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La caridad

AA.VV., charité, DSp II,I (1940) 507-691; D. Barsotti, La revelación del amor, Salamanca, Sígueme 1966; J. Coppens, La doctrine biblique sur l’amour de Dieu et du prochain, «Ephemerides Theologicæ Lovanienses» 40 (1964) 252-299, P. Delhaye-M. Huftier, L’amour de Dieu et l’amour de l’homme, «Esprit et vie» 82 (1972) 193-204, 225-236, 241-250; J. Egerman, La charité dans la Bible, Casterman, París-Tournai 1963; A. Feuillet, Le mystère de l’amour divine dans la théologie johannique, París, Gabalda 1972; S. Lyonnet, Amore del prossimo, amore di Dio, obbedienza ai comandamenti, «Rassegna di Teologia» 15 (1974) 174-186; S. Ramírez, La esencia de la caridad, Madrid 1978, Bibl. de Teólogos Españoles 31; C. Spicq, Agape dans le Nuevo Testamento, París, Gabalda 1958-1959, I-III (=Agape en el N.T., Madrid, CARES 1977); Charité et liberté selon le N. T., París, Cerf 1969.

Catecismo, amor a Dios 2093--2094ss, amor al prójimo 2196ss, perdón de ofensas 2838-2845.

El misterio del amor

Dios es amor, y el hombre, que es su imagen, es amor (1 Jn 4,8; Gén 1,27). Por eso el hombre es hombre -es decir, es imagen de Dios- en la medida en que ama, y se frustra y deshumaniza en cuanto no ama. La ley de la gracia confirma la de la naturaleza cuando da al cristiano la vocación suprema de amar a Dios y al prójimo (Mt 22,36-40). El amor, pues, es el misterio más profundo de la vida, la íntima clave esencial de todo ser viviente.

El lenguaje del amor en el Nuevo Testamento, como en el Antiguo Testamento, es muy variado y elegido. Los griegos disponían de cuatro términos para designar el amor, pero el Nuevo Testamento no emplea ni stergein, amor de padres a hijos, ni eran y eros, el amor impuro. Usa en cambio filein (el amare latino), amor familiar y amistoso (Mt 10, 37), a veces poco sano (6,5; 23,6), a veces especialmente tierno e íntimo; por ejemplo, cuando Jesús pregunta a Pedro si le ama, Pedro emplea este verbo en las tres respuestas, y Jesús en la pregunta tercera (Jn 21,15-17). En todo caso, agapan y agape (diligere, caritas, en latín) será la expresión que prevalece en el Nuevo Testamento y en la tradición para designar el amor más alto y noble, el más profundo, que radica fundamentalmente en la voluntad, y que a veces puede faltar del sentimiento (para designar, por ejemplo, el amor a los enemigos, se usa este término, y no filein).

Hay tantas clases de amor como niveles en el ser. En el amor sensible la sensibilidad se complace en el bien sensiblemente captado. Mientras que en el amor espiritual es la voluntad la que se adhiere al bien captado por el entendimiento. Y este amor espiritual puede ser interesado («amor concupiscentiæ»), si el que ama busca principalmente su propio interés, o benevolente («amor benevolentiæ»), si el amante busca sobre todo el bien del amado.

Las tres modalidades señaladas del amor son buenas, en principio, y las tres -como en el caso de los esposos- pueden darse juntas. En todo caso, el amor benevolente es más noble y duradero que el interesado, y el amor espiritual es más profundo y fuerte que el sensible. Atención especial merece el amor que llamamos de amistad, por el cual dos personas, conscientemente, se unen por el amor benevolente, con cierta comunicación de bienes mutua (STh II-II,23,1-2; 80 ad 2m). Es éste el amor más unitivo, pues «cuando alguien ama a alguien con amor amistoso, quiere para él el bien como lo quiere para sí mismo, es decir, le capta como si fuera un otro yo» (I-II, 28,1).

En la amistad se unen, hemos dicho, dos personas: no hay amistad si sólo una ama, ni puede haberla, por ejemplo, entre una persona y un perro. La amistad es amor de benevolencia, aunque también puede implicar otra clase de amor. No es un amor secreto, sino consciente y mutuamente declarado. Por último, es la amistad un amor que lleva consigo cierta comunicación mutua: la más importante, la comunicación personal de conversación y relación amistosa, pero también la comunicación de ayuda, consejo, colaboración y prestación de bienes.

Las causas y efectos del amor, sobre todo de amistad, son bien conocidos. El amor nace de la bondad, de la semejanza y del trato amistoso. Es la bondad del amante y la bondad del amado lo que impulsa el movimiento del amor; las cualidades de inteligencia, nobleza y hermosura del amado, enamoran al amante, que se enamora conociéndolas -no puede amarse lo que no se conoce, ni puede amarse mucho cuando apenas se conoce-. El amor, por otra parte, produce, entre otros efectos, la unidad: el amor une a los que se aman, más aún, «el mismo amor es tal unión o nexo» (STh I-II, 28,1). El amor se da entre semejantes, y si no son muy similares, produce semejanza. Y estos efectos fundamentales, unión y semejanza, crecen con el intercambio personal y la mutua relación amistosa.

La unidad producida por el amor es afectiva, en cuanto que los que se aman tienden a querer u odiar las mismas cosas; y efectiva, pues los que se quieren procuran, en cuanto sea posible, estar juntos -son «inseparables»-. Esta unión no siempre podrá ser física, pero siempre es espiritual: el amado, ausente o presente, está siempre en el corazón del amante (Flp 1,7), como el amante está en el amado, y hacen suyas mutuamente las cosas del otro. «Por eso el amor se dice íntimo» (I-II,28,2).

Entremos, pues, a estudiar la caridad, que es amor sobrenatural de amistad, por el que Dios se une a los hombres, y éstos entre sí. Y lo haremos siguiendo el orden que nos dio Jesús (Mt 22,36-40) y también San Juan (1 Jn 4,7-5,4): 1. -Dios es amor, 2. -Dios nos amó primero, 3. -nosotros amamos a Dios, y 4. -nosotros amamos al prójimo.

Dios es amor

Dios tiene verdadera voluntad (Vat.I 1870: Dz 3001; STh 1,19,1), con la que elige, quiere, decide, manda, impulsa, y sobre todo ama, ama con inefable potencia de amor. En efecto, «Dios es amor» (1 Jn 4,8. 16): es amor intratrinitario (ad intra) y amor a la creación entera (ad extra). El Padre celeste es amor, ama infinitamente en sí mismo la bondad, verdad y belleza de su propio ser, y de este amor procede el Hijo divino por generación: «El Padre ama al Hijo» (Jn 3,35;+10,17), en Jesucristo reconoce «el Hijo de su amor» (Col 1,13; +Mt 3,17; 12,18; Ef 1,6). El Hijo es amor, como bien se nos reveló en Jesús (Jn 14,31). Y el Espíritu Santo es amor, es el amor que une al Padre y el Hijo eternamente, amor divino personal y subsistente, fuente de todo amor y de todo don.

El Espíritu Santo es el amor. Así nos los muestra la Revelación divina (Rm 5,5) y la tradición teológica y espiritual. San Agustín nos dice: «Dilectio, quæ ex Deo est et Deus est, proprie Spiritus Sanctus est» (ML 42,1083). Y el concilio XI de Toledo (a.675) confiesa como fe de la Iglesia que el Espíritu Santo «procede a la vez de uno y de otro [del Padre y del Hijo], y es la caridad o santidad de ambos» (Dz 527). Por eso Santo Tomás enseña que «en lo divino el nombre de amor puede entenderse esencial y personalmente. [Esencialmente es el nombre común de la Trinidad]. Y personalmente es el nombre propio del Espíritu Santo» (STh I,37,1).

El Espíritu Santo es el supremo don. La Escritura nos revela que el término don conviene personalmente al Espíritu Santo, como nombre suyo propio (Jn 4,10-14; 7,37-39; 14,16s; Hch 2,38; 8,17. 20). Tener en cuenta esto es muy importante para comprender bien la naturaleza de la caridad y su relación ontológica con el Espíritu Santo. Dice Santo Tomás: «El amor es la razón gratuita de la donación. Por eso damos algo gratis a alguno, porque queremos el bien para él. Lo cual manifiesta claramente que el amor tiene razón de don primero, por el cual todos los otros dones gratuitamente se dan. Por eso, como el Espíritu Santo procede como amor, procede como don primero. Y en ese sentido dice San Agustín que «por el don del Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen entre los miembros de Cristo»» (I,38,2).

Dios nos amó primero

La creación es la primera declaración de amor que Dios nos hace. En ella se ve claro que Dios «nos amó primero» (1 Jn 4,19), pues antes de que él nos amara, no existíamos: fue su amor quien nos dio el ser, y con el ser nos dio bondad, belleza, amabilidad. Su amor nos hizo amables. Y ahora el Señor «ama cuanto existe» (Sab 11,25), y toda criatura existe porque Dios la ama.

Aún más abiertamente que el Libro de la Creación, el Antiguo Testamento nos revela a Dios como amor. El Señor ama a su pueblo como un padre o una madre aman a su hijo (Is 49,1S; Os 11,1; Sal 26,10), como un esposo ama a su esposa (Is 54,5-8; Os 2), como un pastor a su rebaño (Sal 22), como un hombre a su heredad predilecta (Jer 12,17). Nada debe temer Israel, «gusanito de Jacob», estando en las manos de su Dios (Is 41,14), pues «los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre» (Sal 32,18-19). Hasta el hombre pecador debe confiarse al Señor, pues él le dice: «Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido mi gracia» (Jer 31,3).

Pero es en Cristo en quien llega a plenitud la epifanía del amor de Dios. En él «se hizo visible (epefane) el amor de Dios a los hombres (filantropía)» (Tit 3,4). «Tanto amó Dios al mundo que le dio su unigénito Hijo» (Jn 3,16). Lo dio en la encarnación, y aún más en la cruz. «En esto se manifestó la caridad de Dios hacia nosotros, en que envió Dios a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por él. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10). Este es «el gran amor con que nos amó» Dios (Ef 2,4). En efecto, «Dios probó (sinistesin, demostró, acreditó) su amor (agapen) hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,8).

Por todo ello hay que decir que los cristianos somos los que «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16), y que todos los rasgos fundamentales de la espiritualidad cristiana derivan de este conocimiento de la fe:

Obediencia. Los cristianos nos atrevemos a obedecer a Dios, incluso cuando ello nos duele o nos da mucho miedo o no lo entendemos, porque estamos convencidos del gran amor que nos tiene. Vemos sus mandatos y la posibilidad de cumplirlos como dones gratuitos de su amor. «Esta es la caridad de Dios, que guardemos sus preceptos, que no son pesados» (1 Jn 5,3).

Audacia espiritual. Los cristianos nos atrevemos a intentar la perfecta santidad porque estamos convencidos de que Dios nos ama, y que por eso mismo nos quiere santificar. Aunque nos veamos impotentes y frenados por tantos obstáculos internos y externos, «si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros ¿cómo no nos ha de dar con él todas las cosas?» (Rm 8,31-32).

Confianza y alegría. Si el miedo y la tristeza parecen ser los sentimientos originarios del hombre viejo, la confianza y la alegría son el substrato vital del hombre nuevo creado en Cristo. La necesidad de amar y de ser amado es algo ontológico en el hombre -imagen de Dios-amor-. Los niños criados sin calor y amor de madre tienen un menor crecimiento espiritual y físico (lo mismo mostró el Dr. Harlow, en experiencias de 1930, con monos rhesus). Los ancianitos privados de amor, mueren antes. En el mundo, hay miedo y tristeza. En el Reino, confianza y alegría, porque «hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16).

((Algunos cristianos dudan del amor que Dios les tiene. Quizá creen que Dios ama a la humanidad, en general, pero no se saben personalmente conocidos y amados por Dios. Estos habrían de decir con San Pablo: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).

