su ejercicio (Gén 3,4; 2 Tes 2,4). Los que están más o menos sujetos a su influjo maligno, consideran autoritaria cualquier autoridad, estiman que toda autoridad es un freno, algo que impide el desarrollo libre de personas y pueblos, y piensan que la mejor autoridad -la única tolerable- es aquella que no se ejerce en absoluto. Esas fuerzas diabólicas -que a veces suelen organizarse en sistemas férreamente jerárquicos-, empleando estos errores como armas, logran allí donde extienden su influjo destrozar las familias, trabar las acciones laborales o escolares, paralizar y debilitar las sociedades políticas o religiosas.

Por el contrario, no hizo Dios el mundo como una yuxtaposición igualitaria de seres diversos -como las iguales briznas de un campo de yerba-, sino que quiso crear un variadísimo cosmos de partes distintas trabadas entre sí en subordinaciones jerárquicas -como un árbol-. Estas relaciones de autoridad, muy leves en animales inferiores -cardumen de anchoas-, más notables en animales superiores -manada de lobos-, son muy complejas, variadas y perfectas en todo tipo de sociedad humana. Por eso en este mundo la igualdad sólo puede imponerse violentando la naturaleza.))

Las criaturas no-libres obedecen siempre al Creador. Todas las criaturas «viven y duran para siempre, y en todo momento le obedecen» (Sir 42,23; +Bar 3,33-36). Los científicos conocen bien esa obstinada obediencia de las criaturas a sus íntimas leyes. No es posible violentar la naturaleza, hay que obedecerla, precisamente porque ella obedece siempre a Dios. El crecimiento de las plantas, los procesos genéticos, la trayectoria de los astros, todo es siempre una perfecta obediencia al Creador; y esa obediencia es la causa de la bondad y belleza del mundo.

También el hombre, criatura libre, ha de obedecer siempre al Creador y a las autoridades por él constituídas, si de verdad quiere perfeccionarse y contribuir a la perfección del mundo humano. Y esa obediencia del hombre, justamente por ser consciente y libre, es la más excelente y benéfica de cuantas obediencias se prestan a Dios en este mundo. Por el contrario, grandes males se producen cuando los hombres se rebelan contra Dios o contra las autoridades por El constituídas, o cuando éstas pervierten el ejercicio de su autoridad, poniéndose al servicio del mal.

Ahí está la raíz de los males que afligen a la humanidad. En efecto, «por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituídos pecadores». Y la creación entera, «sujeta a la vanidad», esto es, al arbitrio abusivo del hombre rebelde, gime dolorosamente como con dolores de parto (Rm 5,19; 8,20). La perversión de la desobediencia es de origen diabólico, y afecta, en mayor o menor medida, a quienes están «bajo el influjo que actúa en los hijos rebeldes» (Ef 2,2).

La salvación por la obediencia de Cristo

La obediencia de Abrahán comienza la historia de la salvación. «Por la fe, Abrahán, al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber adónde iba» (Heb 11,8). Por la obediencia a Dios, está dispuesto Abrahán a sacrificar a su propio hijo, Isaac: él oye al Señor, cree y obedece. Es decir, se fía totalmente de Dios.

«El no pregunta al Señor por qué -dice San Bernardo-; no murmura, no se queja, no muestra siquiera un rostro dolorido, sino que, desconocedor del motivo de todo lo que se le manda, se apresura con crueldad piadosa a matar al hijo. Por eso en Abrahán se encuentra la virtud de una suprema y admirable obediencia» (Sermón 41,2).

La obediencia de Israel al Señor viene exigida por la Alianza antigua: «Todo cuanto dice Yavé lo cumpliremos y obedeceremos» (Ex 24,7). Pero la historia muestra a Israel como una casa rebelde (Ez 2,5), incapaz de obedecer a Yavé y de guardar con fidelidad los preceptos de la Alianza (Sir 51,34; Is 1,2; Mt 23,4; Hch 15,10). Los judíos no podían con la ley, pues aún no habían recibido en plenitud el Espíritu (Jn 7,39). Por eso Juan el Bautista es enviado por Dios «para reducir a los rebeldes» (Lc 1, 17), y él anuncia a Jesús, que viene a buscar a «los desobedientes y extraviados» (Tit 3,3).

La obediencia de Jesucristo causa la salvación del mundo. «Así como por la desobediencia de un solo hombre [Adán], todos fueron constituídos pecadores, así también por la obediencia de uno solo [Cristo, el nuevo Adán] todos serán constituidos justos» (Rm 5,19). El hombre se perdió y se destrozó en la desobediencia, y ahora, obedeciendo a Cristo, va a encontrar su camino y salvación. En efecto, él «se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,9).

Jesús es el Siervo de Yavé, obediente y fiel (Is 42,1s; 49,3s; 52,13s). El es el Hijo, un nuevo Adán que obedece a Dios siempre. Ha venido para eso (Heb 10,7), su alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34; 6,38), piensa según el Padre quiere (5,30), y obra según la voluntad del Padre (5,19. 30; 8,28; 10,25. 38; 14,10). Toda su fisonomía es filial: «El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» (8, 29). Y como obedece al Padre, obedece también a José y María (Lc 2,51), y se somete a toda autoridad humana (2,42; Mt 17,27; 22,21). No alega para rehusar la obediencia que él es anterior y mayor que todos, y que todos le deben obediencia a él (Jn 4,12; 6,32; 8,58; Mt 22,43; Heb 1,4). El, al asumir la naturaleza humana, asume humildemente la obediencia familiar, cívica y religiosa como parte de la naturaleza humana.

La obediencia de Jesús es alegría, gozo, paz, fecundidad de vida, pues por ella se mantiene filialmente unido al Padre, y por ella permanece en su amor, cierto de ser escuchado y asistido (Jn 5,20; 8,16; 11,42). Esto es así, como regla general. Sin embargo, a veces la obediencia de Jesús es cruz. Concretamente, en la hora final, acepta la cruz como «mandato del Padre» (14, 31), y se hace «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8; +Heb 5,8). El, que siempre había obedecido al Padre, no vacila en esta hora tenebrosa (Jn 12,27), y no quiere aferrarse a su voluntad, sino permanecer fiel a la del Padre (Lc 22,42). Misterio insondable: ¿Cómo pudo reconocer Jesús en la locura y el escándalo de la cruz (1 Cor 1,23) el designio providente de la voluntad del Padre?...

La extrema obediencia de Cristo fue suprema expresión de su amor al Padre. Cristo prestó la espantosa obediencia de la cruz Justamente para declarar infinitamente su amor al Padre: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31). También fue en la cruz donde el amor de Jesús a los hombres alcanzó su expresión más inequívoca y elocuente (15,13). En Cristo obediencia y amor se identifican. El pudo evitar morir en la cruz (Mt 26,53; Jn 10,17-18), pero por amor aceptó, sin resistencia, que le despojaran de todo, hasta de la vida (Mt 5,39-41). Obedeció por puro amor.

