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La pobreza

AA.VV., La pauvreté évangélique, París, Cerf 1971; AA.VV., Pauvreté chrétienne, DSp 12 (1983) 613-697; J. Dupont, Les beatitudes, I-II, París, Gabalda 1969; Renoncer a tous ses biens (Lc 14,33), «Nouv. Rev. Théologique» 93 (1971) 561-582; M. Farina, Chiesa dei poveri e chiesa dei poveri, Roma, LAS 1988; A. Gelin, Les pauvres que Dieu aime, París, Cerf 1967; L. Gignelli, La p. nella dottrina dei Santi Padri, «Quaderni di Spiritualità Francescana» 19 (1971) 35-66; J. M. Iraburu, P. y pastoral, Estella, Verbo Divino 1968, 2ª ed.; F. López Melús, P. y riqueza en los evangelios, Madrid, Studium 1963; M. G. Mara, Richezza e povertà nel cristianesimo primitivo, Roma, Cita Nuova 1980; P. R. Regamey, La p. et l’homme d’aujourd’hui, París, Aubier 1963; J. Staudinger, El sermón de la montaña, Barcelona, Herder 1962.

Los tres consejos evangélicos

Enseña Juan Pablo II que en el Evangelio hay muchas recomendaciones del Señor: «así, por ejemplo, la exhortación a no juzgar (Mt 7,1), a prestar «sin esperar remuneración» (Lc 6,35), a satisfacer todas las peticiones y deseos del prójimo (Mt 5,40-42), a invitar en el banquete a los pobres (Lc 14,13-14), a perdonar siempre (Mt 6,14-15), y muchas otras cosas semejantes. Si la profesión de los consejos evangélicos, siguiendo la Tradición, se ha centrado sobre castidad, pobreza y obediencia, tal costumbre parece manifestar con suficiente claridad la importancia que tienen como elementos principales que, en cierto modo, sintetizan toda la economía de la salvación» (exhort. apost. Redemptionis Donum 25-III-1984, 9).

De dos modos el cristiano participa del señorío de Cristo sobre las criaturas. La posesión de las criaturas -el campo, el trabajo, la mujer, la familia, la casa- es un modo, querido por Dios (Gén 1,28-31), de ejercitar el dominio sobre la creación, y configura la vida secular de los laicos. Y la abstención de las criaturas y de su libre disposición -en pobreza, celibato y obediencia- es otra manera cristiana de dominar sobre las criaturas del mundo visible; y este modo es el que caracteriza la vida del seguimiento de Cristo, dejándolo todo.

Los que poseen deben tener como si no tuvieran, es decir, sin ser dominados por lo que poseen, con perfecta libertad de corazón: «Os digo, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen; y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29-31). Y por otra parte, los que han sido llamados a no tener, deben ser fieles a su peculiar vocación: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme» (Mt 19,21).

Normalmente una misma llamada del Señor fundamenta en los cristianos pobreza, celibato y obediencia. Así fue, concretamente, la vocación de los apóstoles, que, para seguir a Jesús, dejaron todas las formas de poseer las criaturas de este mundo (Lc 18,28-29). Y es que los tres consejos evangélicos, en el fondo, tienen un mismo espíritu: morir con Cristo al mundo, para vivir más con él en su Reino; empobrecerse para ser enriquecidos en Cristo y poder enriquecer a otros.

La obediencia es el más valioso de los consejos evangélicos. Es esta una doctrina tradicional, expuesta por Santo Tomás: «El voto de obedecer es el principal, porque por el voto de obediencia el hombre ofrece a Dios lo mayor que posee, su misma voluntad, que es más que su propio cuerpo, ofrecido a Dios por la continencia, y que es más que los bienes exteriores, ofrecidos a Dios por el voto de pobreza» (STh II-II,186, 8; +Juan XXII, bula Quorundam exigit 7-X-1317: Guibert 262).

Recordemos también que la perfección cristiana consiste en los preceptos, y sólo secundaria e instrumentalmente en los consejos. Ya lo consideramos al tratar de la perfección (STh II-II,184,3). Olvidar esto nos llevaría a ignorar que los laicos están realmente llamados a la perfección evangélica. Por tanto, también ellos reciben de Dios gracia para vivir espiritualmente la substancia de los mismos consejos que otros han sido llamados a vivir espiritual y materialmente. Según esto, la doctrina que expondremos aquí sobre pobreza, castidad y obediencia, no se refiere sólamente a quienes viven la vocación apostólica, dejándolo todo y siguiendo a Jesús, sino también a los cristianos laicos.

La revelación de la pobreza

El Antiguo Testamento apenas desvela el valor religioso de la pobreza. En Israel la riqueza es considerada signo de la bendición de Dios sobre los justos (Job 42,10; Ez 36,28-30; Joel 2,21-27).

Sin embargo, en el Antiguo Testamento el camino de la pobreza se revela poco a poco ya en el hecho mismo de que Dios elija entre todos los pueblos a Israel, «el más pequeño de todos» (Dt 7,7), o en que varias veces escoja misteriosamente a mujeres estériles como portadoras de la promesa (Sara, Rebeca, Raquel... Isabel: Gén 16,1; 21,1-2; 25,21; 29,31; Lc 1,36). La austera figura de Elías anticipa la de Juan Bautista (2 Re 1,8; Mt 3,1.4), como el Canto de Ana, elevando a los pobres, anticipa el Magníficat de María -y el de Jesús- (Lc 1,46-55; 10,21; +1 Sam 2,1-10). El Siervo de Yavé, que se anuncia como Salvador (Is 52-53), no es descrito en riqueza y gloria, sino en pobreza y humillación. Y en fin, en el Antiguo Testamento los pobres de Yavé, desvalidos y humildes, fieles a la Alianza en medio de generalizadas rebeldías, tienen notable importancia. Ellos cumplen el proyecto del Señor: «Dejaré en medio de ti [Israel] como resto un pueblo humilde y modesto, que esperará en el nombre de Yavé» (Sof 3,12). «Se regocijarán en Yavé los humillados (anawim), y aun los más pobres (ebionim) se gozarán en el Santo de Israel» (Is 29,19). Por estos pobres vendrá la salvación de Dios, pues el Santo se hará uno de ellos.

La revelación plena de la pobreza se da en Jesucristo, que «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Cor 8,9). El elige nacer de una familia modesta, en un pesebre. Y al presentarlo en el Templo, José y María hacen la ofrenda de los pobres, un par de pichones (Lc 2,24). Casi toda la vida de Jesús transcurre oculta en Nazaret, en el marco, tan duro y escaso entonces, de un pueblecito galileo de montaña. Durante su vida pública «no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). Finalmente, rechazado por el mundo de los poderosos, muere desnudo en la cruz, entre dos malhechores, y es enterrado en un sepulcro prestado. Es éste un gran misterio...

Jesús prefiere la pobreza, que es en él una señal mesiánica: «Esto tendréis por señal: Encontraréis al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12). Prefiere la pobreza porque es el Hijo, porque en la plenitud de su filiación quiere revelar su absoluta dependencia del Padre providente. Y prefiere la pobreza porque es el Redentor que viene a librarnos del pecado y de sus nefastas consecuencias, una de las cuales es precisamente la maldita pobreza. El va a hacer bendición de la maldición.

