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El mundo

Z. Alszeghy, fuite du monde, DSp 5 (1964) 1575-1605; J. Daniélou, L’oraison, problème politique, París, Fayard 1965; J. M. Iraburu, De Cristo o del mundo, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 1997; N. Iung, respect humain, Dictionnaire de théologie catholique, París 13 (1937) 2461-2466; M. Ruiz Jurado, El concepto de mundo en los tres primeros siglos de la Iglesia, «Estudios Eclesiásticos» 51 (1976) 79-94; J. Saward, Dieu a la folie. Histoire des saints fous pour le Christ, París, Seuil 1983; C. Spicq, Vida cristiana y peregrinación según el NT, BAC 393 (1977).

Sobre la psicología social: Hay muchos manuales, como los de A. Aronson, S. A. Asch, E. P. Hollander, O. Klineberg, P. Lersch, T. M. Newcomb. Indicaremos especialmente AA.VV., L’homme manipulé, Univ. des Sciences humaines, Estrasburgo 1974; G. Le Bon, Psychologie des foules, París 1947; H. C. Lindgren, Introducción a la psicología social, México, Trillas 1973; L. Mann, Elementos de psicología social, México, Limusa-Wiley 1972; J. Stoetzel, Psicología social, Alcoy, Marfil 1975; S. Tchakhotine, Le viol des foules par la propagande politique, París 1952.

Sobre el martirio: P. Allard, El martirio, Madrid, Fax 1943; G. Bardy, La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Desclée de B. 1961; C. Miglioranza, Actas de los mártires, B. Aires, Paulinas 1986; C. Noce, Il martirio, Roma, Studium 1987; D. Ruiz Bueno, Actas de los mártires, BAC 75 (1962); J. Zeiller, La vie chrétienne aux deux premiers siecles, en Histoire de l’Eglise, dir. Fliche-Martin, París 1941,I, 259-278.

Catecismo (407-409).

En el mundo, sin ser del mundo

Cristo, estando en el mundo, afirmó no ser del mundo, distinguiéndose de los que le escuchaban: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Jn 8,23). Más aún, se declaró a sí mismo vencedor de un mundo hostil: «Yo he vencido al mundo» (16,33). Pues bien, también los cristianos hemos de vivir en el mundo sin ser del mundo (15,18; 17,6-19). Si fuésemos del mundo, el mundo nos amaría como a cosa suya; pero como no somos del mundo, sino del Reino, por eso el mundo nos aborrece (15,19). Y también nosotros, en Cristo, podemos declararnos vencedores del mundo: «Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1 Jn 5,4).

Pero precisemos qué se entiende por «mundo» en el lenguaje cristiano derivado de la Biblia, y hagámoslo con la ayuda del magisterio de Pablo VI (23-II-1977):

Mundo-cosmos: «La palabra mundo asume en el lenguaje escrito significados muy distintos, como el de cosmos, de creación, de obra de Dios, significado magnífico para la admiración, el estudio, la conquista del hombre» (Sab 11,25; Rm 1,20).

Mundo-pecador: Otro sentido es «el de la humanidad; el mundo puede significar el género humano tan amado de Dios, hasta el extremo de que el mismo Dios se ocupó de su salvación (Jn 3,16), de su elevación a un nivel de inefable asociación del hombre a la vida misma de Dios». Esta es, quizá, la acepción más usada en el concilio Vaticano II (por ejemplo, GS 2b).

Mundo-enemigo: «Y finalmente la palabra mundo, tanto en el Nuevo Testamento como en la literatura ascética cristiana, adquiere frecuentemente un significado funesto, y negativo hasta el punto de referirse al dominio del Diablo sobre la tierra y sobre los mismos hombres, dominados, tentados y arruinados por el Espíritu del mal, llamado «Príncipe de este mundo» (Jn 14,30; 16,11; Ef 6,12). El mundo, en este sentido peyorativo, sigue significando la Humanidad, o mejor, la parte de Humanidad que rechaza la luz de Cristo, que vive en el pecado (Rm 5,12-13), y que concibe la vida presente con criterios contrarios a la ley de Dios, a la fe, al Evangelio (1 Jn 2,15-17)».

Según esto, el cristiano ha de vivir en el mundo-cosmos, ha de amar al mundo-pecador, sin hacerse su cómplice, guardándose libre de él en criterios y costumbres, y ha de vencer al mundo-enemigo del Reino.

El influjo del medio sobre el individuo

El hombre carnal depende muchísimo del mundo en que vive. Puede decirse que vive casi completamente sujeto a él, sin saberlo, en sus modos de pensar, sentir, hablar y hacer. Esto siempre lo han sabido y enseñado los maestros espirituales cristianos -y muchos no cristianos-. Así San Pablo decía: «Mientras fuimos niños, vivíamos esclavizados bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3; +Col 2,8. 20). Pero hoy podemos conocer y expresar mejor ese hecho -la dependencia individual del medio- con la ayuda de la psicología social. Citaremos, pues, en síntesis, algunos experimentos científicamente realizados, que pueden verse referidos más detalladamente en las obras que hemos citado sobre esta ciencia.

Percepciones. -El deseo de agradar, de coincidir, de recibir aprobación social, el miedo a disentir de los otros, a enfrentarse con ellos, puede condicionar muy eficazmente al individuo, afectando a sus mismas percepciones.

Veamos un experimento clásico. Siete personas eran reunidas en una sala que tenía dos carteles. Uno con una línea, otro con tres. Se trataba de discernir a cuál de estas tres líneas era igual la primera. El sujeto, como se comprobó en experimentos previos, probado a solas, acertaba siempre. Pero el investigador dispuso una situación experimental nueva, en la que un individuo (ingenuo) había de enfrentar su opinión (verdadera) con la opinión unánime (falsa) de otros seis sujetos (cómplices del investigador). ¿Qué haría? ¿Quedarse aislado con su percepción verdadera, o mantenerse agrupado, a costa de expresar -o incluso de percibir- una estimación visual errónea? La prueba tuvo muchos sujetos y numerosas variantes. El resultado global vino a ser éste: La 1/2 de los probados se sometió al grupo en un 25% de pruebas; 1/4 parte se sometió en un 75% de casos; y sólo 1/4 mantuvo su percepción y juicio, sin someterse nunca. Es significativo que si el sujeto hallaba en el grupo otro sujeto ingenuo, con el que coincidía en la verdad, el índice de sometimiento descendía notablemente (S. A. Asch 1956).

Criterios.-Enfrentado el hombre a estímulos ambiguos y poco conocidos -aprendiz que entra en un taller, universitario de primer curso, emigrante en país extraño-, tiende a buscar orientación en el grupo, mira de reojo a los lados, y se atiene a lo que ve establecido y es usual. Esta socialización o masificación va configurando eficacísimamente la mente del hombre, desde que ingresa en el mundo hasta que muere, pasando por una serie de situaciones, problemas y asuntos sucesivamente cambiantes. Como es obvio, los influjos recibidos unas veces favorecerán la formación de criterios verdaderos (por ejemplo, «hay que trabajar»), otras veces inculcarán convencimientos falsos («cuantos menos hijos mejor»).

En Francia los jóvenes de 15-20 años estiman como número ideal de hijos: ninguno, un 8%; uno, 10%; dos, 42%; tres, 31%; cuatro o más, ninguno; sin opinión, 9% (Encuesta SOFRES-L’Express 10-XI-1975). ¿Qué pensarán de este tema los jóvenes matrimonios cristianos que se formen en este ambiente? Si son cristianos carnales, estarán «esclavizados bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3), y pensarán-obrarán como todos. Sólamente si son cristianos espirituales, tendrán fe iluminada y libertad del mundo para pensar y obrar en este tema según convenga, según Dios quiera. Pero, como sabemos, los cristianos espirituales, es decir, los cristianos plenamente libres del mundo, son muy pocos.

