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La penitencia

AA.VV., La conversione, «Sacra Dottrina» 11 (1966) 173-270; J. P. Audet, La penitenza cristiana primitiva, ib. 12 (1967) 153-177; J. Behm, metanoeometanoia, KITTEL IV,994-1002/VII,1169-1188; F. J. J. Buytendijk, El dolor: psicología, fenomenología, metafísica, Madrid, Rev. Occidente 1958; C. Jean-Nesmy, La alegría de la penitencia, Madrid, Rialp 1970; H. Karpp, La pénitence, París, Delachaux-Niestlé 1970; J. H. Nicolas, L’amour de Dieu et la peine des hommes, París, Beauchesne 1969; C. Vogel, Le pécheur et la pénitence dans l’Eglise ancienne, París, Cerf 1966; y...au Moyen àge, ib. 1969; E. Würthwein , metanoeometanoia, KITTEL IV,976-985/VII,1121-1143.

Véase también Pablo VI, const. apost. Poenitemini 17-II-1966; Nuevo Ritual de la Penitencia (=NRP), Madrid 1975; Juan Pablo II, cta. apost. Salvifici doloris 11-II-1984, 39: DP 1984,39; exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia 2-XII-1984: DP 1984,335.

El Catecismo, actos que integran la penitencia (1422-1460, 1471-1479); días penitenciales (1438).

La penitencia en la Biblia

En las religiones naturales primitivas el hombre intenta purificarse de su pecado aplacando a los dioses con ritos exteriores -abluciones, sangre, transferencia del pecado a un animal expiatorio-; y experimenta su pecado como un mal social, que afecta a la salud de la comunidad. En las religiones más avanzadas, crecen juntamente el sentido personal de culpa y la condición fundamentalmente interior de la penitencia. En todo caso, como dice Pablo VI, la penitencia ha sido siempre una «exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad» (Poenitemini 32).

En la historia espiritual de Israel se aprecia también un importante desarrollo en la idea y en la práctica de la penitencia. Esta aparece pronto ritualizada en días y celebraciones peculiares (Neh 9; Bar 1,5-3,8), y siempre los actos principales de la penitencia son oración y ayuno (1 Sam 7,6; Job 2,8; Is 22,12; Lam 3,16; Ez 27,30-31; Dan 9,3; Os 7,14; Joel 1,13-14; Jon 3,6). Los profetas acentúan en la penitencia la interioridad y la individualidad. Las culpas no pasan de padres a hijos como una herencia fatal (Ez 18). Por otra parte, si el pecado fue alejarse de Dios, la conversión será regresar a Yavé (Is 58,5-7; Joel 2,12s; Am 4,6-11; Zac 7,9-12), escucharle, atendiendo sus normas, recibiendo sus enviados (Jer 25,2-7; Os 6,1-3), fiarse de él, apartando otros dioses y ayudas (Is 10,20s; Jer 3,22s; Os 14,4); será, en fin, alejarse del mal, que es lo contrario de Dios (Jer 4,1; 25,5).

Pero ¿es posible realmente la conversión? ¿Podrá el hombre cambiar de verdad por la penitencia? «¿Mudará por ventura su tez el etíope, o el tigre su piel rayada? ¿Podréis vosotros obrar el bien, tan avezados como estáis al mal?» (Jer 13,23)... La Biblia revela que con la gracia santificadora del Señor la penitencia es posible (Is 44,22; Jer 4,1; 26,3; 31,33; 36,3; Ez 11,19; 18,13; 36,26; Sal 50,12). Es posible con la gracia de Dios -suplicada, recibida- y con el esfuerzo del hombre: «Conviérteme y yo me convertiré, pues tú eres Yavé, mi Dios» (Jer 31,18; +17,14; 29,12-14; Lam 5,21; Is 65,24; Tob 13,6; Mal 3,7; Sant 4,8).

La predicación del Evangelio comienza por llamar a la penitencia. La plenitud de los tiempos implica una plenitud de metanoia (Mc 1,4), palabra equivalente a penitencia, conversión, arrepentimiento. «Juan el Bautista apareció en el desierto, predicando el bautismo de penitencia para remisión de los pecados» (ib.). Jesús «fue levantado por Dios a su diestra como príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y remisión de los pecados» (Hch 5,31). La predicación del Bautista y la de Jesús comienza, pues, con el mismo envite: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2; =Mc 1,15).

La penitencia es igualmente el núcleo central de la predicación apostólica. Los apóstoles fueron enviados por Cristo en la ascensión «para que se predicase en su nombre la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47). San Pablo, por ejemplo, recibe de Jesús la misión apostólica en estos términos: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18).

La penitencia es presentada como absolutamente necesaria y urgente: «Si no hiciéreis penitencia, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3. 5); ya la conversión no puede postergarse (19,41s; 23,28s; Mt 11,20-24). La penitencia evangélica va a ser a un tiempo don de Dios y esfuerzo humano (Mc 10,27; Hch 2,38; 3,19.25; 8,22; 17,30; 26,20; Ap 2,21); va a ser principalmente interior, pero también exterior (Mt 6,1-18; 23,26); individual, interior y moral, pero también social, exterior y sacramental (Mt 18,18; Mc 16,16; Jn 3,5; 20, 22-23). No va a ser asunto exclusivo de la conciencia con Dios, sino algo verdaderamente eclesial, pues la Iglesia convierte a los pecadores no sólo por los sacramentos, sino también por las exhortaciones y correcciones fraternas, y sobre todo por las oraciones de súplica ante el Señor (Mt 18,15s; 2 Cor 2,8; Gál 6,1; 1 Tim 5,20; 2 Tim 2,25-26; 1 Jn 1,9; 5,16; Sant 5,16).

En la Iglesia antigua

En la predicación de los Apóstoles hay una clara conciencia de que evangelizar es anunciar a Jesús y la conversión de los pecados. En este sentido puede decirse que una predicación es evangélica en la medida en que suscita la fe en Cristo y la verdadera conversión del pecado. Así San Pablo resume su obra apostólica: «Anuncié la penitencia y la conversión a Dios por obras dignas de penitencia» (Hch 26,20; +2,38; 14,22; 17,30; 20,21; Mc 6,12; Lc 24,47).