Obedecer a los hombres, como al Señor

Obedeciendo a los hombres, obedecemos al Señor, pues en la autoridad que ellos tienen sobre nosotros -padres, maestros, gobernantes, pastores de la Iglesia- reconocemos una participación que Dios, en su providencia, ha querido darles de su autoridad. Santa Catalina de Siena dice que «nadie puede llegar a la vida eterna sino obedeciendo, y sin la obediencia nadie entrará en ella, porque su puerta fue abierta con la llave de la obediencia, y cerrada con la desobediencia de Adán» (Diálogo V,1).

Ésta es doctrina claramente enseñada por los Apóstoles.

Deben obedecer los hijos a los padres «en el Señor», pues es justo (Ef 6,1), y es «grato al Señor» (Col 3,20; +Ex 20,12; Dt 5,16). Es grave pecado ser «rebelde a los padres» (Rm 1,30; 2 Tim 3,2).

Debe obedecer la esposa al esposo «como al Señor» (Ef 5,22-24; +1 Cor 11,3; Tit 2,5; 1 Pe 3,1-6) y los jóvenes a los mayores (1 Tim 5,1-2; 1 Pe 5,5).

Deben obedecer los servidores a sus señores, y «escrupulosamente, de todo corazón, como a Cristo, no por ser vistos, como quien busca agradar a los hombres, sino como esclavos de Cristo que cumplen de corazón la voluntad de Dios, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a los hombres, conscientes de que cada cual será recompensado por el Señor según el bien que hiciere: sea esclavo, sea libre» (Ef 6,5-8; +Col 3,22-24; 1 Tim 6,1-2; 1 Pe 2,18).

Deben obedecer los ciudadanos a los gobernantes, cumpliendo así la voluntad de Jesús: «Dad al César lo que es del César» (Mt 22,21). En tiempos del emperador Nerón (a.54-68), ésta era la enseñanza de San Pedro: «Por amor del Señor, estad sujetos a toda autoridad humana, ya al emperador, ya a los gobernantes... Pues ésta es la voluntad de Dios» (1 Pe 2,13-17). Y lo mismo enseñaba San Pablo: «Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que quien se opone a la autoridad, se rebela contra la disposición de Dios, y los rebeldes atraerán sobre sí mismos la condenación... Es preciso someterse, no sólo por temor al castigo, sino también en conciencia» (Rm 13,1-7; +1 Tim 2,1-2; Tit 3,1-3).

Del mismo modo, y con más razón, deben obedecer los fieles a sus pastores, pues han sido puestos por el Espíritu divino para regir la Iglesia (Hch 20,28): «Obedeced a vuestros pastores y sed dóciles, pues ellos se desvelan por vuestro bien, sabiéndose responsables. Que puedan cumplir su tarea con alegría y no lamentándose, pues lo contrario no os traería cuenta» (Heb 13,17). A ellos se les debe obediencia y «la mayor caridad», pues nos «presiden en el Señor» (1 Tes 5,12; +Tit 3,1-3).

Ver al Señor en el superior es, en efecto, un rasgo primario de la espiritualidad judía y cristiana. Ya Moisés, cuando en el desierto veía resistida su autoridad y la de sus colaboradores, decía: «No van contra nosotros vuestras murmuraciones, sino contra Yavé» (Ex 16,8). Y de modo semejante San Ignacio de Antioquía considera la jerarquía de la Iglesia como una representación visible del Padre-Jesucristo-Apóstoles, que son la jerarquía invisible: «Hacedlo todo en la concordia de Dios, presidiendo el Obispo, que ocupa el lugar de Dios, y los presbíteros, que representan el colegio de los Apóstoles» (Magnesios 6,1; +Tralianos 2,2; Filadelfos 4; Esmirniotas 8,1).

Esta visión bíblica y primitiva de la obediencia en la Iglesia pasa evidentemente a la tradición de los maestros espirituales. San Benito: «La obediencia que se presta a los mayores, a Dios se presta» (Regla 5,15). San Ignacio de Loyola: hay que obedecer «no mirando nunca la persona a quien se obedece, sino en ella a Cristo nuestro Señor, por quien se obedece. Pues no porque el superior sea muy prudente, ni porque sea muy bueno, ni porque sea muy cualificado en cualesquiera dones de Dios nuestro Señor, sino porque tiene sus veces y autoridad debe ser obedecido» (Cta. 83,1-2). SantaTeresa: «Estate siempre preparado al cumplimiento de la obediencia, como si te lo mandase Jesucristo en tu prior o prelado» (Avisos 2,6). Y el concilio Vaticano II (LG 37b, PO 7b, PC 14a).

El Catecismo enseña que a la autoridad de los padres (2221-2231), de los gobernantes (1897-1904, 2234-2243) y de los pastores de la Iglesia (1558,1563), debe corresponder la obediencia filial (2214-2220), presbiteral (1567), religiosa (915), eclesial (1269) y cívica (1900, 2238-2240); una obediencia, por supuesto, que no debe ser irresponsablemente ciega (2313).

La teología cristiana ve al superior como un sacramento del Señor, como un signo visible de su autoridad invisible. Ahora bien, si decimos que los sacramentos son «sacramentos de la fe» (SC 59a, PO 4b), y que sin ésta no son aquéllos ni inteligibles ni santificantes, lo mismo habrá que decir del sacramento de la autoridad -en padres, párrocos, maestros, gobernantes-. La eucaristía, por ejemplo, santifica al que la recibe con fe y amor, viendo en ella al Señor; no al que la recibe como si fuera un trocito de pan común. De modo semejante, la autoridad del superior es santificante para el que obedece en conciencia, «como al Señor»; no para quien obedece por comodidad, por agradar a los hombres o por buscar ventajas personales.

((Algunos objetan que mientras pobreza y celibato quitan medios entre Dios y el hombre, la obediencia los pone, al reconocer en el superior un medio humano que quitaría inmediatez a la obediencia prestada a Dios. Pero esta objeción ignora la naturaleza cuasisacramental del superior en el plan salvífico de Dios. Los sacramentos y los superiores, recibidos con fe, unen a Dios sin medios, y es Dios mismo quien en ellos nos santifica en forma inmediata. Esta verdad aparece más clara si la consideramos en casos extremos: La comunión dada por un ministro pecador santifica al que comulga de buena voluntad, e igualmente el mandato -en sí legítimo- dado por un superior malo o inepto es santificante para el que obedece con fe y amor, porque así hace suyo un impulso de la autoridad del Señor.))

Obediencia y humildad

El humilde ama la obediencia, la busca, la procura. Quiere configurarse así a Cristo, que «tomó forma de siervo» (Flp 2,7). No se fía de sí mismo, sabiéndose pecador, y teme hacer su propia voluntad (Gál 5,17), viéndose abandonado a los deseos de su corazón (Rm 1,24; Ef 2,3). El humilde se hace como niño, para que el Padre le entre de la mano en el Reino (Mc 10,15). Busca la obediencia porque sabe que ignora lo que le conviene (Rm 8,26), porque no quiere apoyarse en su prudencia sino en la de Dios (Prov 3,5), y porque teme que tratando de proteger avaramente los proyectos de su vida, la perderá (Jn 12,25). El humilde considera superiores incluso a sus iguales (Flp 2,3) y, al menos en igualdad de condiciones, prefiere hacer la voluntad del prójimo a la suya propia.