El sufrimiento personal o ajeno suele ocasionar ese inmenso error. «Dice el Señor: «Yo os amo». Y objetáis: «¿En qué se nota que nos amas?»» (Mal 1,2). Las penas, las injusticias, humillaciones y frustraciones, son para muchos como nubarrones negros que ocultan el sol del amor divino.

Y el pecado también ocasiona esta misma ignorancia del amor de Dios. «Siendo yo tan malo, es imposible que Dios me ame». «Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador» (Lc 5,8). Quien así piensa olvida que Cristo, precisamente, vino «a llamar a los pecadores» (Mc 2,17), y que «siendo nosotros pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,8).

Algunos cristianos menosprecian el amor que Dios les tiene. Creen en ese amor, pero no les importa apenas nada; no les da ni frío ni calor. Ellos apreciarían el amor de tales o cuales personas, o se alegrarían si su salud mejorase o si aumentara su sueldo; pero que Dios les ame, eso es cosa que les tiene sin cuidado. Ahora bien, como un amor lo apreciamos según el valor que damos a la persona que nos ama, esa actitud manifiesta un horrible menosprecio o desprecio hacia Dios.))

Nosotros amamos a Dios

«Este es el más grande y primer mandamiento» (Mt 22,38): «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27; +Dt 6,5). Este amor del hombre a Dios será siempre respuesta al amor de Dios al hombre, que fue primero, en la creación y en la cruz. Y nunca será excesivo, pues como dice San Bernardo, «no hay más que una forma de amar a Dios, amarle sin tasa» (ML 182,983).

El Antiguo Testamento enseña a amar a Dios con todas las fuerzas del alma (Dt 6,5; 13,3), como al Creador grandioso (Sir 7,32), como al Esposo unido a su pueblo en Alianza conyugal fidelísima (Cantar; Is 54,4-8; 61,10; 62,4s; Jer 2,2. 20; 31,3; Ez 16 y 23; Os 1-3; Sal 44; Sir 15,2; Sab 8,2). Los verdaderos israelitas merecen ser llamados con el altísimo nombre de «los que aman al Señor» (Ex 20,6; Jue 5,31; Neh 1,5; Tob 14,7; 1 Mac 4,33; Sir 1,10; 2,18-19; 34,19; Is 56,6; Dan 9,4; 14,38; Sal 5,12; 68, 37; 118,132; 144,20). Amor y obediencia, por supuesto, van inseparablemente unidos. Por eso la expresión completa es: «los que aman al Señor y guardan sus mandatos» (Dt 5,10; 7,9; +Jn 14,15; 15,10). En los salmos este amor a Dios tiene expresiones conmovedoras: «yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (17,2-3; +30,24; 114,1).

En el Nuevo Testamento Jesús enseña lo mismo, que a Dios hay que amarle con todas las fuerzas del alma (Mt 22,34-40; Mc 12,28-34; Lc 10,25-28), pero lo enseña sobre todo en la cruz: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que según el mandato que me dio el Padre [la cruz], así hago» (Jn 14,31). Y además -y aquí está la novedad decisiva- Jesús desde el Padre nos comunica el Espíritu Santo para que podamos amar a Dios con la fuerza de Dios (Rm 5,5). También los cristianos, como los verdaderos israelitas, somos «los que aman a Dios» (Sant 1,12; Rm 8,28; 1 Cor 2,9). Cabe señalar, sin embargo, que el gran deber de amar a Dios, fuera del primer mandamiento citado, no tiene frecuentes formulaciones explícitas en los evangelios (Jn 5,42 es de sentido dudoso), aunque sí implícitas (por ejemplo Lc 15,11-32; Jn 17,21-26). San Juan dice, en cambio, con frecuencia en su evangelio que hay que amar a Jesús, y que ese amor exige cumplir sus mandamientos (Jn 8,51-52; 13,34-35; 14,15. 21-24; 15,10. 12; +1 Jn 2,15; 4,12. 20-21; 5,2-3).

Es evidente que el hombre carnal necesita absolutamente para amar a Dios «un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ez 36,26-27). Y esto es lo que desde el Padre recibe en Cristo: «La caridad de Dios ha sido difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). El es quien nos hace posible amar a Dios en Cristo, esto es, con todo el corazón.

En efecto, el hombre en gracia es templo de la Trinidad divina, y «así ama el alma a Dios con voluntad y fuerza del mismo Dios -escribe San Juan de la Cruz-, la cual fuerza es en el Espíritu Santo, en el cual está el alma allí transformada. El le da su misma fuerza con que pueda amarle. Y hasta llegar a esto no está el alma contenta, ni en la otra vida lo estaría, si no sintiese que ama a Dios tanto cuanto de él es amada» (Cántico 38,3-4). Con este amor del Espíritu Santo, el alma sabe que «está dando a Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios. Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da a Dios más de lo que ella en sí es y vale. Es amar a Dios en Dios» (Llama 3,78-82).

En el itinerario espiritual del alma el punto de partida es un desamor a Dios tan grande que es preciso avanzar mucho para llegar al verdadero amor de Dios. Cuando Santa Teresa describe el camino ascendente de la oración, hace falta llegar a la oración de quietud, en el umbral de la vida mística, para que se encienda el alma en tal amor: «Es esta oración una centellica que comienza el Señor a encender en el alma del verdadero amor suyo. Y si no la mata por su culpa, ésta es la que comienza a encender el gran fuego que echa llamas de sí, del grandísimo amor de Dios que hace Su Majestad tengan las almas perfectas» (Vida 15,4). Sólo una «centellica»... ¡Qué pequeño será, pues, el amor de quienes todavía son «amigos del mundo» (Sant 4,4), y aún tienen el corazón «dividido» (1 Cor 7,34)! ¡Qué lejos están de amar a Dios con todas sus fuerzas, con el corazón entero!

Y cuando el cristiano se va enamorando de Dios, ya «el vacío de la voluntad es hambre de Dios tan grande que hace desfallecer el alma» (Llama 3,20). Queda la voluntad vacía de criaturas, pues no puede amarlas si no es en Dios. San Ignacio de Loyola, en 1538, escribía desde París a su hermano Martín: «El que ama algo por sí mismo y no por Dios, no ama a Dios de todo corazón».

Por eso los que están con el alma desmayada de hambre y sed de Dios, cuando escuchan decir a Jesús: «si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Jn 7,37), responden como San Columbano:

«Dios misericordioso, piadoso Señor, haznos dignos de llegar a esa fuente. Señor, tú mismo eres esa fuente que hemos de anhelar cada vez más. Te pedimos que vayamos ahondando en el conocimiento de lo que tiene que constituir nuestro amor. No pedimos que nos des cosa distinta de ti. Porque tú eres todo lo nuestro: nuestra vida, nuestra luz, nuestra salvación, nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios. Infunde en nuestros corazones, Jesús querido, el soplo de tu Espíritu, e inflama nuestras almas en tu amor, de modo que cada uno de nosotros pueda decir con verdad: "Muéstrame al amado de mi alma", porque estoy herido de amor. Que no falten en mí esas heridas, Señor. Dichosa el alma que está así herida de amor. Ésa va en busca de la fuente, ésa va a beber, y, por más que bebe, siempre tiene sed, siempre sorbe con ansia, porque siempre bebe con sed. Y así siempre va buscando con su amor, porque halla la salud en las mismas heridas». Y así encuentra la fuente, si no se pierde entre las criaturas, «porque esta fuente es para los que tienen sed, no para los que ya la han apagado» (Instruc.13, Cristo fuente de vida, 1-3).

Es de ver cómo aquella centellica de amor, si el alma se va por el amor concentrando más y más en Dios, su centro (Llama 1,13), incendia completamente el alma, que ya «se ve hecha como un inmenso fuego de amor que nace de aquel punto encendido del corazón del espíritu» (2,11). Y cómo el amor a Dios transforma al hombre y lo eleva del mundo.

«Quienes de veras aman a Dios -describe Santa Teresa-, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno alaban, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden; no aman sino verdades y cosa que sea digna de amar. ¿Pensáis que es posible, quien muy de veras ama a Dios, amar vanidades? Ni puede, ni riquezas, ni cosas del mundo, de deleites, ni honras, ni tiene contiendas, ni envidias; todo porque no pretende otra cosa sino contentar al Amado. Andan muriendo porque los ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más» (Camino Perf. 40,3).

Y andan muriendo porque el Señor no es amado. ¿Cómo el cristiano enamorado de Dios no estará agonizando en este mundo, viendo tanto pecado contra Dios? Con qué razón dice San Pablo: «No quiera Dios que yo me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14). ¿Qué amor de Dios tienen quienes aman este mundo presente, tal como es? «Adúlteros ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios? Quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4).

San Ignacio de Loyola dice: «cierto no tengo por cristiano aquel a quien no atraviesa su ánima en considerar tanta quiebra en servicio de Dios N. S.» (Cta. 12-II-1536).

Y la Beata Madre Maravillas, carmelita descalza (+1974), expresa con frecuencia esta agonía en sus cartas de conciencia: «Realmente no me puedo sufrir en estos tiempos en que los suyos [los cristianos] habían de serlo tan de veras. El ver las ofensas de Dios parece llegan a lo más íntimo del alma; se enciende allá dentro como un amor callado, en oscuro, pero tan fuerte que a veces parece irresistible»... «No puedo tampoco con esta frialdad de mi corazón, con este ver que vivo aun, viendo al Señor tan ofendido... Ve, Padre, no le amo, no le sé amar, ni lo sabré nunca, ¿para qué quiero la vida?... ¡Ay, Padre, no me concederá el Señor un poquito de su santo amor!»... «Luego, es un tormento de que el mundo corresponda así al Señor, de no poder saciar sus deseos de que todas las almas se le entreguen... Y luego es ver la propia miseria tanto mayor que de ninguna criatura» (M. Maravillas de Jesús, Madrid 1975, 238-239).

Al menos de oídas, sepamos qué es amar a Dios. Y tengamos la humildad de reconocer la miseria de nuestro amor, para que la humildad nos lleve al amor verdadero...

La caridad nace de la fe. Así como las Personas divinas «se conocen» (Jn 10,15; 17,25), así el cristiano «conoce» a Dios (17,3). Y esta gnosis admirable hace posible el excelso amor a Dios de la caridad sobrenatural. La fascinante epifanía que enamora al hombre de Dios y le saca de sí mismo por el amor es «la ciencia de la gloria de Dios, que brilla en el rostro de Cristo» (2 Cor 4,6).

La caridad es verdadera amistad con Dios. Hay entre Dios y el hombre mutuo conocimiento, amor mutuo de benevolencia, fundamentado en la participación de la naturaleza divina (2 Pe 1,4). Ya no somos para el Señor siervos, sino «amigos» (Jn 15,15; STh II-II,23,1).

«La caridad ama a Dios inmediatamente, y mediante Dios ama las criaturas» (II-II,27,4). El acto de entender se cumple con que lo conocido esté mentalmente en el cognoscente; pero el acto de la voluntad, el amor, se perfecciona por la unión con el mismo objeto. Pero eso, quien por la caridad «se adhiere al Señor, se hace un espíritu con él» (1 Cor 6,17).

La caridad tiende a amar a Dios totalmente (II-II,27,5-6). No todos nuestros actos podrán ser actualmente imperados por la caridad, pero sí todos ellos podrán ser virtual o habitualmente realizados bajo su influjo. El amor de la caridad es un amor sin límites, que tiende a impregnar todos los planos y fuerzas de la personalidad humana, también la sensibilidad y el subconsciente. Aunque, eso sí, el amor a Dios será genuino tanto si la sensibilidad está inundada de gozo (Lc 10,21), como si se siente abandonada y despojada (Mt 27,46).