Jesús prefiere a los pobres, pues se sabe enviado «para evangelizar a los pobres» (Lc 4,18). El realiza el designio divino anunciado en los salmos: «Por la opresión de los pobres, por los gemidos de los menesterosos, ahora mismo me levantaré, y les daré la salud por la que suspiran» (Sal 11,6; +71,4. 12-14). La Iglesia Madre, la Esposa de Cristo, al paso de los siglos, declara y expresa con signos eficaces esa especial solicitud amorosa hacia los desvalidos. «Los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviar, defender y liberar a esos oprimidos» (S. Congr. Fe, instr. Libertatis nuntius 68,22-III-1986: DP 1986,67; +Juan Pablo II, 21-XII-1984; 1-II-1985). Jesús entiende como signo mesiánico no sólo su pobreza personal, sino también el hecho de que «los pobres son evangelizados» (Lc 7,22).

Los pobres prefieren a Jesús, pues en él reconocen al Salvador verdadero. Los mismos que le odian, lo atestiguan: «¿Acaso algún magistrado o fariseo ha creído en él? Pero esta gente, que ignora la Ley, son unos malditos» (Jn 7,48-49). Es el mismo reproche, la misma acusación, que hallamos en los inicios de la Iglesia -y que dura hasta hoy-.

Cuenta Minucio Félix, cristiano, que los fieles eran vistos como una «facción miserable vedada por la ley, gavilla de desesperados, hombres ignorantes de la última hez de la plebe, mujercillas crédulas». «Estos infelices» para Luciano de Samosata son simplemente unos pobres diablos (kakodaimones). Y del mismo modo Celso ve a los cristianos como «pobres gentes embaucadas»; es decir, «cardadores, zapateros y bataneros, las gentes, en fin, más incultas y rústicas, que delante de los señores o amos de casa, hombres provectos y discretos, no se atreven ni a abrir la boca; pero apenas toman aparte a los niños y con ellos a ciertas mujercillas sin seso, hay que ver la de cosas maravillosas que sueltan» (BAC 116, 1954: 25, 48, 56, 63).

Sin duda, estas acusaciones contra los primeros cristianos, para tener fuerza polémica, se basaban más o menos en su deslucida condición social; que, por lo demás, y a otra luz, viene también atestiguada por los mismos Apóstoles (1 Cor 1,26-29; Sant 2,5). Ya se ve, pues, que, antes como hoy, al banquete del Reino -de la Iglesia- acuden sobre todo «pobres, tullidos, ciegos y cojos» (Lc 14,21). Y no nos avergoncemos de esto, sino al revés: demos gracias al Padre celestial con María (Lc 1,52) y con Jesús: «Sí, Padre, bendito seas, por haberte parecido eso bien» (10,21).

Bienaventurados los pobres

«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6,20). Esta enseñanza de Jesús es diametralmente opuesta al pensamiento del mundo. Para el hombre adámico ésta es una doctrina absurda, escandalosa. Pero ante todo, ¿quiénes son esos pobres (ptojoi), que Jesús considera dichosos? Tres tipos de respuestas se han dado a esta pregunta:

((1ª. -Los pobres del Evangelio son los económicamente pobres, sin más. Según esta tosca concepción -antigua y actual-, la pobreza aparece como un bien en sí, y la riqueza como un mal en sí. O desde otro punto de vista: En la escena criminal del mundo, los pobres serían los buenos, y los ricos, los malos (Lázaro y el rico, Lc 16,25). La Iglesia, ya por el año 1250, condenó los errores de Guillermo Cornelisz: «Ningún pobre puede condenarse, sino que todos se salvarán. Como la herrumbre de los metales al fuego, así todo pecado es consumido en la pobreza y es anulado ante los ojos de Dios» (Guibert 171-172). Santo Tomás enseña que «la pobreza es loable en tanto que libera al hombre de los vicios en que algunos están presos por sus riquezas. Mientras suprima la apetencia que nace de la posesión de las riquezas, es útil a aquellos que pueden aspirar a una vida superior. Pero la pobreza, en la medida en que priva a alguien del verdadero bien que puede emanar de las riquezas, es decir, cuando no permite ayudar a los demás e incluso proveer a la propia subsistencia, es un mal, absolutamente hablando. En efecto, la pobreza no es un bien en sí misma, sino en cuanto libera de las preocupaciones que impiden al hombre dedicarse a las cosas espirituales» (C. Gentes III,133).))

2ª. -Los pobres del Evangelio son los humildes, «los pobres de espíritu» (Mt 5,3). Algunos Padres antiguos -San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Gregorio Magno-, al menos en algunos de sus escritos, entendieron la bienaventuranza de la pobreza en un sentido marcadamente espiritual. San Bernardo, por ejemplo, dice que el Señor en esa bienaventuranza «no habla de aquéllos que son pobres, no por voluntad loable, sino por necesidad miserable»; habla más bien de «los pobres de espíritu, es decir, de los que son pobres con la intención espiritual, con un espiritual deseo, por solo el beneplácito de Dios y la salud de las almas» (Serm. 1 Todos los santos 8; +San Juan de la Cruz, 1 Subida 3,4). Estas interpretaciones, aunque llevan verdad, deben ser consideradas en relación con la 3ª interpretación. De hecho, estos mismos autores valoran altamente la pobreza material y estiman en mucho el peligro de las riquezas; para ellos no da igual ser pobre o rico.

3ª. -Los pobres del Evangelio son los que viven la pobreza efectiva con religiosa humildad de corazón. Esta parece ser la interpretación mas frecuente en los Padres (Staudinger 254). Juan de Maldonado, en el siglo XVI, comentando Mt 5,3, afirma: «Para mí es indiscutible que se trata de los verdaderos pobres, porque el nombre griego que usa el evangelista significa pobres y algo más, mendigos, que es como Tertuliano juzgó acertadamente que se debía traducir. De los humildes se habla en el verso 4, al decir «bienaventurados los mansos». Además se ofrece el reino de los cielos como riqueza que se da a los indigentes: Lucas les contrapone los ricos, y no los soberbios» (BAC 59,233). Es ésta también la interpretación que predomina en los autores actuales (+López Melús 43).

Cristo quiso que sus compañeros y colaboradores más íntimos vivieran pobremente, y de hecho los apóstoles, por iniciativa de Jesús, lo dejaron todo (Mt 19, 27; Lc 18,29). Dejan campos, casas, barcas, redes, la oficina de recaudación de impuestos, en fin, todo lo que tenían, para mejor servir a Jesús entre los hombres. Y los cristianos, cada uno según el modo propio de su vocación, debemos seguir el ejemplo de Jesús pobre (Jn 13,15) y de los Apóstoles llamados a la pobreza (1 Pe 5,3).

¡Ay de los ricos!