Santa Catalina de Siena dice que «es obediente el que es humilde, y humilde en la medida en que es obediente» (Diálogo V,1). Y San Juan de la Cruz explica cómo la obediencia verdadera sólo se halla en cristianos adelantados, que ya en la noche pasiva del sentido fueron en buena medida despojados de sí mismos: «Aquí se hacen sujetos y obedientes en el camino espiritual, que, como se ven tan miserables, no sólo oyen lo que les enseñan, mas aun desean que cualquiera les encamine y diga lo que deben hacer. Quítaseles la presunción afectiva que en la prosperidad a veces tenían» (1 Noche 12,9).

Los soberbios odian la obediencia, la huyen como una peste, procuran desprestigiarla, tratan de reducirla a mínimos y hacerla inoperante... Y es que se fían de sí mismos, no se hacen como niños, ni quieren realizar la voluntad de Dios, sino la suya. auscan proteger la vida propia, y la perderán. Creen que la obediencia sólo produce frutos malos: frustración, infantilismo, irresponsabilidad, ineficacia. Consideran que el desarrollo personal es posible sólo en la espontaneidad, en la autonomía, sin interferencias de superiores, por bienintencionados que éstos sean... Quienes mantienen estas actitudes, dice San Juan de la Cruz, son imperfectísimos»: «andan arrimados al gusto y voluntad propia, y esto tienen por Dios»; hasta en las buenas obras «éstos hacen su voluntad», de modo que incluso en ellas «antes van creciendo en vicios que en virtudes». Más aún, si la autoridad les manda hacer esas buenas obras que ellos por su cuenta hacen, «llegan algunos a tanto mal que, por el mismo caso que van [ahora] por obediencia a tales ejercicios, se les quita la gana y devoción de hacerlos, porque sola su gana y gusto es hacer lo que les mueve» (1 Noche 6,2-3).

La obediencia es más fácil a los hombres fuertes y maduros que a los débiles e inmaduros. Es interesante señalarlo. El hombre de personalidad adulta obedece sin miedo, no teme verse oprimido por la autoridad, no da mayor importancia a las cosas que suelen ser objeto de mandatos -después de todo, qué más da-, y además, al poseerse, puede darse fácilmente en la obediencia por amor, por la paz, por ayudar al bien común. Por el contrario, el hombre de personalidad adolescente e inmadura, frágil y variable, huye de la obediencia, teme que la autoridad le oprima, procura afirmar su yo no con ella, sino contra ella, da importancia grande a las cosas pequeñas sobre las que suele arbitrar el mandato de la autoridad, y al no poseerse plenamente, le cuesta mucho darse en la obediencia. Eso explica, por ejemplo, que en las comunidades religiosas las personalidades más flojas suelen tener muchos problemas con la obediencia, mientras que ésta no plantea mayores problemas a los religiosos de mayor sabiduría, virtud y madurez.

Obediencia y fe

Escuchar a Dios, creer en él y obedecerle, viene a ser lo mismo, incluso en la etimología de los términos (escuchar: ypakouein, obaudire; obedecer: ypakouein, oboedire). El creyente, como Abrahán, como María, escucha a Dios, y cree en él obedeciéndole (Heb 11,8; Lc 1,38; Hch 6,7). El creyente acepta hacerse discípulo del Señor (11,26), obedece la norma de la doctrina divina (Rm 6,17), y obedeciendo a Cristo, doblega su pensamiento a la sabiduría de Dios (2 Cor 10,5). Por eso los fieles cristianos somos, en contraposición a los «hijos rebeldes» (Ef 2,2), «hijos de obediencia» (1 Pe 1,14), pues hemos sido «elegidos según la presciencia de Dios Padre en la santificación del Espíritu por la obediencia» (1 Pe 1,2).

Por el contrario, la desobediencia es una forma de incredulidad. En la Escritura viene a ser lo mismo «incrédulo y rebelde» (Rm 10,21): «Vosotros fuisteis rebeldes a los mandatos de Yavé, vuestro Dios, no creísteis en él, no escuchasteis su voz» (Dt 9,23). Consideremos, por ejemplo, la norma de la Iglesia en materia conyugal: «Los esposos cristianos sean conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b). Pues bien, los esposos que en su vida conyugal desprecian la ley de Dios y de la Iglesia, no sólo caen en lujuria y desobediencia, sino sobre todo en incredulidad. Y la incredulidad es la forma más grave de desobediencia al Señor (Lc 10,16; Jn 3,20.36; Rm 10,16; Heb 3,18-19; 1 Pe 2,8).

Obediencia y esperanza

La obediencia es un acto de esperanza, por el cual el humilde, que no se fía de sí mismo, se fía de Dios. «Dios es veraz y todo hombre falaz» (Rm 3,4; +Tit 1,2; Heb 6,18). El creyente, obedeciendo a Dios, a la Iglesia, a los superiores, no trata de proteger su propia vida, sino que la entrega al Señor en un precioso acto de esperanza: «Yo sé a quién me he confiado, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día» (2 Tim 1,12; +2,19).

Y a veces la esperanza de la obediencia sólo puede afirmarse «contra toda esperanza» (Rm 4,18). Así obedeció Abrahán, «convencido de que Dios era poderoso para cumplir lo que había prometido» (4,20-21). Así obedeció San José, tomando a María encinta por esposa, «porque era justo» y el Señor se lo había mandado (Mt 1,24). Así obedeció Jesús al Padre en el momento de la cruz, en la más completa oscuridad, «contra toda esperanza». Y así debemos nosotros, los cristianos, obedecer a Dios, a la Iglesia y a nuestros superiores: esperando en Dios nuestro Señor.

Obediencia y caridad

Los que aman al Señor son los que obedecen sus mandatos. Esto es lo que la Biblia enseña una y otra vez, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (Ex 20, 6; Dt 10,12-13). Si amamos al Señor, guardaremos sus preceptos; y si los obedecemos, permaneceremos en su amor (Jn 14,15; 15,10. 14; 1 Jn 5,2). Obediencia y amor se confunden. El que contrapone una espiritualidad de obediencia con una espiritualidad de amor no sabe de qué está hablando. La cruz de Cristo, el supremo ejemplo, es al mismo tiempo amor infinito al Padre e infinita obediencia: Cristo obedece hasta el extremo porque ama hasta el extremo. Por eso «igualmente ha de decirse que Cristo padeció por caridad o por obediencia, pues los preceptos de la caridad los cumplió por obediencia, o fue obediente por amor al Padre que le daba esos preceptos» (STh III,47,2 ad 3m).

Obediencia y sacrificio

Por la santa obediencia, nosotros hacemos al Padre la ofrenda continua de nuestra vida, participando así del espíritu filial de Jesús y de su sacrificio en la cruz. En toda obediencia a Dios hay sacrificio, hay consagración de nuestra voluntad a la suya, hay muerte y vida. Por la obediencia a Dios estamos «muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rm 6,11). Toda obediencia movida por la caridad -la esposa, por ejemplo, que acepta la voluntad del marido, el esposo que cede a lo que su mujer quiere-, toda ofrenda razonable de la propia voluntad a nuestro hermano, es un sacrificio espiritual, una participación en la pasión de Cristo, que entregó su vida por amor.