Hay que apartarse del mal (Hch 8,22; Ap 2,22; 9,20-21;16,11) y volverse incondicionalmente a Dios (Hch 20,21; 26,20) por la fe en Cristo (20,21; Heb 6,1), abriéndose así a la gracia de Dios (Hch 11,18). La conversión es ante todo un acto del amor de Dios al hombre: «Yo reprendo y corrijo a cuantos amo: sé, pues, ferviente y arrepiéntete» (Ap 3,19). Pero el que rechace este amor, esta gracia, y rehuse hacer penitencia, será castigado (2,21s; 9,20s; 16,9. 11).

En los Padres apostólicos la penitencia designa con frecuencia toda la vida cristiana. El pecador no puede acercarse al Santo y vivir de él, si no es por la penitencia. «Dios habita verdaderamente en nosotros, en la morada de nuestro corazón; dándonos la penitencia, nos introduce a nosotros, que estábamos esclavizados por la muerte, en el templo incorruptible» (Bernabé 16,8-9).

Así que «el que sea santo, que se acerque; el que no lo sea, que haga penitencia» (Dídaque 10,6). Y que sepa que «no hay otra penitencia fuera de aquella en que bajamos al agua y recibimos la remisión de nuestros pecados pasados» (Hermas, mandato 4,3,1). Jesucristo bendito es quien nos ha traído la verdadera penitencia; él es quien ha quitado realmente el pecado del mundo (Jn 1,29); por eso «fijemos nuestra mirada en la sangre de Cristo, y conozcamos qué preciosa es a los ojos de Dios y Padre suyo, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la penitencia para todo el mundo» (1 Clemente 7,4).

En la teología protestante

((Enseña Lutero que la justificación es sólo por la fe, y consiguientemente el hombre trata en vano de borrar su pecado con obras penitenciales -examen de conciencia, dolor, expiación-. Todo en él es pecado. Tratando de hacer penitencia, negaría la perfecta redención que nos consiguió el Crucificado, dejaría Su gracia para apoyarse en las propias obras, en una palabra: judaizaría el genuino Evangelio. Cierto que los discípulos de Jesús hicieron penitencias, pero eso no significa sino que «en el umbral mismo de la historia neotestamentaria de la metanoia en la Iglesia antigua aparece inmediatamente el malentendido judaico» (Behm 1002/1191).))

En la doctrina católica

«Cristo es el modelo supremo de penitentes; él quiso padecer la pena por pecados que no eran suyos, sino de los demás» (Poenitemini 35). Y a los que sí somos pecadores, él quiso participarnos su espíritu de penitencia: él nos da conocimiento de nuestros pecados y de la misericordia de Dios, dolor por nuestras culpas, capacidad de expiación, y gracia para cambiar de vida. El no quiso hacer penitencia solo, sino con nosotros, que somos su cuerpo. En Cristo, con él y por él hacemos penitencia.

Y por otra parte, la penitencia cristiana es en la Iglesia, ella misma «a un tiempo santa y necesitada de purificación» (LG 8c). Es la Iglesia la que llama a los pecadores, la que -como la viuda de Naim, que lloraba su hijo muerto- intercede ante el Señor por los pecadores. Ella es la que realiza sacramentalmente la reconciliación de los pecadores con Dios, y la que, con los ángeles, se alegra de su conversión (Lc 15,10). El es la que llama siempre y a todos a la penitencia: «La Iglesia proclama a los no creyentes el mensaje de salvación, para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y a los creyentes les debe predicar continuamente la fe y la penitencia» (SC 9b).

La virtud de la penitencia

Existe la virtud específica de la penitencia, que como dice San Alfonso Mª de Ligorio, «tiende a destruir el pecado, en cuanto es ofensa de Dios, por medio del dolor y de la satisfacción» (Theologia moralis VI,434; +STh III,85). Y esta virtud implica varios actos distintos, que iremos estudiando uno a uno:

La virtud de la penitencia, por tanto, constituye una virtud especial, con una serie de actos propios que la integran, y es una de las principales de la vida espiritual. En efecto, aunque el bautismo perdona los pecados, persiste en el cristiano esa inclinación al mal que se llama concupiscencia, la cual no es pecado, pero «procede del pecado y al pecado inclina» (Trento 1546: Dz 1515). En este sentido, todo cristiano es pecador, y en el ejercicio de cualquier virtud hallará una dimensión penitencial, ya que le hace volverse a Dios. Y también en este sentido, todas las virtudes cristianas son penitenciales, pues todas tienen fuerza y eficacia de conversión.

Examen de conciencia

El examen de conciencia hay que hacerlo en la fe, mirando a Dios. «Cada uno debe someter su vida a examen a la luz de a palabra de Dios» (NRP 384). El hombre -avaro, soberbio, murmurador, prepotente, perezoso-, cuanto más pecador es, menos conciencia suele tener de su pecado. Si mirase más a Dios y a su enviado Jesucristo, si recibiera más la luz de su palabra, si leyera más el evangelio y la vida de los santos, se daría mejor cuenta de su miserable situación, y la vería en relación a la misericordia divina. Por eso la liturgia del sacramento de la penitencia pide: «Dios, que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero conocimiento de tus pecados y de su misericordia» (NRP 84).

Santa Teresa explica esto muy bien. «A mi parecer, jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes. Hay dos ganancias en esto: la primera, está claro que una cosa parece blanca muy blanca junto a la negra, y al contrario, la negra junto a la blanca; la segunda es porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y dispuesto para todo bien, tratando a vueltas de sí con Dios, y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias es mucho inconveniente. Pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí aprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y se ha de ennoblecer el entendimiento, y el propio conocimiento no hará [al hombre] ratero y cobarde» (1 Moradas 2,9-11).

Cuando el alma llega a verse iluminada en la alta oración contemplativa, «se ve claramente indignísima, porque en pieza a donde entra mucho sol no hay telaraña escondida; ve su miseria... Se le representa su vida pasada y la gran misericordia de Dios» (Vida 19,2). «Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara; si da en él, se ve que está todo lleno de motas. Al pie de la letra es esta comparación: antes de estar el alma en este éxtasis le parece que trae cuidado de no ofender a Dios y que, conforme a sus fuerzas, hace lo que puede; pero llegada aquí, que le da este Sol de Justicia que la hace abrir los ojos, ve tantas motas que los querría volver a cerrar... se ve toda turbia. Se acuerda del verso que dice: "¿Quién será justo delante de ti?" (Sal 142,2)» (20,28-29).

Cuando el examen de conciencia se hace mirando a Dios el pecador ve su pecado no simplemente como falla personal, sino como ofensa contra Dios. Y ve siempre su negrura en el fondo luminoso de la misericordia divina.

