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8. Laicos y utopía

El esplendor de la vida nueva en Cristo

Adán era pecador y terreno, y así lo es su descendencia. Pero Cristo, el segundo Adán, es santo y celestial, y de Él procede un pueblo de hombres santos y «celestiales», los cristianos (1Cor 15,45-46). Nosotros, en efecto, animados por el Espíritu Santo que Cristo nos ha dado desde el Padre, somos realmente «hombres nuevos» (Ef 2,15), «nacidos de Dios, de lo alto, del Espíritu» (Jn 1,13; 3,3-8). No somos, pues, los cristianos «deudores a la carne de vivir según la carne» (Rom 8,12-13); ni tampoco somos deudores al mundo de vivir según el mundo (12,2), sino que, habiendo recibido el Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra, hemos de vivir «una vida nueva» personal y comunitaria (6,4).

«No viváis ya como viven los gentiles, en la vanidad de sus pensamientos, oscurecida su razón, ajenos a la vida de Dios por su ignorancia y por la ceguera de su corazón. Embrutecidos, se entregan a la lascivia, derramándose ávidamente con todo género de impureza. No es esto lo que vosotros habéis aprendido de Cristo, si es que le habéis oído y habéis sido instruídos en la verdad de Jesús. Cristo os ha enseñado a abandonar el anterior modo de vivir, el hombre viejo corrompido por los deseos de placer, y a renovaros en la mente y en el espíritu. Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad, y vestíos de la nueva condición humana, creada a imagen de Dios, en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,17-24).

Está clarísimo: el mundo es lo viejo, la Iglesia es lo nuevo; «lo antiguo ha desaparecido, una nueva criatura se ha hecho presente» (2Cor 5,17). Los cristianos, pues, conscientes de nuestra gloriosa vocación, en modo alguno podemos permitirnos vivir «según los elementos del mundo y no según Cristo» (Col 2,8). Antes sí, antes «vivíamos como esclavos bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3; +Col 2,20); pero también antes estábamos muertos, y ahora estamos vivos (Ef 2,1.5). Ahora el Padre celeste ha hecho de nosotros un pueblo elegido, santo, sacerdotal, llamado a «pasar de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). Y por eso nosotros, encendidos en el Evangelio, «en medio de esta generación mala y perversa, aparecemos como antorchas en el mundo, llevando en alto la Palabra de vida» (Flp 2,15).

Esta profundísima conciencia de novedad, que vibra continuamente en las páginas del Nuevo Testamento, sigue vibrando en los escritos de los antiguos Padres de la Iglesia, especialmente en sus enseñanzas a los catecúmenos que se preparan a su segundo nacimiento. Sirva como ejemplo este precioso texto de San Gregorio de Nisa (+394):

«Ha comenzado el reino de la vida y se ha disuelto el imperio de la muerte. Han aparecido otra generación, otra vida, otro modo de vivir, la transformación de nuestra misma naturaleza. ¿Qué generación? La que «no procede de la sangre, ni del amor carnal, ni del amor humano, sino de Dios». Así pues, «éste es el día en que actuó el Señor», día totalmente distinto de aquellos otros del comienzo de los siglos. Este día [el de la resurrección de Cristo] es el principio de una nueva creación, porque en este día Dios ha creado «un cielo nuevo y una nueva tierra». ¿Qué cielo? El firmamento de la fe en Cristo. ¿Qué tierra? El corazón bueno que, como dijo el Señor, es semejante a aquella tierra que se impregna con la lluvia que desciende sobre ella, y produce abundantes espigas. En este día es creado el verdadero hombre, aquél que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿No es, pues, un nuevo mundo el que empieza para ti en «este día en que actuó el Señor»» (MG 46, 603-606, 626-627).

La vida nueva y sobreabundante (Jn 10,10) que nos comunica nuestro Señor Jesucristo produce no únicamente hombres nuevos, sino que da lugar a comunidades nuevas, es decir, a nuevas formas de vida comunitaria. Y a su vez, sin la matriz de unas comunidades eclesiales realmente nuevas, es muy difícil que puedan formarse hombres perfectamente nuevos, es decir, santos.

Vida nueva, continua y totalmente buena

Los cristianos podemos y debemos aspirar a una vida nueva, toda ella buena, en lo interior y en lo exterior, personal y comunitaria. Si lo pretendemos y procuramos, estamos secundando la acción del Espíritu Santo, porque eso es precisamente lo que Él quiere hacer en nosotros. Dios lo concede a las comunidades religiosas, y también quiere concederlo a las comunidades laicales de perfección.

Tienen los cristianos laicos derecho a esperar de la gracia de Dios no sólo la renovación de sus vidas personales, sino la formación de ambientes familiares y comunitarios santos y santificantes, libres de las mentiras y maldades del mundo tópico. Tienen derecho a aspirar a una vida comunitaria bien distinta a la del mundo, toda ella continua y totalmente buena, como la que se logra en monasterios y conventos, aunque en formas distintas. Como ya escribí en otro lugar:

«Ha de intentar el laico una vida cristiana secular integralmente sana -digo intentar-. Pero eso está pidiendo a gritos "odres nuevos". No es bastante, pues, que los laicos lleven en tantas cosas una vida secular mundana, al menos en sus formas exteriores, considerándola como un tributo inevitable o incluso conveniente a la condición secular, y que luego, semanal o mensualmente, traten de sanearse con una misa, un retiro o una convivencia.

«Al hombre, por ejemplo, que se abandona a su gusto en el comer, y que está peligrosamente grueso, en lugar de comer habitualmente con exceso y realizar luego curas de adelgazamiento periódicas, más le valdría sin duda llevar una dieta continuamente sana.

«De modo semejante, lo que los laicos deben pretender con sus retiros periódicos, convivencias y otras prácticas tan convenientes, es ir logrando una vida interior y exterior continuamente evangélica, sana y vigorizante en todo y para todos los miembros de la comunidad familiar, libre de cuanto pueda intoxicar la mente, el corazón o el cuerpo» (Caminos laicales 17).

Pájaros enjaulados

Aviones que no vuelan. Resulta patético ver laicos cristianos tan buenos que, por más que lo intentan, no van adelante en el camino de la perfección. Son como aviones que discurren por la pista con una velocidad admirable..., ¡pero que nunca acaban de levantar el vuelo! Siendo aviones, y habiendo sido construídos para volar, funcionan hace ya muchos años como autobuses. Y ya incluso muchos de ellos ni piensan siquiera en levantar un día el vuelo. Creen que ya así van bien. ¡Qué error tan grande!

Pájaros atados. Otros hay, sin embargo, que no lo creen así, y que, como pájaros enlazados, siguen procurando el vuelo de la santidad. Pero resulta también patético ver los esfuerzos tan grandes que éstos hacen un día y otro por levantar el vuelo, con qué empeño aletean, y cómo un día y otro, un año y otro, fracasan, pues no reconocen la necesidad de cortar el lazo que los tiene sujetos al estilo de vida del mundo.