La caridad nos hace vivir en Dios. «Dios es caridad, y el que vive en caridad permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Cuando por el amor el hombre se centra y concentra más y más en Dios, «llegará a herir el amor de Dios hasta el último centro y más profundo del alma, que será transformarla y esclarecerla según todo el ser y potencia y virtud de ella, según es capaz de recibir, hasta ponerla que parezca Dios» (Llama 1,13).

Nosotros amamos al prójimo

«Amarás al prójimo como a ti mismo», nos dice Dios en el mandamiento segundo, que Jesús declara semejante al primero (Mt 22,39). El mismo precepto cobra en el Evangelio otras formulaciones análogas: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13,34; +15,12). «Cuanto quisiéreis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos, porque ésta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12; +Lc 6,3 1).

También la Ley mosaica prescribía: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18), y el hombre, por su misma naturaleza, se inclina hacia ese amor: «Todo animal ama a su semejante, y el hombre a su prójimo» (Sir 13,19). En todo caso, el Antiguo Testamento no vincula formalmente, como lo hace Jesús, el amor a Dios y el amor al prójimo, aunque sí vincula ambos mandatos de modo implícito (Os 4,1; 6,4; 10,12; 12,7; Miq 6,8). Sin embargo, el mandamiento de Jesús es un precepto nuevo, completamente nuevo, porque nos da su Espíritu para poder cumplirlo (Rm 5,5).

Por otra parte, frente a una relativa sobriedad al hablar del amor a Dios, el Nuevo Testamento parece centrarse en el amor al prójimo como en el único precepto. En éste insiste Jesús en la última Cena (Jn 13,34; 15,12), y lo mismo hacen los apóstoles: «Toda la Ley se resume en este solo precepto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»» (Gál 5,4; +Rm 13,8-9; 1 Jn 2,7; 3,11; 2 Jn 5). Esta es «la ley de Cristo» (Gál 6,2).

Amor a Dios y amor al prójimo

Es Dios quien nos mueve internamente por su Espíritu a amar a los hombres. En sí mismo tiene Dios, en su propia bondad, la causa de su amor a los hombres: porque él es bueno, por eso nos ama, con un amor difusivo de su bondad. De modo análogo, los que hemos recibido el Espíritu divino, amamos a los hombres en un movimiento espiritual gratuito y difusivo, que parte de Dios. Así nosotros amamos al prójimo con total y sincero amor, porque Dios, que habita en nosotros, nos mueve internamente con su gracia a amarles. De este modo, nuestro amor a los hombres participa de la calidad infinita de la filantropía divina.

San Juan enseña claramente que el amor a Dios es fuente del amor al prójimo. Esa primacía es eficiente y ejemplar: «El dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16); «si de esta manera nos amó Dios, también debemos amarnos unos a otros» (4,11). Es una primacía de naturaleza: «Todo el que ama a Aquel que le engendró, ama al nacido de él» (5,1). Y es una primacía de mandato: «Nosotros tenemos de él este precepto, que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (4,21). Todo, en fin, parte de que «Dios es amor» y de que «él nos amó primero» (4,8. 16. 19).

Es Dios mismo quien causa la amabilidad de los hombres. En realidad, no es posible que amemos al prójimo por sí mismo, sin referencia a Dios, pues nuestro prójimo no tiene en sí mismo ni su razón de ser, ni su razón de ser amado. Tampoco puedo amar al prójimo por mí, pues eso sería tomarlo como ocasión para ejercitar mi caridad y perfeccionarme. Al prójimo le amamos por Dios, que es la causa permanente de su amabilidad.

Amor a Dios y a los hombres son inseparables, hasta el punto de que un amor se verifica por el otro. Dios no acepta la ofrenda de nuestro amor si no estamos unidos por el amor a nuestros hermanos (Mt 5,21-24). Por una parte, «si uno dijere «Amo a Dios», pero aborrece a su hermano, miente» (1 Jn 4,20; +3,17). Y por otro lado, «conocemos que amamos a los hijos de Dios, en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (5,2). La veracidad de un amor es garantía de la realidad del otro (+3,14; Jn 13,35).

El amor cristiano al prójimo es amor en Cristo. No podemos amar a los condenados, definitivamente separados de Jesucristo. Amamos a los hombres en cuanto que están en gracia de Dios o en cuanto, al menos, están llamados a ella. Y no podemos amar a Cristo, si no amamos a los hombres, miembros actuales o potenciales de su Cuerpo.

De este modo, Cristo aparece como el mediador absoluto, no sólo entre los hombres y Dios, sino también entre los hombres y los hombres. Este admirable cristocentrismo de la caridad fraterna es muy notable en la doctrina de San Agustín: «Amad a todos, incluso a vuestros enemigos: no porque sean hermanos, sino para que lleguen a serlo. Si amas a uno que todavía no cree en Cristo, estás reprendiendo su vaciedad. Tú ama, y ama con amor fraterno: no es tu hermano aún, pero le amas precisamente para que llegue a serlo. De modo que todo nuestro amor fraterno se dirige a los cristianos, a todos los miembros de Cristo. Dilata tu amor por todo el orbe, si quieres amar a Cristo, pues los miembros de Cristo se hallan extendidos por todo el mundo. Si sólo amas una parte del cuerpo, estás dividido; si estás dividido, no estás en el cuerpo; si no estás en el cuerpo, tampoco estás unido a la cabeza» (SChr 75,428-430).

El amor al prójimo tiene una cierta primacía de ejercicio sobre el amor a Dios mismo, aunque éste sea el amor primero y más excelente. Esta tradicional doctrina halla también en San Agustín un maestro eximio: «El amor a Dios es el primero en la jerarquía del precepto, pero el amor al prójimo es el primero en el rango de la acción. Quien te impuso este amor en dos preceptos, no habría de proponerte primero el amor al prójimo y luego a Dios, sino al revés, primero a Dios y después al prójimo. Pero tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces mérito para verle» (CCL 36,174).

Es la misma doctrina de Santa Teresa: «Cuando yo veo almas muy diligentes en atender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, me hace ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión [con Dios]. Y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, que no; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti, y si fuere menester, lo ayunes porque ella lo coma. Cuando os viéreis faltas de esto, aunque tengáis devoción y regalos y alguna suspensioncilla en la oración de quietud -que algunas luego les parecerá que está todo hecho-, creedme que no habéis llegado a la unión, y pedid a nuestro Señor que os dé con perfección este amor al prójimo» (5 Moradas 3,11-12).

((Algunos secularizan el amor al prójimo, como si no tuviera su fuente en el amor a Dios y en el amor de Dios a los hombres. Pablo VI decía al CELAM: «Nos parece oportuno llamar la atención sobre la dependencia de la caridad para con el prójimo de la caridad para con Dios. Conocéis los asaltos que sufre en nuestros días esta doctrina de clarísima e inimpugnable derivación evangélica. Se quiere secularizar el cristianismo, pasando por alto su esencial referencia a la verdad religiosa, y a la comunión sobrenatural con la inefable e inundante caridad de Dios para con los hombres. [Y esto se hace] para librar al cristianismo de «aquella forma de neurosis que es la religión» (H. Cox)» (24-VIII-1968).

Otros, o los mismos, reducen e identifican el amor a Dios con un amor absoluto y desinteresado al prójimo. Varios protestantes (D. Bonhoeffer, el obispo anglicano J. A. T. Robinson, Honest to God, Londres 1963), y algunos autores católicos que presentan ciertas versiones de teología de la secularización y de teología de la liberación, de tal modo identifican el primer y el segundo mandamientos, como si siempre que se amase a los hombres se amase necesariamente a Dios, y como si Dios no fuera en sí mismo el objeto primario e inmediato de la caridad evangélica. Estas enseñanzas se apartan de la tradición católica, pues las sagradas Escrituras, examinadas en su conjunto, «no identifican sin más el amor a Dios y el amor al prójimo» (Coppens 298).

Para otros el hombre debe ser amado en sí mismo, no por Dios, como si la referencia a Dios debilitara o vaciara la autenticidad de ese amor. Ahora bien, si alguien nos dijera «Amad a vuestros hermanos, pero prescindiendo de que tienen alma», pensaríamos que estaba loco. ¿Qué ganan con eso nuestros prójimos? ¿Como les podremos amar si prescindimos de lo que en ellos es más real y precioso? De modo análogo, ¿cómo podremos amar a nuestros hermanos prescindiendo de la relación que tienen con Dios? Privados nuestros prójimos de Dios, realmente «se quedan en nada». Por otra parte, en ese supuesto siniestro, ¿cómo podremos amar al niño no nacido, al loco o al criminal, al subnormal o al interminable agonizante que para la comunidad es un puro lastre? Con razón considera San Ignacio que Dios da una gracia muy grande cuando el alma viene a «inflamarse en amor de su Creador y Señor, y consecuentemente cuando ninguna cosa creada sobre la haz de la tierra puede amar en sí, sino en el Creador de todas ellas» (Ejercicios 316).))

Filantropía y caridad

Filantropía y caridad son dos clases distintas de amor, que conviene distinguir. En tanto que razón-filantropía es naturaleza -y, por supuesto, naturaleza herida por el pecado, no en estado puro-, fe-caridad es gracia. Ahora bien, naturaleza y gracia, aunque realidades distintas, no son cosas separadas o contrapuestas. La gracia perfecciona y eleva la naturaleza, y la caridad perfecciona y eleva la filantropía.

Es posible, y así lo enseña San Pablo, que un hombre dé su hacienda o la misma vida corporal, y que, si lo hace sin caridad, no le aproveche eso para la vida eterna (1 Cor 13,3). Luego se distinguen filantropía y caridad. En el mismo sentido dice Santo Tomás: «Quien tiene caridad a Dios, con la misma caridad ama al prójimo; pero uno puede amar al prójimo sin tener la virtud de la caridad, con otra clase de amor» (STh II-II, 18,2 ad 3m).

San Agustín insiste en la novedad de la caridad cristiana. Los cristianos «escuchan y guardan estas palabras: "Os doy un mandamiento nuevo; que os améis mutuamente". No como se aman quienes viven en la corrupción de la carne, ni como se aman los hombres simplemente porque son hombres, sino como se quieren todos los que se tienen por dioses e hijos del Altísimo, y llegan a ser hermanos de su único Hijo, amándose unos a otros con aquel mismo amor con que él los amó. Este amor nos lo concede [es, pues, gracia, dada con el Espíritu Santo] el mismo que dijo: "Como yo os he amado, amaos vosotros mutuamente". Pues para esto nos amó precisamente, para que nos amemos unos a otros; con su amor hizo posible [como causa eficiente y ejemplar] que nos vinculáramos estrechamente y, como miembros unidos por tan dulce vínculo, formáramos el Cuerpo de tan espléndida Cabeza» (CCL 36,490-492).

Filantropía y caridad se distinguen en razón de motivo, fin, medios, eficacia y premio.

Por el motivo. El amor filantrópico ama al hombre por sí mismo, por sus propios valores naturales -salud, belleza, fuerza, bondad, inteligencia-, sin relación con Dios. Por eso es amor que se debilita o cesa cuando disminuyen o desaparecen esos valores. El amor caritativo, por el contrario, sin ignorar o menospreciar tales valores del hombre, le ama movido por Dios mismo, como una irradiación gratuita y difusiva de su bondad.

Por el fin. La filantropía pretende el bien natural y temporal del hombre amado, pero la caridad, al mismo tiempo que esos bienes, y más todavía, busca para él el bien sobrenatural y eterno, que va unido a la glorificación de Dios en el mundo.

Por los medios. La filantropía es amor que, para obtener sus fines, usa medios exclusivamente naturales. La caridad emplea medios naturales y sobrenaturales. Unas religiosas, por ejemplo, dedicadas a la asistencia social emplean para su dedicación oraciones, casas, huertos, sacramentos, virginidad, medicinas y cuanto consiguen, y lo hacen de tal modo que los mismos medios naturales son empleados según la nueva lógica de la fe y la nueva prudencia de la caridad.