«¡Ay de vosotros, ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!» (Lc 6,24-25). La bendición de Jesús sobre la pobreza se entiende mejor cuando se contrapone a esta maldición de la riqueza. En todo caso, la grave peligrosidad de las riquezas debe ser considerada a la luz de todas las enseñanzas de Cristo.

1. -«Toda criatura de Dios es buena» (1 Tim 4,4). Esta es una enseñanza muy fundamental en la Biblia (Gén 1,31; Rm 14,20; 1 Cor 6,12; Tit 1,15), y es la revelación de una verdad que muchas religiones y filosofías antiguas ignoraban. En efecto, todas las criaturas son ontológicamente buenas, aunque en relación al hombre concreto puedan adquirir luego una significación moral buena, mala o indiferente.

2. -Poseer bienes de este mundo es algo bueno, querido por Dios. Fue el mismo Señor quien mandó al hombre poseer la tierra, dominarla y ponerla a su servicio (Gén 1,28-29; Sal 8,7-9). Por tanto, el instinto primario de apropiación en sí es sano, es natural y bueno.

3. -Incluso puede ser bueno poseer riquezas, es decir, una abundancia de bienes claramente superior a la media. Si Dios creó el mundo naturalmente jerárquico y desigual, es indudable que en la Providencia divina ricos y pobres tienen su lugar. No es voluntad de Dios que todos sean iguales en la posesión de bienes de este mundo. O en otras palabras: puede haber riquezas legítimamente adquiridas y honestamente poseídas. Puede haber, sin duda, riquezas benéficas, realmente puesta al servicio de Dios y del bien común de los hombres.

((Es herejía creer que ningún rico puede salvarse. Ebionitas, apostólicos o apotácticos, encratitas o abstinentes, tacianos, cátaros, y no pocos cristianos de hoy, pensaron y piensan que riqueza y caridad son absolutamente incompatibles. La Iglesia ha tenido que rechazar este error no pocas veces al paso de los siglos. El sínodo Diospolitano (a.415) condena la enseñanza de algunos pelagianos que decían: «A los ricos bautizados, a no ser que renuncien a todos sus bienes, no se les contará ni aquello que al parecer hacen de bueno, y no podrán obtener el reino de Dios» (Guibert 52). Durando de Huesca, en 1208, hubo de retractarse y confesar que «se salvan los que permanecen en el mundo poseyendo sus cosas, y hacen limosnas y otras obras buenas con sus propios bienes, guardando los preceptos del Señor» (ib.142: Dz 797). También la Iglesia condenó el error de Guillermo Cornelisz, el cual mantenía que «ningún rico puede salvarse y que todo rico es avaro» (Guibert 171; +Dionisio Foullechat, a.1369, ib.306-308: Dz 1087-1094). Jesús, refiriéndose precisamente a la salvación de los ricos, dijo: «Para los hombres, imposible; mas para Dios todo es posible» (Mt 19,25-26). Santo Tomás, fraile mendicante y gran teólogo de la pobreza, nunca enseñó que las riquezas son algo perverso, un mal en sí; por el contrario, reconoció que «también las riquezas, en cuanto son cierto bien, son algo divino, principalmente en cuanto dan posibilidad de hacer muchas obras buenas» (Quodlibeto 10,q.6, a.12 ad 2m; +a.14; STh II-II,129,8; C.Gentes III,133).))

4. -De hecho, sin embargo, «¡qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos!» (Mt 19,23). Qué raras veces saben los ricos poseer sus riquezas sin apego, poniéndolas al servicio de Dios, procurando con ellas su propio bien verdadero, y haciéndolas benéficas para los hombres. Normalmente la posesión de riquezas ocasiona el apego a ellas, y viene a ser así un grave obstáculo para el crecimiento en la caridad, es decir, en el amor al Señor y en el amor a los hermanos.

El peligro de las riquezas

Jesús señaló el peligro de la «seducción de las riquezas», que son como «espinas» que ahogan la Palabra divina sembrada en las almas (Mt 13,22; +Mc 4,19; Lc 8,14; 21,34). Se pierde aquél que «atesora para sí y no es rico ante Dios» (12,15-21). Al fuego eterno irán los malos ricos, que no supieron compadecerse del pobre Lázaro, aunque lo tenían a su puerta (16,19-31). No supieron ver en él a Cristo: «Tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25,31-46).

No siempre, por supuesto, la riqueza es ocasión de perdición eterna, pero con gran frecuencia impide ir a la perfección: es el caso del joven rico que respondió negativamente, no obstante ser bueno y cumplidor, a la llamada de Cristo, y «se entristeció mucho, porque era muy rico» (Lc 18,18-23).

Los apóstoles hacen también advertencias gravísimas a los ricos (Sant 5,1-5) y a los países ricos (Ap 18,7.16). «Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas, que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia, y muchos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y a sí mismos se atormentan con muchos dolores» (1 Tim 6,9-10).

La Tradición de la Iglesia hace enseñanza constante de esta doctrina. Un texto muy preciso de Santo Tomás puede darnos la síntesis del pensamiento de los Padres y de los santos: «Desde el momento en que una persona posee bienes de este mundo, ve su alma arrastrada al amor de los mismos. Por eso el primer fundamento para adquirir la perfección de la caridad es la pobreza voluntaria, según dice el Señor: "Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, ven y sígueme" (Mt 19,21). La posesión de las riquezas de suyo dificulta la perfección de la caridad, principalmente porque arrastran el afecto y lo distraen; ya se ha dicho que "los cuidados del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra" de Dios (13,22). Por eso es difícil conservar la caridad entre las riquezas. Y así dice el Señor: "Qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos" (19,23). Y esto, ciertamente, debe entenderse de aquel que de hecho posee riquezas, pues de aquel que pone su afecto en las riquezas, dice el Señor que es imposible, cuando añade: "Más fácil es a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos" (19, 24)» (STh II-II,186,3 in c. y ad 4m).

El Magisterio apostólico puede aquí ser representado por Pío XII: «¿Qué hombre, partícipe de esa enfermedad que lleva consigo el pecado de nuestro primer padre, a menos de contarse entre los más perfectos que la gracia de Dios ha excepcionalmente suscitado, podrá guardar su corazón completamente desprendido de las cosas de la tierra [pobreza espiritual], si de algún modo no se aparta lo más posible de ellas y no se abstiene valientemente de las cosas terrenas [pobreza material]? Nadie goza de las comodidades de que este mundo abunda, ni toma parte en los placeres de los sentidos, ni se recrea en los goces que ofrece más y más cada día a sus adeptos, sin perder algo de su espíritu de fe y de su caridad con Dios» (11-II-1958; +LG 42e; GS 63c).

((No obstante estos graves avisos del Señor, son muchos los cristianos que no reconocen la peligrosidad de las riquezas. Que los cristianos alejados, habitualmente distantes de la Biblia, de la Iglesia, de la oración y de los sacramentos, estimen la riqueza como una de las mayores bienaventuranzas, y centren su esfuerzo en conservarlas o en adquirirlas, es perfectamente normal y previsible. Hay que elegir entre servir a Dios y servir a las riquezas (Mt 7,24). Y ellos, como no tienen puesta la vida al servicio de Dios, la tienen al servicio del dinero. Normal.