Conducta. -El comportamiento individual se ve constantemente afectado por la aprobación social, que refuerza ciertas pautas conductuales, y por la reprobación social, que aleja otras. Esta presión de la sociedad sobre el individuo se asemeja a la presión atmosférica: actúa sobre la persona siempre, desde su nacimiento, y por eso mismo no se advierte su influjo.

Veámoslo en un caso trivial, pero tengamos en cuenta que el mismo mecanismo se produce en las cuestiones más graves. En una residencia de señoritas un investigador hizo que algunas de ellas -colaboradoras suyas- elogiaran un día a todas las muchachas vestidas de azul, que eran un 25%: «Qué bien te sienta el azul». A los cinco días del tratamiento elogioso, el porcentaje del azul se alzó en un 35% (A. D. Calvin 1962).

Interpretación individual por comparación social. -El influjo de los otros es tan fuerte sobre el individuo que éste llega a interpretar sus propias experiencias, sobre todo cuando son ambiguas, por comparación social. Y en realidad son muy frecuentes las situaciones vitales en las que la persona no sabe qué pensar. Pues bien, la carencia de una respuesta personal segura se soluciona por referencia social a otra persona, o a la mayoría, o a un grupo de referencia caracterizado.

Un grupo de voluntarios fue requerido para experimentar en ellos los efectos que ciertas vitaminas causaban en la visión. En realidad se les inyectaba adrenalina. Cada sujeto esperaba en una sala los efectos durante un tiempo. Aislado, se sentía raro, sin discernir bien sus sensaciones. Le introducían entonces un compañero (un colaborador del investigador) que daba expresivas muestras de euforia (o decaimiento, o agresividad, etc.). Se pudo comprobar que los sujetos probados tendían a apropiarse la reacción fisiológica de su compañero visitante, aunque no en grado tan intenso (S. Schachter-J. E. Singer 1962).

Roles. -Los individuos suelen asumir ciertas pautas conductuales -de maestro, padre, novia, sacerdote, etc.- que la sociedad les da ya hechas. Y es natural que así sea, pues el individuo no puede pensar toda su vida partiendo de cero, sino que se ve en la necesidad, en parte positiva, de atenerse a una tradición. Ahora bien, fácilmente se podrá advertir el peligro que esto implica para la libertad de la persona y para la honestidad moral. La aceptación acrítica de un rol social suele conducir a la mediocridad o a la maldad. Esto es tan obvio que ni siquiera requiere ilustraciones concretas.

Expectativas. -De un modo semejante, la psicología social habla de las expectativas como de normas conductuales que la sociedad espera de sus miembros y que les inculca desde niños.

En cierta cultura se espera que la muerte de un familiar sea aguantada con estoicismo sereno; en otra se espera que todos lloren a gritos y que las mujeres se desmayen y tengan que ser asistidas. La aprobación y reprobación sociales vigilan con cuidado el cumplimiento de tales expectativas, que normalmente se cumplen.

Necesidades. -Las necesidades físicas y espirituales son para el hombre objetivos dinamizadores de su esfuerzo vital. Hay necesidades físicas (como las calorías para subsistir) que apenas quedan sujetas a condicionamiento real. Pero las demás sí lo están, y en gran medida. Hay necesidades psico-físicas (como la cantidad de metros cuadrados de una vivienda para estar a gusto) que se ven enormemente condicionadas por el medio. Y lo mismo sucede con aquellas necesidades que son más estrictamente psíquicas (necesidad de conservar lo viejo, de adquirir lo nuevo, de no meterse en nada, de participar en todo, etc.). Todas estas necesidades personales y familiares varían mucho de una cultura a otra, de una a otra época o ambiente social.

Estos hechos deben dar mucho que pensar a los cristianos. Ellos han sido llamados por Dios para ser «hombres nuevos» (Col 3,10; Ef 2,15). Pero ¿cómo podrán colaborar con el Espíritu Santo, que quiere y puede renovarlo todo, si permanecen atados por lazos invisibles en sus modos de pensar, sentir, decir y hacer? La adhesión del individuo al grupo suele ser mayor que la que tiene hacia sí mismo, hacia sus ideales personales. ¿Cómo esta realidad amenaza la existencia cristiana genuina? El mecanismo social de la aprobación y la reprobación muestra una implacable eficacia. ¿Cómo un cristiano podrá vivir el Evangelio si desea en este mundo éxitos y teme consiguientemente sufrir fracasos?

Por otra parte ¡qué indecible la fuerza de los medios de comunicación social para inculcar en la masa ciertos criterios de pensamiento o pautas de conducta! Ellos tienen poder para valorar una línea y burlarse de otra hasta desprestigiarla, y pueden conseguir que los clientes que se someten a su influjo piensen y actúen como ellos quieren. En fin, ¿qué expectativas y necesidades debe el cristiano asumir en el espacio histórico donde Dios le ha puesto para vivir y renovar la vida del mundo? ¿Hasta qué punto el cristiano, llevado por un noble deseo de encarnación e inculturación del Evangelio, deberá aceptar los roles sociales, tal como están configurados en su ambiente? ¿Tendrá el cristiano suficiente libertad del mundo para pensar y actuar desde la suprema originalidad del Evangelio? ¿Tendrá en el Espíritu fuerza creativa suficiente para ser de verdad disidente del mundo?

Los influjos sociales se reciben inconscientemente

Las personas no suelen sentirse cautivas del mundo, aunque de hecho lo estén. Normalmente creen que sus convicciones y conductas parten de opciones personales, conscientes y libres. Pero esto queda muy lejos de la realidad. El mundo, con múltiples y eficacísimos medios, moldea los sentimientos, pensamientos, conductas y actitudes de los hombres carnales, los cuales con toda razón son llamados en el evangelio «hijos de este siglo» (Lc 16,8). Los lazos invisibles del mundo son suaves, y tan sutiles y constantes, que no suelen ser sentidos como ataduras. Es como un preso que estuviera contento atado en su rincón, y experimentara sus argollas como si fueran pulseras preciosas. Sólamente quienes intentan liberarse del mundo, saliendo del rincón donde están sujetos, experimentan hasta qué punto esas pulseras son realmente argollas, y esos lazos forman una malla férrea, que no es posible romper sin el auxilio de la gracia de Cristo. El es el único que ha vencido al mundo, y que puede transmitir a su fieles el poder de esta victoria.

Por otra parte, hay una diferencia muy importante: así como el influjo benéfico de Cristo sólo puede ser recibido por una conciencia sumamente alerta y vigilante, y mediante actos muy personales e intensos, los influjos maléficos del mundo se reciben tanto más cuanto la persona es menos consciente y libre, menos dueña de sí, y está más abandonada a los pensamientos de moda y a las costumbres vigentes. Ésta se deja llevar, en tanto que aquélla, con el auxilio divino, trabaja intensamente para no conformarse a este mundo y renovarse por la transformación de la mente según Cristo (Rm 12,2).

Conformismo, rebeldía e independencia

Los hijos del siglo no tienen más cuadro de referencia que este mundo, pues no tienen la fe que les daría la intuición inefable del mundo celestial. Es cierto que lecturas, viajes, conocimientos históricos, pueden ampliar en ellos el marco de visión, pero dentro de ciertos límites que sólo por la fe pueden ser superados. Los hijos del siglo, inevitablemente, tienen sus ojos siempre puestos en las cosas temporales y visibles (2 Cor 4,18; Flp 3,19).