Por la eficacia. La filantropía no muestra gran eficacia, pues es amor enfermo del hombre adámico. Suele ser amor reducido a la familia o a los amigos, a un cierto sector social o ideológico. Amor frecuentemente interesado, ávido de gratificaciones sensibles, y que cesa fácilmente con lo adverso, y es capaz de pervertirse en grandes crímenes -abandonos, traiciones, abortos, divorcios, eutanasias, riquezas injustas ampliamente consentidas-. Pero la caridad -históricamente lo tiene bien probado- es un amor excelsamente eficaz: es fuerte, fiel, paciente, desinteresado, gratuito, universal, maravillosa participación en el maravilloso amor de Dios (1 Cor 13,4-7).

Por el premio. La filantropía no consigue el bien eterno de sus amados, ni tampoco logra la vida eterna para el filántropo que no funda su amor en Dios (1 Cor 13,3). Pero los actos de la caridad, aunque sean mínimos, el don de «un vaso de agua fresca» (Mt 10,42), aunque estén realizados «en lo secreto» y nadie los advierta, reciben un premio inmenso del Padre celestial, «que ve en lo secreto» (6,1-18; +Lc 14,12-14).

((Algunos exaltan la filantropía y menosprecian la caridad, como si «el amor al hombre por el hombre» fuera más genuino y eficaz que «el amor al hombre por Dios». Hace unos años, valga el ejemplo, una institución católica difundía un cartel en el que se leía: «El amor... es de Dios. La caridad... de la señora condesa». Traducido: «El amor, simplemente el amor, es lo que vale, pues la caridad apenas vale de nada». Nunca la palabra caridad había tenido cotización tan baja. Los autores del Nuevo Testamento, por el contrario, desecharon las palabras griegas más usuales para hablar del amor, y prefirieron emplear la palabra más preciosa agape. Pero éstos, siguiendo el movimiento inverso, desechan la palabra caritas (agape) y dan su preferencia a la palabra amor, que en nuestra sociedad puede referirse a diez realidades distintas. Exaltan la filantropía y la naturaleza y menosprecian la caridad y la gracia.))

((En la historia de la Iglesia, la consideración de la filantropía ha conocido dos errores contrarios entre sí:

-Unos han negado la posibilidad misma de la filantropía. El amor del hombre o es viciosa concupiscencia o es caridad sobrenatural (Bayo 1567: Dz 1934-1938; jansenismo 1690: 2307). Todo lo que puedan obrar o amar los infieles y pecadores -que no están en gracia de Dios- es pecado (1925, 1935, 1940). En esta visión, por ejemplo, todo lo que haga una mujer que vive en adulterio -sacrificios por su amante, desvelos por sus hijos, cuidados en la enfermedad-, todo es pecado y solo pecado, perfectamente inútil para la gracia y la vida eterna.

La Iglesia, por el contrario, no cree que todos los actos del pecador o incrédulo sean pecados, ni que todo amor en ellos sea egoísmo y culpa. Cree que los actos buenos que hagan tienen un valor dispositivo ante la gracia, y contribuyen a eliminar los obstáculos que se oponen a ésta en la persona.

-Otros piensan que toda filantropía es caridad, o en otras palabras, que todos los actos moralmente buenos son salvíficos, son meritorios de vida eterna. Los extremos se tocan: éstos, como los anteriores, vienen a negar la posibilidad de la filantropía; vienen a concluir también que el amor o es concupiscencia pecaminosa o caridad salvífica.

La respuesta teórica a esta doctrina ya la hemos expuesto: no toda filantropía es caridad; es evidente que puede haber un amor filantrópico no caritativo.

La consideración práctica de la cuestión debe llevarnos a señalar que en realidad muchas de las acciones ingenuamente consideradas caritativas son meramente filantrópicas o incluso simplemente egoístas. Si un cristiano, a pesar de oración, sacramentos y demás, no tiene buen cuidado en rectificar la intención y motivar bien sobrenaturalmente sus acciones, fácilmente ejercitará su «caridad» por el ansia de ser querido, por afán de manipular personas o dominar grupos, por sentirse eficaz e imprescindible, o por hacer algo, sin más, y matar así el tiempo. Esto los maestros espirituales lo han sabido de siempre, y hoy lo saben perfectamente los psicólogos. Pues bien, si eso le puede suceder fácilmente a un cristiano, también y más le puede ocurrir al pecador o al incrédulo, que están sin Dios.

Y sin embargo, no obstante ser esto tan sabido, todavía algunos consideran con ingenuidad ignorante que cualquier amor al prójimo es verdadera caridad sobrenatural. Y esa credulidad se hace extrema en los ingenuos aludidos cuando ven que una persona ama sin estar motivada por dinero o sexualidad: como si en tales casos ya, automáticamente, resultara superfluo todo discernimiento espiritual. Ignoran así que, además del dinero y del sexo, hay innumerables ídolos potentísimos -soberbia, afán de popularidad, autoadmiración, etc.-, a los que el amor falso puede ofrendar perdurablemente su más aromático incienso.))

La virtud de la caridad

La caridad es una virtud infundida por la gracia en la voluntad, con la que amamos a Dios por sí mismo con todas nuestras fuerzas, y al prójimo por Dios, como Cristo nos amó. Algunos identificaron la caridad con el Espíritu Santo (Pedro Lombardo) o bien con la gracia santificante (Escoto, Belarmino); pero la caridad es una virtud teologal, una virtud específica, pues aunque tenga objetos materiales muy diversos, el motivo de su amor -la razón formal que lo especifica- es siempre el mismo: la inmensa Bondad divina, considerada en sí misma o en cuanto comunicada a nosotros o a nuestros prójimos (STh II-II,23,3-5).

La caridad es amor «afectivo» que debe producir un obrar «efectivo» tanto hacia Dios como hacia los hermanos. «Todo árbol bueno da buenos frutos» (Mt 7,17). Un amor se conoce por sus obras. El amor a Dios lleva a obedecerle: «Esta es la caridad de Dios, que guardemos sus preceptos» (1 Jn 5,3; +Jn 14,15; 15,10). Y lo mismo el amor a los hombres: ha de ser efectivo. «No amemos de palabra y de frases, sino de obra y verdad» (1 Jn 3,18), «que no está el reino de Dios en palabrería, sino en eficacia» (1 Cor 4,20).

La virtud de la caridad es la más excelente, ella es «el camino mejor» (1 Cor 12,31), es superior a la fe y la esperanza (13,13), pues durará eternamente (13,8). Como ya vimos más arriba, en ella se cifra la perfección cristiana, pues ella une al hombre con Dios en comunión transformante. El hombre, dice San Agustín, se hace lo que ama: «Si amas la tierra, eres tierra; pero si amas a Dios ¿qué diré, sino que eres Dios?» (ML 35,1997; +STh II-II,23,6 ad 1m).

La caridad activa e impera con la fuerza de su amor todas las virtudes, y así se hace benigna, paciente, y no miente, ni roba, ni mata (1 Cor 13,4-7; Rm 13,8-10): «Que todas vuestras obras sean hechas en caridad» (1 Cor 16,14).

Por eso la caridad es llamada la forma de todas las virtudes (II-II,23,8), no porque su esencia se confunda con la de éstas, que tienen su esencia distinta y propia, sino porque la caridad -impera y mueve todas las virtudes, estimulándolas a sus buenas obras específicas; -finaliza en Dios, en la unión con Dios, que es su fin propio, el ejercicio de todas las virtudes; -y da mérito a todas ellas, las cuales, ejercitadas sin caridad, no tendrían valor salvífico, pues «el mérito de vida eterna pertenece primordialmente a la caridad, y a las otras virtudes en cuanto que sus actos sean imperados por la caridad» (I-II,114,4).

La caridad es amor que debe crecer siempre, más y más. Ha de crecer doblemente: ejercitándose en actos cada vez más intensos, y teniendo sobre todas las demás virtudes un influjo e imperio cada vez más actual -no meramente habitual- y más extenso, esto es, más universal en todos los actos de todas las virtudes.

((Algunos dicen: «Lo que importa es la caridad», y descuidan las otras virtudes, laboriosidad, oración, castidad, obediencia, etc. Pero sin la práctica de tales virtudes no se puede ni amar a Dios, ni amar al prójimo, como es obvio. Al tratar de la perfección cristiana, ya vimos cómo su constitutivo esencial es la caridad, y el integral, todas las virtudes bajo el imperio de la caridad.

Algunos ignoran que la caridad afectiva es falsa si no es también efectiva. El que dice amar a Dios, pero no hace lo que él manda, se engaña. «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14). Igualmente, el que dice amar al prójimo, pero no hace por él lo que podría para ayudarle en su necesidad, miente: «¿Cómo mora en él la caridad de Dios?» (1 Jn 3,17).

Otras personas hay, en cambio, que aman a Dios y al prójimo realmente, pero que dudan de su amor, porque no pueden hacer obras externas en favor de Dios y del prójimo. A éstos -enfermos, ancianos, agobiados por el trabajo, ignorantes- hay que recordarles que la caridad radica fundamentalmente en la voluntad, y que en ella puede producir muchos actos internos de gran valor para la gloria de Dios y la santificación de los hombres. Después de todo, la caridad de Cristo llegó «hasta el extremo» (Jn 13,1) precisamente en la cruz, en la pasión, cuando estaba clavado de pies y manos, pasivo, sin poder hacer nada, sino solo amar y padecer.

Hay otros que radican más la caridad en el sentimiento que en la voluntad, lo cual les lleva a muchos otros errores. Dudan de su amor a Dios cuando no sienten ese amor, sino que sienten frialdad o incluso repugnancia sensible por las cosas de Dios. A éstos hay que recordarles que el amor se fundamenta en la voluntad: por la voluntad el hombre quiere, ama, elige, da y se entrega. Por tanto, independientemente de lo que el cristiano sienta o deje de sentir, ama al Señor en la medida en que quiere hacer su voluntad: «El que recibe mis preceptos y los guarda, ése es el que me ama» (Jn 14,21; +14,15; 15,10). Y algo semejante sucede respecto a la caridad al prójimo. Ciertamente, el amor de la voluntad tiende a arrastrar consigo la inclinación del afecto sensible, pero, como es patente, no siempre lo consigue, sin que ello lesione verdaderamente la caridad.))

Cualidades de la caridad al prójimo

Estudiemos algunas de las cualidades fundamentales de la caridad, esto es, del amor a los hombres según el Espíritu de Jesús.

El amor al prójimo es gratuito. «La caridad no es interesada» (1 Cor 13,5). Como la luz ilumina radiantemente, por una exigencia íntima de su propio ser, así ama Dios, por una fuerza difusiva de su propia bondad, y así ha de amar el cristiano, sin que su amor exija el estímulo exterior de una gratificación sensible o de una ventaja interesada. Esta gratuidad generosa es la nota más esencial de la caridad. Por eso San Pablo insiste en ella: «Nadie busque su propio provecho, sino el de los otros» (10,24; +33). Vivamos todos en caridad, «no atendiendo cada uno a su propio interés, sino al de los otros» (Flp 2,4; +21). «Cada uno cuide de complacer al prójimo, para su bien, para su edificación, que Cristo no buscó su propia complacencia» (Rm 15,2-3).

La caridad procura con el prójimo una amistad perfectiva. Recordemos que el amor interesado busca la unión con el otro por el provecho propio. El amor benevolente quiere para el otro un bien que no necesariamente le una a nosotros -como una persona que le da a otra un dinero para ayudarle a montar un negocio en un lugar lejano, y no sigue relación con ella-. Pues bien, la caridad quiere con amor de amistad, procurando a los otros un bien que les una a nosotros, y para siempre, también en la vida eterna: «a fin de que viváis en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3).