La naturaleza eucarística de la obediencia cristiana ha sido siempre captada por los grandes maestros espirituales. La Regla de San Benito dispone que el compromiso escrito y solemne de obediencia sea puesto por el monje «con sus propias manos sobre el altar», diciendo: «Recíbeme, Señor»... (58,17-21). También en San Ignacio de Loyola la obediencia es una ofrenda litúrgica, que en el sacrificio de la Eucaristía encuentra su modelo y su fuerza: «La obediencia es el holocausto, en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de la caridad a su Creador y Señor por mano de sus ministros; y puesto que es una entrega entera de sí mismo, por la cual se desposee de sí todo, para ser poseído y gobernado por la divina Providencia por medio del superior, no se puede decir que la obediencia comprende sólamente la ejecución para efectuar y la voluntad para contentarse, sino aun el juicio para sentir [pensar] lo que el superior ordena, en cuanto por vigor de la voluntad puede inclinarse» (Cta. 87,3).

La obediencia es gran ayuda para matar al hombre viejo, para quemar todo resto de apego desordenado, para consumar la perfecta abnegación. Nuestras actividades personales, por buenas que sean, cuando parten de nuestra propia voluntad, rara vez se conforman del todo a la voluntad de Dios; estamos apegados a nuestras ideas, a nuestras obras y a ciertos modos de hacerlas. Pues bien, la obediencia tiene una eficacia admirable para cortar esos lazos de apegos -por eso precisamente muchos la consideran temible-. Y eso explica también que los santos -es decir, los que buscan de todo corazón hacer la voluntad de Dios- hayan amado tanto la obediencia y hayan sido tan radicales en sus planteamientos.

San Francisco de Asís: «Tomad un cadáver y ponedlo donde queráis... tal es el verdadero obediente» (San Buenaventura, Leyenda mayor 6,4). Santa Catalina de Siena: «Está muerto, si es un verdadero obediente» (Diálogo V,3,1). San Ignacio: «Obedecer como una cosa muerta» (Carta 144). Charles de Foucauld: «La obediencia es el último, el más alto, el más perfecto grado del amor, aquél en el que uno mismo cesa de existir, y se aniquila, y se muere, como Jesús murió en la cruz, y se entrega al Bienamado un cuerpo y un alma sin vida, sin voluntad, sin movimiento propio, para que El pueda hacer con ello todo lo que quiera, como sobre un cadáver. Ahí está, ciertamente, el más alto grado del amor. Es la doctrina de todos los Santos» (Cta. a P.Jerôme 24-I-1897).

Obediencia y apostolado

«Ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento» (1 Cor 3,7). «No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19). Y nada puede hacer el apóstol si no es enviado y sostenido por Jesucristo: «Sin mí no podéis hacer nada» (15,5). El Padre envía al Hijo, y el Hijo envía a los apóstoles. En esa misión divina está la clave de toda posible fecundidad apostólica. Es metafísicamente imposible que las actividades «apostólicas» realizadas al margen o en contra de esa misión puedan dar fruto, pues «es Dios quien da el crecimiento», y él no puede bendecir las obras de quienes le desobedecen. La plena comunión con los Pastores de la Iglesia, en sincera obediencia, es por eso la premisa fundamental de donde ha de partir siempre la acción apostólica, al menos si queremos evitar que nuestros «afanes de ahora o de entonces resulten inútiles» (Gál 2,2).

Este es un tema central en las cartas de San Ignacio de Antioquía: «Seguid todos al Obispo como Jesucristo al Padre, y al colegio de presbíteros como a los Apóstoles. Que nadie, sin contar con el Obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. El que honra al Obispo, es honrado por Dios. El que a ocultas del Obispo hace algo, rinde culto al diablo» (Esmirniotas 8-9). San Francisco de Asís nunca predicaba sin ser antes autorizado por el Obispo o el párroco -esto es, sin ser potenciado por Dios para ello-, y lo mismo mandaba a sus frailes (Celano, Vida II,146-147). Santa Teresa, tanto en sus asuntos personales como en sus actividades de reformadora y fundadora, nunca hacía nada sin sujetarse a obediencia, y eso aun cuando el Señor en la oración le hubiese mandado algo diferente de lo dispuesto por los superiores (Vida 26,5; 36,5). Trabajar en el apostolado moviéndose por la propia voluntad, rehuyendo la misión y la obediencia, es una de las maneras más aburridas de perder el tiempo. Y de hacerlo perder a los otros.

Primacía de la obediencia

«Todas las obras de las virtudes no son meritorias ante Dios sino cuando son hechas para obedecerle, enseña Santo Tomás. Pues si uno padeciera hasta el martirio, o diera a los pobres todos sus bienes, si no lo ordenara al cumplimiento de la voluntad divina, lo cual directamente pertenece a la obediencia, no tendría ningún mérito: sería como si hiciera todo eso sin caridad (+1 Cor 13,1-3); no puede haber caridad sin obediencia» (STh II-II,104,3). El mismo ejercicio de la caridad, en sus modos concretos, ha de sujetarse a la obediencia; y si lesiona a ésta, ofende a Dios, no procede de Dios.

«No hay camino que más pronto lleve a la suma perfección que el de la obediencia», decía Santa Teresa (Fundaciones 5,10). ¡Cuántos engaños y trampas suele haber en quien va a su aire, y qué fácilmente confunde su voluntad con la de Dios! En cambio, «yendo con limpia conciencia y en obediencia, nunca el Señor permite que el demonio nos engañe» (4,2). ¡Cuántos trabajos ascéticos y apostólicos quedan estériles por ser hechos quebrando más o menos la obediencia! Y de ahí vienen la frustración, el cansancio, y quizá el abandono. Por el contrario, «la obediencia da fuerzas» (Fundaciones prólogo 2). «Aprovéchese de la obediencia a voluntad ajena -decía San Juan de Avila-, y verá que anda Dios en la tierra para responder a nuestras dudas, para encaminar nuestra ignorancia, para dar fuerza a los que, obrando por nuestra voluntad, no teníamos fuerza para ello» (Carta 220).

La obediencia da fuerzas para la acción, pero también las da para la contemplación. Cuando le preguntaban a San Juan de la Cruz cómo llegar a la oración mística, él no proponía métodos oracionales de infalible eficacia, sino que contestaba: «Negando su voluntad y haciendo la de Dios; porque éxtasis no es otra cosa que un salir el alma de sí y arrebatarse en Dios; y esto hace el que obedece, que es salir de sí y de su propio querer, y aligerado se anega en Dios» (Dichos 158).