Y aún más patético, en fin, es comprobar algunas veces que, después de tan larga sucesión de fracasos, llega un momento en que ya ni siquiera aletean con fuerza, ya no intentan la santidad, y han dejado el empeño por imposible: lo dejan para los religiosos. Para ellos mismos, seculares, piensan -aunque no lo dicen- es imposible. ¿Para qué intentarlo? ¿Para qué atormentarse pretendiendo metas imposibles?

Pájaros enjaulados. Pájaros que no vuelan, porque permanecen enjaulados en las formas de vida mundanas. El Salvador, que ha vencido al mundo, les ha abierto la puerta; pero ellos no salen a volar, y permanecen en la jaula, alegando que no es posible salir, y que además, conforme a su vocación secular, ni siquiera es conveniente.

Patético, por ejemplo, que una religiosa, crecida en una buena familia cristiana, nos diga: «en tres años de convento he adelantado espiritualmente más que en treinta con mi familia. Es como si en mi camino, al dejar la vida secular, me hubiera quitado de encima una mochila pesadísima. Ahora avanzo ligera, más rápida, ¡y con mucho menos esfuerzo!»...

¿Cómo es posible esto? ¿Cómo ha llegado a configurarse la vida cristiana en las familias, incluso en las mejores? ¿Es tolerable que entre el hogar cristiano y el convento haya un grado de virtualidad santificante tan distinto? ¿Es esto conforme a la mejor tradición de la Iglesia? Pero demos ya un paso más: ¿de verdad creemos que los laicos están llamados a la santidad o es ésta una mera expresión verbal, hoy de moda? ¿Cómo concebimos realmente el camino de perfección laical? ¿Hasta qué punto hemos aceptado como inevitable que la vida personal y comunitaria de los laicos se configure en lo exterior según el mundo?...

Y como en tantas otras cosas, lo que los cristianos puedan pensar o no pensar en este asunto no cambia la realidad de las cosas. El hecho de que unas personas no conozcan ni reconozcan esos lazos mundanos que las tienen sujetas, podrá a lo más, en alguna medida, limitar sus responsabilidades morales. Pero lo que está claro es que, mientras no rompan esos lazos, siguen atadas, es decir, permanecen objetivamente sujetas, no pueden volar. Que vean o dejen de ver la realidad de esos lazos, que los reconozcan, que los ignoren, que los nieguen, en cuanto a los efectos viene a dar igual: en un caso y otro, mientras no se libren de esos lazos, no podrán volar.

Pájaros enjaulados, aviones que no vuelan.

Virtudes que hacen posible la utopía

Es fácil hablar de una vida libre del mundo tópico, hacer su elogio y encarecer su necesidad. Pero nadie puede salir de la cárcel del mundo, y menos puede edificar la casa espiritual de una vida nueva sin mucha oración, abnegación, espíritu de pobreza, prudencia y discernimiento, etc.: en una palabra, sin una inmensa docilidad al Espíritu Santo.

La vida comunitaria del utopismo evangélico -toda ella sana, en lo interior y en lo exterior, en lo personal y lo familiar o comunitario- no podrán conseguirla los laicos llevados de un idealismo romántico o movidos de un voluntarismo estéril. Para poder vivirla son necesarias virtudes de gran precio. Veamos al menos las principales.

Oración

Sin oración suficiente, cae el cristiano inevitablemente en la topicidad mental y conductual de «los hijos del siglo». Así tiene que ser, y así lo vemos por la experiencia. Sólo por la oración puede el cristiano alcanzar a ver el horror de la vida mundana, que en buena parte está viviendo, al menos en lo exterior -horror que, como ya he dicho, apenas es visible-. Sólo por la oración puede sacar la cabeza por encima de los pensamientos y caminos de los hombres, para conocer «los pensamientos y caminos de Dios» (Is 55,8), los únicos que conducen a la Tierra Prometida. Únicamente por la oración puede conseguir de Dios la gracia inmensa de poder realizar solo, y más con otros compañeros, ese Exodo que hace pasar del mundo tópico al Evangelio utópico.

Caridad

«Sólo la caridad edifica» (1Cor 8,1). Unicamente la fuerza del amor al Señor, el ansia por entregarle la vida totalmente, el deseo vivísimo de estar siempre unidos con Él en todos los aspectos de la vida, es capaz de sacar a los hombres de su vida tópica, y de hacerles producir un micro-mundo utópico de tal calidad evangélica, que sea de verdad un Templo para Dios: «así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre, que está en los cielos» (Mt 5,16).

Sólo el amor al prójimo -a los niños, a los matrimonios, a los ancianos-, continuamente maleados y espiritualmente frenados y desviados por el mundo, puede dar con la gracia de Dios fuerza e ingenio para hacer un micro-mundo nuevo.

La cosa es clara: «sólo la caridad edifica» una comunidad utópica cristiana. Y en esto tengamos en cuenta que así como «el Espíritu de la verdad nos guía hacia la verdad completa» (Jn 16,13) en temas dogmático docrinales, también el Espíritu va llevando al pueblo cristiano, al paso de los siglos, hacia desarrollos de la caridad fraterna que, objetivamente, cada vez son más plenos. No significa esto que la caridad de un cristiano de hoy haya de ser mayor que la de un cristiano de los primeros siglos. Pero sí es verdad que, por ejemplo, formas objetivas de relaciones sociales que incluían ciertas modalidades de servidumbre o esclavitud, hoy no son viables: no pueden conciliarse con la caridad fraterna. Entonces sí, ahora no. Es éste, sin duda, un progreso considerable en las formas objetivas de la caridad fraterna.

Pues bien, al pensar en nuevas comunidades cristianas, cuyos planteamientos objetivos sean cada vez más perfectos, es cosa de recordar aquella preciosa intuición de Pablo VI:

«La caridad se encuentra todavía contraída y encerrada en unos límites [tópicos] de costumbres, de intereses, de egoísmos, que tendrán que ser ampliados. "Extiéndanse los límites de la caridad", exclamaba San Agustín» (11-IV-1968).

Pobreza

«Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y ven y sígueme» (Mt 19,21). Como ya vimos -pero conviene insistir en ello-, no está en la pobreza el culmen de la perfección cristiana, no. Ella está justamente en el comienzo del camino de perfección evangélica, en los umbrales. Y por eso es imposible que unos cristianos avancen seriamente hacia la santidad -y concretamente hacia la vida utópica- si están más o menos apegados a su casa, su coche, su nivel de vida, su barrio confortable, su trabajo, su malla de relaciones y circunstancias, el decoro conveniente a su situación social, tal como el mundo lo entiende, etc. Si en ésas están, es imposible que pretendan la perfección, y mucho menos en formas de vida comunitarias. «No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Quien desee hacerse con el tesoro que ha encontrado escondido en el campo, no podrá adquirirlo -se quedará sin él-, si no «va, y lleno de alegría vende cuanto tiene, y compra aquel campo» (13,46).

