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5. Errores antiutópicos

Antes de considerar las posibilidades utópicas del Evangelio en los laicos, principal objeto de nuestro estudio, es preciso aclarar algunos malentendidos hoy frecuentes y entender bien la relación de semejanza y diferencia que existe entre los religiosos y los laicos. Esto último lo veremos en el próximo capítulo. En éste, señalaré los malentendidos que más directamente impiden el vuelo de la utopía en los cristianos.

«Imposible lograr comunidades perfectas sin hombres perfectos»

Ya vimos que la cuestión decisiva de la utopía es su posibilidad. Pues bien, los antiutopistas arguyen que una comunidad perfecta sólamente puede construirse con hombres perfectos. Y como éstos son muy escasos, y no suele ser posible reunirlos, la comunidad utópica es irrealizable. Más aún: ¿el fracaso histórico reiterado de los intentos utopistas no es un dato decisivo a la hora de juzgar la validez de la misma utopía?... Los que aborrecen la utopía, ante la solidez invulnerable de estos argumentos, se dispensan de pensar más en la cuestión. Se sienten definitivamente victoriosos, y miran como alienados a los utópicos -alienos, ajenos a la realidad histórica-.

¿Qué decir a esto? Desde luego, las comunidades utópicas no pretenden ser perfectas en modo absoluto, sino relativo: más perfectas que el medio tópico vigente. Aclarado esto, daré respuesta a los dos argumentos.

En primer lugar. Las Órdenes religiosas logran constituir comunidades relativamente perfectas y ciertamente perfeccionantes, partiendo de hombres que son imperfectos, pero que quieren ser educados y ayudados para vivir una vida personal y comunitaria más perfecta, mejor que la del mundo tópico. Y de modo análogo, esa perfección comunitaria que se realiza en los cristianos religiosos, puede también realizarse en los cristianos laicos, en formas adaptadas a su condición secular de vida. Por tanto, la idea de que «sólo es posible crear comunidades perfectas partiendo de hombres perfectos» es una idea simple, clara y convincente, que sólamente tiene el defecto de ser falsa.

En segundo lugar. La reiteración de fracasos históricos no siempre demuestra la inviabilidad de ciertos proyectos. Podrían éstos no estar bien proyectados o podrían, efectivamente, no contar con las personas adecuadas para desarrollarlos. El hombre, por ejemplo, ya desde el antiguo mito de Ícaro, pasando por Leonardo da Vinci, ha intentado volar muchas veces, dando siempre con sus huesos en tierra. ¿Significa esto que la pretensión del vuelo es irrealizable y absurda para el hombre y que quienes lo intentan son unos alienados, que en vez de ocupar su inteligencia y sus fuerzas en la realidad posible, las malbaratan en pretensiones imposibles?... En absoluto. No sólo los aviones actuales, con potentes motores, inexistentes en la antigüedad, sino las simples alas-delta o los parapentes han demostrado con la evidencia de los hechos que el vuelo es perfectamente posible para el hombre. ¡Hace ya veinte siglos, y mucho antes aún, era perfectamente posible volar, por ejemplo, en parapente!

En otras palabras, el fracaso no demuestra nada. Lo único que demuestra algo es el éxito. De facto ad posse valet illatio.

«Lo mejor es enemigo de lo bueno»

Al intentar comunitariamente unos niveles de perfección evangélica que exceden las posibilidades de los cristianos laicos, fácilmente se ocasionan conflictos en las familias y tensiones voluntaristas en los individuos, con resultados peores que los obtenidos en una vida más normal, es decir, más semejante a la del mundo tópico. Lo mejor puede ser así enemigo de lo bueno.

Habría que hacer a esa posición tantas críticas, que da pereza intentarlo. Esa postura conformista, ignorando la fuerza renovadora de la gracia de Cristo, considera que las conductas utópicas, netamente distintas de las tópicas, exceden las posibilidades de los seglares. Desconoce a un tiempo la fuerza de la gracia y la altísima perfección interior y exterior a la que están eficazmente llamados los laicos cristianos.

Por otra parte, en forma implícita -bastante explícita, por lo demás- esa posición da por buena la forma de vida de los cristianos tópicos relativamente fervorosos. Y considera un error poner en peligro lo bueno por aspirar comunitariamente a un mejor imposible. Es decir, no considera un horror que, a causa del género de vida que llevan, tantas veces estos cristianos -según ellos mismos confiesan- se ven habitualmente incapaces para la lectura espiritual, para la limosna o para transmitir la fe a sus hijos, impedidos para la acción apostólica o asistencial, con plomo en las alas para levantar el vuelo diario de la oración.