Pues bien, ante este mundo presente, que cambia y pasa (1 Cor 7,31), el hombre carnal va desde el conformismo extremo a la radical rebeldía inconformista, en una gama amplia de actitudes posibles; pero, sin el auxilio de Cristo, no alcanza la verdadera independencia, la perfecta y creativa libertad del mundo; al menos no puede alcanzarla de modo integral y durable.

Por temperamento o educación, por oportunismo o simple moda, el hombre carnal -sin dejar de ser hijo del siglo- se afilia al conformismo o a la rebeldía. Y en el fondo las dos posturas se asemejan mucho: ambas son gregarias, y están formuladas automáticamente -sin elaboración consciente-, en forma reactiva de aceptación o de rechazo, en referencia a un cuadro social exterior. El inconformismo es tal sólamente en referencia a un marco social, pero es al mismo tiempo conformismo en relación a otro cuadro social -con frecuencia sumamente uniforme: blousons noirs, hippies, etc.-. Eso explica, concretamente, que al paso de los años sea tan suave, tan poco traumático, el paso de la rebeldía juvenil al conformismo de los adultos ya instalados, con familia y en zapatillas caseras.

Sólo en la independencia hay verdadera libertad del mundo. La independencia no actúa por adhesión o rechazo del medio social, es decir, no se configura por referencia positiva o negativa al mundo presente, sino que nace desde el ser, busca la verdad, acepta o rechaza con sentido crítico las realidades presentes, pero, sobre todo, no fija sus ojos en las cosas visibles, que son temporales, sino en las invisibles, que son eternas (2 Cor 4,18).

En términos de psicología: El hombre normal, maduro, sano, vive con fidelidad a su propio ser -que es su norma-. El hombre corriente está lejos de ser fiel a su ser, pero está adaptado al medio social -que es falso-. Por último, el hombre neurótico no se adapta ni a su ser ni al medio. En este sentido, el normal es independiente, el corriente es conformista, y el neurótico es rebelde. Hay, al menos, cierta correspondencia entre estos tipos. El cristiano debe ser un hombre normal e independiente.

La moda cambia

El hombre carnal sigue la moda, que es siempre cambiante, pues se apoya en valores parciales. Los valores temporales son congenitamente incompletos; no pueden satisfacer del todo, establemente, porque son limitados: acentúan unos aspectos y olvidan otros. Por eso cansan y producen tedio y desengaño con el tiempo. Y por eso las modas cambian, no pueden menos de ir cambiando: ninguna es tolerable para siempre.

Todo lo temporal está sujeto a la ley cambiante de la moda: y así se pasa del autoritarismo al liberalismo permisivo, del racionalismo al irracionalismo, del legalismo al antijuridicismo, de la falda larga a la corta. Se alternan y se desplazan delicadamente el tipo permanente y otro, opuesto, aberrante y provocativo: el poder y la oposición; la cintura se alza o se baja, y finalmente «vuelve la cintura en su sitio». Lo único permanente en la moda es la adoración de lo presente (hodiernismo). El presente, obviamente, es lo que vale: «La moda de ayer es ridícula y fea; la de mañana, tal como se anuncia, es incómoda y absurda; sólo la de hoy está bien» (Stoetzel 238).

Y el hombre mundano sigue la moda, la que sea. Se entusiasma, por ejemplo, con los regímenes autoritarios cuando/porque están de moda, y se hace permisivo y demócrata «de toda la vida» cuando/porque estas tendencias son impuestas por la moda. Nadie acuse de inconstancia a este hombre, pues siempre ha sido estrictamente fiel a su principio único: es preciso seguir incondicionalmente los vientos de la época. ¿Puede haber algo más constante que la veleta?

La necesidad de afiliación social

El individuo siente una gran necesidad de afiliación social, quiere volver, como diría un psicoanalista, a verse acogido en el grato seno materno. Cada sociedad presenta al individuo un completo cuadro de referencia, para que en él configure su mente y su conducta. Esta socialización o asimilación del individuo a la sociedad comienza en la cuna y la familia, y sigue en la escuela, el taller, la televisión y la calle. En todo momento el mundo catequiza a sus hijos, enseñándoles qué deben pensar y hacer en cada circunstancia, reforzando con premios a quienes guardan ciertas actitudes, y reprobando eficazmente a los disidentes.

Esta socialización es, claro está, ambivalente. Por una parte ayuda al individuo, da estabilidad a sus actitudes, le hace heredar una tradición, le da ocasión de concerse a sí mismo y de manifestarse a los otros, le estimula con medios y orientaciones. Pero, por otra parte, la intensa afiliación social impide la verdadera vida personal y el acceso a los más altos valores. En efecto, cuando la persona se remite completamente a lo mayoritario o a su grupo de referencia, no vive ya desde sí misma, sino desde lo colectivo, y cae inevitablemente en lo malo o al menos en lo mediocre. Y tal afiliación social se hace aún más ambigua cuando se produce en un grupo de fuerte cohesión interna, en cual el individuo queda -quizá gozosamente- atrapado.

El aislamiento, en cambio, deja al hombre en una situación excesivamente conflictiva y difícil, sin soluciones establecidas, desprovisto de los datos, medios y estímulos que la sociedad ofrece al individuo. Difícil es que el hombre desarrolle su libertad en el aislamiento sin una afiliación social suficiente. Una vez más comprobamos que la verdad integral exige una síntesis de extremos aparentemente contrapuestos, un equilibrio, un discernimiento consciente y libre.

El hombre carnal es el más ávido de afiliación social, pues es quien más desea el éxito en el mundo, y quien más teme su reprobación. Incluso llega con frecuencia a una aberración suma: se estima a sí mismo según la estima del mundo. Es el caso de un pintor que no estima su propia obra porque no tiene venta (Van Gogh, en cambio, siguió fiel a su pintura, en medio de grandes miserias, aunque sólo logró vender un cuadro). Es el caso del sacerdote que pierde la estima de su ministerio, y lo abandona, porque no recibe suficiente aprobación social (Jesús, aunque fue socialmente rechazado, no abandonó su misión, y la consumó en la cruz). La cosa es clara: el hombre que no se estima a sí mismo en función de valores absolutos, sino según la estimación social, es capaz de las bajezas más lamentables.

En fin, profetas judíos, ascetas orientales, maestros cristianos, filósofos modernos, psicólogos y sociólogos, todos, desde perspectivas muy distintas, confirman la mundanidad del hombre carnal, es decir, del hombre no liberado del mundo por el Espíritu. Si el hombre no se arraiga profundamente en la Verdad que transciende el tiempo, no puede menos de verse atrapado por el mundo. «Apenas un diez por ciento de hombres son capaces de resistir a la técnica de la propaganda afectiva; un noventa por ciento sucumben a la violación psíquica» (Tchakhotine 549).

La libertad del mundo en la Biblia

Así las cosas, se entiende que si Dios quiere hacer hombres realmente nuevos, habrá de liberarlos primero de «los elementos del mundo» que les esclavizan (Gál 4,3). Los cristianos somos santificados (Jn 17,17-19) por la introducción en la esfera divina de lo santo -el Padre es santo (17,11), el Hijo es santo (10,36), el Espíritu es santo (14,26)-, que se contrapone a la esfera del mundo, el cual no es santo. De este modo los cristianos, al ser santificados por Dios, somos desmundanizados. Es decir, «a la desmundanización corresponde en términos positivos participar en la santidad de Dios», escribe J. M. Casabó en La teología moral en San Juan, y añade: «Se comprende que, en plena consonancia con el Antiguo Testamento, esta designación pertenezca al nivel óntico antes que al ético» (Madrid, Fax 1970, 228-229).