Por el contrario, la gracia de la pobreza espiritual da a los laicos una inmensa libertad para dejarle al Espíritu Santo configurar en ellos una vida completamente nueva, en lo interior y lo exterior, muy distinta a la del mundo: abierta a la oración, al prójimo, a los valores espirituales; libre de mil miserias mundanas (+Sínt. EspCat 476-495).

«Es que tengo que guardar mi decoro», le objetaban al Crisóstomo cuando éste exhortaba a la pobreza; y él respondía que «la única indecencia es poseer muchas cosas, y ésa sí que es realmente una gran indecencia» (De la vanagloria y de la educación de los hijos 14). Indecorosamente vivió el Bautista e indecorosamente nació Jesús, en un portal de animales, y en forma pobre vivió de mayor: «las raposas tienen cuevas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58).

Cruz, martirio

A la gloria de la Resurrección sólo puede llegarse por el sufrimiento de la Cruz. No hay otro camino. No es posible liberar la vida nueva evangélica sin destruir en nosotros implacablemente la vida vieja mundana. Si uno trata de conservar avaramente su vida, la perderá. Sólo perdiendo la propia vida, es como podemos realizarla plenamente. Esta lógica firmísima del Evangelio puede ser ilustrada con algunos ejemplos.

En un barrio de ricos, donde todos los muchachos tienen formidables motos poderosas, en cuyas ancas montan sus amigas, un muchacho cristiano que, en conciencia, no quiera permitirse ese lujo necio y peligroso, y tenga sólamente una humilde y cristiana bicicleta, se encontrará como un joven medieval o renacentista que entre toda su cuadrilla de amigos, montados en briosos corceles, sólo dispone para montar un burro: es posible que, antes de sufrir ese contraste humillante, prefiera quedarse en casa. Y también tendrá que quedarse en casa tantas veces aquel joven que no está dispuesto a hacer suyos los embrutecedores fines de semana de sus compañeros de clase o de barrio.

Está claro: sin cruz, sin martirio, nadie puede vivir la utopía evangélica, y tendrá que resignarse a la miserable vida tópica del mundo. Pero también está claro lo contrario: la cruz martirial, y sólo ella, da acceso infalible a una vida nueva, mil veces más verdadera y digna, alegre, armoniosa y fecunda que la miserable y falsa vida vieja del mundo. No hay utopismo sin martirio. Por eso hay tan poco utopismo.

Un sermón de San Juan de Ávila (+ 1569) nos hace muy gráfico todo esto, cuando se refiere a los cristianos «temerosos, los que dicen "qué dirán de mí". Decimos a las mujeres:

-«Tenéis vos diez sayas y vuestra hermana no tiene una, tenéis vos seis mantos y vuestra hermana no tiene uno con que ir a misa. No es ésa buena hermandad: no tenéis creído que está Jesucristo en el pobre. Vended esa saya, contentáos con una o dos, y con [cuando estén] ésas rotas, comprareis otras.

-«Mas ¿qué dirán de mí? Bien veo que eso es bueno; pero ¿qué queréis, que parezca yo moza de las otras? Si las otras hiciesen así, yo lo haría.

-«¡Oh loco! ¿Cómo vives, con el mundo o con Dios? [...] Apenas hallaréis quien quiera ir solo. Aquel va solo que va por donde fue Jesucristo. No por pompas ni dijes ni brocados, aunque vayan por ahí muchos reyes. ¿No te atreverás ir mano a mano por donde fue Jesucristo? El que tiene cuenta con el mundo, es imposible la tenga con Dios: "nadie puede servir a dos señores" [Mt 6,24]. El que es amigo de este mundo, por el mismo caso se hace enemigo de Dios [Sant 4,4] [...] Determinado has de buscar a Dios, venga lo que viniere. Córtenme la cabeza, que no por eso lo tengo de dejar» (Sermón II de Epifanía 215-236: Obras II, 117-118).

¡Qué pocos hombres son capaces de hacer aquel bien que nadie hace -no son capaces ni de pensarlo siquiera-, o de evitar los males en que todos incurren! Y, sin embargo, la salvación de muchos viene siempre por unos pocos que, capaces de quedarse solos con Cristo en ciertas cosas -en oración, pudor, pobreza, en todo-, abren camino a sus hermanos, para que puedan vivir esos valores evangélicos. Así es siempre. El martirio de unos pocos hace posible la santidad de muchos. Sólo quienes están perfectamente libres del mundo pueden ayudar a sus hermanos a salir de Egipto. Éste es el camino evangélico hacia la utopía.

Por eso, está muy bien decirles a los jóvenes que esperamos de ellos que transformen el mundo; pero será conveniente avisarles, al mismo tiempo, que si no están dispuestos a estos pequeños martirios cotidianos, ellos, tan llenos de idealismo, y tan presuntamente generosos, vendrán a ser en su día, si se descuidan, personas tan acomodadas en el mundo tópico -o como suele decirse hoy, tan instaladas- como sus padres.

Sin Cruz, sin abnegación total de las cosas exteriores y aún de sí mismo, es imposible que el cristiano pueda perder la vida para hallarla, es imposible viva libre de la moda, que no confunda historia con naturaleza, que sufra pasar por raro, que aguante quedarse solo, que no busque agradar a los hombres, que pueda superar incluso los lazos familiares adversos. Es imposible. Pero con la Cruz todo eso es perfectamente posible y aún indeciblemente alegre (+Sínt. EspCat 351-355).

Bendita sea la sagrada Cruz salvadora de nuestro Señor Jesucristo. Ella es la llave única que abre la puerta de acceso a la vida nueva del Resucitado. No hay otra. Es por aquí, y por ningún otro camino, por donde se avanza hacia la transformación del mundo.

Prudencia

La prudencia es una virtud altísima, pues gobierna el ejercicio de todas las otras, incluída la caridad. Y es utilísima, pues nos da la ciencia práctica para conocer lo que debemos querer y hacer, y lo que debemos evitar; así nos facilita elegir los medios más idóneos para lograr el fin verdadero (STh II-II,47). Es virtud que perfecciona divinamente su ejercicio por el maravilloso don del Espíritu Santo, llamado de consejo (52,1-3).

Para aventurarse por los poco andados caminos de la utopía evangélica, fácilmente se comprende la necesidad absoluta de la virtud de la prudencia y del don de consejo. La prudencia, inseparablemente unida a la fortaleza -no sería, si no, prudente-, permite a los cristianos «rechazar lo que es indigno de este nombre y cumplir cuanto en él se significa» (Or. dom. XV).

La utopía cristiana laical, además de adentrarse por caminos insólitos, exige para su realización equilibrios sumamente delicados, sin los cuales no puede subsistir.

Equilibrio entre un rechazo excesivo del mundo, y una aceptación cómplice. Equilibrio entre privacidad y comunitariedad, entre distancia del mundo y proximidad, entre diversidad excesiva y distinción conveniente. Equilibrio entre legalismo excesivo y anomía improvisadora, entre individualismo insano y afiliación social asfixiante, equilibrio en una evitación excesiva del mal en la vida comunitaria, ignorando que una cierta permisión del mismo puede ser ocasión de grandes bienes, etc.