Hay amistades de base natural -entre familiares, vecinos-, que han de ser sobrenaturalizadas para que tengan la calidad de la caridad. Y hay amistades que parten ya de una base sobrenatural -el párroco y sus feligreses, por ejemplo-. Unas y otras sólo vividas en fe y caridad alcanzan su plenitud sobrenatural, perfectiva y santificante. Las segundas, eso sí, suelen alcanzar su perfección más fácilmente que las primeras, en las que se suelen implicar otras motivaciones más sensibles e interesadas. Eso explica, por ejemplo, que frecuentemente un sacerdote tenga más faltas de caridad con sus familiares que con sus feligreses.

La caridad ama al prójimo con todas las fuerzas. El segundo mandamiento es semejante al primero, y el primero manda que el hombre ame a Dios «con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Lc 10,27). Así hay que amar al prójimo, como Cristo nos amó (Jn 13,34), en una forma extremada (13,1), con locura, como Cristo crucificado (1 Cor 1,23). En efecto, «él dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).

Amar al prójimo con todas las fuerzas del alma, bajo la acción del Espíritu Santo, es amarle con voluntad y con sentimiento. Es cierto que éste, inculpablemente, puede faltar a veces en el amor de la caridad. Pero, dada la unidad de la persona humana, lo normal es que finalmente la inclinación del sentimiento quede integrada en la poderosísima inclinación de la voluntad. Por eso la perfecta caridad suele sentir una inmensa simpatía por Dios y por todos los hombres, también por los malos o desagradables. Las antipatías sensibles hacia ciertas personas suelen darse en los cristianos principiantes, pero no en los perfectos, pues tales antipatías sólo perduran si en algún punto la voluntad se hace cómplice de ellas: ahí encuentran su arraigo. Pero si la voluntad no consiente en la antipatía que la persona siente hacia alguien, se va extinguiendo ese sentimiento negativo, y va creciendo en la afectividad una simpatía profunda y duradera.

Quien se imagina que la caridad es un amor frío, volitivo, pero no sensible y afectivo, no conoce el Corazón de Cristo, ni ha leído la vida de los santos. Un San Pablo, por ejemplo, tenía en su caridad «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), y así escribe en sus cartas: «Como a hijos os hablo» (2 Cor 6,13), «para que conozcáis el gran amor que os tengo» (2,4). «Ya os he dicho cuán dentro de nuestro corazón estáis para vida y para muerte» (7,3). «Os llevo en el corazón. Testigo me es Dios de cuánto os amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús» (Flp 1,7-8).

Universalidad de la caridad

Debemos amar a Dios, a todos los hombres, a toda criatura, sin que ninguna quede exceptuada (STh II-II,25). La caridad en Cristo, al hacernos participar del amor de Dios, da a nuestro amor la calidad excelsa de la gratuidad, y por ello mismo de la universalidad.

Amemos a Dios, que es infinitamente amable, y a todos los hombres, pues son imágenes de Dios, y participan de la amabilidad divina. No hay dos caridades; una sola caridad, con un motivo formal único, ama a Dios por su bondad, y al prójimo por la bondad de Dios que hay en él. «¿Y quién es mi prójimo?», le preguntan a Jesús. En la antigua Ley, prójimos eran los connacionales (Lev 19,17-18). Pero Jesús, en la parábola del samaritano, amplía totalmente aquella concepción: «El que hizo misericordia», responde a la pregunta. Aquél a quien nos acercamos movidos por la caridad, ése es nuestro prójimo: «Ve también tú y haz lo mismo» (Lc 10,30-37).

Hemos de amarnos a nosotros mismos, como amados de Dios y como bienes suyos (STh II-I1,25,4), e igualmente a nuestros cuerpos (25,5). Si al prójimo le hemos de amar «como a nosotros mismos», es claro que debemos amarnos a nosotros mismos.

Hemos de amar a los pecadores. Precisando más: «Hemos de odiar en los pecadores lo que tienen de pecadores, y amar lo que tienen de hombres, capaces todavía de bienaventuranza eterna. Esto es amarles verdaderamente por Dios con amor de caridad» (25,6). Amar al pecador en cuanto pecador, sería hacernos su peor enemigo (25,7).

Hemos de amar a los enemigos. «Habéis oído que fue dicho «Amarás a tu prójimo» y odiarás a tu enemigo». Esta segunda frase no es de la Ley, pero así entendían los judíos tal mandato (Lev 19,18). En realidad la Ley mandaba hacer el bien y socorrer en la necesidad al enemigo (Ex 23,4-5; Job 31,29; Prov 24,17. 29; Sir 28,1-11). «Pero yo os digo: "Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen", para que seais hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos. Pues si amáis a los que os aman ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen esto también los publicanos? Y si saludáis sólamente a vuestros hermanos ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los gentiles? Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,43-48). Cristo, en la cruz, oraba por los enemigos que le estaban matando (Lc 23,34), y lo mismo hizo Esteban (Hch 7,60).

Hemos de amar a los ángeles, a los santos, a los difuntos, y no sólo a las personas del mundo visible. La caridad es universal, y se extiende a todas las personas de este mundo o del otro, menos a los demonios y a los condenados, que están definitivamente fuera del amor de Dios. Entre ellos y nosotros hay un «abismo» infranqueable (Lc 16,26; +STh II-II,25,11).

Hemos de amar a las criaturas irracionales. No puede darse «la caridad como amistad con la criatura irracional, pero es posible, sin embargo, amar en caridad las criaturas irracionales, como bienes que para otros queremos: es decir, en cuanto por caridad queremos cuidarlas para gloria de Dios y utilidad del hombre. Y así también Dios las ama en caridad» (II-II,25, 3).

Orden de la caridad

La caridad es universal, se dirige a todos los seres, pero dada la limitación del hombre, en el ejercicio concreto de la caridad hay un orden objetivo de prioridades, que debe ser respetado (STh II-II,26,1). Entre Dios y nosotros, es claro que debemos amar a Dios más que a nuestra propia vida, nuestros familiares, amigos o bienes propios (Lc 14,26. 33). Entre nosotros y el prójimo, debemos amarnos más a nosotros mismos. Es Dios quien pone al hombre el amor a sí mismo como modelo del amor al prójimo; pero el ejemplo es mayor que su imitación (II-II,26,4 sed contra).

En todo caso, conviene matizar bien este principio con algunas observaciones complementarias. El bien sobrenatural propio debe preferirse al bien sobrenatural del prójimo. No es, pues lícito cometer el más leve pecado, aunque ello, presuntamente, trajera consigo un gran bien espiritual para nuestro hermano (26,4). Ni será lícito exponerse directamente a ocasión próxima de pecado, para conseguir bienes materiales o espirituales en favor de nuestro hermano (Laxismo 1679: Dz 2163), como no fuera en gran necesidad y con suma precaución. Ahora bien, el bien sobrenatural del prójimo debe ser antepuesto a nuestro propio bien natural. Todos nuestros bienes temporales deben subordinarse al bien eterno de nuestros hermanos. Así obró Cristo en la cruz. Así obraron los santos.

Por otra parte, la virtud de la prudencia debe regir siempre el ejercicio de la caridad, y ella, la prudencia sobrenatural, no la de la carne, es la que sabe discernir los medios que mejor conducen al fin pretendido. Pues bien, la prudencia, cuando se presentan ciertos conflictos, al menos aparentes, en el ejercicio de la caridad debe tener en cuenta algunos criterios, como necesidad, excelencia y proximidad.

Necesidad. Este criterio, en ocasiones, afecta en mucho las normas antes señaladas, pues los bienes necesarios del prójimo -materiales o espirituales- deben ser preferidos a los bienes superfluos propios. Debemos, por ejemplo, privarnos de unas vacaciones caras, para ayudar a un hermano gravemente necesitado. En la visita, por ejemplo, de un sacerdote que viene con poco tiempo, renunciaremos a consultar con él algunos temas, si vemos que otra persona tiene más necesidad de hablar con él. En fin, la caridad debe inclinarse especialmente -como la misericordia del Padre- hacia los más necesitados.

Excelencia. Debemos amar especialmente a los más santos, que son los más amados de Dios, y los que más participan de la amabilidad divina. En otro sentido, debemos también tener especial amor y delicadeza hacia las personas constituidas por Dios como superiores nuestros: Obispo, padres, párroco, maestro. El mismo bien comunitario exige este especial amor. Un pecado contra la caridad es más grave si lesiona a estos superiores, que si va contra hermanos o iguales.

Proximidad. La caridad, en principio, debe amar especialmente a los más próximos, es decir, a aquéllos que la Providencia divina ha confiado especialmente al ejercicio de nuestra caridad: familiares, vecinos, colaboradores, hermanos en la fe.

Las amistades particulares entre los hombres entran, sin duda, en el orden providencial del amor de Dios, y suelen ser para la comunidad -familiar, eclesial, cívica- ocasión de grandes bienes. Cristo quiso tener especial amistad con los Doce, haciéndolos compañeros suyos y llamándoles amigos (Mc 3,14; Jn 15,15). Y entre ellos, Pedro, Santiago y Juan le fueron particularmente íntimos (Mt 17,1; Mc 5,37; 14,33). También tuvo especial amor y relación con otras personas, como con Marta, María y Lázaro (Jn 11,5).

En la vida de los santos hallamos también con cierta frecuencia intensas y fecundas amistades particulares, vividas como don de Dios. San Juan Crisóstomo tenía desde joven una conmovedora amistad con San Basilio (Seis libros del sacerdocio I,1-7). San Francisco de Sales tuvo con Santa Juana de Chantal una amistad tan profunda como abnegada y prudente. En fin, las amistades particulares de la caridad se reconocen fácilmente por los buenos frutos que producen en los propios amigos y en su entorno. Las malas amistades particulares, desviadas del amor de Dios, también se reconocen por sus frutos: tibieza espiritual, mentiras, alejamiento de Dios, disgregación de la comunidad, y tantos otros males.

((Son innumerables los errores sobre el orden de la caridad. Hay quien juzga que su bien espiritual cierto debe ser postpuesto el presunto bien espiritual ajeno, con lo cual se pierden ambos bienes. Aquél estima que lo primero de todo es cuidar el bien material del prójimo, y no se ocupa lo debido en procurar su mejora espiritual. Aquéllos -son muchos- consideran que los bienes propios materiales y superfluos -viajes caros innecesarios, tratamientos de belleza, etc. - pueden prevalecer lícitamente sobre los bienes materiales del prójimo más estrictamente necesarios. Otros consideran egoísta que la caridad bien ordenada empiece por uno mismo. No comprenden que en esa norma fundamental, y no contra ella, se cumple el bien del prójimo. Si le preguntamos -con cuidado- a una señora cómo puede querer a su hijo malo y feo, nos contestará: «Porque es mi hijo», y tiene toda la razón. El amor de esa mujer a sí misma y a su marido es principio del amor que esa mujer tiene a su hijo. Tan cierto es esto que, sin aquel amor primero y primordial, no habría nacido siquiera el niño.))

((No pocos cristianos hoy ignoran o niegan que deben amar especialmente a los cristianos, que son para nosotros verdaderos prójimos en el Cuerpo místico, verdaderos hermanos y coherederos en Cristo de la vida eterna. Este error apenas habría podido ser comprendido en la Iglesia primitiva, que tuvo una vivencia tan profunda de la fraternidad de los santificados como hijos de un mismo Padre. San Pablo exhortaba: «Hagamos bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10; +Rm 12,13; 2 Cor 8-9). La Dídaque (4,8), recogiendo un argumento del Apóstol (Rm 15,27), y siguiendo el ejemplo de la primera comunidad apostólica (Hch 2,42-47; 4,3235), establece: «No rechazarás al necesitado, sino que comunicarás en todo con tu hermano, y de nada dirás que es tuyo propio; porque si os comunicáis en los bienes inmortales ¿cuánto más en los mortales?» (+Cta. Bernabé 19,8).