Más extraño resulta que algunos cristianos ricos, siendo ortodoxos y piadosos, no vean en sus altos salarios o en sus crecidas rentas un grave peligro para el crecimiento en la caridad. Consideran, al parecer, que la búsqueda de la perfección cristiana es -al menos en los laicos- perfectamente compatible con un género de vida sólo posible para una pequeña parte de la sociedad en que viven, y sólo asequible para una mínima parte de la humanidad actual, en la que tantos hijos se le mueren a Dios de hambre.

Esto es algo que, por ejemplo, Santa Teresa no podía entender: «Yo lo pienso muchas veces y no puedo acabar de entender cómo hay tanto sosiego y paz en las personas muy regaladas» (Medit. Cantares 2,15). «Gózanse de lo que tienen, dan una limosna de cuando en cuando, no miran que aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos para que repartan a los pobres, y que le han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo» (2,8). Es como si ignorasen que de esos formidables presupuestos familiares, de esos viajes y vacaciones costosísimos, de esas necesidades falsas admitidas como reales por mimetismo mundano, y de tanto gasto inútil han de dar estrecha cuenta a Dios: «Y ¡cuán estrecha! Si lo entendiese [el rico], no comería con tanto contento ni se daría a gastar lo que tiene en cosas impertinentes y de vanidad» (2,11). «¡Ay de los ricos!», dice el Señor...))

Los valores de la pobreza evangélica

Los valores fundamentales de la pobreza cristiana son varios, relacionados todos entre sí.

Pobreza de criaturas para enamorarse más de Dios. -El cristiano ha de procurar no tener, o tener como si no tuviera, de modo que su corazón esté siempre libre para amar a Dios. En este sentido, enriquecerse de criaturas suele ser empobrecerse de Dios. Si leemos muchos diarios y revistas fascinantes, dejamos la Biblia a un lado. Si permitimos que la televisión se apodere de nosotros con sus mil variedades, olvidamos el sagrario. Si viajamos de aquí para allá para distraernos, nos vamos incapacitando para estar un rato de oración con el Señor. Y así ocurre con todo, incluso con las cosas de suyo mejores, pero poseídas sin espíritu de pobreza.

San Juan de la Cruz lo explica así: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios» (3 Subida 16,2). Y esto es así porque el hombre es pecador, no por las criaturas en sí mismas. Por eso, «aunque es verdad que los bienes temporales, de suyo, necesariamente no hacen pecar, pero porque ordinariamente con flaqueza de afición se ase el corazón del hombre a ellos y falta a Dios -lo cual es pecado, porque pecado es faltar a Dios-, por eso dice el Sabio que [si fueres rico] no estarás libre de pecado» (18,1). De ahí que cada uno, según su estado y vocación, debe empobrecerse de criaturas por el ayuno y la limosna para enriquecerse en el amor a Dios y al prójimo.

Pobreza para vivir como hijo de Dios. -El hijo emancipado vive de los bienes recibidos de su padre, pero separado de éste, mientras que el que vive como hijo vive en la casa del padre, sin nada propio, recibiéndolo todo de él directamente. El rico quiere asegurar su vida con bienes de este mundo: «La riqueza es para el rico fuerte ciudadela; le parece una alta muralla» (Prov 18,11). El pobre, con prudencia espiritual, procura en cambio la inseguridad, el desvalimiento, para que su circunstancia de vida le ayude a buscar siempre en Dios su apoyo: «Sólo Dios basta» (Santa Teresa, poesía 30).

San Ignacio de Loyola cuenta de sí mismo que cuando, a poco de su conversión, quiso ir a Jerusalén -un viaje entonces no poco azaroso-, «aunque se le ofrecían algunas compañías, no quiso ir sino solo; que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio. Y así un día a unos que mucho le instaban, él dijo que deseaba tener tres virtudes: caridad y fe y esperanza; y llevando un compañero, cuando tuviese hambre esperaría ayuda de él; y cuando cayese, que le ayudaría a levantar; y así también se confiara de él y le tendría afición por estos respectos; y que esta confianza y afición y esperanza la quería tener en solo Dios. Y esto que decía de esta manera, lo sentía así en su corazón. Y con estos pensamientos él tenía deseos de embarcarse no sólamente solo, mas sin ninguna provisión» (Autobiografía 35). La pobreza es un apasionado deseo de apoyarse directamente en Dios, viviendo como hijo, confiándose gozosamente a la continua solicitud amorosa de la Providencia divina.

Pobreza por amor a Cristo pobre. -Esta motivación de la pobreza es una de las más reiteradas por los santos y los maestros espirituales. Los miembros del Cuerpo quieren participar de la pobreza que su Cabeza eligió para sí, pues no conviene que el siervo sea mayor que su Señor, ni que el discípulo se vea mejor que su Maestro (Jn 15,20). Por eso no se comprende que un cristiano pueda aguantar una vida de riqueza, como no sea que graves razones de bien común así lo aconsejen. San Juan de Avila predicaba en un sermón: «¿Cómo puedes, hombre regalado, llevar tus blanduras y deleites, viendo a Cristo en un pesebre? ¿No has vergüenza, hombre, que buscas altezas? ¿Cómo lo puedes sufrir?» (Serm.4 Navidad 450; +Serm.3 vísp. Navidad 205-245).

Pobreza para participar más de la cruz de Cristo. -Todos los hombres sufren, pero los pobres más. Por eso, el que quiere vivir «crucificado con Cristo» (Gál 2,19), evita hasta la sombra de la riqueza, y busca la pobreza, para colaborar más en la redención del mundo, completando en sí mismo lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). La pobreza, sin duda, tiene no poco de martirio. San Bernardo dice que «con la pobreza se compra lo que con el martirio sufrido por Cristo se obtiene sin dilación alguna» (Serm.1 todos Santos 15).

Pobreza por amor a los pobres. -Los bienes económicos son limitados, y no puede haber limosna sin ayuno. El que ama de verdad a sus hermanos pobres, consume lo menos posible en sí mismo, para poder así ayudarles con más. Pero no sólo es eso; el que ama a los pobres quiere acercarse a ellos, unirse más con ellos, compartir en lo posible sus situaciones precarias -aunque esto no trajere a los pobres ningún beneficio material inmediato-. Y por eso busca y procura vivir la pobreza. Por lo demás, «pobres, en todo tiempo los tendréis con vosotros» (Mt 26,11). Los tenemos en los países pobres, pero también en los pueblos ricos, ya que pobre es un concepto relativo: es pobre el que tiene menos de lo que posee la mayoría de sus conciudadanos.