El examen, también, ha de hacerse en la caridad, actualizándola intensamente, pues sólo amando mucho al Señor, podrá ser advertida una falta, por mínima que sea; en la abnegación de la propia voluntad, pues ésta influye en el juicio, y en tanto permanezca asida a su mal, no nos dejará verlo como malo; en la humildad, ya que el soberbio o vanidoso es incapaz de reconocer sus pecados, es incorregible, mientras que sólo el humilde, en la medida en que lo es, está abierto a la verdad, sea cual fuere; y en la profundidad, no limitando el examen a un recuento superficial de actos malos, sino tratando de descubrir sus malas raíces, esas resistencias a la gracia que son ya habituales. Así realizado, el examen de conciencia hecho diariamente -como en el canon 664 la Iglesia establece para los religiosos- o con otra periodicidad, sobre un punto particular o en general, ayuda mucho al crecimiento espiritual.

Contrición

La contrición hay que procurarla en la caridad, mirando a Dios. Cuanto más encendido el amor a Dios, más profundo el dolor de ofenderle. Pedro, que tanto amaba a Jesús, después de ofenderle tres veces, «lloró amargamente» (Lc 22,61-62). Es voluntad clara de Dios que los pecadores lloremos nuestras culpas: «Convertíos a mí -nos dice-, en ayuno, en llanto y en gemido; rasgad vuestros corazones» (Joel 2,12-13). Es absolutamente necesaria la contrición para la conversión del pecador. Si Cristo llora por el pecado de Jerusalén (Lc 19,41-44), ¿cómo no habremos de llorar los pecadores nuestros propios pecados?

El corazón de la penitencia es la contrición, y con ella la atrición. El concilio de Trento las define así:

«La contrición ocupa el primer lugar entre los actos del penitente, y es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja. Y aun cuando alguna vez suceda que esta contrición sea perfecta y reconcilie al hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento [de la penitencia], no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin deseo del sacramento, que en ella se incluye».

La atrición, por su parte, «se concibe comúnmente por la consideración de la fealdad del pecado y por el temor del infierno y de sus penas, y si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre más hipócrita y más pecador [como decía Lutero], sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que sólamente mueve, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia» (Trento 1551: Dz 1676-1678).

((Es un gran error considerar inútil la formación del dolor espiritual por el pecado. O, por ejemplo, en la preparación de la penitencia sacramental, darlo por supuesto, y centrar la atención casi exclusivamente en el examen de conciencia. El dolor de corazón es sin duda lo más precioso que el penitente trae al sacramento, y en modo alguno debe omitir su actualización intensa, distraído quizá en hacer sólo el recuento de sus faltas, y discurriendo el modo y las palabras con que habrá de acusarlas. Pero el mayor error es que no duela el pecado como ofensa contra Dios, sino simplemente como falla personal, como fracaso social, como ocasión de perjuicios y complicaciones. Esto es lo que más falsea la verdad del arrepentimiento.))

La contrición es el acto más importante de la penitencia, y por eso debemos pedirla -pedir, con la liturgia, «la gracia de llorar nuestros pecados» (orac. Santa Mónica 27-VIII)-, y debemos procurarla mirando a Dios. Mirando al Padre, comprendemos que por el pecado le abandonamos, como el hijo pródigo, y buscamos la felicidad lejos de él (Lc 15,11s). Mirando a Cristo, contemplándole sobre todo en la cruz, destrozado por nuestras culpas, conocemos qué hacemos al pecar. Mirando al Espíritu Santo vemos que pecar es resistirle y despreciarle. El verdadero dolor nace de ver nuestro pecado mirando a Dios.

Conviene señalar que en los buenos cristianos la contrición es mayor que el pecado. El pecado fue un breve tiempo demoníaco, apasionado, oscuro, falso. Pero, en cambio, el arrepentimiento es tiempo largo y consciente, personal y profundo, donde más verídicamente se expresa la personalidad del cristiano. Y cuando la contrición es muy intensa, no sólamente destruye totalmente el pecado, sino que deja acrecentada la unión con Dios. Como en una pelea entre novios: tras la ofensa, si en la reconciliación hubo dolor y amor sinceros, quedan más unidos que antes.

Propósito de enmienda

El propósito penitencial es un acto de esperanza, que se hace mirando a Dios. El es quien nos dice: «Vete y no peques más» (Jn 8,11), él es quien nos levanta de nuestra postración, y quien nos da su gracia para emprender una vida nueva.

((Gran tentación para el hombre es verse pecador y considerarse irremediable. Tras una larga experiencia de pecados, de impotencia para el bien, al menos para el bien más perfecto, tras no pocos años de mediocridad aparentemente inevitable, va posándose en el fondo del alma, calladamente, el convencimiento de que «no hay nada que hacer», «lo mío no tiene remedio». De este lamentable abatimiento -falta fe en la fuerza de la gracia de Dios, falta fe en la fuerza de la propia libertad asistida por la gracia- sólo puede sacarnos la virtud de la esperanza: «Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27; +Jer 32,27). Muchos propósitos no se cumplen, pero son muchos más los que ni se hacen.))

Los propósitos han de ser firmes, prudentes, bien pensados, sinceros, bien apoyados en Dios, y no en las propias fuerzas. Han de ser altos, audaces: «Aspirad a los más altos dones» (1 Cor 12,31). Toda otra meta sería inadecuada para el cristiano, para el hijo de Dios, que no está hecho para andar, sino para volar.

«La vida entera de un buen cristiano se reduce a un santo deseo», dice San Agustín: «Imagínate que quieres llenar un recipiente y sabes que la cantidad que vas a recibir es abundante; extiendes el saco o el odre o cualquier otro recipiente, piensas en lo que vas a verter y ves que resulta insuficiente; entonces tratas de aumentar su capacidad estirándole. Así obra Dios: haciendo esperar, amplía el deseo; al desear más, aumenta la capacidad del alma y, al aumentar su capacidad, le hace capaz de recibir más. Deseemos, pues, hermanos, porque seremos colmados. En esto consiste nuestra vida: en ejercitarnos a fuerza de deseos. Pero los santos deseos se activarán en nosotros en la medida en que cortemos nuestro deseo del amor del mundo. Lo que ha de llenarse, ha de empezar por estar vacío» (SChr 75 ,230-232) .

Los propósitos no deben ser excesivamente vagos y generales, que en el fondo a nada concreto comprometen. A ciertas personas les cuesta mucho dar forma a su vida, asumir unos compromisos concretos. Les gusta andar por la vida sin un plan, sin orden ni concierto, a lo que salga, según el capricho, la gana o la circunstancia ocasional. Y esto es muy malo para la vida espiritual. Pero tampoco conviene hacer propósitos excesivamente determinados, pues «el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va: así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3,8).