((¡Qué perdidos van los que desprecian la obediencia! Cuanto más corren -como caballos desbocados, sin rienda-, más lejos se pierden. Éstos que no quieren alimentarse del Magisterio apostólico, prestándole la debida obediencia intelectual, cuántas porquerías se tragan, y qué amargo tienen el estómago y el aliento. Éstos que trabajan mucho (?) en el apostolado, quebrantando cuando quieren la obediencia al Obispo, y la disciplina canónica y litúrgica, con qué tristeza comprobarán que no consiguen fruto alguno, sino hacer daño a la Iglesia. Aquellos que practican austeridades ascéticas al margen de la obediencia, ignoran que la mortificación sin obediencia es «penitencia de bestias, a la que como bestias se mueven por el apetito y gusto que allí hallan» (1 Noche 6,2). Ni siquiera la comunión frecuente, hecha contra la obediencia, sería santificante. Santa Teresa, de una señora que era de comunión diaria, pero que no quería sujetarse a confesor fijo, comentaba: «Quisiera más verla obedecer a una persona que no tanta comunión» (Fundaciones 6,18).))

((Apelar a la conciencia propia para rechazar la doctrina o disciplina de la Iglesia es un grave error. Como dice Juan Pablo II, «el Magisterio de la Iglesia ha sido instituído por Cristo, el Señor, para iluminar la conciencia; apelar a esta conciencia precisamente para rechazar la verdad de cuanto enseña el Magisterio, lleva consigo el rechazo de la idea católica del Magisterio y de la conciencia moral» (12-XI-1988).

A este respecto Pablo VI señalaba que «la conciencia no es por sí sola el árbitro del valor moral de las acciones que inspira, sino que debe hacer referencia a normas objetivas y, si es necesario, reformarse y rectificarse. Hecha excepción de una orden que fuese manifiestamente contraria a las leyes de Dios o a las constituciones del Instituto -en cuyo caso la obligación de obedecer no existe-, las decisiones del superior se refieren a un campo donde la valoración del bien mejor puede variar según los puntos de vista. Querer concluir, por el hecho de que una orden dada aparezca objetivamente menos buena, que ella es ilegítima y contraria a la conciencia, significaría desconocer, de manera poco realista, la obscuridad y la ambigüedad de no pocas realidades humanas. Además, el rehusar la obediencia lleva consigo un daño, a veces grave, para el bien común. Un religioso no debería admitir fácilmente que haya contradicción entre el juicio de su conciencia y el de su superior. Esta situación excepcional comportará alguna vez un auténtico sufrimiento interior, según el ejemplo de Cristo mismo «que aprendió mediante el sufrimiento lo que significa la obediencia»(Heb 5,8)» (exh.apost. Evangelica testificatio 29-VI-1971, 28).

Obedecer a Dios antes que a los hombres

Raras veces el mandato del superior será inadmisible en conciencia, al menos en ambiente familiar o religioso. La autoridad no suele pronunciarse sobre cuestiones ciertas, pues sería innecesario. Suele arbitrar sobre asuntos opinables. Se le manda a una joven, por ejemplo, que vuelva a casa por las noches no más tarde de tal hora; o a un sacerdote que no emplee en la catequesis un cierto texto, sino tal otro, etc. Quizá un mandato sea, a juicio de quien ha de cumplirlo, menos conveniente que otro posible; pero es muy raro que se produzca un mandato ciertamente malo, inadmisible en conciencia.

En la duda, hay que obedecer. El bien común exige que la presunción de acierto se conceda al superior, pues también el súbdito puede equivocarse. Adviértase, por lo demás, que quien está dispuesto a la obediencia sólo en lo cierto, casi nunca está dispuesto para la obediencia, pues el mandato suele versar casi siempre sobre cuestiones opinables.

San Roberto Belarmino enseña en esto: «Según la doctrina común, para que alguien no esté obligado a obedecer, es preciso que el abuso de poder del superior sea cierto, notorio y en cosa esencial. Es universal esta regla que San Agustín formuló y que todos los demás han adoptado después: El subdito debe obediencia no sólo cuando está cierto de que el superior no le manda nada contra la voluntad de Dios, sino también cuando no está cierto de que lo mandado se opone a la voluntad de Dios; en la duda, hay que conformarse al juicio del superior mejor que al propio» (Risposta ad un libretto de Gersone: Opera omnia 1873, VIII, 64).

Convendrá a veces presentar al superior objeciones que quizá él no tuvo en cuenta al decidir un mandato. Es ésta, lo mismo que la obediencia de ejecución, una forma de colaborar con el superior y de ayudarle. Así lo enseñaba San Ignacio de Loyola: «Con esto no se quita que, si alguna cosa se os representase diferente de lo que al superior, y haciendo oración os pareciese en el divino acatamiento convenir que se la representáseis a él, que no lo podéis hacer. Pero, si en esto queréis proceder sin sospecha del amor y juicio propio, debéis estar en una indiferencia antes y después de haber representado [la dificultad], no sólamente para la ejecución de tomar o dejar la cosa de que se trata, sino aun para contentaros más y tener por mejor cuanto el superior ordenare» (Carta 83,6).

Hay que resistir todo mandato ciertamente malo, cuando «el abuso es cierto, notorio y en cosa esencial», como hemos visto. En tales casos, «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29; +4,19). En cuestiones malas de menor importancia, la consideración del bien común puede llevar a la obediencia. Pero en asuntos de importancia, los mandatos malos que proceden de una autoridad desconectada de Dios, deben ser resistidos. Un soldado debe resistir la orden de fusilar un inocente, aunque le fusilen a él. Una esposa debe ignorar la prohibición que su marido le ha hecho de auxiliar al padre, en extrema pobreza. Un médico o una enfermera no pueden realizar abortos, aunque lo mande quien sea, y pase lo que pase.

Finalmente, a veces convendrá padecer sin resistencia un mandato criminal, siempre que ello no exija la complicidad de actos culpables; es el caso de Cristo en la cruz. Pero no siempre deberá padecerse el mandato injusto: el mismo Cristo defendió su vida, mientras vio que no había llegado «su hora» (Mt 2,13; 21,18-19; Jn 8,59; 10,39; 11,53-54). Y lo mismo hizo San Pablo (Hch 22-26). La caridad y la prudencia habrán de discernir en cada caso si conviene padecer el mal sin resistencia (Mt 5,38-41; 1 Cor 6,3-7) o si conviene defenderse de él.

((Algunos cristianos predican como norma la resistencia a los poderes, y como excepción el deber de la obediencia. Adornan su doctrina con algunas citas bíblicas, en las que se hace alusión peyorativa de «los poderosos» (el Magníficat, por ejemplo, Lc 1,52), pero la verdad es que rechazan la Revelación. Es cierto que los poderes políticos y otras modalidades de autoridad civil están generalmente más o menos corrompidos, y que raras veces son del todo sanos tanto en su origen como en su ejercicio. Sin embargo, aun siendo así las cosas, el deber cristiano de la obediencia cívica está normalmente vigente, y sólo excepcionalmente ha de ceder a otras exigencias morales contrarias. Esto es lo que enseñaron Jesús y los apóstoles en tiempos terribles. Los que aceptan esta doctrina tendrán a veces problemas de discernimiento a la hora de aplicarla a la práctica. Pero quienes rechazan esta doctrina de Cristo ¿cómo podrán aplicarla con prudencia? Errarán siempre, necesariamente.