Si estos cristianos buenos se quedan encerrados en su mediocre situación tópica, si estiman que ésta es buena o tolerable, asegurando en todo caso que dentro de ella pueden perfectamente llegar a la más alta santidad, sin hacer apenas nada por modificarla, matan la fuerza utópica del Evangelio, pues ellos, los que siguen una vida buena, son precisamente los únicos que podrían salir a la utopía de lo mejor.

En fin, no sigo, porque hemos de volver sobre el tema. Sólo añadiré que el peligro de que los cristianos buenos se crean excelentes por comparación relativa a una masa innumerable de cristianos malos -«ya vamos bien»- es indeciblemente grande. Llevan en buena parte los caminos torcidos de un mundo pagano o apóstata, sin hacer grandes empeños por enderezarlos. Y todavía se consideran buenos.

Ya se ve que «lo bueno es enemigo de lo mejor».

«Hay que encarnarse en las realidades del mundo»

El utopismo, pretendiendo formas comunitarias de vida distintas de las del mundo secular, da lugar a que los cristianos no se encarnen suficientemente en esas realidades temporales que ellos mismos han de renovar desde dentro. Es ésta precisamente la doctrina del concilio Vaticano II:

«El seglar se incorpora profunda y solícitamente a la realidad misma del orden temporal, y acepta participar con eficacia en los asuntos de esta esfera, y al mismo tiempo, como miembro vivo de la Iglesia, hace a ésta presente y actuante en el seno de las realidades temporales» (AA 29g). «Es propio de ellos [de los seglares cristianos], repletos del Espíritu Santo, el animar desde dentro, a modo de fermento, las realidades temporales y el ordenarlas de forma que se hagan continuamente según Cristo» (GS 15g).

A esta objeción, y para entender rectamente la enseñanza del Concilio, es preciso hacer dos observaciones.

Primera. El cristiano no tiene que encarnarse, pues ya él es carne: más aún, es sobradamente carnal. El Hijo de Dios es quien, siendo espíritu, se encarna, para que nosotros, siendo carnales, vengamos a espiritualizarnos, es decir, nos hagamos «un solo espíritu con Él» (+Jn 1,14; 4,24; 1Cor 6,17). Así ha hablado siempre la Iglesia y así seguirá hablando siempre, fiel a la Escritura y a la Tradición: sin acudir a las formas verbales que son contrarias.

La tendencia a que los cristianos se encarnen más y más puede tener, por supuesto, interpretaciones correctas, pero la expresión es muy impropia y equívoca. Por otra parte, esa tendencia desvía aún más la espiritualidad bíblica y tradicional cristiana cuando la Encarnación del Verbo es entendida al modo nestoriano: la encarnación del Verbo haría al Hijo divino más humano dejando en él cierta inclinación al mal, o incluso alguna experiencia del mal (+Sacralidad y secularización 39-40).

Segunda. Jamás la Iglesia, ni en el Concilio Vaticano II ni nunca, ha querido que la participación de los cristianos laicos en las realidades temporales se realice por la mundanización de sus pensamientos y conductas. En efecto, hay muchos modos de «incorporarse profunda y solícitamente en el mundo». Los potentados, por ejemplo, lo hacen de un modo en la Costa Azul, en tanto que las Misioneras de la Caridad lo hacen de otro modo en Calcuta. Los hombres mundanos, desde luego, se incorporan al mundo con pasión, a su manera mundana y tópica, por supuesto. Pero los laicos cristianos han de vivir su condición secular a su manera propia, partiendo de la originalidad suprema del Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra, es decir, al modo evangélico y utópico, siempre fieles a la Palabra divina: «no os configureis a este mundo» (Rm 12,2); «detestad el mal y adheríos al bien» (12,9); «sed ingeniosos para el bien e inocentes para el mal» (16,19); «examinadlo todo y quedáos con lo bueno. Abstenéos hasta de la apariencia del mal» (1Tes 5,21-22).