El propósito, como acto intelectivo («proponer» una obra mentalmente, según la fe), responde a la naturaleza inteligente del hombre, y es conforme a su modo natural de obrar. Pero el propósito, entendido como acto volitivo («decidir»: «Hoy o mañana iremos a tal ciudad y pasaremos allí el año, y negociaremos y lograremos buenas ganancias», Sant 4,13), aunque intente obras espirituales, en sí mismas muy buenas, puede presentar resistencias a los planes de Dios, que muchas veces no coinciden con los nuestros («no sabéis cuál será vuestra vida de mañana, pues sois humo, que aparece un momento y al punto se disipa», 4,14). Otra cosa es si el propósito, aun siendo volitivo, es claramente hipotético, condicionado absolutamente a lo que Dios quiera y disponga («En vez de esto debíais decir: Si el Señor quiere y vivimos, haremos esto o aquello», 4,15).

Y es que el cristiano carnal quiere vivir apoyándose en sí mismo, controlando su vida espiritual, andando con mapa, por un camino claro y previsible. Y muchas veces Dios dispone que sus hijos vayan de su mano sin un camino bien trazado, en completa disponibilidad a su gracia, lo que implica un no pequeño despojamiento personal.

Expiación

La necesidad de expiar por el pecado ha sido siempre comprendida por la conciencia religiosa de la humanidad. Pero aún ha sido mejor comprendida por los cristianos, con sólamente mirar a Cristo en la cruz. ¿Dejaremos que él solo, siendo inocente, expíe por nuestros pecados o nos uniremos con él por la expiación? El hijo pródigo, cuando vuelve con su padre, quiere ser tratado como un jornalero más (Lc 15,18-19), y Zaqueo, al convertirse, da la mitad de su bienes a los pobres, y devuelve el cuádruplo de lo que a algunos hubiera defraudado (19,8). Está claro: hay espíritu de expiación en la medida en que hay dolor por el pecado cometido. Hay deseo de suplir en la propia carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) en la medida en que hay amor a Jesús crucificado.

Por eso la devoción al Corazón de Jesús, al centrarse en la contemplación del amor que nos ha tenido el Crucificado, y en la respuesta de amor que le debemos, necesariamente se centra también en la espiritualidad de la expiación, de la reparación y el desagravio. No se trata, pues, de una moda espiritual piadosa, que pueda ser olvidada por la Iglesia Esposa, ya que ésta encuentra en ella el cumplimiento perfecto de su propia vocación.

Es un gran honor poder expiar por el pecado. Un niño, un loco, no pueden satisfacer (satisfacere, hacer lo bastante, reparar, expiar) por sus culpas: a éstos se les perdona sin más. Pero la maravilla del amor de Dios hacia nosotros es que nos ha concedido la gracia de poder expiar con Cristo por nuestros pecados y por los de toda la humanidad. Por supuesto que nuestra expiación de nada valdría si no se diera en conexión con la de Cristo. Pero hecha en unión a éste, tiene valor cierto, y nos configura a él en su pasión. Como dice Trento: «Al padecer en satisfacción por nuestros pecados, nos hacemos conformes a Cristo Jesús, que por ellos satisfizo (Rm 5,10; 1 Jn 2,1s), «y de quien viene toda nuestra suficiencia» (2 Cor 3,5). Verdaderamente, no es esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados tal que no sea por medio de Cristo Jesús, en el que satisfacemos «haciendo frutos dignos de penitencia» (Lc 3,8), que de él tienen su fuerza, por él son ofrecidos al Padre, y por medio de él son aceptados por el Padre» (Dz 1692).

-La expiación es castigo. En todo pecado hay una culpa que le hace merecer al pecador dos penalidades: una pena ontológica (se emborrachó, y al día siguiente se sintió enfermo), y una pena jurídica (se emborrachó, y al día siguiente perdió su empleo). Los cristianos al pecar contraemos muchas culpas, nos atraemos muchas penalidades ontológicas, y nos hacemos deudores de no pocas penas jurídicas o castigos, que nos vendrán impuestas por Dios, por el confesor, por el prójimo o por nosotros mismos.

El bautismo quita del hombre toda culpa y toda pena temporal o eterna. Quita también la pena jurídica por completo, pero no necesariamente la pena ontológica (un borracho, bautizado, sigue con su dolencia hepática). Ahora bien, la penitencia, incluso la sacramental, borra del cristiano toda culpa, pero no necesariamente toda pena, ontológica o jurídica (STh III,67, 3 ad 3m; 69,10 ad 3m; 86,4 in c.et ad 3m). Por eso el ministro de la penitencia debe imponer al penitente una expiación, un castigo. Y por eso es bueno también que el mismo cristiano expíe, imponiéndose penas por sus pecados y los del mundo.

Santo Tomás enseña que «aunque a Dios, por parte suya, nada podemos quitarle, sin embargo el pecador, en cuanto está de su parte, algo le sustrajo al pecar. Por eso, para llevar a cabo la compensación, conviene que la satisfacción quite al pecador algo que ceda en honor de Dios. Ahora bien, la obra buena, por serlo, nada quita al sujeto que la hace, sino que más bien le perfecciona. Por tanto no puede realizarse tal substracción por medio de una obra buena a no ser que sea penal. Y por consiguiente para que una obra sea satisfactoria, es preciso que sea buena, para que honre a Dios, y que sea penal, para que algo se le quite al pecador» (STh Sppl. 15,1).

-La expiación es medicina.La contrición quita la culpa, pero la satisfacción expiatoria ha de sanar las huellas morbosas que el pecado dejó en la persona. Esta función de la penitencia tiene una gran importancia para la vida espiritual. En efecto, por medio de actos buenos penales la expiación tiene un doble efecto medicinal: 1.-sana el hábito malo, con su mala inclinación, que se vio reforzado por los pecados, y 2.-corrige aquellas circunstancias y ocasiones exteriores proclives al mal que en la vida del pecador se fueron cristalizando como efecto de sus culpas. En una palabra, la expiación ataca las raíces mismas que producen el amargo fruto del pecado (STh Sppl. 12,3 ad 1m; +III,86, 4 ad 3m). Y adviértase aquí que la misma contrición tiene virtud de expiar, pues rompe dolorosamente el corazón culpable.