Pues bien, la sagrada Escritura enseña que esa desmundanización ontológica posibilita y exige una desmundanización psicológica y moral. La Revelación divina que ilumina al profeta y al apóstol los hace extrañarse del mundo, al que son enviados para proponer unos pensamientos y caminos de Dios, distintos a los pensamientos y caminos de los hombres (Is 55,8). Esto implica un enfrentamiento, y también un peligro muy grave para el enviado por Dios; y es previsible que se verá tentado de callar para evitar sufrimientos (Jer 20,7-9). Por eso Yavé le dice a su profeta: «Todos se volverán a ti, no serás tú quien te vuelvas a ellos» (15,19); «no te quiebres ante ellos, no sea que yo a su vista te quebrante a ti» (1,17). San Pablo declara valientemente: «Yo no me avergüenzo del Evangelio» (Rm 1,16), y exhorta a su colaborador apostólico: «No te averguences jamás del testimonio de nuestro Señor» (2 Tim 1,8; +1,16).

Pero no sólo profetas y apóstoles, todo el Pueblo de Dios debe extrañarse del mundo, debe salir de Egipto, o si se quiere, debe volver a Jerusalén desde el exilio mundano: «Partid, partid, salid de ahí» (Is 52,11). El Pueblo elegido es purificado del mundo durante largos años en el desierto. La Iglesia sabe bien que, aun estando en el mundo, no pertenece a su orden, es extraña a su régimen, y forma así un pueblo peregrino, que vive en el mundo como forastero (1 Pe 2,11).

De ahí las exhortaciones del Apóstol: «No os hagáis siervos de los hombres» (1 Cor 7,23). «No os unáis en yunta desigual con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué parte del creyente con el infiel?» (2 Cor 6,14-18). «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente» según Dios (Rm 12,2). Así como la santificación aparece en la Biblia como desmundanización, el pecado del Pueblo de Dios será la mundanización de su mente y su conducta. «Emparentaron con los gentiles, imitaron sus costumbres, adoraron sus ídolos, cayeron en sus lazos» (Sal 105, 35-36). «Siguieron las costumbres de las gentes. Se fueron tras las vanidades y cayeron así ellos mismos en la vanidad, como los pueblos que los rodeaban, y a quienes Yavé les había prohibido imitar» (2 Re 17,8. 15).

La libertad del mundo en la antigüedad cristiana

La relación de los primeros cristianos con el mundo es muy dura. Puede decirse que «hasta la paz de Milán (313), la opinión pública, tomada en su conjunto, es radicalmente hostil al cristianismo, y opone a las conversiones un formidable obstáculo que muchos no están dispuestos a franquear. Sin embargo, se puede desafiar a la opinión y aceptar el situarse aparte, el vivir al margen de la sociedad; se puede, al menos, tratar de hacerlo. ¿Aceptan los cristianos esta situación de exilados voluntarios en el interior de su propia patria?... Hay que elegir entre el mundo y Dios. Todo candidato a la conversión se ve puesto en la alternativa» (Bardy 274, 276).

El odio del mundo antiguo a los cristianos, ya anunciado por Jesús (Jn 15,18s), viene claramente atestiguado por los autores de la época. De una obra de Celso, autor pagano del siglo II, entresacamos algunos textos sobre los cristianos: «Tienen razonamientos idiotas, propios para la turba, y no hay hombre inteligente que los crea. El maestro cristiano busca a los insensatos. Yo los compararía a una sarta de murciélagos, o a hormigas que salen de sus agujeros, o a ranas que tienen sus sesiones al borde de una charca, o a gusanos que allá en el rincón de un barrizal celebran sus juntas y se ponen a discutir quiénes de ellos son más pecadores» (Discurso verídico). Según el autor cristiano Minucio Félix (siglos II-III), los fieles eran vistos así: «Hombres de una secta incorregible, ilícita, desesperada. Una caterva de gentes de las más ignorantes, reclutadas de la hez del pueblo, y de mujeres crédulas, fáciles a la seducción por la debilidad de su sexo. Raza taimada y enemiga de la luz, muda a la luz del día, habladora en los rincones solitarios. ¿Por qué no hablan jamás en público, ni jamás se reunen libremente, si lo que honran con tanto misterio no es punible y vergonzoso?» (Octavius VIII,3-4; X,2).

Otros autores cristianos, como Tertuliano (160-250), dan testimonio del mismo aborrecimiento social: «La mayor parte odian tan ciegamente el nombre de cristiano que no pueden rendir a un cristiano un testimonio favorable sin atraerse el reproche de llevar dicho nombre: «Es un hombre de bien este Cayo Seyo, dice uno; ¡lástima que sea cristiano!». Y otro dice: «Me extraña que Lucio, un hombre tan ilustrado, se haya hecho súbitamente cristiano»» (ML 1,280).

Los mártires marcan el punto de mayor tensión entre evangelio y mundo. Ellos han de elegir entre Cristo y el mundo, y han de hacerlo bajo la presión de los jueces, que unas veces amenazan, y otras halagan y solicitan: «Te aconsejo que cambies de sentir y veneres a los mismos dioses que nosotros, los hombres todos, adoramos, y vivas con nosotros» (Martirio de San Apolonio 13). Pero lejos de ceder, los mártires se ríen de los ídolos que el mundo adora: «Pecan los hombres envilecidos cuando adoran lo que sólo consta de figura, un frío pulimento de piedra, un leño seco, un metal inerte o huesos muertos. ¡Qué necedad semejante engaño! Los atenienses, hasta el día de hoy, adoran el cráneo de un buey de bronce» (ib. 16-17). Desprecian públicamente los ídolos que el mundo venera, siguiendo en esto la tradición de los profetas (1 Re 18,18-29; Is 41,6s; 44,9-20; Jer 10,3s; Os 8,4-8; Am 5,26). Y esto produce en unos paganos conversión, y en otros un odio más profundo.

Los cristianos de Viena y Lión cuentan: «No sólo se nos cerraban todas las puertas, sino que se nos excluía de los baños y de la plaza pública, y aun se llegó a prohibir que apareciera nadie de nosotros en lugar alguno» (Eusebio, Hª Eclesiástica V,1,5). ¡No era difícil para estos cristianos sentirse en el mundo como «extranjeros y forasteros»! (1 Pe 2,11). Esa conciencia es expresada con frecuencia en los saludos iniciales de las antiguas cartas: «La Iglesia de Dios, que habita como forastera en Roma, a la Iglesia de Dios, que habita como forastera en Corinto» (1 Clemente). «Los siervos de Cristo, que habitan como forasteros en Viena y Lión de la Galia...» (Hª Eclesiástica V,1,3).

El cristiano primero bien pudo comprender y hacer suya la frase de S.Pablo: «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). «El convertido se sitúa al margen del mundo, en el que, sin embargo, se ve obligado a vivir: la opinión pública le condena, las instituciones y las costumbres lo excluyen» (Bardy 268). Y no es que ellos se auto-marginen, no. Como dice Tertuliano, «hemos llenado todo, los campos, las tribus, las decurias, los palacios, el senado, el foro» (ML 1,462-463). Aunque en algunos aspectos de la vida esa auto-marginación se hacía inevitable: «La estrecha unión, en el antiguo Estado, de la actividad cívica y de las expresiones religiosas inaceptables para los adoradores del Dios único, o de costumbres que la moral del Evangelio reprueba, como los combates del circo, obligaban a los cristianos a renunciar a una parte de la vida social; les ponía en cierta medida al margen de la ciudad» (Zeiller 398). En ocasiones la misma Iglesia prohibe o desaconseja a los catecúmenos ciertas profesiones (Traditio apostolica 11, en la Roma de principios del siglo III).