«Diferenciarse del mundo, aleja de él y quita la posibilidad de transformarlo»

Cuanto más diferentes, más distantes. A mayor diferencia en mentalidad y costumbres, menos capacidad de influencia sobre el mundo. El utopismo, pues, al pretender formas de vida comunitaria netamente distintas del mundo secular, aleja del mundo a la Iglesia y disminuye en ésta su capacidad santificadora de las realidades seculares.

En algunos sentidos esa doctrina es verdadera. Pero en otros, que son los que aquí justamente nos interesan, es falsa. La primera comunidad de Cristo y de los apóstoles, evitando toda diferenciación innecesaria e inútil respecto a los hombres de su tiempo, lleva un género de vida interior y exterior muy diferente: deja trabajo y familia, vive en pobreza, posee los bienes en común, etc., y nadie ha estado tan próximo a los hombres. La primeros cristianos de Jerusalén forman igualmente una comunidad muy distinta del mundo judío contemporáneo y muy atrayente y transformadora: «nadie de los otros se atrevía a unirse a ellos; pero el pueblo los tenía en gran estima; y crecían más y más los creyentes» (Hch 5,13-14).

Vincular igualdad a proximidad, y diferencia a separación, es completamente arbitrario. El santo Cura de Ars es muy diferente de la gente entre la que vive, y les está muy próximo; y así lo entienden todos, tanto los buenos como los pecadores. Los mundanos, en cambio, son muy semejantes entre sí y, en la verdad más profunda, están, sin embargo, muy distantes unos de otros por falta de amor.

En otros lugares he estudiando ya temas afines: igualitarismos y otras psicologías enfermas, aversión al héroe, distinto-separado, semejante-unido, etc. (por ejemplo, Sacralidad y secularización 42-47).

Sólamente aquéllos que, por la gracia de Cristo, el Hombre nuevo, se ven libres del mundo son los que tienen fuerza para transformar las realidades seculares. Las confirmaciones históricas de esa afirmación son innumerables. Los monjes y frailes que evangelizaron y civilizaron Europa o América eran muy distintos de los indígenas de esos pueblos, pero mostraron una enorme fuerza en Cristo para transformarlos. En cambio, corporaciones cristianas que guardan muy celosamente su condición mundana y secular manifiestan una clamorosa impotencia a la hora de renovar un mundo secular, al que son demasiado semejantes.

La tradición cristiana marca en estas cuestiones una orientación muy clara. San Pablo: «sed imitadores de Dios, como hijos queridos suyos» (Ef 5,1). San Cipriano: «no hay que seguir la costumbre de los hombres, sino la verdad de Dios» (Epist. LXIII,14). Santa Teresa: «dejáos de estos miedos: nunca hagáis caso en cosas semejantes de la opinión del vulgo. Mirad que no son tiempos de creer a todos, sino a los que viéreis van conforme a la vida de Cristo» (Camino Perf. Esc. 36,6). San Juan de la Cruz: «nunca tomes por ejemplo al hombre en lo que hubieres de hacer, por santo que sea, porque te pondrá el demonio delante sus imperfecciones; sino imita a Cristo, que es sumamente perfecto y sumamente santo, y nunca errarás» (Dichos 156).

«Hemos de partir de la realidad»

En la configuración de nuestra vida, en el planteamiento de la evangelización del mundo, en fin, en todo, hemos de partir de la realidad, es decir, de la precaria situación real del mundo secular, con sus luces y sombras, sus vicisitudes y sus problemas. Por el contrario, partir de la Palabra divina o de utopismos inexistentes e imposibles es plantear de modo abstracto, angelista, espiritualista y desencarnado la vida cristiana y la evangelización del mundo.

Todo ese planteamiento está falseado. «En el principio era el Verbo» (Jn 1,1; +Gén 1,1-2). La realidad es Dios, es su Palabra, es Jesucristo, Él es la fuente de toda realidad. El mundo secular es indecíblemente efímero, contingente, alucinatorio, está completamente irealizado, falsificado, en la medida en que está sujeto al imperio del Padre de la Mentira, el falsificador del hombre y de toda la creación (+Sacralidad y secularización 72-74).

Los hombres y las instituciones, las costumbres y las modas, así como los temas que centran la atención humana, son reales en la medida en que son según Dios, e irreales y alucinatorios en cuanto se alejan de su pensamiento y de sus caminos, es decir, de su voluntad. Partir de Dios y de su enviado Jesucristo es la única manera de traer a los hombres a la realidad, haciéndoles volver en sí, y de entrar en su propia verdad. Los hombres y las culturas se realizan en la medida en que se centran en Dios, y son irreales, vanas, falsas, vacías, en cuanto le contrarían o niegan. En este sentido, nada hay tan realista como el utopismo: «así en la tierra como en el cielo».