La perfecta conversión del hombre requiere todos los actos propios de la penitencia. No basta, por ejemplo, que el borracho reconozca su culpa, tenga dolor de corazón por ella, y propósito de no emborracharse otra vez. La conversión (la liberación) completa de su pecado exige además que expíe por él con adecuadas obras buenas y penales (por ejemplo, dejando en absoluto de beber en Cuaresma), que le sirvan de castigo y también de medicina. Sólo así podrá destruir en sí mismo el pecado y las consecuencias dejadas por el pecado. Dicho de otro modo: Cristo salva a los pecadores de sus pecados no sólamente por el reconocimiento del mismo, por la contrición y el propósito, sino también dándoles la gracia de la expiación penitencial. Por lo demás, notemos que en cualquier vicio arraigado, por ejemplo, en el que bebe en exceso, no es posible pasar del abuso al uso, sino a través de una abstinencia más o menos completa.

El cristiano es sacerdote en Cristo, y por serlo está destinado a expiar por los pecados, no sólamente por los suyos, sino por los de todo el mundo. En efecto, Jesucristo es a un tiempo sacerdote y víctima, y en la cruz ofreció su vida «por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Y el cristiano, al participar de Cristo en todo, participa ciertamente de este sacerdocio victimal (LG 10,34), «completando» con la expiación de su propia sangre lo que falta a la pasión de Cristo para la salvación de su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24).

Pío XII decía: Es preciso que «todos los fieles se den cuenta de que su principal deber y su mayor dignidad consiste en la participación en el Sacrificio Eucarístico; y eso de un modo tan intenso y activo, que estrechísimamente se unan con el Sumo Sacerdote, y ofrezcan con él aquel sacrificio juntamente con El y por El, y con El se ofrezcan también a sí mismos. Jesucristo, en verdad, es sacerdote... y es víctima... Pues bien, aquello del Apóstol, «tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Flp 2,5), exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el divino Redentor cuando se ofrecía en sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias; exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, en fin, que todos nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz junto con Jesucristo, de modo que podamos decir como S.Pablo: «Estoy clavado en la cruz juntamente con Cristo» (Gál 2,19)» (enc. Mediator Dei 20-XI-1947, 22).

¿Cuáles son los modos fundamentales de participar de la pasión de Cristo, y de expiar con él por los pecados? El modo fundamental, desde luego, es la participación en la eucaristía. Pero además de ello, hay tres vías fundamentales: las penas de la vida, las penas sacramentales impuestas por el confesor, y las penas procuradas por la mortificación. Así lo enseña Trento: «Es tan grande la largueza de la munificencia divina que podemos satisfacer ante Dios Padre por medio de Jesucristo no sólo con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para castigar el pecado [penas de mortificación] o por las penas impuestas a juicio del sacerdote según la medida de la culpa [penas sacramentales], sino que también -lo que es máxima prueba de su amor- por los azotes temporales que Dios nos inflige y nosotros sufrimos pacientemente [penas de la vida]» (Dz 1693; +1713).

Penas de la vida

El cristiano participa de la cruz de Cristo aceptando las penas de la vida, enfermedad, sufrimientos morales, decadencia psíquica y física, problemas económicos, fatiga, prisa, trabajo duro, convivencia difícil, inseguridad, ignorancia, impotencia, muerte. Las penas de la vida son las más permanentes, desde la cuna hasta el sepulcro; las más dolorosas, mayores sin duda que cualquier penalidad asumida por iniciativa propia; las más humillantes, las que con elocuencia más implacable nos muestran nuestra condición inerme de criaturas; las más providenciales, pues son inmediatamente regidas por el amor de Dios; las más voluntarias, aunque pueda parecer otra cosa, pues su aceptación las hace realmente nuestras, y requiere actos muy intensos de la voluntad; y en fin, las más universales, ya que todos los hombres, conozcan o no a Jesucristo, todos las llevan de uno u otro modo sobre sus hombros.

Hay grados muy diversos en la aceptación de la cruz. Pues bien, dice el Vaticano II, «recuerden todos que con el culto público y con la oración, con la penitencia y la libre aceptación de los trabajos y desgracias de la vida, con la que se asemejan a Cristo paciente (2 Cor 4,10; Col 1,24), pueden llegarse a todos los hombres y ayudar a la salvación del mundo» (AG 16g).

Así como veneramos la cruz de Cristo, la besamos y ponemos en ella la esperanza de nuestra salvación, veneremos nuestra cruz, y conozcamos bien la virtualidad santificante que tiene para nosotros y para el mundo. Sepamos que la cruz nuestra es cruz de Cristo, pues somos sus miembros. Veamos en cada sufrimiento un peldaño en la escala ascendente hacia el cielo. Oremos y esforcémonos por aceptar y ofrecer todos y cada uno de nuestros sufrimientos.

La fe nos da aceptación y paciencia ante el dolor, nos hace ver que tendríamos que sufrir mucho más, y que el Señor «no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas» (Sal 102,10). La esperanza nos hace sufrir con buen ánimo (Rm 8,18; 2 Cor 4,17-18). Y la caridad nos da a conocer la alegría de compartir la cruz con Cristo (Hch 5,41; Gál 6,14; Col 1,24; 1 Tes 1,6; 1 Pe 4,13).

((Algunos piensan que las penas impuestas, no pueden ser voluntarias ni meritorias. Ven, por ejemplo, el mérito de un ayuno voluntario, pero no ven el posible valor de cruz de una pobreza obligada. Es un error muy grave. Identifican la acción libre, voluntaria, con la acción espontánea, realizada por propia iniciativa. Dejan así sin explotar la mina preciosísima de los sufrimientos diarios, como si fueran materia sin valor. Olvidan que la cruz de Cristo fue una pena de la vida, una pena impuesta, no espontáneamente decidida por él, sino aceptada con un acto absoluta y máximamente voluntario (Jn 10,17-18; 14,31).

Algunos temen que la aceptación del dolor les lleve a una pasividad cobarde y estéril, y así justifican indirectamente la rebeldía contra la providencia de Dios, como si los males se vencieran mejor desde la amargura. El cristiano tiene en las penas la paz de la aceptación, y con paz y buen ánimo trabaja por superarlas. No hay en ello contradicción alguna: un enfermo, por ejemplo, con el buen ánimo de la aceptación, debe tratar de curarse. Y con buen ánimo se curará antes.