Otros documentos de la época dan una visión del conflicto más matizada. San Ignacio de Antioquía recomienda: «Mostrémonos hermanos suyos por nuestra amabilidad, pero imitar, sólo hemos de esforzarnos por imitar al Señor» (Efesios 10,3). De modo semejante dice Tertuliano: «Es lícito vivir con los paganos, pero no se puede participar de sus costumbres. Vivamos con todos, alegrémonos con ellos en la comunidad de naturaleza, no de superstición. Somos iguales en cuanto al alma, no en cuanto a la disciplina. Compartimos con ellos la posesión del mundo, no del error» (ML 1,682). En fin, uno de los texto más bellos de la antigüedad sobre este tema lo hallamos en el Discurso a Diogneto (V-VI,1), de finales del siglo II, donde se dice que, en medio del mosaico étnico-religioso del Imperio, «los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres, sino que habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta, admirable, y por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extranjera. Se casan como todos, como todos engendran hijos, pero ellos no exponen [abandonan] los que nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman, y por todos son perseguidos. Pero para decirlo brevemente: lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo».

La Iglesia hoy es perseguida por el mundo, especialmente en los países ricos descristianizados, tan duramente como en los primeros siglos, no en forma sangrienta, sino de un modo cultural y político, mucho más eficaz. Por eso los rasgos martiriales que caracterizaron en sus comienzos la vida cristiana vuelven hoy a marcar el sello de la cruz en los discípulos de Cristo. Es la persecución de siempre, la anunciada por Jesús: «Todos os odiarán por causa de mi nombre» (Lc 21,17).

El bautismo: apotaxis y syntaxis

La estructura misma del rito litúrgico expresa con fuerza que el bautismo es romper con Satanás y su mundo (apotaxis) y adherirse a Cristo y a su Iglesia (syntaxis). Veamos, por ejemplo, una renuncia bautismal de San Cirilo de Jerusalén, en el siglo IV: «Yo renuncio a ti, Satanás, y a todas tus pompas y a todo tu culto. La pompa de Satán es la pasión del teatro, son las carreras de caballos en el hipódromo, los juegos circenses y toda vanidad semejante. Igualmente, todo lo que se suele exponer en las fiestas de los ídolos, como carnes, panes u otras cosas contaminadas por la invocación de los demonios impuros» (MG 33, 1068-1072). Advertía J. Daniélou que esos espectáculos aludidos «forman parte de la pompa diaboli en cuanto que llevan consigo actos cultuales que los convierten en manifestaciones de idolatría. Pero, con la desaparición de la idolatría, el acento fue recayendo sobre la inmoralidad de los espectáculos» (Sacramentos y culto según los SS.PP., Madrid, Guadarrama 1962, 50).

Esta renuncia cristiana al mundo, que se mantiene hoy también en el bautismo, tiene, por supuesto, un carácter espititual. Es el sentido que ya le daba Orígenes: «Debemos salir de Egipto, debemos dejar el mundo, si queremos servir al Señor. Y digo que debemos dejarlo no en un sentido local, sino espiritualmente» (SChr 16,108). La ruptura del cristiano con el mundo en el bautismo expresa que el Espíritu nuevo recibido por el bautizado requiere una vida nueva, muy distinta al estilo de la vieja, que ya no vale: «No se echa el vino nuevo en cueros viejos, sino que se echa el vino nuevo en cueros nuevos, y así el uno y los otros se preservan» (Mt 9,17).

San Pablo expresa así la ruptura de los cristianos con el mundo: «No viváis ya como viven los gentiles, en la vanidad de sus pensamientos, obscurecida su razón, ajenos a la vida de Dios por su ignorancia y la ceguera de su corazón. Embrutecidos, se entregaron a la lascivia, derramándose ávidamente con todo género de impureza. No es esto lo que vosotros habéis aprendido de Cristo, si es que le habéis oído y habéis sido instruídos en la verdad de Jesús. Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojáos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renováos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,17-24). Ese paso del mundo al Reino está en la esencia misma del bautismo y de la existencia cristiana.

((Hoy son muchos los cristianos que quieren gozar del mundo sin limitaciones, con las mismas posibilidades de los hijos del siglo. Son cristianos, como decía Santa Teresa del Niño Jesús de unos parientes suyos, «demasiado mundanos; sabían demasiado bien aliar las alegrías de la tierra con el servicio del Buen Dios. No pensaban lo bastante en la muerte» (Manus. autobiog. IV,4). Quieren disfrutar de todo al máximo, prosperar en los negocios, asumir ideas, costumbres, universidades, playas, partidos políticos, televisión y espectáculos, tal y como estas realidades se dan en el mundo presente. Quieren triunfar en esta vida, haciendo para ello las concesiones que sean precisas. Quieren, sobre todo, evitar toda persecución, soslayar la misma apariencia de una confrontación con el mundo vigente, con sus ideas y costumbres.

La persecución del mundo no es para ellos una bienaventuranza que corona necesariamente una vida cristiana llegada a su plenitud (Mt 5,11-12), sino una maldición. Más aún, la persecución del mundo, lejos de significar para ellos que se está en el verdadero Evangelio -«todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3,12)-, es signo de error eclesial, indicio de que una mayor apertura al mundo es necesaria, llamada para una asimilación más valiente del mundo actual, que haga así inteligible y atractivo el rostro de la Iglesia. Sin embargo, el Apóstol nos dice a todos: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con él» (Col 3,3-4). Pero ellos no aceptan de ninguna manera, en ningún aspecto, eso de estar muertos al mundo visible, sino que quieren estar bien vivos y participando en todo como todos. Ellos, para algunas cosas, ponen como modelo la Iglesia primitiva, pero de la espiritualidad bautismal y martirial de renuncia al mundo, no quieren ni oír hablar. Ellos rechazan, como maniqueas y esquizoides, ciertas alternativas evangélicas: ellos quieren «ganar todo el mundo» sin perder la propia vida (Mt 16,24-26).))

Ascesis para ser libres del mundo

Es fácil hablar de la libertad, hacer su elogio, encarecer su necesidad, exigir sus condiciones en la vida comunitaria y política. Pero hacer la libertad en uno mismo y en los otros exige grandes valores y virtudes heroicas. No hay libertad personal sino en la medida en que se vence el pecado que encadena la voluntad (Rm 7,14-25). La libertad es sólo verbal cuando la persona no tiene dominio -señorío efectivo- sobre sí misma, sino que está a merced de filias y fobias, gustos y repugnancias insuperables. Tampoco hay libertad sin perseverancia, y ésta es imposible sin capacidad de cruz y de pobreza, sin fuerza de paciencia y caridad. En fin, liberar la libertad de los muchos lazos con que el mundo la apresa exige una formidable ascesis, de la que señalaremos algunos rasgos, imposible sin la gracia de Cristo.

La oración nos libera del mundo presente, pues gracias a ella lo comprendemos y lo transcendemos, ya que «no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2 Cor 4,18; +Col 3,1-2).

No nos configuremos según el siglo, sino transformémonos por la renovación de la mente, según Cristo (Rm 12,2). «Un cristiano que quiere ser coherente y fiel con la propia adhesión a la religión católica -decía Pablo VI- ¿puede sumergirse en el potente y tempestuoso mar de la vida moderna? ¿Hay un contraste, un conflicto, un choque, entre la concepción en torno al modo de vivir de un bautizado, de un hijo auténtico de la Iglesia, y la concepción y la costumbre de un hijo no menos auténtico de nuestro siglo?» (15-X-1975). Este conflicto es real, no está inventado por los ascetas cristianos.