San Agustín, y en general los Padres, reservaba con cuidado el nombre de hermano para los cristianos -no sea que se devaluara el término, como sucede hoy, y terminara por no expresar nada-. A los paganos, dice, «no les llamamos hermanos, de acuerdo con las Escrituras y con la costumbre eclesiástica», ni tampoco a los judíos: «Leed al Apóstol, y os daréis cuenta de que cuando él dice hermanos, sin añadir nada más, se refiere a los cristianos» (por ejemplo 1 Cor 6,5s) (CCL 38,272). Pues bien, a los hermanos, a los verdaderos hermanos, se les debe un amor especial. Así, por ejemplo, la comunidad de bienes que los Hechos narran se produjo en Jerusalén entre los hermanos cristianos, no con los otros ciudadanos.))

La caridad imperfecta

El cristiano principiante ama con una caridad imperfecta, en la que se mezcla el egoísmo o la mera filantropía. El egoísmo es pecaminoso, contrario a la caridad. La filantropía no es mala, pero para un cristiano es deficitaria, es algo relativamente malo -en cuanto que el cristiano está llamado a amar en caridad-, o si se quiere, es algo sólo relativamente bueno -en cuanto que el cristiano principiante, en ciertos actos, todavía no es capaz de un amor más alto y fuerte-. Por lo demás, los síntomas de la caridad imperfecta son muy claros:

Escasa gratuidad. La caridad imperfecta no es un amor radiante y seguro, como movido por Dios. Todavía se mueve por motivos menos santos, y por eso tiene no pocos defectos. Decae cuando falta el agradecimiento o cuando la respuesta ajena no es la esperada. Pasa factura por los servicios prestados, incurre en adulaciones vanas o en tolerancias permisivas, «busca agradar a los hombres» (Gál 1,10), sufre variaciones y pasa con facilidad del entusiasmo y la dedicación al desengaño y distanciamiento.

Escasa universalidad. Al no ser del todo gratuita, la caridad imperfecta incurre frecuentemente en acepción de personas o de grupos sociales (Sant 2,1-12). Este se junta con aquél, no con los otros. Aquél con este grupo, pero de los demás no quiere saber nada, no se encuentra cómodo con ellos. Uno ama a los ricos, que son más agradables, y cuyo trato puede traer ventajas. Otro ama a los pobres, entre los que fácilmente se siente superior y venerado -hasta que se canse de ellos o se sienta defraudado-.

Inversiones del orden de la caridad. El ejercicio de la caridad imperfecta trastorna con frecuencia, más o menos gravemente, el orden de la caridad querido por Dios. No pocas veces la caridad deficiente es generosa y alegre con los extraños, pero dura y fría con los familiares y próximos; es solícita del prójimo, pero se olvida de Dios; o intenta amar locamente a Dios, pero descuida el amor concreto a los hermanos; sacrifica el bien espiritual propio al presunto y engañoso bien del prójimo; comete, en fin, muchos errores, algunos de los cuales pueden tener consecuencias graves.

La imperfecta caridad hacia los familiares cae frecuentemente en dos deficiencias contrarias. Por una lado, las mayores brusquedades, indelicadezas y faltas de caridad se suelen cometer contra ellos, olvidando que si Dios nos los ha puesto especialmente próximos es para que los amemos con especial delicadeza. Por otra lado, la caridad imperfecta fácilmente circunscribe su ejercicio a los más próximos y familiares, lo que sin duda no es conveniente. Recordemos el consejo de Jesús: «Cuando hagas una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a los parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos a su vez te inviten y tengas ya tu recompensa. Cuando hagas una comida, llama a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos, y tendrás la dicha de que no puedan pagarte, porque recibirás la recompensa en la resurrección de los justos» (Lc 14,12-14).

Excesiva conformidad con el cáracter propio. El modo personal de ser influye mucho en la caridad imperfecta de los principiantes. El trabajador activista reza poco y siempre está haciendo cosas, que piensa hacer movido por la caridad. El contemplativo silencioso, siguiendo su temperamento, no quiere meterse en líos de actividad, y se dedica a rezar, argumentando que es «la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10,42).

El conciliador, que siente horror psicosomático por toda confrontación personal, se muestra altamente ecuménico, pasa por lo que sea, y no deja de admirar en sí mismo sus notables dotes para la causa de la unidad. El polemista visceral, que sólo se siente vivo cuando arremete contra algo, defiende a los disidentes en tiempos ortodoxos, y cuando la heterodoxia está de moda, se constituye en campeón de la fe y martillo de herejes. El vanidoso se muestra activo o contemplativo, ortodoxo, heterodoxo o ecuménico, según la cotización de estas figuras en la cambiante bolsa de prestigios vigente en el momento.

Y, por supuesto, todos estos elementales procesos psicológicos son convenientemente racionalizados, de tal modo que la persona, dándose el gusto de seguir su carácter, tenga la gratificación adicional de creer que obra en caridad, es decir, bajo la moción del Espíritu Santo.

Digamos, en fin, que cuando la caridad impulsa casi siempre a obrar según el propio carácter, y casi nunca en contra, es cosa de sospechar acerca de su veracidad: lo más probable es que en el ejercicio de la caridad el influjo del Espíritu Santo se vea impurificado, debilitado, resistido por la persona, que en parte se deje llevar por motivaciones carnales.

Obras de la caridad

La capacidad del hombre «aumenta por la caridad, pues por ella el corazón se dilata, y siempre queda capacidad para posteriores aumentos» (STh II-II,24,7 ad 2m; +28-29). El ejercicio de la caridad produce en el hombre una semejanza creciente con el Padre celestial, que es caridad. El hombre sale de la cárcel de su propio egoísmo con las alas del amor a Dios y al prójimo.

Por lo demás, las obras de la caridad hacia el prójimo tienen una variedad maravillosa, que apenas hace posible su clasificación y descripción (II-II,30-33). Lo intentaremos, sin embargo, ateniéndonos a los textos del Nuevo Testamento.

Misericordia. -«Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). «Vosotros, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos y perdonándoos mutuamente» (Col 3,12-13). La virtud de la misericordia inclina la voluntad a la compasión y a la ayuda del prójimo en sus necesidades. La misericordia conviene absolutamente a los hijos de Dios, pues ella es el rasgo predominante del rostro de Dios hacia los hombres. Es actitud propia de los que viven en Cristo, pues, como dice Juan Pablo II, «él mismo la encarna y personifica, él mismo es, en cierto sentido, la misericordia» (enc. Dives in misericordia 30-XI-1980, 2).

Beneficencia. -Jesús «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38), y él nos enseñó: «Haced bien y prestad sin esperanza de remuneración» (Lc 6,35), «haced bien a los que os odian» (6,27). También los Apóstoles insisten en ello: «Hermanos, no os canséis de hacer el bien» (2 Tes 3,13); «mirad, que ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino que en todo tiempo os hagáis el bien unos a otros y a todos» (1 Tes 5,15), «especialmente a los hermanos en la fe» (Gál 6,10). La caridad, a la hora de hacer el bien, muestra una inventiva admirable, siempre atenta a las necesidades ajenas, siempre alerta a las nuevas posibilidades concretas del amor (Rm 12,3-8; 1 Cor 12,7-26; Ef 4, 7-13. 25-32; 1 Tes 4,11-12; 1 Tim 5,10; Tit 3,14).

Comunicación de bienes. -La caridad comunica con el prójimo todos los dones, materiales o espirituales, recibidos de Dios. La limosna comunica los primeros, el apostolado los segundos. La ley de los vasos comunicantes debe estar siempre vigente en la comunión de los santos, es como la sangre que circula por el Cuerpo místico de Jesús (Rm 15,1-3; 1 Cor 10,33; 2 Cor 8,13-14; Gál 5,13; Col 3,16; 1 Tes 5,11).

Corrección fraterna. -«Si pecare tu hermano contra ti, ve y repréndele a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma contigo a uno o a dos, para que por la palabra de dos o tres testigos sea fallado todo el negocio. Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publicano» (Mt 18,15-17; +Lc 17,3).

La corrección fraterna puede hacer al prójimo mucho bien. Sin embargo, no suele convenir que los principiantes se ejerciten en ella con excesivo celo, y los mismos adelantados deben practicarla con sumo cuidado. En algunos, dice San Juan de la Cruz; al corregir a los hermanos, suele haber «soberbia oculta, alguna satisfacción de sus obras y de sí mismos. Y de aquí les nace cierta gana algo vana (y a veces muy vana) de hablar cosas espirituales delante de otros, y aun a veces de enseñarlas más que de aprenderlas, y condenan en su corazón a otros cuando no los ven con la manera de devoción que ellos querrían, y aun a veces lo dicen de palabra» (1 Noche 2,1). Así como se enojan con sus faltas y procuran librarse de ellas más por quitarse su molestia que por amor a Dios (2,5), también intentan quitar del prójimo sus faltas, sobre todo porque les molestan. Estos ven con más facilidad la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio (Mt 7,3). Estos, en su excesivo celo, resultan enojosos con frecuencia e inoportunos, pues les falta discernimiento espiritual, que es cosa de perfectos. Así, al pobre neurótico medio desesperado, acaban de hundirlo diciéndole que «un santo triste es un triste santo», o que no escandalice con su tristeza, que es impropia de un cristiano: «¡Más sufrió Cristo en la cruz!»...

La imprudente inclinación a la corrección fraterna y al prematuro apostolado es para Santa Teresa «tentación muy ordinaria de los que comienzan» (Vida 7,10). Es la tentación de «desear que todos sean muy espirituales. El desearlo no es malo; el procurarlo podría ser no bueno, si no hay mucha discreción y disimulación en hacerse de manera que no parezcan que enseñan; porque quien hubiere de hacer algún provecho en este caso, es menester que tenga las virtudes muy fuertes, para que no dé tentación a los otros» (13,8).

San Pablo encomienda la corrección fraterna sobre todo a los pastores: «A los que falten corrígelos delante de todos para infundir temor a los demás. Delante de Dios, de Cristo Jesús y de los ángeles elegidos, te conjuro que hagas esto sin prejuicios, guardándote de todo espíritu de parcialidad» (1 Tim 5,20-21: adviértase la gran fuerza y solemnidad con que hace esta recomendación; +2 Tim 2,24-26; 3,16). Y también encomienda a los perfectos esta función de corregir: «Hermanos, si alguno fuere hallado en falta, vosotros, los espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, cuidando de ti mismo, no seas también tentado» (Gál 6,1).

Honrar a los otros. -«Vuestra caridad sea sincera, amándoos unos a otros con amor fraternal, honrándoos a porfía unos a otros» (Rm 12,9-10). «Cada cual considere humildemente que los otros son superiores, no atendiendo cada uno a su propio interés, sino al de los otros» (Flp 2,3-4).

Perdonar. -Apenas conoce el arte de la caridad quien es torpe para perdonar. Perdonar es dar reiteradamente, dar de nuevo el amor, con sobreabundancia generosa. No podemos ser hijos de Dios, que constantemente nos perdona, si no perdonamos. No podemos guardar la unidad, siendo como somos pecadores, si no sabemos perdonarnos. Tan importante considera Jesús esta faceta de la caridad, que la incluye en el Padrenuestro, síntesis de su evangelio (Mt 6,12), la ilustra con parábolas conmovedoras (Mt 18,21-35; Lc 15,11-32), y la urge incluso con tonos amenazadores: «Si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres sus faltas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados» (Mt 6,14-15). «Con la medida con que midiéreis seréis medidos» (7,2).