La cristiana veneración a los pobres queda muy bien reflejada en este texto de San Ignacio de Loyola: «Son tan grandes los pobres en la presencia divina, que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo» (+Sal 11,6; Lc 4,18); y Dios «tanto los prefirió a los ricos, que quiso Jesucristo elegir todo el santísimo colegio [apostólico] de entre los pobres, y vivir y conversar con ellos, dejarlos por príncipes de su Iglesia»... Los pobres «no sólo son reyes, mas hacen participantes a los otros del reino, como en San Lucas (16,9) nos lo enseña Cristo, diciendo: «Granjeaos amigos con esa riqueza de iniquidad, para que cuando os venga a faltar, os reciban en las moradas eternas». Estos amigos son los pobres, por cuyos méritos entran los que les ayudan en los tabernáculos de la gloria, y sobre todo los voluntarios. Según San Agustín, éstos son aquellos pequeñitos de los cuales dice Cristo: «Cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeñuelos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40)» (Cta.39).

Pobreza por humildad. -A los pobres se les dice gente humilde, y hay razón para ello. Cierto que humildad o soberbia pueden hallarse en ricos o en pobres, pero, como dice San León Magno, «no puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres en su indigencia se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la soberbia» (ML 54,462). Y a la vanidad.

Pobreza por libertad espiritual. -El hombre ávido de bienes de este mundo -dinero, poder, prestigio-, está perdido para la verdad y el bien. Es inevitable que en uno u otro grado se haga cómplice de los errores y males de su tiempo, pues sin esa complicidad no podría triunfar en el mundo. Por eso Jesús aconseja tanto la pobreza, a fin de que el corazón del hombre quede libre para la verdad y el bien, es decir, quede dócil al Espíritu Santo y a todos sus sorprendentes caminos y luces. Aquí hemos de recordar lo que, tratando de la carne, decíamos de la ascesis liberadora de la voluntad.

San Juan de la Cruz describe bien las distintas relaciones que con las criaturas tienen el que está asido a ellas y el desasido: «Éste, en tanto que ninguna tiene en el corazón, las tiene todas en gran libertad (+2 Cor 6,10); ese otro, en tanto que tiene de ellas algo con voluntad asida, no tiene ni posee nada, antes ellas le tienen poseído a él el corazón, por lo cual, como cautivo, pena» (3 Subida 20,3).

Pobreza por liberarse del Demonio. -Apenas puede el Demonio dañar al hombre si no encuentra en éste avidez de criaturas. Ya sabe Satanás que él mismo no es atrayente para el hombre, y por eso emplea normalmente la fascinación de las criaturas para someterle de este modo a su influjo. Observa Staudinger (187), comentando Mt 6,24, que en la Escritura «ni la riqueza en sí, ni los bienes de la vida como tales son presentados como opuestos a Dios, sino "el Príncipe de este mundo", que los ha tomado a su servicio y los ha convertido en reclamos para el triunfo de su espíritu en la tierra. Frente a ello sólo cabe una actitud: liberarse de todo esto, al menos interiormente, con la disposición de ánimo de la pobreza de espíritu».

Pobreza para el apostolado. -Jesucristo, el Apóstol supremo (Heb 3,1), quiso ser pobre para vivir más profundamente su relación filial con el Padre, para mejor manifestar al mundo esa relación filial, y para mostrarse fidedigno ante los hombres. Fue pobre, dice Santo Tomás, «porque esto convenía para su oficio de predicador» (STh III,40,3). Y por esas mismas razones quiso Jesús que sus apóstoles evangelizasen en pobreza (Lc 9, 3-4), sin oro ni plata (Hch 3,6), dejándolo todo (Mt 19,27).

San Pablo insiste mucho en la conveniencia de la pobreza para el apostolado Debe ser patente que el apóstol busca no los bienes del hombre, sino el bien del hombre (2 Cor 12,14). Y ha de ser también manifiesto que, en el mundo, el lugar del apóstol es el lugar de Cristo: persecución, pobreza, humillación y muerte. En la flaqueza está la fuerza del apóstol (1 Cor 4, 9-13; 2 Cor 4,8-12; 12,9-10). La eficacia de su ministerio no ha de estribar en dinero, organización, métodos, vanas ciencias y elocuencias, sino en «la demostración del Espíritu y del poder, para que vuestra fe no se funde en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2,1-5).

Medida de la pobreza

El espíritu de pobreza debe crecer sin medida, pero la pobreza material, en su realización concreta, debe tener una medida, según ciertos principios de la prudencia del Espíritu Santo. Tratemos de señalar estos principios.

1. -La pobreza evangélica no está en seguir el nivel de vida general del medio en que se vive, evitando sólamente aquellos gastos que, al no ser comunes, pueden considerarse superfluos. En muchas sociedades actuales la estimulación al consumo -en comida, vestidos, casa, viajes, vacaciones, comodidades, cuidados corporales, etc. etc.- es tan eficaz y exorbitante, que el nivel medio de vida establecido para muchas personas no sólo no es evangélico, pero ni siquiera razonable. Muchas veces lo superfluo es considerado necesario.

2. -Más aún, la pobreza evangélica implica a veces la privación de lo necesario; se entiende, de lo realmente necesario. Jesucristo elogia a aquella pobre viuda «porque todos han echado de lo que les sobra, mientras que ella ha echado de lo que le hace falta, todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,43). Así han entendido los santos la pobreza cristiana, y así la han vivido y enseñado. San Bernardo exhorta al ideal de «procurar a otros las cosas necesarias, padeciendo nosotros necesidad» (Serm. 35 de los tres órdenes 5). No siempre, por supuesto, la pobreza lleva a privarse de lo necesario -sería suicida-, pero si de verdad es evangélica, a veces sí.

((Una pobreza razonable, que limita sólo a lo necesario, no participa a fondo de la pobreza de Cristo, pues el amor de Cristo da a la pobreza una fisonomía crucificada, loca y escandalosa (1 Cor 2,21-24). La verdadera pobreza evangélica, por ejemplo, es aquella pobreza dolorosa de Santa Teresa de Jesús: «¡Oh, qué trabajos, estos atamientos de nuestra pobreza!» (Cta. 202). La pobreza evangélica implica a veces la carencia de lo necesario; y cuando así sea, «no se desconsuelen, que a eso han de venir determinadas; esto es ser pobres, faltarles, por ventura, al tiempo de mayor necesidad» (Constit. 7,1). Santa Teresa del Niño Jesús enseña que «la pobreza consiste no sólo en verse una privada de las cosas agradables, sino también de las indispensables» (Manuscritos autobiográficos VII,16). Implica ante todo un despojamiento radical del espíritu de posesión: «He renunciado a los bienes de la tierra por el voto de pobreza. No tengo, pues, el derecho de quejarme si me quitan una cosa que no me pertenece; antes al contrario, debería alegrarme cuando se me presenta la ocasión de ejercitar la pobreza» (IX,32). Y Santa Bernardita dejó escrito en una libreta de notas: «La pobreza no debe ser sólamente molesta, sino crucificante».))