Al paso de los siglos, muchos cristianos han intentado guardar el vino nuevo de la vida interior cristiana en los viejos cueros de la vida exterior del mundo; pero es imposible, y se pierden vino y cueros (Mt 9,17). Y es que entre la interioridad personal, hecha de espíritu, convicciones y valores, y la exterioridad de la vida hay, debe haber, una profunda unidad. Por una parte, la interioridad cristiana va irradiando unos modos de vida exterior particulares, que se estabilizan y que son su expresión normal. Y por otra parte, esos modos exteriores cristalizados inducen y favorecen la peculiar interioridad evangélica. Entre interioridad y exterioridad hay una mutua correspondencia. Por eso, pensar que el estilo exterior de la vida mundana pueda convenir a la vida interior del cristiano, es como suponer que el vestido de una niña pequeña le vendrá bien a un hombretón adulto. «El vino nuevo ha de echarse en odres nuevos».

No confundamos historia y naturaleza. El pez vive en el agua, la ardilla en el bosque, el camello en el desierto, y el hombre en su mundo. Y así fácilmente el mundo histórico concreto se le presenta al hombre como si fuera naturaleza. Es natural que el hombre pegue a la mujer, y que ésta cargue con los fardos pesados (?). Es natural que las personas dediquen un par de horas cada día a enterarse de las noticias del mundo (?), y que cada año tomen un mes de vacaciones, en el que se vayan lejos y no hagan nada (?)... Pero ¿es seguro que ésas y tantas otras cosas son lo natural? ¿No serán meras formas históricas, que están vigentes en cierto lugar y tiempo?

Basta viajar o leer algo de historia para comprender que todo eso ha sido en otro tiempo y hoy es en otros lugares sumamente diverso. No confundamos, pues, historia y naturaleza, porque nos remitimos entonces a lo que es, juzgándolo necesario, y nos cerramos a cosas mucho mejores que realmente podrían ser aquí y ahora. Quien toma la historia como naturaleza se cierra por completo a la formidable fuerza renovadora del Espíritu que procede del Padre y del Hijo.

No sigamos la moda. La dictadura del presente efímero, la severa ortodoxia de la actualidad vigente, sujeta a los hijos del siglo. Como es lógico, la moda ejercita su dominio más severo 1.-sobre personas inmaduras, sin convicciones claras, sin personalidad firme; 2.-en cuestiones triviales, sin importancia; 3.-y acerca de asuntos complejos, en los que resulta muy difícil orientarse de forma responsable. Pues bien, cada siglo lleva, no sólo en el mundo, también en la Iglesia, aunque en menor medida, corrientes de pensamiento, sentimiento y acción, en las que ciertos valores se olvidan y otros se ponen de moda. Los santos, los cristianos espirituales, que han vencido al mundo porque han muerto a él, son los únicos libres de la moda, libres para asumirla o rechazarla o modificarla, según ven conveniente. Pero la mayoría de los cristianos carnales siguen las modas con entusiasmo, sin libertad ni discernimiento, considerándolo incluso un deber espiritual de encarnación.

No seguir la moda puede resultar muy duro. El que no acepta la marca del mundo en su mano y en su frente, no podrá ni comprar ni vender (Ap 13,16-17). Cuando, por ejemplo, la más obtusa ortodoxia está de moda ¿qué teólogo se atreverá a reconocer los aspectos válidos de un autor sospechoso? Se juega el nombre, la cátedra, la posibilidad de publicar. Cuando la heterodoxia es la que está de moda ¿quién se atreverá a denunciar los errores de un autor y a llamar a las herejías por su nombre propio? Sólo aquéllos que, por amor a Jesús, dan por perdida su vida en este mundo (Mt 16,25; Jn 12,25).

Y cuántas veces, incluso en el mundo cristiano, se ha urgido en cada época cierta moda espiritual como si viniera claramente exigida por el Evangelio. A la religiosa que hace unos años le dijeron: «Ha de ser su caridad más reservada, Madre Concepción, procure ser menos comunicativa, ame el santo silencio y guarde sus cosas para hablarlas con su Divino Esposo», veinte años más tarde le han dicho: «Has de ser más comunicativa, Conchi, habla más, cuenta tus cosas, no estés inhibida, no pases tanto tiempo sola». Y antes, como ahora, creían decirle estas cosas en el nombre del más genuino Evangelio. Pero eran -son- modas, sólo modas, modas cambiantes.

Siendo esto así, ¿cuántas personas e instituciones serán sacrificadas a la moda por sus ministros, los hodiernistas? ¿Cuántas energías se distraerán de lo principal para empeñarse en lo accesorio? ¿Cuántos sufrimientos inútiles se producirán, y cuántas discusiones y enojos? Los que tengan el temperamento que va con la moda serán tenidos, falsamente, por perfectos. Pero ¿cuánto durará esa moda? Y desde otra perspectiva: ¿Hasta cuándo se apoyará el cristiano en esa fórmula de moda -que es criatura-, buscando en ella salvación, y no en Dios? ¿Cuándo sobrevendrá el cambio y el fracaso? ¿Aprenderá entonces algo el cristiano carnal o hallará una nueva fórmula mágica de moda en la que poner su esperanza?

No tengamos miedo a parecer raros. Esta palabra, raro, tiene varias acepciones 1.-infrecuente, poco común; 2.-excelente, sobresaliente; 3.-extravagante, con tendencia a singularizarse. Todos los santos han sido raros, muy raros, en las dos primeras acepciones, no en la tercera. Por eso debemos tener mucho cuidado de que el miedo a ser raros no sea miedo a ser santos, es decir, a dejarse renovar incondicionalmente por el Espíritu de Jesús. Nosotros, como San Pablo: «Si hacemos el loco, es por Dios» (2 Cor 5,13).

Sobre las rarezas de los santos se podrían poner muchísimos ejemplos, pues en muchas cosas -comida, vestido, sueño, dinero, distribución del tiempo y de la atención, relación con los otros- no seguían los convencionalismos acostumbrados en su medio. Ellos era distintos y actuaban de modo diverso, lo que inevitablemente era ocasión de murmuraciones, de juicios temerarios... y también de conversiones, por supuesto. San Juan de la Cruz señala que suele darse «una tácita reprensión de parte de los del mundo, los cuales han de costumbre notar a los que de veras se dan a Dios, teniéndoles por demasiados en su extrañeza y retraimiento y en su manera de proceder, diciendo también que son inútiles para las cosas importantes y perdidos en lo que el mundo aprecia y estima» (Cántico 29,5).

((A veces se insiste en las posibilidades de santificación que los cristianos tienen sin salir de la vida ordinaria de los hombres. Ese principio, bien entendido, impulsa grandemente la santificación de los laicos. Mal entendido, da lugar a una caterva de mediocres que prefieren la mediocridad antes que pasar por raros. No se acuerdan de que Cristo resultaba muy chocante en no pocos aspectos de su vida. Algunos decían: «Está endemoniado, ha perdido el juicio» (Jn 10,20). Y hasta sus familiares pensaron alguna vez si no sería mejor retirarlo discretamente de la vida pública: «Se decían «no está en sus cabales»» (Mc 3,21).

Algunos temen que si los cristianos son «distintos» del mundo, quedan «separados» de los hombres, incapaces de acción apostólica eficaz. Pero los hombres del mundo son muy semejantes entre sí, y están muy separados. En cambio Cristo y los santos son muy distintos de sus contemporáneos -en pensar, sentir, hablar, hacer-, y son quienes más unidos están a ellos. No es la uniformidad lo que une, sino la fuerza del amor. Semejanza o diferencia no deben ser ni pretendidas, ni temidas: simplemente, no son valores en sí. Lo que hay que buscar es amar con todo el corazón, ser incondicionalmente fieles al Espíritu Santo, y si está de Dios que nos santifiquemos encaramados en una columna, como San Simeón Estilita, allí subiremos. No tenemos nada que oponer.))