Hay que perdonar «setenta veces siete», pues si el Padre nos perdona «diez mil talentos» ¿cómo no perdonaremos a nuestro hermano «cien denarios»? (Mt 18,21-34). Debe «perdonar cada uno a su hermano de todo corazón» (18,35). No vale decir: «Yo perdono a mi hermano, pero no quiero verle más», pues si así hiciera el Padre con nosotros, nos iríamos todos al infierno.

Hay que perdonar al instante, sin dar tiempo a la herida para que se encone. Cuando se tarda en perdonar, se acumulan las ofensas y se separan las personas. Un perdón muy rápido es aquel que perdona no ofendiéndose; es un perdón simultáneo a la ofensa; el que así perdona, al no ofenderse, ni siquiera se ve en la necesidad de actualizar un perdón, y si ha de perdonar, su perdón es tan profundo y cordial que ni se entera de haber perdonado. Más rápido todavía es el perdón previo, aquél mediante el cual se evita la ofensa, se logra que no se produzca. Es el caso de la mujer bondadosa, que cuando llega su marido hecho un basilisco, en lugar de reprocharle sus modales y salir al choque, le trae una bebida y las zapatillas.

Hay que perdonar olvidando las ofensas, evitando recordarlas, pues es un mal pensamiento. Perdonar sin hacer caso de dignidades: «Yo soy su superior, a él le corresponde acercarse», etc. Si el Hijo de Dios hubiera andado en ésas, aún estaríamos sin redimir. El bajó, se abajó y vino hasta donde hacía falta que descendiera (Flp 2,5-8).

Hay que perdonar setenta veces siete, de todo corazón, al instante, no ofendiéndose, evitando la ofensa, sin hacer caso de dignidades, para custodiar la unidad fraterna, que, con la Presencia eucarística, es lo más precioso que tiene una comunidad eclesial -familia, parroquia, grupo cristiano-. Un jarrón que no se cuida, fácilmente recibe un golpe y se rompe, pero no tan fácilmente se recompone. Por eso, «soportáos y perdonáos mutuamente, siempre que alguno diere a otro motivo de queja: como el Señor os perdonó, así también perdonáos vosotros» (Col 3,13). «Sed unos con otros bondadosos, compasivos, y perdonáos unos a otros, como Dios os ha perdonado en Cristo» (Ef 4,32).

Servicio. -Jesucristo, anunciado como Siervo de Yavé (Is 49,3s; 52,13s; 53), «ha tomado forma de siervo» (Flp 2,7), y «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos» (Mt 20,28). De esta condición de esclavo de Dios y siervo de los hombres ha de participar por la caridad el cristiano (doulos, en el lenguaje del Nuevo Testamento, mira sobre todo la sujeción total al Señor, mientras que diakonos suele referirse más al servicio solícito de los hermanos). Pues bien, por una parte siervo es el que está al servicio de otro, y mientras el señor busca sus propios intereses, lo propio del siervo es procurar los intereses de su señor: así Cristo lava los pies de sus discípulos (Jn 13,5-15). Por otra parte, siervo es el que carece de derechos propios, pues mientra que el señor tiene derechos, es propio del siervo esclavo carecer de ellos: así Cristo «maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, sin que nadie defendiera su causa» (Is 53,7-8). Pues bien, Jesús, el santo Siervo de Dios y de los hombres, nos dio ejemplo de las dos cosas, para que nosotros hagamos también como él hizo (Jn 13,15), pues «le basta al siervo ser como su señor» (Mt 10,25).

Según esto, hacerse por la caridad siervo de nuestro prójimo implicará fundamentalmente esas dos cosas:

Servicialidad. «El que entre vosotros quiere ser el primero, sea vuestro servidor» (Mt 20,27). «El mayor entre vosotros hágase como el menor, y el que manda como el que sirve» (Lc 22,26). El hombre carnal se tiene por superior y ve a los otros como inferiores, de los que procura sacar provecho; pero el cristiano ve a los hermanos como superiores (Flp 2,3). El carnal va a lo suyo, pero el espiritual no busca su interés, sino el de los otros (1 Cor 2,4; 10,24). «Siendo del todo libre, me hago siervo de todos para ganarlos a todos» (9,19).

Carencia de derechos. «Yo os digo: no resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiere litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto, y si alguno te requisa para una milla, vete con él dos» (Mt 5,39-41). Santa Teresa del Niño Jesús comenta: «entregar el manto creo que quiere decir: renunciar una a sus últimos derechos, considerarse como la sierva, la esclava de las otras» (Manus. autobiog. IX,33). Hasta ahí llega la servicialidad de la caridad de Cristo. En efecto, «da a todo el que te pida, y no reclames de quien toma lo tuyo» (Lc 6,30). Si «nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16), ya se comprende que no habremos de estar luego en actitud de reivindicar nuestros derechos aunque sufra la caridad -cuando ésta se favorece con ello, entonces sí-. ¿No quedamos en que el esclavo no tenía derechos? ¿Qué hay, entonces, que reclamar? Por eso «es de todo punto una falla vuestra el que entre vosotros tengáis pleitos. ¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no el ser despojados?» (1 Cor 6,7). Este Evangelio, que es locura y escándalo para el hombre viejo, lo predicaron firmemente los Apóstoles, «siervos de Dios» (1 Pe 2,6), «siervos de Cristo» (Ef 6,6), sin avergonzarse de él (+1 Cor 7,20-24).

((En los últimos años, felizmente, la espiritualidad católica ha insistido en la servicialidad humilde de la caridad, pero, en cambio, muchos rechazan que la caridad, como servicio, incline en lo posible a renunciar los propios derechos. Es cierto, sin duda, que la misma caridad, mirando precisamente al bien común, manda a veces exigir ciertos derechos. Pero también es cierto que no pocas veces, en este mundo desordenado y violento, el bien común se ve favorecido por la renuncia de ciertos derechos personales. Y la caridad debe estar pronta a reconocer estos casos, que dan ocasión a participar en la cruz del Siervo de Dios y de los hombres.))

Pecados contra la caridad

La caridad nos libra de muchas maldades con la fuerza santa de su amor. Todos los pecados son contrarios a la caridad, y ella los vence, pero consideremos aquí aquéllos que más directamente la lesionan (STh II-II,34-38).

Odios. -«El que no ama permanece en la muerte. El que odia a su hermano es un asesino» (1 Jn 3,14-15; +2,9. 11; 4,20). El cristiano debe guardar su corazón de cualquier odio, por pequeño que sea -como se debe apagar al instante la chispa que puede originar un incendio-, y ha de ahogar toda antipatía en el amor de Cristo, no consintiendo en ella, ni menos expresándola de palabra.

Discordias. -«Las obras de la carne», dice San Pablo, son «odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios» (Gál 5,20-21). Todo eso lesiona o mata la caridad. «Quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios» (5,21). El que todavía anda con peleas, envidias y discordias es en Cristo como un niño, es carnal, vive a lo humano (1 Cor 3,1-3). Y a veces estas miserias proceden de motivos pseudoreligiosos: «Hay entre vosotros discordias, y cada uno de vosotros dice: «Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo»... ¿Acaso está dividido Cristo?» (1,11-13).

Ofensas. -«Yo os digo que todo el que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; y quien dijere a su hermano imbécil, será reo delante del Sanedrín; y el que le dijere insensato, será reo de la gehenna del fuego» (Mt 5,22). No nos damos cuenta del precio inmenso de aquello que dañamos tantas veces con ligerezas ofensivas. «Mirad que, si mutuamente os mordéis y os devoráis, acabaréis por consumiros unos a otros» (Gál 5,15). «No salga de vuestra boca palabra áspera, sino palabras buenas y oportunas. Alejad de vosotros toda amargura, arrebato, cólera, indignación, blasfemia y toda malignidad» (Ef 4,29. 31).

Juicios temerarios. -«No juzguéis y no seréis juzgados, porque con el juicio con que juzgáreis seréis juzgados, y con la medida con que midiéreis se os medirá. ¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo?» (Mt 7,1-3). ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nuestro hermano? «Ni aun a mí mismo me juzgo -decía San Pablo-. Cierto que de nada me arguye la conciencia; pero no por eso me creo justificado: quien me juzga es el Señor. Tampoco, pues, juzguéis vosotros antes de tiempo, mientra no venga el Señor, que iluminará los escondrijos de las tinieblas y hará manifiestos los propósitos de los corazones» (1 Cor 4,35).

Nosotros, por una parte, juzgamos mal, por apariencias. Sin embargo, «la mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yavé mira el corazón» (1 Sam 16,7). Pero es que además, por otra parte, nosotros no tenemos ninguna autoridad para juzgar. «¿Quién eres tú para juzgar al siervo ajeno? Para su amo está en pie o cae. Y tú ¿cómo juzgas a tu hermano? o ¿por qué desprecias a tu hermano? Pues todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios. No nos juzguemos, pues, ya más los unos a los otros» (Rm 14,4.10.13).

Maledicencias. -«De la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las secretas aversiones, las envidias y desprecios, los juicios temerarios, todo sale fuera y se expresa más o menos por la maledicencia y la murmuración. Por eso, aún más que con la boca y con lo que se dice, hay que tener cuidado con el corazón, con lo que se siente, pues si con la gracia de Cristo lo purificamos de toda aversión, ni siquiera habrá luego tentación de malas palabras. Como elocuentamente enseña el apóstol Santiago, quien gobierna su lengua, se domina todo entero. Pero además, «de la misma boca proceden la bendición y la maldición. Y esto, hermanos míos, no debe ser así. ¿Acaso la fuente echa por el mismo caño agua dulce y amarga?» (Sant 3,2-12). A veces consideramos que nuestras habladurías no tienen mayor importancia; pero ¿y si esas mismas cosas las dijeran de nosotros, qué sentiríamos, cómo reaccionaríamos? No hablemos de los otros como no quisiéramos que ellos hablasen de nosotros (Lc 6,31).

Acepción de personas. -«Hermanos, no juntéis la acepción de personas con la fe de nuestro glorioso Señor Jesucristo», pues si honráis en vuestra asamblea al rico bien vestido y menospreciáis al pobre mal presentado, «¿no juzgáis por vosotros mismos y venís a ser jueces inicuos?» (Sant 2,1-4). La acepción de personas es un juicio falso, por el cual la persona se inclina hacia aquéllos que estima más valiosos -sabios, ricos, bellos, fuertes-, dejando de lado a los otros.

Daños al prójimo. -«La caridad no hace mal al prójimo» (Rm 13,10). El que ama a su hermano no le hace daño ni perjuicio alguno: no le roba, ni le miente, ni adultera injuriándole, ni le miente o engaña (13,9-10). La caridad no permite tampoco hacer daño al prójimo en venganzas pretendidamente justas: «Que ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino que en todo tiempo os hagáis el bien unos a otros y a todos» (1 Tes 5,15). «No volváis mal por mal, procurad el bien a los ojos de todos los hombres. No os toméis la justicia por vosotros mismos, antes dad lugar a la ira [de Dios]: «A mí la venganza, yo haré justicia», dice el Señor. Por el contrario, «si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; que haciendo así amontonáis carbones encendidos sobre su cabeza». No te dejes vencer del mal, antes vence el mal con el bien» (Rm 12,17-21).

Escándalos. -«Al que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valiera que le colgasen del cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos de haber escándalos, pero ¡ay de aquél por quien viniere el escándalo!» (Mt 18,6-7).

«Habéis sido llamados a la libertad, pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad» (Gál 5,13). Se puede escandalizar al prójimo con obras malas: afirmando en su presencia criterios contrarios al Evangelio, ridiculizando a una persona ausente, aprobando una conducta pecaminosa, asistiendo a un lugar indecente, viendo un programa obsceno en la televisión, en fin, de tantas maneras. También es posible escandalizar con la omisión de obras buenas: no teniendo oración, ni lecturas buenas, ni frecuencia de sacramentos, ni limosna, ni catequesis o alguna forma de apostolado. Incluso, cuando falta la prudencia o sobra el amor propio, ciertas obras buenas pueden «ser tropiezo para los débiles» (1 Cor 8,9).