Y en esto la utopía halla un problema no pequeño. Los cristianos mayores, los más prudentes, suelen carecer de ánimo para ella, sujetos a su situación acostumbrada. Y los más jóvenes, que fácilmente se animan a las aventuras espirituales, pues aún tienen su vida sin hacer, no suelen estar todavía maduros en la virtud de la prudencia. Difícil solución...

Santo Tomás, sin embargo, señala una distinción por donde surge en esto la esperanza: «La prudencia adquirida es causada por la repetición de actos; de ahí que para su adquisición sea necesaria la experiencia y el tiempo; y por eso no puede darse en los jóvenes ni en acto ni en hábito. Pero la prudencia que va acompañada de la gracia es infundida por Dios, por lo que ya se da como hábito en los niños bautizados, que no han llegado al uso de razón, no en cuanto al acto» (STh II-II,47, 14 ad3m). Eso permite a niños, adolescentes y jóvenes ser prudentes: guiándose por la oración de súplica y de consulta a Dios, por la obediencia a los mayores, y por la petición de consejo a quienes saben.

Sabiduría

«Perece mi pueblo por falta de conocimiento» (Os 4,6). Los buenos cristianos deberían pensar un poco más en la forma que pueden y deben dar a su vida. Se mueven tanto y hacen tantas cosas que están atontados. La utopía no es nada fácil, y no bastan en ella los esfuerzos de la voluntad: exige mucho pensamiento creativo, libre del mundo. «No os conforméis a este siglo, sino transformáos por la renovación de la mente, para que procuréis conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (Rm 12,2). Hay que leer, hay que meditar, hay que orar, hay que pensar más, y conversar y consultar con otros, para salir así del atontamiento tópico del mundo, que tanta satisfacción causa al Padre de la Mentira. Él sabe bien que los hombres, mientras no piensan, mientras dejan su vida a merced de las inercias mundanas, están más o menos bajo su influjo. Mientras ellos no piensan, él está tranquilo.

En un artículo Julián Marías señalaba este fenómeno, que también actualmente afecta a los buenos: «Las facilidades, el exceso de información, la acumulación de noticias, datos, presiones, impactos que golpean nuestra mente, todo eso acaba por producir una especie de paralización. No queda holgura para reaccionar, no se elaboran interpretaciones, o se insertan las que se reciben ya, también prefabricadas y listas para el uso. En suma, no se ejercita la imaginación» (12-III-1972).

Y así los hombres van pasando sus años casi sin darse cuenta: finalmente, «se rompe el hilo de su vida, y mueren privados de sabiduría» (Job 4,21).

Conocimiento del mal del mundo

Ya veíamos en la introducción del libro cómo el mal del mundo es en cierto modo invisible. Cómo eficacísimos mecanismos mentales nos obligan a pensar que el grado de maldad del mundo tópico es tolerable, y que, por tanto, no exige la posición de remedios extremos. Para construir un Arca y embarcarse en ella, dejando la propia casa, hace falta ser bien consciente de que un Diluvio formidable amenaza ahogar a todos. Igualmente, para «arrancarse el ojo, o cortarse la mano o el pie», hay que estar muy convencidos de que sin eso se va a perder el cuerpo entero (Mt 5,29-30).

Algunos buenos cristianos, aunque experimentan dificultades insuperables para la oración, para la pobreza, para la perfecta castidad, para la educación de los hijos, para el apostolado, y para tantas otras dimensiones del Evangelio, no acaban de entender que todo eso es en alguna medida inevitable mientras sigan viviendo en el exterior en modos excesivamente mundanos.

Por lo demás, recientemente he tratado en otros escritos de los males actuales del mundo y de la Iglesia (+Causas de la escasez de vocaciones; De Cristo o del mundo). Ahora, sin insistir sobre el tema, remito a estos buenos cristianos directamente al Espíritu Santo. Él les muestre «que el mundo todo está bajo el Maligno» (1Jn 5,19), y les haga ver -aprovechando algún rato en que no estén embebidos en la televisión, o precisamente entonces- cómo «la Gran Ramera corrompe la tierra con su fornicación» (Ap 19,2).

De otro modo la causa de la utopía está perdida ya en su inicio. ¿Cómo podrán los cristianos abandonar su propia casa espiritual, si no acaban de darse cuenta de que está incendiada? Si tantos hombres arriesgan su vida, y la pierden a veces, por no separarse de su casa en llamas y por tratar de salvar sus posesiones más queridas, ¿cómo los cristianos saldrán de sus casas tópicas, si no alcanzan a conocer la gravedad del incendio que en ellas les amenaza?

Conocimiento del ideal evangélico

Es indudable que a la hora de realizar el ideal, nos falla la voluntad -«el espíritu está pronto, pero la carne es flaca» (Mc 14,38)-; pero mucho antes y más nos falla la mente, es decir, la fe: ni siquiera conocemos el ideal evangélico que debemos pretender con esperanza y con todo empeño, convencidos de que Dios nos lo quiere conceder. No acabamos de conocer los cristianos las maravillas de gracia y renovación que Dios quiere obrar en nosotros.

¿Cómo se explica esa ceguera?... La voluntad influye en el juicio, y cuando aquélla está apegada a algo, no le deja pensar al juicio nada que le obligue a ella a dejar las cosas de su apego. ¿Cómo, si no, es posible que los buenos cristianos ignoren tanto el ideal de una vida cristiana total, en lo interior y en lo exterior, personal y comunitaria, al que deberían tender con esperanza y con todo empeño? Son ideales evidentes: son ideales claramente enseñados por Cristo y por los Apóstoles; tenemos de ellos ejemplos formidables en la vida de los santos y en las generaciones cristianas más fieles; son ejemplos sumamente persuasivos y atrayentes, que nos muestran posible la utopía evangélica: ella crea un mundo luminoso, santo y santificante, alegre, bello y todo él bueno, en todas sus partes. Y sin embargo...

¿Cómo justificar al antiutopismo de los buenos cristianos? Viendo, sobre todo, los terribles destrozos que el mundo tópico produce en la mente y en la conducta de sus hijos, ¿cómo no se deciden a intentar, solos o acompañados, la necesaria fuga mundi evangélica, sólo posible por la creación de un micro-mundo nuevo?

Por otra parte, consideran algunos, como una de las objeciones fundamentales contra la utopía, que nunca la idea debe preceder a la realización cristiana. En efecto, dicen, si hacemos un plan de vida comunitaria, con la intención de rellenarlo posteriormente de vida, estamos comenzando la casa por el tejado; estamos poniendo el carro delante del caballo; estamos cavando un cauce sin tener aún el agua. Más aún, a poco que nos descuidemos, estamos organizando una resistencia al Espíritu Santo, a quien deberíamos dejarnos incondicionalmente, sin pretender que Él nos ayude a realizar nuestro planes.