Otros, más o menos conscientemente, ven el sufrimiento como un mal absoluto, contra el cual todo es lícito: cualquier medio -el aborto o el divorcio, el terrorismo, la guerra o la huelga salvaje- todo es lícito si, al menos a corto plazo, muestra alguna eficacia para neutralizar la cruz. Esta es una atroz negación del Evangelio. «Nunca hagamos el mal para que venga el bien», aunque venga sobre nosotros ignominia, ruina o muerte, sino venzamos «el mal con el bien» (Rm 3,8; 12,21).

En fin, otros hay que aceptan las penas limpias, pero no las sucias; es decir, están dispuestos a aceptar aquellas penas que no proceden de culpa humana -una sequía, un terremoto-, pero se sienten autorizados a rebelarse contra las que vienen de pecados -injusticias, calumnias, egoísmos-. Así, el mismo que puede dormir con el ruido de la calle, queda insomne por el ruido de la casa, aunque sea menor, porque éste le indigna y le subleva, aquél no. La misma mujer que sufre con paciencia que su hermana no pueda ayudarle porque se ha puesto enferma, se desespera si ésta no le ayuda por pereza e irresponsabilidad. Pues bien, todos los sufrimientos de la vida deben ser cristianamente aceptados como cruz que son de Cristo -nuestra cruz es su cruz (Mt 25,42-45; Hch 9,1-5)-. Toda cruz, limpia o sucia, debe ser tomada cada día, para seguir a Jesús (Lc 9,23; 14,27), cuya cruz fue la más sucia de todas. Ninguna cruz, como aquella del Calvario, procede de tantas y tan terribles culpas.))

Penas sacramentales

El acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento «hace participar de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos» (Poenitemini 42).

Por eso el confesor, al imponer la penitencia, añade: «La pasión de nuestro Señor Jesucristo, la intercesión de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos, el bien que hagas y el mal que puedas sufrir, te sirvan como remedio de tus pecados y premio de vida eterna» (NRP 104). Todo ello nos indica que las penitencias sacramentales, bien aplicadas, pueden tener un influjo sumamente benéfico sobre la vida espiritual del cristiano.

En efecto, «el objeto y la cuantía de la satisfacción deben acomodarse a cada penitente, para que así cada uno repare el orden que destruyó y sea curado con una medicina opuesta a la enfermedad que le afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta sea realmente remedio del pecado cometido y, de algún modo renueve la vida» (NRP 6; +Trento 1551: Dz 1692). En la práctica, la aplicación de esta norma resulta difícil, sobre todo cuando el confesor no conoce personalmente a los penitentes, que es lo más frecuente: teme que una penitencia severa, enérgicamente medicinal, pueda resultar inconveniente o suscitar una reacción negativa. Por otra parte, los que necesitarían penitencias más graves suelen ser los menos capaces de asumirlas, y los que están más dispuestos, los que menos las merecen. Por eso el Episcopado Español propone que la obra penitencial expiatoria, «sin quitar nada al valor de ser impuesta por el ministro, pueda ser sugerida por el penitente o considerada por ambos» (Orientaciones 65, anexas a NRP). De este modo, además, las mortificaciones privadas pueden ser elevadas a la dignidad y eficacia de las penas sacramentales, que tienen especial fuerza para unir a la pasión de Cristo.

((A veces las penas sacramentales son meramente simbólicas, no hay proporción alguna entre la culpa y la pena, ni ésta tiene especial condición medicinal, todo lo cual contraría la voluntad de la Iglesia. Esta deficiencia está justificada cuando median circunstancias pastorales como las que aludíamos; pero es injustificable cuando procede de una falta de fe en el valor espiritual de la expiación. En este sentido, las levísimas, casi inexistentes, penas que en nuestra época se imponen en el sacramento de la penitencia, contrastan notablemente con el peso y la fuerza medicinal de las penitencias aplicadas en la antigüedad, en la edad media, en el renacimiento o hasta hace no mucho. Esto hace pensar que la espiritualidad cristiana actual padece un déficit grave en la captación del misterio de la cruz y de la expiación cristiana por el pecado.))

Penas procuradas (mortificación)

Finalmente, el cristiano expía con Cristo por los pecados asumiendo por iniciativa propia ciertas penalidades, que afligen alma o cuerpo, es decir, «con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria» (Poenitemini 59). El Magisterio eclesial sobre el culto al Corazón de Jesús ha expresado en nuestro tiempo con especial fuerza esta necesidad de la mortificación voluntaria. Sin duda, «entregarse por completo a la voluntad de Dios» y «tolerar con paciencia las penalidades que sobrevinieren» lleva en sí la penitencia fundamental; pero es preciso además «castigarse espontáneamente» (Pío XI, enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20,1928, 176). Y esa multiforme expiación espontánea implicará por ejemplo, entre otras cosas, «mortificaciones externas del cuerpo», «abstenerse, aunque cueste, de cosas agradables», «de los espectáculos, de los juegos públicos y de las delicias del cuerpo, aun de las lícitas» (enc. Caritate Christi: AAS 24,1932, 189-193).

Ésta ha sido siempre, por otra parte, la doctrina de la Iglesia. San Agustín decía: «El pecado no puede quedar impune, no debe quedar impune, no conviene, no es justo. Por tanto, si no debe quedar impune, castígalo tú, no seas tú castigado por él» (ML 38,139). Es la doctrina de Trento (Dz 1713), la de Juan XXIII en la encíclica Pænitentiam agere (1-VII-1962), la del concilio Vaticano II sobre los laicos (SC 105a; 110a; OT 2e; AG 36c) y especialmente sobre sacerdotes y religiosos (CO 33b; PO 12, 13, 16, 17; PC 7, 12b; AG 24, 40b). Y es también la enseñanza espiritual de la Liturgia de la Iglesia, cuando, por ejemplo, en los prefacios cuaresmales, nos habla del «ayuno corporal» o de las «privaciones voluntarias».

((La impugnación doctrinal de la mortificación voluntaria, hoy no infrecuente, apenas fue conocida en la antigüedad, puede decirse que comenzó en Lutero, y en el s.XVII la continuó también, bajo otras premisas muy diversas, Miguel de Molinos: «La cruz voluntaria de las mortificaciones es una carga pesada e infructuosa, y por tanto hay que abandonarla» (Dz 2238). Trento condenó el error de los que dicen que «en manera alguna se satisface a Dios por los pecados en cuanto a la pena temporal por los merecimientos de Cristo con los castigos espontáneamente tomados, como ayunos, oraciones, limosnas y también otras obras de piedad, y que por lo tanto la mejor penitencia es sólamente la nueva vida» (1713).