Algunos cristianos pretenden superar las injusticias de autoridades y leyes venciendo el mal con el mal. Estos quieren el bien sin esperar más, ahora, sin sufrimientos propios, a costa de lo que sea; cualquier medio vale, si se muestra eficaz. Están, pues, dispuestos a presionar, ridiculizar la autoridad y desprestigiarla, armar escándalos, romper la unidad, acudir a intimidaciones, huelgas salvajes o guerras. Estos son los que ven en la cruz de Cristo la raíz de muchos males históricos. Es cosa clara que se averguenzan del Evangelio de Jesús (Rm 1,16; 2 Tim 1,8), y que lo consideran locura y absurdo (1 Cor 1,23). Pues la Revelación divina nos enseña: «Que ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino buscad siempre hacer el bien entre vosotros y con todos» (1 Tes 5,15). «No te dejes vencer por el mal [haciéndolo tú], sino vence el mal con el bien» (Rm 12,21). La Iglesia sabe que a veces la violencia puede ser la expresión de la caridad (Jn 2,15); pero sólo la admite en casos extremos (por ejemplo, GS 68c sobre la huelga, 79b-d sobre la guerra), y si se da un conjunto de condiciones (+Pío XI, enc. Firmissimam constantiam 28-III-1937: Dz 3775-3776), que muchas veces ignoran los partidarios de la violencia.))

Obedecer mal

Hay muy diversas modalidades de autoridad, y la obediencia que en una puede ser buena, quizá sea mala en otra. Pero, en todo caso, es posible trazar los rasgos generales de la mala obediencia. Inmoral es la obediencia de quien se somete activamente a mandatos moralmente malos. Irresponsable es la obediencia prestada a órdenes claramente inconvenientes, sin preocuparse de advertir al superior, y desentendiéndose de los resultados. Mala y falsa es la obediencia hecha por mal motivo, por ascender en el cargo, por ganar más dinero, por ahorrarse disgustos y complicaciones. Lamentable es la obediencia cuando se ha forzado el ánimo del superior con presiones y solicitudes excesivas, pues el que así obra, dice San Bernardo, «no obedece él al superior, sino más bien el superior a él» (Sermón 35,5). En este sentido, la libertad de los superiores debe ser cuidadosamente respetada, no sea que, violentada por nosotros, no manifieste ya la voluntad de Dios, sino la nuestra.

La falta de espíritu de obediencia suele manifestarse con señales inequívocas, y hace de la obediencia un problema continuo. Escribe San Bernardo: «Es señal de imperfección de espíritu y de flaqueza de voluntad [en la obediencia] examinar demasiado minuciosamente las órdenes de los superiores, dudar a cada orden que se nos da, pedir razón de todas las cosas, tener mala opinión de todos los preceptos cuyo motivo no se conoce, y no obedecer jamás con gusto sino cuando lo que se nos ordena es conforme a nuestras inclinaciones, o cuando reconocemos que no sería útil ni permitido obrar de otra suerte» (Del precepto y dispensa 10,23). La obediencia para el hombre carnal es algo insoportable, que ha de evitarse en cuanto sea posible. Para el hombre espiritual es «yugo suave y carga ligera» (Mt 11,30), grata ocasión para unirse más al Señor.

Obedecer bien

Los rasgos que caracterizan la obediencia buena son bien conocidos. Como dice San Benito, «la obediencia sólo será grata a Dios y dulce a los hombres, cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta; porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa» (Regla 5,14-15). Analicemos algunos rasgos de la buena obediencia.

-Amor a los superiores. Los cristianos hemos de mirar con amor a los superiores, viendo en ellos personas elegidas por el Señor para representarle, es decir, para hacer llegar a nosotros impulsos de su Autoridad santificante. Y el amor a los superiores ha de expresarse en la obediencia a sus mandatos (Jn 14,15; 15,10) -además de otras formas-, pues por la obediencia nos unimos a ellos y a su acción.

Normalmente los superiores no son los más tontos o malos, pero hay a veces en ellos graves deficiencias. Pues bien, entra en la Providencia divina que en ocasiones nos manden mal para que obedezcamos bien, es decir, con espíritu de fe y entrega. Cuenta Santa Teresa que en un lugar pusieron de superior a «un fraile harto mozo y sin letras, y de poquísimo talento ni prudencia para gobernar, y experiencia no la tenía, y se ha visto después que tenia mucha melancolía, porque le sujeta mucho el humor... Dios permite algunas veces que se haga este error de poner a personas semejantes, para perfeccionar la virtud de la obediencia en los que ama» (Fundaciones 23,9).

-Amor a los hermanos. «Tenéos unos a otros por superiores» (Flp 2,3). Mucho gana el bien común -paz, orden, eficacia, unidad, alegría- si en los miembros de una comunidad hay tendencia a obedecer, incluso a los iguales. Cuando hay amor entre hermanos, esposos, amigos o colaboradores, hay una inclinación a hacer -en igualdad de condiciones- la voluntad de los otros, en vez de empeñarse en sacar adelante el propio gusto o la idea personal. Y las ocasiones de obedecer así son frecuentísimas -«mira si llegó el correo», «hoy podríamos ir al cine», «cierra un poco la ventana», «ya compraremos eso en otra ocasión»-. La verdad es que muchas veces dará más o menos lo mismo hacer esto o lo otro; pero lo que sí tiene, en cambio, un valor decisivo es que cada uno vaya haciendo cada día la ofrenda de sí mismo obedeciendo a los superiores y a los iguales por amor.

En efecto, san Benito dispone que «el bien de la obediencia no sólo han de prestarlo todos a la persona del abad, porque también han de obedecerse los hermanos unos a otros, seguros de que por este camino de la obediencia llegarán a Dios» (Regla 71,1 2). Santa María Micaela de Santísimo Sacramento, antes de ser religiosa, viviendo en su familia, procuraba obedecer siempre: «Ofrecí a la Virgen obedecer a mi cuñada como si fuera mi superiora, y jamás en los años que vivimos juntas después, ni la menor resistencia hice a nada de lo que indicaba, y con la cara alegre, como quien deseaba esto mismo que ella indicaba» (Autobiografía 106).

-Prontitud. San Francisco de Asís decía a sus hermanos: «Obedeced a la primera, y no esperéis a que se os mande por segunda vez. Quien no cumple prontamente el precepto de la obediencia, no teme a Dios ni respeta al hombre, a no ser que haya motivo que necesariamente obligue a diferir el cumplimiento» (Espejo 47,49). Si finalmente vamos a obedecer, obedezcamos al momento, «dejando inacabado lo que se está haciendo», como dice San Benito (Regla 5,8), y con cara alegre, «que Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7). Es Dios quien nos da la vida y la fuerza para hacer lo que estamos haciendo; pues bien, si él por un superior nos manda hacer otra cosa ¿no será robar a Dios fuerza y vida para aplicarlas a lo que nosotros queremos?