La objeción suena bien, pero una vez más es falsa. Es falsa, al menos, en muchas ocasiones. En primer lugar, no pocas veces a la comunidad utópica se llega sin pretenderlo, sin tener un plan preconcebido: lo vimos, por ejemplo, en el origen de la Comunidad de las Bienaventuranzas. Y en segundo lugar, otras veces Dios infunde primero su idea en ciertos hombres, y sólo posteriormente -quizá muchos años más tarde- les da su gracia para que la realicen. Es verdad que ha habido, por ejemplo, fundadores que primero han logrado una comunidad viva, y después se han preocupado de diseñar en leyes el ideal que ya estaban viviendo. Pero no necesariamente es siempre ése el proceso. También ha habido fundadores, como San Pablo de la Cruz (1694-1775), fundador de los Pasionistas, que a los veintiséis años, siendo todavía seglar, en un largo retiro que hizo a solas (1720), concibe ya a la luz de Dios la Regla de vida -incluído el hábito y el escudo pasionista- que años más tarde vivirá con muchos otros hermanos. «En el principio era el Verbo» (Jn 1,1).

Por lo demás, todos los conocimientos son pocos para la utopía. Construir una vida nueva, nueva en sus diversas partes y en su planteamiento total, requiere no sólo libertad del mundo tópico, grandes virtudes cristianas, conocimiento teórico del ideal, etc.: necesita también, a la hora de hallar los medios prácticos concretos, muchos conocimientos de diversos órdenes. Cuanto los cristianos deseosos de una vida nueva más sepan de historia y de doctrina cristiana, de liturgia y ascética, de psicología social y de pedagogía infantil y juvenil, de agricultura y de arte, de informática, de métodos naturales para regular la fertilidad, de dietética y de decoración interior, de fontanería, electricidad y de todo lo que sea, más y mejores medios prácticos tendrán para levantar comunitariamente el vuelo de la utopía evangélica.

En este sentido, los utopistas bucólicos, nostálgicos de una vida rural y sumamente simplificada -Gandhi abominaba de las máquinas industriales, y las consideraba causa principal de la decadencia de Occidente y de la India (Rau 95-97,113-115)-, a la larga, e incluso a la corta, toman un camino sin salida. En esto tenía razón Saint-Simon. Todos los conocimientos y técnicas han de ser integrados al servicio de la utopía.

Elegancia, ingeniería conductual cristiana

Aclarémoslo desde el principio: la creatividad cristiana de los laicos en las formas seculares ha de entenderse ante todo como una docilidad al Espíritu Santo. A Él le corresponde en primer lugar concebir e impulsar en modos bien concretos toda la renovación interior y exterior de la vida humana. No se trata, pues, tanto de que los cristianos inventemos modos y maneras de vivir, en una ingeniería conductual bienintencionada, pero más o menos arbitraria y voluntarista, sino de que, con mucha oración y planteándolo todo en pura fe y caridad, le dejemos al Espíritu Santo vivir en nuestras personas sin resistencias, y florecer en nuestras comunidades sin limitaciones.

«En Cristo Jesús sólo tiene valor la fe que actúa por la caridad» (Gál 5,6). La vida utópica cristiana exige repensar todas las prácticas comunitarias, hasta las aparentemente más triviales, a la luz de la fe, para modificarlas según la caridad. Todas: los horarios, el uso de la prensa y la televisión, la participación familiar en el Año litúrgico, la posición de los ancianos o de los niños en la familia, los modos de vestir, el régimen dietético, la decoración interior de las casas, la manera de educar a los hijos, el empleo de los tiempos de ocio, la configuración del noviazgo, de las vacaciones, de los lutos... todo tiene que ser evangelizado, todo, el conjunto y cada una de sus partes, tiene que ser interior y exteriormente renovado, según la vida de la gracia, para que sea «así en la tierra como en el cielo».

«No os conforméis a este mundo, sino transformáos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios buena, grata y perfecta» (Rm 12,2). En nada, por tanto, han de abandonarse los cristianos, sin más, al ambiente familiar o a las costumbres del mundo; por el contrario, deben mantener siempre despierto el fundado prejuicio de que esas vigencias mayoritarias muy probablemente son malas o al menos mediocres, es decir, son maleantes o mediocrizantes, inconciliables, pues, con la búsqueda sincera de la santidad perfecta, ya que «todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, codicia de los ojos y ostentación de riqueza. Y todo esto no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1Jn 2,16).

Un ejemplo mínimo: hasta los muebles de la casa han de ser evangelizados, para que respondan lo más posible al espíritu cristiano. Hay, sin duda, diversos estilos cristianos de configurar los muebles, y unos serán más indicados que otros según las circunstancias de una familia o de un país. Pero lo que está claro es que hay estilos que no son cristianos, que son una exterioridad adversa a la interioridad cristiana. Por ejemplo, un sofá enorme -como un camión metido en la habitación-, lujoso, sumamente blando, en el que las personas más que sentarse, se tumban y se hunden, no es un mueble cristiano, sino hindú, islámico o lo que sea.

Y es que todo, hasta los menores detalles, contribuye a crear una atmósfera, y ésta a su vez influye en el pensamiento y en la conducta de los miembros de la casa. No entender esto sería no entender el utopismo, que procura continuamente una coherencia creciente entre lo interior y lo exterior: «vino nuevo en odres nuevos».

Por eso, viviendo dentro de un mundo descristianizado, es absolutamente necesario que la familia y las comunidades cristianas practiquen una adecuada ingeniería conductual, que se ocupe sin cesar de ir logrando la mejor coherencia posible entre el espíritu interior cristiano y las formas comunitarias de la vida exterior. Y recuerdo aquí el importante principio ya expuesto más arriba: que no es posible el cambio de las partes, si no se cambia el todo, y que es imposible cambiar el todo, si no se cambian las partes, pues todas y cada una de las cosas se condicionan y exigen entre sí.

Los religiosos han entendido esto desde el principio. Ha habido Órdenes religiosas, por ejemplo, que se han hecho cuestión importante de ir descalzos o calzados, de comer carne o no. Y a cuestiones semejantes los mismos santos Fundadores prestaron gran atención, eligiendo determinadas opciones y ordenándolas con sumo empeño. Santa Teresa, por ejemplo, que tan altísimas visiones tuvo de la Trinidad y de Cristo, cuando traza en sus Constituciones un camino que lleva ciertamente a perfección, no se eleva a sublimes descripciones de la meta contemplativa que ha de pretenderse, sino que se ocupa con toda atención en determinar los medios del camino, en detalles a veces muy pequeños. Manda, por ejemplo, que las carmelitas lleven el pelo corto «por no gastar tiempo en peinarle», y que no tengan espejo. Da normas detalladas sobre la tela y la forma del hábito, y dispone que en vestido o cama «jamás haya cosa de color» (cp. III). Sus monjas, normalmente, no usan sillas, sino que se sientan en el suelo...