No imitemos las costumbres de los hombres, sino a Cristo y a sus santos. Debemos ser «imitadores de Dios, como hijos amados» (Ef 5,1), imitadores de Dios y de sus santos (1 Cor 4,16; 11,1; Flp 3,17; 1 Tes 1,6; 2,14; 2 Tes 3,7; Heb 6,12). Como dice San Cipriano: «No hay que seguir la costumbre de los hombres, sino la verdad de Dios» (ML 4,385). Seguir la costumbre humana es fácil, es caminar, acompañado, por un camino ya trazado. Salirse de la costumbre, es dejar el camino de los hombres, y aventurarse, a veces sólo, por el campo sin camino. Por eso las costumbres vigentes en el mundo se apoderan de los hombres y los arrastran. San Agustín, muy sensible al tema, exclamaba: «¡Hay de ti, oh río de la costumbre humana! ¿Quién hay que te resista? ¿Cuándo no te secarás? ¿Hasta cuándo arrastrarás a los hijos de Eva a ese mar inmenso y espantoso que apenas logran pasar los que subieren sobre el leño?» (Confesiones I,16,25). Sólamente aferrados a la cruz, es decir, al amor, hallamos fuerzas para resistirnos a la costumbre mundana y para reorientar nuestra vida según Cristo, que es el verdadero camino.

«No te dejes arrastrar al mal por la muchedumbre. En las causas no respondas porque así responden otros, falseando la justicia» (Ex 23,2). Si has de ser fiel, ten valor para enfrentarte con la mayoría: «Aunque todas las naciones que forman el imperio abandonen el culto de sus padres y se sometan a vuestros mandatos, yo y mis hijos y mis hermanos viviremos en la Alianza de nuestros padres» (1 Mac 2,19-20). En cosas de perfección «dejáos de miedos -dice Santa Teresa-; nunca hagáis caso en cosas semejantes de la opinión del vulgo. Mirad que no son tiempos de creer a todos, sino a los que viéreis van conforme a la vida de Cristo» (Camino Perf. 36,6). «¡Oh gran libertad, tener por cautiverio haber de vivir y tratar conforme a las leyes del mundo!» (Vida 16, J). Y San Juan de la Cruz: «Nunca tomes por ejemplo al hombre en lo que hubieres de hacer, por santo que sea, porque te pondrá el demonio delante sus imperfecciones; sino imita a Cristo, que es sumamente perfecto y sumamente santo, y nunca errarás» (Dichos 156).

No busquemos agradar a los hombres. Busquemos en todo lo que es grato a Dios y lo que beneficia a los hombres. Y no torzamos esta intención tratando de agradar a los hombres: sea buscando su aprobación y afecto, sea temiendo ser descalificados y rechazados por ellos.

La fidelidad a la misión exige en el apóstol una gran autonomía afectiva, por enamoramiento de Cristo, y, como consecuencia necesaria, una gran libertad del mundo. Los apóstoles, dice San Pablo, hemos «sido juzgados aptos por Dios para confiarnos el Evangelio; y así lo predicamos, no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones. Nunca nos presentamos, bien lo sabéis, con palabras aduladoras, ni con pretextos de codicia, Dios es testigo, ni buscando gloria humana, ni de vosotros ni de nadie» (1 Tes 2,4-6). «¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿Acaso busco agradar a los hombres? Si aún buscase agradar a Ios hombres, no sería siervo de Cristo» (Gál 1,10). El mismo amor pastoral que hace decir al apóstol: «Me hago judío con los judíos... Me hago con los flacos flaco... Me hago todo para todos, para salvarlos a todos» (1 Cor 9,19-23), cuida eficazmente para que la necesaria acomodación pastoral no caiga en la complicidad. Por eso ese mismo amor pastoral deja al apóstol libre para hacer a veces necesarias correcciones que pueden quitarle el amor de sus fieles: «Yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra alma, aunque, amándoos con mayor amor, sea menos amado» (2 Cor 12,15).

Procuremos ser libres incluso de familiares y amigos. Los criterios y costumbres que rigen la muchedumbre quizá sean para nosotros un condicionamiento distante, poco apremiante. En cambio, el influjo cálido, próximo, amistoso de aquellos que nos quieren puede envolvernos suavemente, pero obstinadamente, limitando nuestra libertad para pensar y obrar según Dios. En este sentido, ya avisó Jesucristo que «los enemigos del hombre serán los de su casa» (Mt 10,36). Normalmente el profeta «es tenido en poco entre sus parientes y en su familia» (Mc 6,4). De Jesús, como hemos visto, pensaban sus parientes «que no estaba en sus cabales» (3,21).

Y, por otra parte, el influjo limitador de una familia buena, pero mediocre, puede ser tentación más peligrosa que el ejemplo de una familia mala, más fácil de discernir y neutralizar. Pues bien, es preciso que el discípulo de Cristo que busca la perfección evangélica sepa dejar de verdad «casa, hermanos o hermanas, madre o padre, hijos o campos, por amor» a Jesús y a su evangelio (Mc 10,29), diciendo: «Mi madre y mis hermanos son éstos, los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc 8,21). Es preciso a veces saber «dejar que los muertos sepulten a su muertos», y partir a evangelizar (9,60). Es preciso que ni los más amigos nos desvíen de la voluntad de Dios. Una vez que Jesús habló de su próxima cruz, Pedro se lo llevó aparte y le amonestó seriamente: «No quiera Dios, Señor, que esto suceda». Pero el Maestro lo rechazó con dureza: «Apártate de mí, Satanás, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt 16,22-23).

Nuestra libertad del mundo ha de ser creativa. Las cosas del mundo no son como son de un modo necesario. Podrían ser diversas y mejores. Si los cristianos en el mundo hemos de ser luz, sal, fermento que transforme la masa (Mt 5,13-16; 13,33), hemos de explorar entre las posibilidades del mundo presente, para producir nuevas formas de vida en todo, familia, trabajo, ocio, vestido, comida, arte, convivencia, casa, educación, información, política, vida social, distribución del tiempo, del dinero, de la atención. Sólo así podremos ayudar al mundo de verdad. Y, por otra parte, sólo podremos librarnos de vivir en la sucia y ruinosa Casa del mundo, en la medida en que logremos construir en el mundo una Casa nueva, hecha de criterios y costumbres evangélicos.

Pero tengamos respeto por la sociedad presente, en la que Dios nos puso en su providencia, y guardémonos bien de menospreciarla con una altivez provocativa. Es de justicia, enseña Santo Tomás, venerar «a la patria, en cuanto que es para nosotros en cierto modo principio del ser» (STh II-II, 101,3 ad 3 m ).