Por otra parte, la prontitud no sólo pertenece a la perfección de la obediencia, sino no pocas veces a su misma esencia. En muchos casos -«llaman al teléfono, tómalo»- o la obediencia es pronta o no es -va otro a tomar el teléfono-. Obedecer tarde en no pocos casos es desobedecer, simplemente. Y entonces, cuando la obediencia tiene en un grupo un grado de prontitud y de disponibilidad muy escaso, convivencias que deberían ser gratas -una excursión en familia, por ejemplo-, terminan resultando odiosas, cuando cada uno se empeña en seguir su real gana; y colaboraciones que habrían de ser eficaces -un equipo de trabajo- acaban siendo tan lentas, torpes y forcejeadas, que al final cada uno prefiere hacer su trabajo a solas.

-Obediencia procurada. No sólo no hay que rehuir la obediencia, hay que buscarla y procurarla. El obediente quiere caminar de la mano de Dios, mantenido por Dios (tenido de Su mano), sujetándose en lo debido a sus superiores. Cuenta San Buenaventura que San Francisco, «al renunciar al oficio de ministro general, pidió se le concediera un guardián, a cuya voluntad estuviera sujeto en todo. Aseguraba ser tan copiosos los frutos de la santa obediencia, que cuantos someten el cuello a su yugo están en continuo aprovechamiento. De ahí que acostumbraba prometer siempre obediencia al hermano que solía acompañarle y la observaba fielmente» (Leyenda mayor 6,43.

-Obediencia activa, responsable, inteligente. La autoridad es una fuerza acrecentadora, estimulante, transmisora del impulso de Dios, que es el que da el crecimiento (1 Cor 3,6-7). Por eso la autoridad debe mandar de modo que las personas activen sus potencias obedeciendo, y no se vean condicionadas a atrofiarlas. Y, de la otra parte, es preciso obedecer de forma activa, responsable, prudente, colaborando de verdad con el superior, «empleando las fuerzas de la inteligencia y voluntad, así como los dones de la naturaleza y de la gracia» (PC 14b; +bc; PO 7a, 15b).

((Ahora bien, cuando la obediencia se hace excesivamente deliberativa y dialogante, pierde agilidad para dar respuesta a los problemas, la vida se pasa en reuniones -como si no hubiera otra cosa que hacer-, el ambiente comunitario se pone pesado, se divide quizá en facciones, el trabajo pierde unidad y eficacia, y la obediencia misma se reduce a un consenso en el que «la entrega de la voluntad» -que es lo que más vale- tiende a reducirse al mínimo posible.))

-Audacia valerosa. Muchas veces la obediencia hace patente que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27), pues por ella realizamos con éxito acciones que nunca habríamos acometido por iniciativa propia.

Con razón, pues, dispone San Benito: «Cuando a un hermano le manden alguna vez obedecer en algo penoso para él o imposible, acoja la orden que le dan con toda docilidad y obediencia. Pero, si ve que el peso de lo que le han impuesto excede totalmente la medida de sus fuerzas, exponga al superior, con sumisión y oportunamente, las razones de su imposibilidad, excluyendo toda altivez, resistencia u oposición. Pero si, después de exponerlo, el superior sigue pensando de la misma manera y mantiene la disposición dada, debe convencerse el inferior de que así le conviene, y obedezca por caridad, confiando en el auxilio de Dios» (Regla 68).

Una ascesis diaria para todos

Todos los cristianos -religiosos, sacerdotes, laicos- han de santificarse por la obediencia, que tendrá en cada uno, naturalmente, modalidades diversas. Los religiosos, «por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad» (PC 14a). Los sacerdotes, en su ordenación, prometen obedecer al Obispo (Ritual 16). Y también los laicos, aunque no hagan voto o promesa, tienen muchísimas ocasiones de santificarse por la obediencia, como empleados, obreros, profesionales, y sobre todo como miembros de una familia y de una comunidad cívica y religiosa.

Lo malo es que muchos cristianos, incluso de entre aquellos que buscan la perfección, ignoran en buena parte la fuerza que la obediencia tiene para santificar, es decir, para configurar a Cristo. Unos se ayudan mucho con sacramentos, retiros, lecturas, reuniones y otras actividades. Otros no tienen ocasión de frecuentar tanto estos medios de santificación. Pues bien, unos y otros pueden y deben hallar en el humilde y diario sendero de la obediencia el camino que más pronto lleva a la suma perfección evangélica.

La dirección espiritual

AA.VV., Direction spirituelle, DSp 3 (1957) 1002-1214; AA.VV., La Direzione spirituale oggi, Nápoles, Dehoniane 1981; E. Ancilli, Mistagogia e Direzione spirituale, Roma-Milano, Teresianum-Edizioni O.R. 1985; Ch. A. Bernard, L’aiuto spirituale personale, Roma, Ed. Rogate 1981,2a ed.; A. M. Besnard y otros, Le maître spirituel, París, Cerf 1980; J. Casero, S. J. de la Cruz, director de almas, «Teología Espiritual» 31 (1987) 3-55, 161-202; 33 (1989) 141-212; K. G. Culligan (dir.), Spiritual Direction. Contemporary Readings, N.York, Living Flame Press 1983; J. M. Iraburu, Entre el acompañamiento y la dirección espiritual, «Burgense» 38/1 (1997) 183-212; Caminos laicales de perfección, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1996, 60-79; L. Mendizábal, Dirección espiritual; teoría y práctica, BAC 396 (1978); P. Penning de Vries, Discernement des esprits, Ignace de Loyola, París, Beauchesne 1979; Y. Raguin, Maestro y discípulo. El acompañamiento espiritual, Madrid, Narcea 1986; G. Rodríguez Melgarejo, Formación y dirección espiritual, Bogotá, OSLAM 1986; M. Ruiz Jurado, El discernimiento espiritual, BAC 544 (1994).

-Necesidad de la dirección espiritual. León XIII, en una carta al cardenal Gibbons, enseñaba que «los que tratan de santificarse, por lo mismo que tratan de seguir un camino poco frecuentado, están más expuestos a extraviarse, y por eso necesitan más que los otros un doctor y guía. Y esta manera de proceder siempre se vio en la Iglesia» (cta. Testem benevolentiæ 22-I-1899: Guibert 568).

En efecto, ya en el monacato primitivo, el cristiano que buscaba la perfección lo hacía acogiéndose a la guía de un maestro espiritual, un abba, al que debía manifestarse con plena sinceridad y obedecer con suma docilidad. Los grandes maestros espirituales, como San Juan de la Cruz, comprendieron siempre la necesidad del discernimiento y de la dirección (2 Subida 22,9-11), e hicieron de ellos un arte espiritual precioso.

La doctrina de la Iglesia sobre este punto ha sido abundante en este siglo. Pío XII, tratando de la santidad sacerdotal, decía: «Al trabajar y avanzar en la vida espiritual, no os fiéis de vosotros mismos, sino que con sencillez y docilidad, buscad y aceptad la ayuda de quien con sabia moderación puede guiar vuestra alma, indicaros los peligros, sugeriros los remedios idóneos, y en todas las dificultades internas y externas os puede dirigir rectamente y llevaros a perfección cada vez mayor, según el ejemplo de los santos y las enseñanzas de la ascética cristiana. Sin estos prudentes directores de conciencia, de modo ordinario, es muy difícil secundar convenientemente los impulsos del Espíritu Santo y de la gracia divina» (exh. ap. Menti Nostræ 23-IX-1950, 27).