¿Estos detalles normativos en un camino de perfección son trivialidades y bagatelas?... No; son cosas pequeñas y bajas por las que se expresan y fomentan cosas muy grandes y altas. Pero los laicos, lamentablemente, no parecen haberse enterado mucho de todo esto, y no queriendo dar importancia grande a las cosas pequeñas, se remiten normalmente en éstas, en cada una y en su conjunto, a los usos del mundo, con efectos sumamente negativos para su espíritu. O quizá piensan -peor aún- que su secularidad les obliga en conciencia a proceder así... Pues bien, por ese camino podrán ser, con el favor de Dios, buenos cristianos, pero normalmente no llegarán a ser santos.

En efecto, a todos los cristianos les ha sido mandado que «no se configuren al mundo, sino que se renueven conociendo y realizando la voluntad de Dios». Y esa exhortación no es meramente un consejo, es un mandato. Por tanto, si no se cumple, es porque se está resistiendo un impulso poderoso y benéfico del Espíritu Santo. Dicho de otro modo: «dejarlo todo», es decir, cambiar esto, lo otro y también aquello, en cuanto sea preciso para mejor «seguir a Cristo», es norma única para todos aquéllos, religiosos o laicos, que quieran ser perfectos como el Padre celestial es perfecto.

Todo esto lo digo, por supuesto, de los laicos que, pudiendo modificar las formas de su vida, no las cambian según el Evangelio. Por el contrario -y este supuesto se da sin duda con mucha frecuencia-, cuando por exigencias de las circunstancias o del cónyuge o de quien sea, no le es posible a un laico modificación alguna en una cosa o en casi todas -a no ser en aquello que sea intrínsecamente malo, para lo cual siempre le asistirá la gracia-, entonces, ciertamente, Dios le ayudará para que pueda caminar rectamente por caminos torcidos, como en otro lugar he afirmado con absoluto convencimiento. Es otro modo maravilloso, igualmente admirable, que la gracia de Dios tiene para hacer su obra de santificación perfecta (Caminos laicales 14-16).

Pedagogía

La pedagogía es la llave que abre la puerta de la utopía. No hay posible utopía cristiana que no se fundamente en una pedagogía cristiana. Esto lo entendió Clemente de Alejandría en su libro El Pedagogo, lo entendió Moro en su Utopía y es convicción común entre los pensadores de tendencia utópica, como Gandhi.

Por otra parte el eros pædagogicus ha de inspirar en la utopía no sólamente a los educadores, profesores y catequistas, especialmente preparados para la función educativa, sino a todos los cristianos adultos, ante todo los padres y hermanos mayores. Una de las razones que hacen más urgente la utopía es ir a dar en un nuevo régimen de vida que favorezca continuamente la dedicación pedagógica de los mayores sobre los niños y jóvenes. La pedagogía es ars artium, el arte de las artes, porque se dedica a cultivar personas humanas.

¿Hasta cuándo los cristianos padecerán sin lucha una situación tópica en la que se ven tan ocupados en otras cosas, que apenas tienen tiempo y ánimo para cultivar a sus hijos? Ya ni saben hacerlo. Y con ello los hijos quedan a merced de la Bestia mundana, y por mil medios convergentes «reciben su sello en la frente y en la mano» (Ap 14,9), en su mentalidad y en sus costumbres. El Crisóstomo, en su precioso opúsculo De la vanagloria y de la educación de los hijos, describe minuciosamente, y con admirable perspicacia, cómo el niño cristiano es abandonado a una mundanización sistemática de su mente y de su corazón, y exhorta con fuerza a la maravillosa función educativa: «que se le muestren otras bellezas» (59). Ésa es la clave.

Una comunidad utópica sólo puede formarse y perseverar si está integrada por cristianos apasionados por la educación de sus hijos, cristianos decididos a ayudarles día a día a marcar su mente y su corazón con el sello de Cristo, el Salvador del mundo, y comprometidos en la ardua y gozosa tarea de crearles un cuadro exterior de vida favorable a la interioridad evangélica. Esto exige un empeño precioso, continuo, formidable: tutoría de estudios, de juegos, de lecturas, adiestramiento en oficios manuales, suscitación de aficiones positivas, etc., guía de exploraciones por el mundo de la naturaleza, de la pobreza, de la enfermedad, de la literatura y de la música, de la santidad, de la belleza litúrgica, acompañamiento directivo en viajes, peregrinaciones, campamentos, dosificación cuidadosa de experiencias intensas temporales, vacunaciones programadas contra todas y cada una de las epidemias espirituales de la época, así como catequesis, e incluso dirección espiritual, que también los laicos, en su modo y medida, deben impartirla.

Todo esto, que exige mucha atención, mucho amor y muchas horas de entrega personal a otros, hijos propios o ajenos, ha de estar integrado, como una orientación principal, en la forma vitæ de la familia y de la comunidad cristiana. De no ser así, ¿para qué tener hijos?... ¿Para echarlos al mundo tópico, y proporcionarles todos los condicionamientos precisos para que éste haga de ellos unos pequeños monstruos vacíos y desorientados, frágiles y egocéntricos, dedicados a «pasarlo bien en la vida», y ya amargados y desencantados de ésta, antes casi de haber comenzado a vivir?

Pasar la vida haciendo el bien

Jesucristo, nuestro Maestro, «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38). El único modo de salir de la maldad o mediocridad de la vida tópica es organizar la propia vida en forma tal que siempre esté ocupada en hacer el bien. Nada libera tanto de la vanidad o maldad del mundo como esta operosidad benéfica, siempre activa. En este sentido la ocupación benéfica del tiempo libre es algo de suma importancia para producir la atmósfera nueva de una vida utópica. El tiempo de trabajo tiene ya muchas veces de suyo una forma fija necesaria. Pero el tiempo libre, cada vez más amplio en los países desarrollados, puede configurarse como libremente se elija. Éste es, pues, uno de los campos más importantes para el ejercicio creativo del utopísmo cristiano.

Recordemos la importancia que se daba en las Reducciones guaraníes al empleo del tiempo libre. Modelos más recientes de esto tenemos, por ejemplo, en las actividades de formación, de aprendizajes, de juegos y deportes, que organizaban antes las Congregaciones Marianas, o que llevan ahora adelante diversos centros, como los de los Salesianos, el Opus Dei o la Milicia de Santa María.

Esta organización cuidadosa del tiempo libre es asunto personal, pero también es familiar y comunitario. Los mayores necesitan a veces encontrar en esto estímulos, iniciativas y medios. Y aún más lo necesitan los chicos y los jóvenes. Cuando se consigue, por ejemplo, con la colaboración de los mayores, que el tiempo libre de los muchachos esté lleno de juegos, reuniones de oración y formación, deportes y excursiones, visitas habituales a enfermos solitarios, campamentos y peregrinaciones, cursillos prematrimoniales, aprendizajes de lenguas, artesanías, etc., ésa es la manera de superar con facilidad otros modos mundanos, pasivos y empobrecedores, o incluso peligrosos, de perder el tiempo. Ocupadas las personas en actividades positivas, no se acuerdan siquiera de pasividades negativas, como tantas veces lo son la televisión, las playas, etc. No tienen tiempo para eso.