3. -La pobreza debe ser proporcionada al desarrollo espiritual, y, como ya sabemos, éste se produce según el crecimiento en la caridad. Por tanto, si amamos a Dios poco, pequeña será nuestra capacidad de pobreza, y la carencia de criaturas nos hará vivir más pendiente de ellas que si las tuviéramos en paz. En cambio, si le amamos mucho, las cosas del mundo dejarán de fascinarnos; las amaremos, pero con un corazón libre, y las tendremos sólo en la medida en que Dios lo quiera (+Flp 3,7-8). Ya dice San Juan de Avila que «quien tiene olor de las cosas de Dios, aborrece lo más próspero del mundo» (Serm.12, dom. 4 cuaresma 450). Y del mismo modo, si amamos al prójimo poco, no sentiremos sus necesidades como propias, y necesitaremos muchas cosas para estar contentos; mientras que si le amamos mucho, tendremos aún más contento en dar que en poseer.

Este mismo principio puede ser enunciado de otro modo: poseamos más o menos según «necesitemos tener». Un niño necesita tener juguetes para estar contento. Que los tenga, pues, mientras es niño. Pero que procure crecer, de modo que su corazón se contente con menos cosas y más altas y preciosas. Siempre la paz es un valioso criterio de discernimiento. Tengamos lo que necesitamos tener para vivir en paz; y tengámoslo con acción de gracias, con pobreza de espíritu, y con humildad, reconociendo que nuestra flaqueza o nuestra inmadurez espiritual nos hace necesitar tantas cosas. Esa humildad, unida al espíritu de pobreza, nos hará tender a necesitar cada vez menos criaturas.

4. -La pobreza esté proporcionada al fin de la propia vocación. Una será la pobreza concreta conveniente a éstos o a aquellos otros laicos, según su misión en el mundo; distinta será en laicos, en sacerdotes y religiosos. En religiosos de vida activa será una determinada pobreza, mientras que en los de vida contemplativa será otra, normalmente mayor (C. Gentes III,133). Y puede decirse de todos los estamentos cristianos que «tanto más perfecta será una Orden respecto a la pobreza, cuanto viva una pobreza más acomodada a su fin» (STh II-II,188, 7). Hablando, por ejemplo, San Juan de Avila a sacerdotes les decía: «Si vuestro fin, vos que sois clérigo, es ganar almas a Dios, miremos con qué aparatos y vestidos y aderezos las habéis de llevar; el fin lo descubrirá» (Plát.6 a sacerd. 90).

((Sería un paupertismo erróneo estimar que la pobreza cristiana es tanto más perfecta cuando más extrema en sus concreciones materiales. La pobreza no es en sí misma perfección, no es fin; es medio para la perfección, y en los medios debe haber medida, buscada siempre en la prudencia del Espíritu Santo. En este sentido, Santo Tomás enseña: «Tanto más laudable será ]a pobreza, cuanto el modo pobre de vivir produce menos solicitud [lo cual dependerá no poco, como hemos dicho, del grado de crecimiento espiritual]: no cuanto sea una pobreza cuantitativamente mayor. La pobreza, en efecto, no es un bien en sí misma, sino en cuanto libera al hombre de aquellas cosas que le impiden tender a lo espiritual» (C. Gentes III,133).))

5. -En la duda, procurar tener menos. Como dice Santa Teresa, «mirad siempre con lo más pobre que pudiéredes pasar, así de vestidos como de manjares» como de todo (Medit. Cantares 2,11). Este consejo es válido para todos los cristianos, si bien su realización concreta variará mucho en unos y otros según su vocación y edad espiritual. En el mundo los hombres procuran tener lo más posible. En el Reino los cristianos tienden a tener lo menos posible. Son dos tendencias justamente contrapuestas, dos estilos de vida distintos, el mundano y el cristiano.

Por eso, todo impulso adquisitivo debe ser frenado, ha de ser moderado por la prudencia y el espíritu de la pobreza. No adquiramos nada si estamos en la duda de su necesidad o conveniencia. No compremos algo nuevo, ni mejoremos el modelo viejo, ni nos rodeemos de más cosas, en tanto no estemos moralmente ciertos de que esa adquisición nos es de verdad conveniente o necesaria; es decir, en tanto no estemos seguros de que Dios quiere darnos ese nuevo don. En otras palabras, no queramos tener sino aquello que quiera concedernos nuestro Padre celestial, «de quien desciende todo buen don y todo regalo perfecto» (Sant 1,17).

El cristiano debe sentir verdadera fobia al lujo innecesario. Sólo por razones graves y seguras podrá aceptar en su vida cierto lujo moderado. Pero el lujo superfluo -por ejemplo, viajes innecesarios muy costosos- debe considerarlo con horror, como tener dos esposas, pues es un crimen, es un robo, y mientras haya gente que muere de hambre, puede ser un asesinato. Los Apóstoles no querían en sus fieles ni joyas de oro, ni perlas, ni vestidos o peinados costosos (1 Tim 2,9; 1 Pe 3,3). «Nada trajimos al mundo y nada podemos llevarnos de él. Así que teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos» (1 Tim 6,7-8). Recordemos que en este punto el Evangelio de Cristo hubo de enfrentarse con unas culturas antiguas que apreciaban mucho el lujo, y que incluso lo veneraban como signo inequívoco de honestidad y dignidad. Hoy el Evangelio, en unas coordenadas mundanas semejantes y diversas, debe igualmente enfrentarse con un mundo indeciblemente obsesionado por el consumo material siempre mayor. Pues bien, todo lujo superfluo es un pecado miserable, vergonzoso. San Juan de Avila, como todos los santos, así lo consideraba: «Decí: ¿Qué conciencia hacéis de eso? Ya me ha acontecido a mí no absolver a una buena mujer, honesta y casada, y por tener muchas sayas y locuras, decirla: «Anda a otro confesor, que mi Ego te absolvo no lo llevaréis»» (Serm. 12 dom.4 cuaresma 315).

6. -En fin, la pobreza es una gracia de Dios, y por tanto no debemos decidir su medida según nuestra voluntad, sino mirando cuál sea la voluntad de Dios. Hemos de vivir aquella pobreza que Dios nos quiera conceder: ni mayor, ni menor, ni en otra modalidad distinta. Eso sí, hemos de pedir a Dios la gracia de poder vivir en mayor pobreza. Así lo pedía Santa Teresa, que tantas dificultades e impedimentos encontraba para enderezar el Carmelo por el camino de la pobreza: «En tornando a la oración y mirando a Cristo en la cruz tan pobre y desnudo, no podía poner a paciencia ser rica. Suplicábale con lágrimas lo ordenase de manera que yo me viese pobre como él» (Vida 35,3).

La limosna

La Biblia enseña el gran valor de la limosna, así como su constante necesidad. Hoy, felizmente, se insiste en la justicia social; pero esta insistencia no debe llevar implícito un menosprecio por la limosna -se le dé a ésta el nombre que sea; nosotros usaremos este término bíblico y tan arraigado en la tradición cristiana-. Nosotros damos al prójimo en justicia lo que es suyo; mientras que cuando le damos en caridad le damos de lo que es nuestro.