Esta doctrina clásica ha sido propuesta con frecuencia por el Magisterio apostólico en los últimos decenios; Vaticano II, PO 11a, 18c; OT 3a,8a,19a; S. Congr. Educación Católica, Ratio Fundamentalis institutionis sacerdotalis 6-I-1970, 44, 48, 55; Cta. circular sobre algunos aspectos más urgentes de la formación espiritual an los Seminarios 6-I-1980; Código de Derecho Canónico 1983, cc. 239,2; 246,4; 630,1; 719,4; Conferencia Episcopal Española, La formación para el ministerio presbiteral, 24-IV-1986, 85,237-241.

-Cualidades del director. Por el sacramento del orden, Dios constituye a los sacerdotes para que «en persona de Cristo Cabeza» enseñen, gobiernen y santifiquen a los fieles (PO 2c). A ellos, pues, corresponde ordinariamente el ministerio de la dirección espiritual, que en ocasiones lleva anexa la confesión sacramental asidua. Sin embargo, muchas veces el Señor confiere el carisma de dirección a monjes y religlosos o rellgiosas no ordenados, y también a laicos, hombres o mujeres. En todo caso, el director espiritual ha de tener ciencia y experiencia de las cosas espirituales, virtud, paciencia, celo por la santificación de los fieles, buena doctrina espiritual y ciertas dotes naturales de penetración psicoiógica.

El director espiritual ha de ser muy humilde, y al mismo tiempo muy maduro, para saber que, como dice San Juan de la Cruz, «a cada uno lleva Dios por diferentes caminos; que apenas se hallará un espíritu que en la mitad del modo que lleva convenga con el modo del otro» (Llama 3,59). Por eso el guía espiritual debe «dar libertad a las almas» (3,61), y no tratar de encarrilarlas en un camino férreo.

Santa Teresa del Niño Jesús, que en el Carmelo fue ayudante de la maestra de novicias, recibió de Dios muchas luces sobre este ministerio de ayuda espiritual: «Desde lejos parece fácil y de color de rosa el hacer bien a las almas», pero estando en ello «se comprueba que hacer el bien es tan imposible sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en medio de la noche. Se comprueba que es absolutamente necesario olvidar los gustos personales, renunciar a las propias ideas, y guiar a las almas por el camino que Jesús les ha trazado, sin pretender hacerlas ir por el nuestro» (Manus. autobiog. X,11).

Por otra parte, el director espiritual debe también ser humilde para conocer el momento en que conviene hacerse a un lado, dejando que la persona se confíe a otro director quizá más idóneo o que logre con ella un mejor entendimiento. No todo director vale igualmente para guiar el crecimiento espiritual de las personas en todas sus fases (Llama 3,57).

Hay falta de guías idóneos en el camino de la santidad. Y los ineptos pueden hacer aquí daños no pequeños. Recordemos, por ejemplo, el caso de Santa Teresa (Vida 23,6-18; 30,1-7). Ella cuenta que durante diecisiete años, «gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados... Lo que era pecado venial decíanme que no era ninguno; lo que era gravísimo mortal, que era venial» (5,3). «Los confesores me ayudaban poco» (6,4). Parecerá que, al menos las verdades más fundamentales, cualquier confesor o director las sabrá; «y es engaño. A mí me acaeció tratar con uno cosas de conciencia, que había oído todo el curso de teología, y me hizo harto daño en cosas que me decía no eran nada. Y sé que no pretendía engañarme, sino que no supo más; y con otros dos o tres, sin éste, me acaeció» (Camino Perf. 5,3). Y ella lamenta mucho aquellos años de andar extraviada: «Si hubiera quien me sacara a volar...; mas hay -por nuestros pecados- tan pocos [directores idóneos], que creo es harta causa para que los que comienzan no vayan más presto a gran perfección» (Vida 13,6; +San Juan de la Cruz, Subida prólogo 3; 2 Subida 18,5; Llama 3,29-31).

-Cualidades del dirigido. La dirección espiritual es útil cuando el cristiano que se ayuda con ella reune estas condiciones: si tiende realmente a la perfección; si comprende, en fe y humildad, la necesidad de esa dirección; si procura manifestar su alma con sinceridad, sin perderse en palabrerías y temas inútiles; si muestra docilidad intelectual y espíritu de obediencia. Cuanto tales disposiciones faltan en el cristiano, no suele ser conveniente iniciar o continuar la dirección, a no ser que los encuentros se dediquen a suscitar esas condiciones.

La sinceridad y la obediencia son fundamentales en la dirección espiritual, «porque si no hay esto, dice Santa Teresa, no aseguro que vais bien ni que es Dios el que os enseña» (6 Moradas 9,12). «Jamás haga nada ni le pase por el pensamiento, sin parecer de confesor letrado y avisado y siervo de Dios, pues El nos tiene dicho que tengamos al confesor en Su lugar» (3,11). Esa es la norma que ella misma siguió en su vida impetuosa, ajetreada y fecundísima (Vida 26,3; Fundaciones 27,15); y la siguió hasta el extremo: «Siempre que el Señor me mandaba una cosa en la oración, si el confesor me decía otra, me tornaba el mismo Señor a decir que le obedeciese; después Su Majestad le volvía para que me lo tornase a mandar» (Vida 26,5).

-Temas de dirección. Son éstos tantos, que apenas admiten clasificación alguna. El director ha de tocarlos con oportuna gradualidad, mirando las necesidades y posibilidades concretas de la persona que se le confía. He aquí, en todo caso, algunos temas fundamentales: Catequesis individualizada, formar pensamiento y conciencia, orientar lecturas, resolver dudas. Introducir en la liturgia, ayudar a vivir eucaristía, Horas, penitencia, tiempos litúrgicos. Enseñar a amar a Dios, a orar, a vivir en su presencia, a cumplir en todo su voluntad. Enseñar a amar al prójimo en trabajo, perdón, servicialidad, amistad, apostolado, limosna, educación. Localizar los malos apegos de sentido, pensamiento, memoria, voluntad, y orientar bien la lucha ascética que ha de vencerlos con la oración y el ejercicio de todas las virtudes. Ayudar al discernimiento de la vocación personal o de otras cuestiones importantes y a veces dudosas. Y siempre estimular con fuerza hacia la santidad perfecta, superando crisis, desalientos y cansancios.

Hay que pedir a Dios y hay que procurar la gracia grande de un buen director espiritual. Aunque mejor no tenerlo, que tenerlo malo, pues «si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la hoya» (Mt 15,14). Sin embargo, también es cierto que «Dios es tan amigo de que el gobierno del hombre sea por otro hombre» (2 Subida 22,9), que aunque el director no sea del todo idóneo, si es humilde y bueno, con tal de que ayude a escapar de la voluntad propia, puede dar una dirección espiritual benéfica, santificante, ciertamente grata a Dios.