Pues bien, si escandalizas a tu prójimo, «perecerá por tu ciencia el hermano por quien Cristo murió. Y así, pecando contra los hermanos e hiriendo su conciencia, pecáis contra Cristo. Por lo cual, si mi comida ha de escandalizar a mi hermano, no comeré carne jamás por no escandalizar a mi hermano» (8,11-13; +Rm 14).

Caridad y comunión

El pecado rompió la unidad humana primitiva, la disgregó completamente en mil partes: enfrentó a los hermanos, separó a los pueblos, confundió las lenguas (Gén 11), introdujo una profunda división dentro del hombre mismo, metiendo la contradicción y la incoherencia en sus pensamientos y voluntades, sentimientos y proyectos. Al romper el hombre su unión con Dios, destrozó la clave de la unidad con los otros y consigo mismo.

Cristo es el re-unificador de la humanidad disgregada. El da su vida «para juntar en la unidad a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Jesucristo, como único Maestro, único Pastor y Sacerdote único (Mt 23,8-10; Jn 10,16; Heb 7,28), nos congrega «en la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Sólo hay un Cuerpo y un Espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos» (Ef 4,3-6). Cristo nos unifica orando al Padre: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros» (Jn 17,21). Y así «esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3). Cristo nos reune a todos atrayéndonos hacia sí mismo, cuando está levantado en la Cruz (Jn 12,32). Y nos reune comunicándonos el Espíritu Santo (Hch 2,1-12), pues «todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo Cuerpo» (1 Cor 12,13). Nos reune en la Eucaristía: «Porque el pan es uno, somos muchos un solo Cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (10,17). En fin, Jesucristo nos reune en la santa Iglesia, que «es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1; GS 42c). La unidad y comunión que formamos en Cristo, ciertamente, no es una unidad cualquiera.

San Pablo exhorta frecuentemente a mantener, defender y acrecentar la unidad de la Iglesia, la cohesión interna de las comunidades cristianas. Tened «todos el mismo pensar, la misma caridad, el mismo ánimo, el mismo sentir» (Flp 2,2). «Alegráos con los que se alegran, llorad con los que lloran. Vivid unánimes entre vosotros» (Rm 12,15-16). «Tened un mismo sentir, vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz será con vosotros» (2 Cor 13,11; +Rm 12,18). Esta es la unidad familiar que debe haber entre «hermanos amados de Dios» (1 Tes 1,4; +Heb 13,1). Como se ve, esta exhortación «amad la fraternidad» (1 Pe 2,17), se opone no sólo al cisma y a la herejía, sino también a un pluralismo salvaje y disgregador.

«La muchedumbre de los que habían creído tenían un corazón y un alma sola» (Hch 4,32). Estas palabras hay que entenderlas no sólo en su sentido afectivo, sino también en un plano ontológico más fundamental. En efecto, el amor de la filantropía une en comunidad a un conjunto de individuos que, participando de una misma naturaleza humana, tiene cada uno numéricamente un alma propia, un principio vital individual. En cambio, el amor sobrenatural de la caridad establece una comunión de santos, cuya alma, cuyo principio vital, es único: «un solo Espíritu» (Ef 4,4). En este sentido fundamental, que hace posible y exige los otros sentidos, los cristianos tenemos «un alma sola» si permanecemos en la verdadera fraternidad cristiana, que es la Iglesia de Cristo.

Por otra parte, caridad y comunión no son coextensivas. La caridad se extiende a todos los hombres, y la comunión llega sólamente a todos los hombres que están viviendo en Cristo, esto es, que permanecen en el amor de Cristo, guardando sus mandatos (Jn 15,9-10). Los que rechazan a Cristo y los cristianos que son infieles, ellos se marginan de la comunión de los santos. El Nuevo Testamento es muy explícito en este tema.

El Apóstol sabe que la comunión no se extiende a los no-creyentes, y por eso manda: «No os unzáis al mismo yugo con los infieles. ¿Qué tiene que ver la rectitud con la maldad?, ¿puede unirse la luz con las tinieblas?, ¿pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo?, ¿irán a medias el fiel y el infiel?, ¿son compatibles el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo de Dios vivo» (2 Cor 6,14-16). «Lo que sacrifican los gentiles, a los demonios y no a Dios lo sacrifican. Y no quiero yo que vosotros tengáis parte con los demonios» (1 Cor 10,20).

Sobre los malos cristianos da normas muy severas: «Apartáos de todo hermano (=cristiano) que vive desordenadamente y no sigue las enseñanzas que de nosotros habéis recibido» (2 Tes 3,6); «no tengáis parte con ellos» (Ef 5,7). Y precisa: «Os escribí que no os mezclarais con los fornicarios. No, ciertamente, con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los idólatras, porque para eso tendríais que saliros de este mundo. Lo que ahora os escribo es que no os mezcléis con ninguno que, llevando el nombre de hermano (=cristiano), sea fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón; con éstos, ni comer» (1 Cor 5,9-11 ).

Especial reserva conviene tener hacia los cristianos heréticos o cismáticos, es decir, hacia quienes, fallando en la fe o en la caridad, causan desgarramientos en la comunión de la Iglesia: «Estad en guardia contra ésos que crean divisiones y escándalos opuestos a la doctrina que habéis aprendido; apartáos de ellos, porque ésos no sirven a nuestro Señor Cristo, sino a su propio estómago» (Rm 16,17; +Tit 3,10). Habrá que intentar corregir al escindido de la unidad (2 Tes 3,14-15), pero si se resiste a la corrección de la Iglesia, será preciso aplicarle la excomunión: «Sea para ti como gentil o publicano», dijo el Señor (Mt 18,17). En ocasiones, sólo con la excomunión es posible guardar la comunión. Así lo entendieron y practicaron los Apóstoles (1 Cor 5,5; 1 Tim 1,20).

((Algunos consideran que la comunión, como la caridad, debe extenderse a todos, al menos a todos los que la quieran. Es decir, piensan que la excomunión es siempre contraria a la caridad. Estiman que la «unidad» debe mantenerse en la Iglesia «a costa de lo que sea». Quienes así piensan se oponen a las normas dadas por Jesús y por los Apóstoles, hoy vigentes en la Iglesia (Código de Derecho Canónico, cc.915, 1331, 1364).

Caridad, paz y unidad son palabras vacías cuando no van unidas a la verdad. Jesucristo es «la Verdad» (Jn 14,6). La comunión eclesial de los santos debe ser custodiada con el mismo celo con que se guarda la eucaristía: en ambos casos se trata de librar el Cuerpo de Cristo de todo desgarramiento o profanación. Sin embargo, esta obligatoria función, que corresponde sobre todo a los Obispos, implica a veces en su ejercicio no pocas persecuciones y sufrimientos. En el siglo IV, por ejemplo, cuando muchos obispos -hay quien dice que la mayoría- cedían al arrianismo, que negaba la divinidad de Cristo, o no lo enfrentaban claramente, algunos obispos -como San Hilario o San Atanasio- que combatían fuertemente tal herejía eran considerados con frecuencia como perturbadores de la unidad y de la paz de la Iglesia. Por eso San Hilario advierte que «aquéllos que se jactan de su paz, esto es, de su unidad impía, no actúan como obispos de Cristo, sino como sacerdotes del Anticristo» (ML 10,609).

Y en el siglo XVII argumenta Pascal de modo semejante: «¿No es manifiesto que como es un crimen turbar la paz donde la verdad reina, es también un crimen permanecer en paz cuando se destruye la verdad? Hay un tiempo en que la paz es justa, y otro en que es injusta. Está escrito que «hay tiempo de paz y tiempo de guerra» (Ecl 3,8), y es el interés por la verdad el que los discierne. Pero no hay tiempo de verdad y tiempo de error; por el contrario, está escrito que "la verdad de Dios permanece eternamente" (+Sal 116,2; Jn 12,34). Por eso Jesucristo, que dijo haber venido a traer la paz (14,27), dijo también que había venido a traer la guerra (Mt 10,34). Nunca dijo él que había venido a traer la verdad y la mentira. Así pues, la verdad es la primera regla y el fin último de todas las cosas» (Pensamientos 949).))

((Algunos vinculan necesariamente la comunión de caridad y la proximidad física. Pero el nexo a veces es falso. No siempre aumenta la comunión con mayor proximidad. Si varias personas, por ejemplo, se juntan para vivir en una casa, quizá se deteriore la comunión que las unía.

Otros vinculan la caridad con el hacerse semejante a personas o ambientes. Pero el nexo puede ser falso. Al tratar del mundo ya vimos que confundir unido-semejante y separado-distinto es un error que lleva a muchos errores. Los mundanos son muy semejantes entre sí, en el fondo al menos, y están muy separados. La caridad es lo que une, y ella debe discernir cuándo conviene y en qué ser distinto o semejante.

Otros, en fin, vinculan comunión de caridad y cantidad de comunicación entre las personas. A más comunicación verbal, más comunión interpersonal. Quienes así piensan, consideran (extractamos de una revista de espiritualidad) que «compartir la fe es compartir el alma, el espíritu, los sentimientos más profundos; es manifestar la vida interior, los problemas, las virtudes y los vicios para dejarnos guiar, conducir, animar o corregir por el grupo hermano. Es entonces cuando se vive la perfecta hermandad». O cuando se produce el desastre que rompe la unidad fraterna. Entre privacidad y comunicatividad hay un delicado equilibrio, muy diverso según personas, vocaciones, grupos y circunstancias. La moda del desnudamiento anímico en grupo tuvo su auge, pero ha remitido en gran medida, al verse los resultados lamentables, en ocasiones traumatizantes. Una vez más, era una moda, sólo una moda. Es evidente que no siempre a más comunicación corresponde más comunión vital. De otra suerte, cartujos y cistercienses quedarían excluídos de la comunión de los santos.

En todas las posiciones aludidas -merece la pena señalarlo- se evita la necesidad del discernimiento, vinculando en forma necesaria la caridad a ciertos modos, maneras o condiciones exteriores. Pero siempre la virtud de la prudencia debe guiar el ejercicio de la caridad, eligiendo modos, frecuencias y condiciones concretas. Algo sí podemos establecer como principio cierto y universal: Lo que más nos une a Cristo, eso es lo que más nos une a los hermanos. Y según las personas, vocaciones y circunstancias, «lo que más une a Cristo» será más o menos proximidad o lejanía, semejanza o diferencia, comunicatividad o silencio. Como decía Santa Teresa: «En todo es menester discreción» (Vida 13,1).))

El arte de amar

Los cristianos hemos de ser expertos en el arte de amar a Dios y al prójimo, pues en ello está la perfección cristiana, y por ello nos conocerán como discípulos de Cristo (Jn 13,35). Debemos motivar en caridad toda nuestra vida, pues «sólo la caridad edifica» (1 Cor 8,1). Hemos de aprender también a expresar nuestra caridad, pues, como dice Santa Teresa del Niño Jesús, «no basta amar, es necesario demostrar el amor» (Manus. autobiog. IX,31).

En fin, en la vida de la caridad hemos cuidar también los pequeños detalles -saber escuchar, aprender a sonreír, no interrumpir una conversación, no hacer ruido cuando otros duermen, etc.-, pues si somos fieles al amor en lo poco, lo seremos también en lo mucho (Lc 16,10).

Y como es el Espíritu de Jesús el que ha de perfeccionarnos en la caridad, pidamos con la Iglesia: «Señor, concédenos amarte con todo el corazón, y que nuestro amor se extienda también a todos los hombres. Por Jesucristo nuestro Señor» (4º dom. T. ordinario).