Verdad es que en este mundo, que acumula históricamente, a lo largo de los siglos, tan innumerables injusticias en la situación económica de personas, familias y naciones, apenas es posible distinguir realmente lo mío de lo tuyo, lo nuestro de lo vuestro. Y aunque en principio hay que atenerse a las leyes, éstas resultan en este punto un indicador moral sumamente ambiguo. Pero en fin, sea en justicia o en caridad, sean posesiones honestas o sean «riquezas injustas» (Lc 16,11), el caso es que los hijos de Dios, si quieren parecerse al Padre y a su Hijo Jesucristo, deben dejarse mover por el Espíritu divino del amor, dando generosamente a los necesitados, aunque no alcancen a saber bien si en cada caso se trata de una restitución o más bien de una limosna.

Por otra parte, así como siempre habrá hombres que -por sus méritos o injustamente- tengan más de lo que necesitan, siempre habrá también hombres que -por su culpa o como víctimas de culpas ajenas- carezcan de lo necesario. Pues bien, aquéllos deben acudir a éstos con la limosna. Es algo apremiantemente requerido por el amor.

En el Antiguo Testamento la espiritualidad de la limosna tiene gran importancia. Si son pobres aquéllos que no alcanzan el nivel económico medio de su pueblo, bien puede afirmarse que «nunca dejará de haber pobres en la tierra; por eso [dice Yavé] yo te doy este mandato: Abrirás tu mano a tu hermano, al necesitado y al pobre de tu tierra» (Dt 15,11). Dar al pobre es una ofrenda cultual, con premio eterno, pues «a Yavé presta quien da al pobre; él le dará su recompensa» (Prov 19,17). Por otra parte, muy importante, «la limosna expía los pecados», purifica, reconcilia con Dios (Sir 3,32; +Tob 4,7-11; 12,9; 14,2; Ez 18,7; Sal 40,1-4).

En el Nuevo Testamento Jesús habla de la tríada sagrada limosna-oración-ayuno nada menos que en el Sermón del Monte (Mt 6,2-18). El Padre premiará al que da humildemente, sin que la izquierda sepa lo que da la derecha (6,3-4). El camino de la perfección se inicia despojándose de todo en favor de los pobres (19,21). Y todos debemos dar, también la viuda pobre, que «de su miseria ha echado todo cuanto tenía, todo su sustento» (Mc 12,44). Dar a los pobres es lo mismo que dar a Cristo, y no asistirles es negarle ayuda a Cristo pobre, hambriento, sediento, desnudo, preso o enfermo. Esta será, nos lo dice el Señor, la cuestión decisiva en el Juicio final (Mt 25,31-46).

Los Apóstoles ven en la limosna un profundo sentido cultual y religioso; no ven en ella sólo un medio para remediar a los necesitados. La limosna ha de hacerse por amor a los hermanos y en honor de Dios (2 Cor 8-9). Por eso «a los ricos de este mundo encárgales que no sean altivos ni pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios. Que se enriquezcan en buenas obras, que den con buen ánimo, que repartan, atesorándose un buen capital para el porvenir, para adquirir la vida verdadera» (1 Tim 6,17-19). La figura del cristiano «que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,21) produce espanto. San Juan se pregunta: «El que tuviere bienes de este mundo, y viendo a su hermano pasar necesidades, le cierra sus entrañas ¿cómo mora en él la caridad de Dios?» (1 Jn 3,17).

Por otra parte, sustentar a los obreros apostólicos es una obligación de caridad y de justicia. El Señor manda a sus discípulos sin oro ni plata, «porque el obrero es acreedor a su sustento» (Mt 10,9-10). «Así ha ordenado el Señor a los que anuncian el Evangelio: que vivan del Evangelio» (1 Cor 9,14; +9,4-14; Gál 6,6; 1 Tim 5,18). Y quienes den algo, aunque sólo sea un vaso de agua, a los discípulos de Cristo, para ayudarles en su vida y en su ministerio, pueden estar ciertos de que no perderán su recompensa (Mt 10,40-42).

La concepción cristiana de la propiedad difiere no poco del pensamiento del mundo. A la luz de la fe lo primario es el destino universal que Dios ha dado a los bienes creados en favor de todos los hombres; lo secundario es la propiedad privada, que ha de entenderse y ejercitarse como un medio para alcanzar ese fin, el bien común. Esta doctrina, reiterada por los Padres, ha sido frecuentemente enseñada por el Magisterio apostólico (GS 71e). Por eso quienes entienden que lo primario es la propiedad privada, aunque generosamente le reconozcan a ésta, de modo secundario, una cierta función social, se alejan del Evangelio y de la tradición cristiana. Santo Tomás enseña que «no debe el hombre tener las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación en ellas a los otros cuando lo necesiten» (II-II,66,2). Esta es, sin duda, la doctrina de la Iglesia, muchas veces formulada con esas mismas palabras (+León XIII, enc. Rerum novarum 15-V-1891; Vat.II, GS 69,71; Juan Pablo II, enc. Centesimus Annus 1-V-1991, 30).

Santo Tomás precisa más su pensamiento cuando dice: «Los bienes temporales, que divinamente se confieren al hombre, son ciertamente de su propiedad; pero su uso no debe ser sólamente suyo, sino también de aquéllos que puedan sustentarse con lo superfluo de ellos. Por eso dice San Basilio: "Si confiesas que [los bienes] se te han dado divinamente ¿es injusto Dios al distribuir desigualmente las cosas? ¿Por qué tú abundas, y aquél, en cambio, mendiga, sino para que tú consigas méritos con tu bondadosa comunicación y él sea premiado con el galardón de la paciencia? Es pan del hambriento lo que amontonas, vestido del desnudo el que guardas en el arca, calzado del descalzo el que se apolilla, y dinero del pobre el que tienes guardado. Por eso eres envilecido en cuanto no das lo que puedes" (MG 31,275-278). En determinadas circunstancias se peca mortalmente si se omite dar limosna: por parte del que ha de dar, cuando tiene de sobra y no le es necesario en su actual situación, y en lo que prudentemente puede prever; pues no es necesario que prevea todos los reveses futuros, que le pueden sobrevenir; esto sería "pensar en el mañana", prohibido por el Señor (Mt 6,34); antes debe reputar lo superfluo o necesario conforme a lo que ordinariamente y las más de las veces ocurre» (II-II,32,5 ad 2-3m).

La pobreza ignorada y despreciada

El espíritu de la pobreza ha penetrado poco en los cristianos. Da pena reconocerlo, pero es la verdad. Los mismos buenos cristianos que en otras materias, como la castidad, tienen una conciencia sumamente delicada y dócil a la doctrina de la Iglesia, en cuestiones de riqueza y de pobreza piensan y obran a su antojo, y no se hacen problema de conciencia en seguir unas costumbres económicas que, consideradas a la luz del Evangelio, bien pueden ser consideradas como criminales.

Padres de familia, por ejemplo, que en la moral conyugal son «conscientes de que no pueden proceder a su antojo, sino que siempre deben regirse por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina misma, dóciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley a la luz del Evangelio» (GS 50b), en cuestiones de riqueza y de pobreza ignoran ampliamente el Magisterio eclesial, y orientan sus vidas y las de sus hijos según el mundo, en patente contradicción al Evangelio.