Otros hay que sólamente impugnan la mortificación corporal, como si ésta implicara un dualismo antropológico hostil al cuerpo. Quienes así piensan son, precisamente, los que en realidad se ven afectados de una mala antropología dualista, como si el hombre fuera el alma, y el cuerpo algo ajeno y accidental, que no se hubiera visto implicado en el pecado ni en sus consecuencias. «La verdadera penitencia -dice Pablo VI con más verdad- no puede prescindir en ninguna época de la ascesis física; todo nuestro ser, cuerpo y alma, debe participar activamente en este acto religioso. Este ejercicio de mortificación del cuerpo -ajeno a cualquier forma de estoicismo- no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir; al contrario», considera al cuerpo unido al alma, y no como objeto extraño a ésta (Poenitemini 46-48).))

Por otra parte, Jesucristo y todos los santos se han mortificado con penas voluntarias. Cristo, al comienzo de su vida pública, se retiró al desierto cuarenta días, en oración y ayuno total (Mt 4,1-2; como lo hizo Moisés, Dt 9,18). Y el Espíritu de Jesús ha iluminado y movido a todos los santos para que hicieran mortificaciones voluntarias, a veces durísimas. Santa Teresa comenzó a mortificarse con mucho miedo, pensando que «todo nos ha de matar y quitar la salud. Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve atada y sin valer nada. Vi claro que en muchas [cosas], aunque yo de hecho soy harto enferma, era tentación del demonio o flojedad mía; y que después que no estoy tan mirada y regalada, tengo mucha más salud» (Vida 13,7). Así, con grandes expiaciones penitenciales, han querido siempre vivir los santos, bien unidos a la cruz de Cristo. Y así han querido morir: San Pedro de Alcántara murió de rodillas, según nos cuenta la misma Santa (27,16-20), como también San Juan de Dios. Y San Francisco de Asís quiso morir desnudo, postrado en tierra (Celano, II Vida 217). En fin, no acabaríamos si hiciéramos memoria de las penitencias de los santos cristianos. Y probablemente nuestros relatos no serían suficientes para persuadir a quienes se atreven a pensar que todos los santos estaban equivocados.

El Código de Derecho Canónico reciente afirma que «todos los fieles, cada uno a su modo, están obligados por ley divina a hacer penitencia; sin embargo, para que todos se unan en alguna práctica común de penitencia, se han fijado unos días penitenciales, en los que se dediquen los fieles de manera especial a la oración, realicen obras de piedad y de caridad, y se nieguen a sí mismos, cumpliendo con mayor fidelidad sus propias obligaciones y, sobre todo, observando el ayuno y la abstinencia» (c. 1249).

La Conferencia Episcopal Española (7-VII-1984) precisó: «A tenor del canon 1253, se retiene la práctica penitencial tradicional de los viernes del año, consistente en la abstinencia de carnes; pero puede ser sustituida, según la libre voluntad de los fieles, por cualquiera de las siguientes prácticas recomendadas por la Iglesia: lectura de la Sagrada Escritura, limosna (en la cuantía que cada uno estime en conciencia), otras obras de caridad (visita de enfermos o atribulados), obras de piedad (participación en la Santa Misa, rezo del rosario, etc.) y mortificaciones corporales. En cuanto al ayuno, que ha de guardarse el miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, consiste en no hacer sino una sola comida al día; pero no se prohibe tomar algo de alimento a la mañana y a la noche, guardando las legítimas costumbres respecto a la cantidad y calidad de los alimentos» (DP 1984, 219).

Oración, ayuno y limosna

La Iglesia ha visto siempre «en la tríada tradicional oración-ayuno-caridad la formas fundamental para cumplir con el precepto divino de la penitencia» (Poenitemini 60). Es doctrina clásica, enseñada en el Catecismo de la Iglesia (1434-1435; +2443-2449)-

Y es una convicción expresada bellamente en la oración de la liturgia: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que nos otorgas remedio para nuestros pecados por medio del ayuno, la oración y la limosna, mira con amor a tu pueblo penitente, y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas» (or. 3 dom. cuaresma). Precisamente, nuestro Señor Jesucristo enseñó en el sermón del monte, corazón de su evangelio, cómo hay que orar, ayunar y hacer limosna (Mt 6,1-18).

La sagrada Escritura siempre enseñó el valor penitencial de la ascética triada: «Buena es la oración con el ayuno, y la limosna con la justicia» (Tob 12,8; +Jdt 8,5-6; Dan 10,3; Lc 2,37; 3,11). Jesucristo, en el desierto, confirma esta tradición ascética (Mc 1,13; +Ex 24,18), y la enseñó, como hemos visto, en el sermón del monte. En la Iglesia antigua, de hecho, oraciones, ayunos y limosnas vienen a formar el marco fundamental de la vida evangélica (Hch 2,44; 4,32-37; 10,2. 4. 31; 13,2-3; 14,23; 1 Cor 9,25-27; 2 Cor 6,5; 11,27).

Los Padres apostólicos exhortan igualmente a los fieles para que desarrollen sus vidas en esa tríada penitencial que hace posible al hombre la verdadera metanoia (Dídaque 1,5-6; 7,4; 8; 15,4; Pastor de Hermas, comparación 5,3; +San Justino, I Apología 61,2).

La enseñanza de los Padres de la Iglesia se muestra de modo excelente en este texto de San León Magno: «Tres cosas pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que se han de realizar en todo tiempo, pero especialmente en el tiempo consagrado por las tradiciones apostólicas, según hemos recibido. Pues por la oración se busca la propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la concupiscencia de la carne, por las limosnas se perdonan los pecados (Dan 4,24). Al mismo tiempo, por todas estas cosas se restaura en nosotros la imagen de Dios, si estamos siempre preparados para la alabanza divina, si somos incesantemente solícitos para nuestra purificación, y si constantemente procuramos la sustentación del prójimo. Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de todas las virtudes, nos hace llegar a la imagen y semejanza de Dios y nos hace inseparables del Espíritu Santo. Porque en las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida inocente, y en las limosnas, la benignidad» (Hom. 1ª sobre el ayuno en diciembre 4: BAC 291, 1969, 48; +4ª,1; Hom. 10ª cuaresma; San Juan Crisóstomo: PG 51,300).