Claudicantes, resistentes y victoriosos

«A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS 17b). Y es que, en palabras de Pablo VI, «se vive en un ambiente ambiguo y contaminado, donde es preciso continuamente saber inmunizarse con una profilaxis moral que va desde la huída del mundo -como hacen justamente los que, por deseo de perfección, eligen un género de vida dedicado a un riguroso y amoroso seguimiento de Cristo (LG 40)-, hasta la disciplina ascética propia de toda vida cristiana, «como corresponde a los santos» (Ef 5,3; Rm 6,22), que incluso trata de difundir las costumbres cristianas en el mismo mundo que os resulta hostil y refractario (AA 2). La sagrada Escritura llama milicia la condición del hombre sobre la tierra (Job 7,11; Ef 6,11-13). Y el Señor ha querido insertar esto en la fórmula oficial de nuestra oración a Dios Padre, cuando nos hace invocar siempre su auxilio para obtener la defensa contra una amenaza constante que acecha nuestra marcha en el tiempo: la tentación. Somos libres, sí, pero estamos muy condicionados por el ambiente, por el mundo en que vivimos; por eso nuestro sentido moral debe estar siempre en una tensión de vigilancia -otra palabra evangélica- (Mt 24,42; Mc 14,38; 13,37; 1 Cor 16,13; 1 Pe 5,8)» (extractos 23-II-1977).

Así las cosas, en esta batalla hay diferentes tipos de cristianos: claudicantes, resistentes o victoriosos.

((Los cristianos claudicantes, vencidos por el mundo, no influyen en el mundo, sino que están bajo su influjo. En mayor o menor grado, han aceptado en su frente y en su mano la marca de la Bestia, lo que les permite comprar y vender en este mundo, sin especiales problemas (Ap 13,16-17).

Los cristianos resistentes, defensivos, no claudican del todo ante el mundo, pero no tienen tampoco fuerza suficiente para vencerle, y en parte -más de lo que suponen- dependen de él. Su vida cristiana carece de frescura, pues más que imitar a Dios, imitan a los que le imitaron, tratando así de «conservar las costumbres cristianas». No tienen fuerza suficiente en el Espíritu para actualizar el Evangelio en el presente, con formas vivas fieles a la tradición. La renovación de las formas tradicionales es muchas veces el mejor modo de mantenerlas vivas. En fin, éstos combaten el mundo a veces, pero con torpe agresividad, y suelen hacerse odiosos porque no distinguen bien el trigo y la cizaña, y en ocasiones lo estropean todo. Los descendientes de los cristianos resistentes suelen ser ya claudicantes.))

Los cristianos victoriosos vencen con Cristo al mundo, y en el Espíritu Santo tienen fuerza vital -para dialogar con el mundo presente sin complejos defensivos o agresivos, «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16); -para recibir del mundo todos los aspectos que deben ser asumidos, purificados y elevados; -para vencer al mundo, sabiendo «deponer toda sordidez y todo resto de maldad» (Sant 1,21), por más que ésta se halle muy aceptada y generalizada en el ambiente; y -para configurar, al menos a escala personal, familiar y comunitaria, formas de vida, antiguas o modernas (Mt 13,52), genuinamente evangélicas, siendo de este modo fermento en la masa del mundo.

Los hombres presos del mundo nada pueden hacer por mejorarlo. Las figuras históricas que más han influido en el mundo han sido siempre hombres con una gran libertad, con una efectiva independencia, respecto a las ideas, valores, modos y costumbres de su tiempo. Los cristianos, hombres nuevos en Cristo, segúndo Adán, han de ser libres del mundo, para poder transformarlo con la fuerza renovadora del Espíritu Santo. Y en esto, el número no tiene tanta importancia. «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (1 Cor 5,6; Gál 5,9).

Veámoslo con un ejemplo. En un cierto Seminario la capilla suele estar vacía («es que va uno allí y no hay nadie: están todos charlando o en la televisión»). Lo que ahí sucede es que el individuo siente angustia de hacer algo sin refuerzo social. Y la mayoría no lo hace, aunque algunos tengan el convencimiento personal de que deberían hacerlo. Pero supongamos que un seminarista comienza a visitar al Señor en la capilla. Quizá otro, apoyándose en el primero, vaya después también; y otro y otro. Y supongamos que, finalmente, cambia el ambiente y la capilla se ve bastante frecuentada. «Un poco de levadura ha hecho fermentar la masa». No hay otro camino. Así obra normalmente la gracia de Dios para renovar los sacerdotes, los matrimonios, las parroquias, los religiosos, todo. De un «grano de mostaza» se hizo un árbol grande (Mt 13,31-32). La cosa es clara: el apostolado es un ministerio que sólo puede ser cumplido por cristianos que tengan una gran libertad del mundo: sin tal libertad, no tienen nada que hacer.

Libres del mundo por la vida religiosa

Los religiosos, «renunciando al mundo» (PC 5a), llevan al extremo, y en forma comunitaria, el despojamiento de lo secular que iniciaron como cristianos en el bautismo (GS 44ac; 46b). Los laicos, con la gracia de Cristo, habrán de «tener como si no tuvieran» (1 Cor 7,29-32). Pero a los religiosos Cristo les ha dado la gracia de seguirle «dejando todo lo que tenían»: ellos han «dejado casa, mujer, hermanos, padres o hijos por amor al reino de Dios» (Lc 18,28-29). En la Biblia se ve que Dios, cuando elige y llama a unos hombres para misiones especiales, los desmundaniza de un modo particularmente radical. El Señor le manda a Abraham: «Salte de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre» (Gén 12,1). Y al joven del evangelio le dice: «Si quieres ser perfecto, véndelo todo, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme» (Mt 19,21).

Ya sabemos que la vida en el Espíritu tiene tres enemigos: Demonio, carne y mundo, y que los tres combaten al cristiano coordinadamente. Pues bien, la vida religiosa, al descondicionar del mundo a los religiosos, les sitúa en situación muy ventajosa para vencer al Demonio y a la carne. En efecto, como explica San Juan de la Cruz, «el mundo es el enemigo menos dificultoso [nótese que habla a religiosos, que ya lo han dejado]. El demonio es más oscuro de entender; pero la carne es más tenaz que todos, y duran sus acometimientos mientras dura el hombre viejo. Para vencer a uno de estos enemigos es menester vencerlos a todos tres; y enflaquecido uno, se enflaquecen los otros dos; y vencidos todos tres, no le queda al alma más guerra» (Cautelas a un religioso 2-3). No es, ciertamente, el mundo el principal enemigo del cristiano; pero vencerlo le da una inmensa ventaja espiritual.

((Por eso la mundanización desvirtúa por completo una comunidad religiosa. Allí donde los religiosos «no renuncian al mundo» (contra PC 5a), sino que secularizan sus formas de vida, asemejándolas a las de los laicos, pierden todo su atractivo y se quedan sin miembros -se van parte de los que están, y no entran nuevos-. Y es lógico que así sea. No comprenden que los laicos -sobre todo los buenos, que sufren tanto dentro del condicionamiento mundano- encuentran atractiva la vida religiosa precisamente en la medida en que les ofrece un ámbito evangélico, bien diferenciado del medio mundano. La vida religiosa es atractiva e incluso fascinante en la medida en que anticipa escatológicamente en este mundo el reino celestial (LG 44c). Cuando los laicos se acercan a una comunidad religiosa, quizá con el deseo de ingresar en ella, y la encuentran secularizada y adaptada casi en todo a los modos de vida vigentes en el mundo, se marchan defraudados. Y si alguno entra en ella, o es que no tiene verdadera vocación religiosa, o si la tiene, no perdurará allí.))

Libres del mundo por la muerte

Los que somos «ciudadanos del cielo» (Flp 3,20) y vivimos en el mundo «como extranjeros y forasteros» (1 Pe 2,11), hemos de llegar normalmente a una fase en la que la muerte nos sea deseable. Incluso, como enseña San Cipriano, debemos ejercitarnos en este buen deseo:

«Debemos pensar y meditar que hemos renunciado al mundo, y que mientras vivimos en él somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio, en que se nos restituirá el paraíso y el reino, después de habernos arrancado de las ataduras que en este mundo nos retienen. El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso» (CSEL 3A,31).