«No te dejes vencer por el mal, exhorta el Apóstol, sino vence el mal con el bien» (Rm 12,21). Es de este modo como «se detesta el mal, adhiriéndose al bien» (12,9). Por eso, «hermanos, no os canséis de hacer el bien» (2Tes 3,13). Está claro: el único modo eficaz de no estar en esta vida para «pasarlo bien», es organizarla para «pasarla haciendo el bien». Nuestra vida está cristianamente organizada cuando siempre hay en ella cosas buenas por hacer que nos están reclamando. Sólo así, en una afirmación continua del bien, podremos evitar el mal, la vanidad, el vacío, la inversión miserable de la atención, de la energía, del tiempo y del dinero. Y si es verdad que los malos tienen «inventiva para lo malo» (Rm 1,30), seamos los buenos, en igual o mayor medida, «ingeniosos para el bien e inocentes para el mal» (16,19).

Sobre todo a los niños y adolescentes les cuesta mucho, por ejemplo, no hacer nada malo en un domingo, si no saben qué bien hacer: «No podemos hacer esto, ni ir a tal sitio, ni estar con aquéllos... ¿Pues qué podemos hacer?». Andan, los pobres, «sin saber qué hacer». Pero también sucede esto con frecuencia entre los mayores, jubilados y ancianos. Las horas muertas pasadas en el bar, ojeando diarios o revistas, aburridos ante el televisor, van matando a las personas.

Fortaleza

Para que los laicos puedan, como los religiosos, aunque a su modo, vivir interior y exteriormente la utopía evangélica necesitan en forma muy especial la virtud de la fortaleza, la asistencia poderosa del Espíritu Santo, pues han de negarse a continuas atracciones muy fuertes y han de resistir muchas contradicciones y hostilidades. Indico muy brevemente algunos de los obstáculos principales contra la utopía.

-El demonio. Sin género de dudas, el obstáculo principal de la utopía es la acción diabólica. Lo que entendemos por vida utópica libera enérgicamente a los cristianos de la vida del mundo tópico. Y esto el Príncipe de este mundo no lo puede tolerar. Viene a ser una sublevación, y además comunitaria. Todo el considerable influjo que él ejerce sobre los buenos cristianos tópicos, impidiéndoles levantar el vuelo a la perfección, se ve puesto en peligro gravemente. Por eso el Diablo dará toda la guerra posible contra todo utopismo cristiano, sirviéndose de la debilidad de la carne, de la dulce afiliación social al mundo tal cual es, y si es preciso, acudirá a hostilizaciones suyas directas.

Se servirá del engaño, meterá cizaña entre los cristianos que intentan la aventura utópica, les exagerará las dificultades, mixtificará el proyecto, suscitará resistencias en los familiares y, si es preciso, en las mismas autoridades concretas civiles o eclesiásticas... Normal. Todo eso lo intentará por la cuenta que le trae.

-El mundo. Cuando los buenos cristianos asimilan más o menos sus pautas mentales y conductuales, el mundo descansa tranquilo en su mentira y su maldad. Pero cuando ve que los discípulos de Cristo se alzan y amenazan romper con él, tratando de escapar de la malla férrea, aunque invisible, de sus condicionamientos apresantes, se ve entonces abiertamente denunciado, y despierta entonces su persecución.

-Los familiares. La hostilización del mundo más dura contra los laicos que pretendan vivir con perfección el Evangelio, tanto en lo interior como en lo exterior, viene normalmente de la propia familia, según lo avisó Jesucristo: «los enemigos del hombre serán los de su casa» (Mt 10,36). Lo que piensen o murmuren los vecinos del segundo izquierda nos trae sin cuidado; pero lo que una y otra vez nos digan los familiares, las personas que más queremos y que más nos estiman y conocen, eso sí que nos hace mella. Y si la familia es de buenos cristianos, la tentación se hace tanto más insidiosa. Cuando procede de malos cristianos, puede dar lugar a sufrimientos, pero no a engaños.

Pues bien, para echar a andar hacia la utopía hace falta atreverse a escuchar lo que el Señor le dijo a Abraham y sigue diciendo ahora: «Salte de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre. Y ve a la tierra que yo te mostraré. Yo te haré un gran pueblo» (Gén 12,1-2).

Una de las principales ventajas de los religiosos en su búsqueda del utopismo evangélico, es que, habiendo dejado «casa, hermanos o hermanas, madre o padre, hijos o campos, por amor» a Jesús y a su Reino (Mc 10,29), poco pueden todos éstos influir sobre los modos nuevos de sus vidas. La familia suele dejar en paz a sus hijos o hermanos religiosos: los da por imposibles. Pero, en cambio, el utopismo laical muchas veces se verá incesantemente hostilizado... A los familiares no les inquietan los cambios puramente interiores de sus miembros, pero se alarman no poco cuando esos cambios interiores amenazan hacerse también exteriores, y aún más si implican ciertas modificaciones económicas. Será, pues, preciso resistirles de modo inquebrantable, evitando toda concesión engañosamente caritativa, hasta que quienes se cansen sean ellos.

«Deja a los muertos sepultar a sus muertos, y tú vete y anuncia el reino de Dios» (Lc 9,60). «Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aún su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no toma su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo» (14,26-27). «Mi madre y mis hermanos son éstos, los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra» (8,21). La Virgen Madre nos exhorta con toda fortaleza: «haced todo lo que Él os diga» (Jn 2,5).

-La carne. La utopía implica, hay que reconocerlo, un buen conjunto de riesgos. Y da miedo entrar por sus caminos, tan poco transitados. Todos los adagios populares son tremendamente antiutópicos: «más vale malo conocido que bueno por conocer», «lo mejor es enemigo de lo bueno», «más vale pájaro en mano que ciento volando», «el que a sus padres parece, honra merece», etc.

Es la prudencia de la carne. Es el miedo a arriesgar nada por el Reino de Cristo. «Que vayan otros». «Si son por lo menos veinte los que van, voy yo también. Si son menos, que no cuenten conmigo». «¿Y quién nos asegura que el Señor nos guiará y nos asistirá con su fuerte brazo en este Éxodo tan dudosamente necesario?». «Si un cambio tan arriesgado, incluso de domicilio, viniera exigido por razones económicas -conservar, por ejemplo, el empleo en el Banco, o ascender profesionalmente, etc.-, entonces sí. Pero un cambio tal por presuntas ventajas ascéticas en orden al Reino de Dios, perdóneme, pero eso es una locura».

Para salir del mundo tópico a la utopía evangélica hace falta -como decía Santa Teresa para llegar a la fuente sagrada de la oración-, «una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue yo allá, siquiera me muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (Camino Perfecc., Escorial 35,2). Sin esta determinación, será mejor quedarse en casa en zapatillas, lamentar cómo los hijos van perdiendo la fe, y encender el televisor.