La Iglesia sabe que hay desigualdades justas, pero también conoce y denuncia otras que son injustas. «Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana» (GS 29c). «Que no sirva de escándalo a la humanidad el que algunos países, generalmente los que tienen una población cristiana sensiblemente mayoritaria, disfrutan de la opulencia, mientras otros se ven privados de lo necesario para la vida y viven atormentados por el hambre, las enfermedades y toda clase de miserias» (88a).

En efecto, la riqueza de unos a veces «contrasta de manera abierta e insolente» con la pobreza de otros (Juan XXIII, enc. Mater et Magistra 15-V-1961, 69). Estas desigualdades, con los odios y las miserias materiales que ocasionan, «deben desaparecer» (GS 83). Para ello será preciso que la acción política promueva más eficazmente la justicia; pero mientras ésta llega -y parece que va para largo-, los cristianos deben aumentar en mucho más su austeridad de vida, es decir, su ayuno y su limosna.

El cristiano debe sentir hacia el lujo verdadera repugnancia, y como no haya muy altas razones de bien común, en modo alguno debe permitir que tal sierpe venenosa se introduzca en su casa y le pervierta a él y a sus hijos. La gran presión de la propaganda consumista asocia en las mentes constantemente la felicidad con el lujo superfluo de último modelo.

La educación cristiana ha de ir en sentido contrario. En la Utopía de Santo Tomás Moro, por ejemplo, «el oro y la plata sirven para hacer orinales», y las cadenas para esclavos o para criminales son también de esos metales. «Así cuidan de que el oro y la plata sean tenidos entre ellos en ignominia». Con las perlas y piedras preciosas adornan a los niños pequeños, y de este modo «cuando crecen un poco en edad ven que sólo los llevan los niños y, sin que sus padres les hagan advertencia alguna, se avergüenzan, y las abandonan» (lib.II,VI).

Los padres cristianos deben vacunar a sus hijos contra la peste de lo superfluo con el mismo y mayor cuidado con que los vacunan contra el sarampión y la poliomelitis, la tosferina y el tétanos. Y cuando la familia ha de discernir entre necesario y superfluo conviene que no miren al mundo y a los que tienen más, sino al Evangelio y a los que tienen menos.

Pobreza en el tener y austeridad en el usar

Hasta aquí nos hemos referido al espíritu de pobreza sobre todo en referencia al tener más o menos bienes de este mundo. Pero ya se comprende que este mismo espíritu ha de aplicarse al usar más o menos de esos bienes.

Tener, por ejemplo, un aparato de televisión puede ser perfectamente acorde con la pobreza evangélica; pero usar de él normalmente varias horas cada día es un abuso: es un uso desordenado, gravemente nocivo, es un apego desordenado a un bien creado, es un consumo sumamente excesivo de un bien mundano. Nada tiene eso que ver con la austeridad propia del espíritu evangélico. Nada tiene que ver con ese «tener como si no se tuviera» que han de vivir «los que compran, los que disfrutan del mundo» (1 Cor 7,29-31).

Quien así abusa en su consumo del mundo visible -televisión, cine, teatro, deportes, modas, viajes, diversiones, fiestas, videos, comidas caprichosas, revistas, juegos, lecturas superfluas, aprendizajes vanos, etc.- acabará mundanizado, es decir, descristianizado. Y desde luego nunca llegará en este mundo a gozar del amor de Dios.

Traeremos de nuevo el principio enunciado por San Juan de la Cruz, igualmente válido para los seglares, que han de tener bienes de este mundo, o para los religiosos, que lo han «dejado todo» -aunque unos y otros hayan de hacer de él una aplicación concreta diversa-: «Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios» (3 Subida 16,2). Esto es así. De hecho.

Los diezmos

La ley de diezmos y primicias ha sido en la Iglesia una de las más constantes y universales. Los fieles cristianos, sin duda, han de vivir ordinariamente movidos por la caridad, sin necesidad de mucha ley externa; y, de hecho, son muy pocas las leyes positivas de la Iglesia que afectan habitualmente a los fieles. Pero la ley debe venir en ayuda de la caridad cuando ésta, en materias graves, y en la mayoría de los cristianos, no se muestra expedita en su ejercicio. Y este es precisamente el caso de la ayuda económica a la Iglesia y de la comunicación de bienes materiales. Actualmente la Ley canónica universal ordena: «Los fieles presten ayuda a la Iglesia mediante las subvenciones que se les pidan y según las normas establecidas por la Conferencia Episcopal» (c.1262).

La Iglesia primitiva practicó la comunicación de bienes en forma bastante generalizada, al menos en una cierta medida, suficiente para evitar la pobreza entre los hermanos (Hch 2,42-47; 4,32-37). Los que comunicaban en los bienes espirituales, lo hacían también en los bienes materiales (Rm 15,25-27; 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8-9; Gál 6,10). El mismo ideal y la misma práctica se expresan en otros documentos de los siglos I y II (Dídaque 4,8; Cta. Bernabé 19,8; Pastor Hermas V comparac. 3,7; Arístides, Apología 15,5-7; San Justino, I Apología 14,2-3; 67,1).

Pronto se van configurando los diezmos, siguiendo el antecedente de Israel (Núm 18; Dt 26), y se hallan sus primeras formulaciones en la Dídaque, los Canones Apostolorum, las Constitutiones Apostolorum y otros antiguos documentos eclesiales. Hacia el siglo IV, después de Constantino, los diezmos adquieren ya en la Iglesia su forma típica (San Jerónimo: ML 25,1568-1571; San Agustín: 38,89,522), aunque todavía no son exigidos disciplinarmente y en el fuero externo, sino que sólo gravan la conciencia de los cristianos. Estas ofrendas de los fieles tienen un destino triple: culto, clero y pobres.

Los diezmos -que no solían ser realmente una décima parte de los ingresos, ni mucho menos-, a pesar de abusos e incumplimientos, fueron generalmente una ley eclesial universalmente observada. Y estuvieron vigentes hasta hace no mucho: en Francia hasta 1790, en España hasta 1837. Su extinción -a veces forzada por el Estado- tuvo históricamente varias causas: riqueza de la Iglesia, funciones educativas y benéficas asumidas por el Estado moderno, hostilidad al clero, debilitamiento de la vida cristiana, etc. No deja de ser curioso, y significativo, que los diezmos hayan desaparecido precisamente cuando los países hoy ricos iniciaban un proceso de enriquecimiento acelerado, cuyas proporciones no tienen antecedente histórico semejante. Cuando los países cristianos se enriquecieron, juzgaron imposible la práctica de los diezmos (que, por lo demás, mormones, militantes comunistas y miembros de otros grupos, están en ciertos lugares obligados a entregar). Incluso se considera imposible ayudar a los países pobres con un 1 %, menos aún, con un 0’7 %.

Parece, pues, conveniente que, individualmente o en asociaciones apropiadas, los cristianos se obliguen a unos diezmos proporcionados a sus posibilidades. La experiencia nos muestra que cuando las limosnas quedan abandonadas al eventual impulso de la caridad, incluso en los buenos cristianos suelen ser pequeñas, casi ridículas.