Padres y concilios organizaron la vida del pueblo cristiano con oraciones (las Horas), ayunos (días penitenciales) y limosnas (diezmos y primicias), considerando que ese triple ejercicio establece el espacio espiritual más favorable para el crecimiento de la vida en Cristo. Juan Pablo II hace notar que «oración, limosna y ayuno han de ser comprendidos profundamente. No se trata aquí sólo de prácticas momentáneas, sino de actitudes constantes, que imprimen a nuestra conversión a Dios una forma permanente» (14-III-1979; +21-III-1979).

El ayuno es restricción del consumo del mundo, es privación del mal, y también privación del bien, en honor de Dios. Hay que ayunar de comida, de gastos, de viajes, de vestidos, lecturas, noticias, relaciones, espectáculos, actividad sexual (1 Cor 7,5), de todo lo que es ávido consumo del mundo visible, moderando, reduciendo, simplificando, seleccionando bien. La vida cristiana es, en el más estricto sentido de la palabra, una vida elegante, es decir, que elige siempre y en todo; lo contrario, justamente, de una vida masificada y automática, en la que las necesidades, muchas veces falsas, y las pautas conductuales, muchas veces malas, son impuestas por el ambiente. Es únicamente en esta vida elegante del ayuno donde puede desarrollarse en plenitud la pobreza evangélica.

La oración hace que el hombre, liberado por el ayuno de una inmersión excesiva en el mundo, se vuelva a Dios, le mire y contemple, le escuche y le hable, lea sus palabras y las medite, se una con él sacramentalmente. Pero sin ayuno no es posible la oración; es el ayuno del mundo lo que hace posible el vuelo de la oración. Y sin oración, sin amistad con el Invisible, no es psicológica ni moralmente posible reducir el consumo de lo visible. Es la oración la que posibilita el ayuno y lo hace fácil.

La limosna, finalmente, hace que el cristiano se vuelva al prójimo, le conozca, le ame, le escuche, y le preste ayuda, consejo, presencia, dinero, casa, compañía, afecto. Pero difícilmente está el hombre disponible para el prójimo si no está libre del mundo y encendido en Dios. El cristiano sin oración, cebado en el consumo de criaturas, no está libre ni para Dios por el ayuno, ni para los hombres por la limosna. Está preso, está perdido, está muerto.

Ya se ve, según esto, cómo oración, ayuno y limosna se posibilitan y exigen mutuamente, forman un triángulo perfecto, que abarca la vida del cristiano en todas sus dimensiones. Estos son los tres consejos evangélicos más adecuados para fomentar la vida de perfección en los laicos consagrados sólamente por el bautismo.

Por la triada penitencial se produce la conversión perfecta del hombre a Dios y la completa expiación por los pecados. San Pedro Crisólogo decía: «Tres son, hermanos, tres las cosas por las cuales dura la fe, subsiste la devoción, permanece la virtud: oración, ayuno y misericordia. Oración, misericordia y ayuno son tres en uno, y se dan vida mutuamente» (ML 52,320). Con razones profundas explica Santo Tomás la conversión del pecador a Dios por esta triple vía: «La satisfacción por el pecado debe ser tal que por ella nos privemos de algo en honor de Dios. Ahora bien, nosotros no tenemos sino tres clases de bienes: bienes de alma, bienes de cuerpo, y bienes de fortuna o exteriores. Nos privamos de los bienes de fortuna por la limosna; de los bienes del cuerpo por el ayuno; en cuanto a los bienes del alma no conviene que nos privemos de ellos ni en cuanto a su esencia, ni disminuyéndolos en cantidad, ya que por ellos nos hacemos gratos a Dios; lo que debemos hacer es entregarlos totalmente a Dios, y esto se hace por la oración» (STh Sppl 15,3).

La penitencia hoy

En una alocución notable, Pablo VI, comentando la ley renovada de la penitencia, decía: «No podremos menos de confesar que esa ley [de la penitencia] no nos encuentra bien dispuestos ni simpatizantes, ya sea porque la penitencia es por naturaleza molesta, pues constituye un castigo, algo que nos hace inclinar la cabeza, nuestro ánimo, y aflige nuestras fuerzas, ya sea porque en general falta la persuasión [de su necesidad]. ¿Por qué razón hemos de entristecer nuestra vida cuando ya está llena de desventuras y dificultades? ¿Por qué, pues, hemos de imponernos algún sufrimiento voluntario añadiéndolo a los muchos ya existentes?... Acaso inconscientemente vive uno tan inmerso en un naturalismo, en una simpatía con la vida material, que hacer penitencia resulta incomprensible, además de molesto» (28-II-1968. El diagnóstico es muy grave, porque sin la penitencia queda distorsionada gravemente toda la espiritualidad cristiana, hasta quedar irreconocible. ¿No estará aquí la enfermedad más grave del cristianismo actual?

López Ibor, analizando El dolor en el mundo moderno, en su obra El descubrimiento de la intimidad, afirma que «la apetencia del hombre moderno es la de ser dichoso, buscando la dicha en la evitación del dolor y no en la profundización de su existencia» (Madrid, Aguilar 1958,260). Y en la misma línea, Buytendijk (22) observa que «el hombre moderno se irrita contra muchas cosas que antes admitía serenamente. Se indigna contra la vejez, contra la enfermedad larga, contra la muerte, pero desde luego contra el dolor. El dolor no debe existir... Se ha originado una algofobia que en su desmesura se ha convertido incluso en una plaga y tiene por consecuencia una pusilanimidad que acaba por imprimir su sello a toda la vida».

Por lo que se refiere a nuestra sagrada tríada, bien sabemos hasta qué punto la sociedad actual dificulta el ayuno, estimulando sin cesar al hombre a un consumo de criaturas cada vez más avido y cuantioso; cómo dificulta la oración, alejando de Dios el mundo secular, captando la atención del hombre de mil maneras, distrayéndole de Dios, y haciéndole gastarse en un activismo vacío; y cómo dificulta la limosna, al haber cegado sus fuentes, que son la oración y el ayuno.

Pues bien, «si alguno tiene oídos, que oiga» (Mc 4,23). Esta es la palabra de Jesús: «Entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y amplio el camino que llevan a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué angosta es la puerta y que estrecho el camino que llevan a la vida! Y qué pocos dan con ellos» (Mt 7,13-14).

No ha cambiado el Señor de idea. La liberación de los cristianos quiere hacerla hoy Jesucristo, como siempre, por el camino de la penitencia, en oración, ayuno y caridad. No hay otro camino para salir de Egipto, atravesar el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. No hay otra salida para los cristianos empantanados en el mundo. Es la de siempre: «Si no hiciéreis penitencia, todos igualmente moriréis» (Lc 13,3. 5).