La llamada «radicalidad»

Ya en otro lugar expuse que no parece conveniente caracterizar la vida religiosa por la «radicalidad» con que en ella se vive el Evangelio (Cto.-M 220-224). Es mucho más conveniente definirla al modo tradicional, según la teología de los consejos evangélicos. Por un lado, el concepto de radicalidad es de sí bastante ambiguo, y por otro, el adscribirlo como nota característica de los religiosos fácilmente lleva consigo una devaluación de la vida evangélica de los laicos.

¿Cómo un laico, en medio de un mundo tan ajeno al espíritu cristiano, podrá vivir la oración, la pobreza, la confianza en la Providencia, la castidad, la necesaria disconformidad con el mundo secular, sin mantener una radicalidad evangélica continua, contra viento y marea, viéndose permanentemente probado y perseguido, con una persecución a veces mucho más dura que la que ha de resistir un religioso, que al menos en su comunidad vive en un ambiente más favorable? ¿Cómo podrá un laico salir de Egipto, y realizar su éxodo personal y familiar, si no afirma constantemente una audacia radical en los principios y en los medios?

Los que caracterizan a los religiosos por su radicalismo cristiano ¿qué idea se hacen de la vida de los laicos, llamados verdaderamente por Dios a la perfección evangélica?... El radicalismo que necesitan los laicos en el mundo para vivir plenamente el Evangelio es tan grande como el que precisan los religiosos para dejar el mundo y seguir a Jesucristo. Y esto es verdad sobre todo si los laicos quieren configurar sus vidas en el Evangelio no sólo en lo interior, sino también en lo exterior. Todas las virtudes cristianas, entonces, habrán de ejercitarse intensamente en el empeño: la caridad, la abnegación, la prudencia, la fortaleza. Y la esperanza, por supuesto.

Esperanza

«Nada hay imposible para Dios» (Lc 1,37). Recordemos aquello que en el prólogo afirmé como el punto de partida principal en la aventura de este libro: lo imposible se hace posible en Cristo. Ahí está la maravilla de la vida cristiana, que es una vida sobrenatural. Según eso, el éxodo de los laicos en la utopía sólo puede ir adelante impulsado poderosamente por la virtud teologal de la esperanza. Y la esperanza ha de ponerse en Dios, en su bondad, en el amor que tiene a sus hijos, en su compasión cuando los ve encarcelados en el mundo, en sus promesas, en su voluntad providente de sacarlos a una vida nueva, nueva en lo interior y en lo exterior. Él es el único que de verdad puede renovar la vida de los hombres en el mundo.

«La esperanza cristiana, cuyo fundamento real histórico emerge de la obra redentiva de Cristo, es una vivencia anticipada de la eternidad y de los bienes prometidos, a los cuales se abre el cristiano mediante la expectativa y el deseo -spes et desiderium- y los previve por la caridad y la gracia» (Folgado Flórez 479).

En este sentido, como el Vaticano II subrayó, el escatologismo de la esperanza, lejos de desinteresar a los cristianos de las realizaciones históricas presentes, les impulsa a ellas poderosamente, pues considera toda perfección humana en el tiempo presente como una anticipación del «tiempo de la restauración de todas las cosas, cuando, con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, sea perfectamente renovado en Cristo» (LG 48a;+48 entero).

Sencillamente, el utopismo cristiano nace directamente de la esperanza teologal. El utopismo esperanzado tiene como íntima substancia un deseo confiado: un deseo de una vida comunitaria más perfecta; y un deseo que está confiado a la misericordia del «Padre de las luces, de quien procede todo lo que es bueno y perfecto» (Sant 1,17).

Circunstancias actuales favorables a la utopía

Sabemos que la historia de la salvación es acción divina que actúa continuamente en la historia del mundo. Ahora bien, si se consideran las actuales circunstancias históricas que se dan en los países más o menos desarrollados, dentro de sus ambigüedades alarmantes y de sus abismales contrastes, pueden apreciarse, sin embargo, importantes elementos favorables a la utopía.

1.- El desarrollo cultural y económico. Los pueblos muy ignorantes apenas pueden imaginar siquiera formas de vida comunitaria diversas a las que viven. Y si son muy pobres, no centran su atención en mejorar su régimen de vida, sino en sobrevivir.

La utopía puede darse en los países que han alcanzado un grado considerable de desarrollo cultural y económico.

Este punto tiene una validez dudosa, es sólo parcialmente verdadero. La utopía es antes que nada una luz de conocimiento, y Dios da a los pequeños la sabiduría que esconde a los cultos y entendidos (+Lc 10,31). De hecho, en países pobres se esbozan intentos utópicos esperanzadores: cuesta menos salir de la situación tópica cuando ésta es pobre. Y por lo demás, la riqueza lleva al consumismo y a la soberbia, los padres de la imbecilidad. De ahí no sale utopía alguna.

2.- La gran heterogeneidad. Ésta sí es una condición muy favorable para el utopismo. En gran parte de las naciones, quedó ya atrás el tiempo primitivo en que la sociedad tenía una forma única homogénea, y en el que cualquier diversidad se interpretaba como una agresión. Hoy se ha universalizado, sobre todo en las grandes ciudades, un pluralismo de formas que a veces llega a ser caótico, que disgrega la cohesión social y que disuelve en gran medida aquella identidad nacional, que sólo era posible en una sociedad mucho más homogénea.

En una misma casa de vecinos pueden coincidir hoy cristianos y judíos, agnósticos, astrólogos y mahometanos, que hacen en la terraza sus oraciones, vegetarianos y aficionados al yoga, familias numerosas y matrimonios que no quieren tener hijos, idólatras del cuerpo y gente dada a las drogas, unos que visten como hindúes y otros con claras tendencias nudistas... Especialmente en las grandes ciudades cabe todo, sin que entre tanta diversidad surjan especiales tensiones. El ideal supremo de unos y otros viene a ser «dejar vivir a los demás, y que me dejen vivir a mí en paz».

Pues bien, este pluralismo tan heterogéneo hoy se da en un grado históricamente nuevo, y ofrece al utopismo comunitario posibilidades también históricamente nuevas. En una tribu muy primitiva, absolutamente homogénea, donde las casas son cónicas y todos llevan la cabeza rapada, es muy probable que apedreen a quien se deje trenzas o que incendien la choza que se construya cuadrada. La sociedad no tolera estas provocaciones.

3.- El horror del mundo actual. Esta condición es quizá la más decisiva. La gente se resiste a dejar sus casas hasta el último momento, hasta que las llamas del incendio están ya tocándoles... Los cristianos no dejan su vida tópica hasta que se convencen de que ésta ha llegado a niveles tan inconciliables con el Evangelio, que se hace ya forzoso elegir entre ser de Cristo o del mundo. Lo que G. Kateb dice en clave profana y puramente sociológica expresa bien lo que va a ser con frecuencia creciente el pensamiento de los cristianos de hoy:

«Se verá con el paso del tiempo cada vez más claro que las opciones se van reduciendo a dos: cielo o infierno. Por eso algunos quisieran hacer ver que la única doctrina conveniente a la realidad moderna es, bastante paradójicamente, el utopismo» (270).