Los místicos han captado con vivísima lucidez esta verdad. Santa Teresa ve con toda claridad la falsedad de cuanto se hace fuera de Dios o contra Él. «Y así lo he visto, sea el Señor alabado, que después acá tanta vanidad y mentira me parece lo que yo no veo que va guiado al servicio de Dios, que no lo sabría yo decir como lo entiendo, y lástima que me hacen los que veo con la oscuridad que están en esta verdad» (Vida 40,2).

Habrá que decir esto a los cristianos enterados, sobreabundantemente informados acerca de lo que ellos consideran ingenuamente la actualidad del mundo secular. No entienden nada de lo que pasa. Nada. Tendrían que meditar más la Palabra divina en la oración, habrían de sacar más la cabeza por encima de los sucesos del mundo, y necesitarían diferenciar mucho más su pensamiento y vida de la mentalidad y estilo del mundo: sólo así podrían enterarse de lo que realmente está sucediendo en el mundo de las cosas seculares.

«Hemos de vivir hondamente la historia de los hombres»

«La Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS 1). Todo intento de salir del curso dinámico de la historia de los hombres, pretendiendo escribir comunitariamente, por así decirlo, una historia de salvación paralela a la historia del mundo, pero como fuera de ella, está condenado al fracaso. Y en este sentido, toda utopía viene a ser una ucronía.

Es verdad que en las comunidades cristianas más intensamente utópicas puede darse el peligro de separarse excesivamente de la sociedad secular, desinteresándose de la marcha del mundo, y procurando más que salvarlo, salvarse de sus terribles enfermedades y naufragios. Como también es verdad que en las asociaciones cristianas que más usos del mundo asimilan existe el peligro de contagiarse de no pocas de sus epidemias y maldades. Eso indica que unas y otras agrupaciones cristianas habrán de estar atentas para no incurrir en las tentaciones que pueden serles peculiares. En todo caso este tipo de tentaciones no son para suprimirlas, sino para superarlas con la gracia de Cristo.

Pensar, sin embargo, que en principio el utopismo cristiano organizado margina de la historia a los discípulos de Cristo -«margina»; y no «tiene peligro de marginar»- es un grave error. Ya he recordado, como ejemplo, que los hombres que más construyen la historia no sólo eclesiástica sino civil de Europa y de América son justamente comunidades de monjes y de frailes que «lo han dejado todo», para seguir a Cristo y hacer el bien a los hombres. El pueblo cristiano en los primeros siglos, jurídicamente marginado de la historia de Roma, e incluso perseguido, influye en la historia del Imperio -al que le da vuelta en tres siglos- bastante más que el pueblo cristiano del siglo XX, tan profundamente inserto en la vida del mundo.

Cuando Abraham y los suyos salen de su tierra bien real, hacia una tierra prometida ¿habrá que decir que se salen de la historia o justamente lo contrario: que la hacen en un paso decisivo? ¿El éxodo por al desierto, por el que se sale de la realidad de Egipto, para avanzar hacia lo que sólo Dios conoce, hace de la aventura utópica de Israel en el desierto una vana ucronía?...

Nada afecta tan profunda y tan benéficamente a la historia humana como los actos personales o colectivos -cualesquiera que sean- realizados bajo la acción del Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra. Y atención en esto: hay que apreciar muchísimo la acción de los laicos en el interior del mundo para transformarlo según Cristo, cuanto sea posible; pero no se olvide que para conseguir tan alta meta la acción de quienes se dedican a la contemplación o al apostolado es la que alcanza efectos más profundos y eficaces.

Es Cristo, es Él con sus miembros, los cristianos, el único que puede reorientar y sanear la historia del mundo. Y el misterio de Cristo, como enseña el Vaticano II, «afecta a toda la historia de la humanidad, influye constantemente en la Iglesia y actúa sobre todo por obra del ministerio sacerdotal» (OT 14a). La historia humana no es la que se cuenta diariamente en los periódicos o en los programas informativos de la televisión. En esos medios se ignora casi por completo lo que de verdad está sucediendo en la historia de los hombres. Ignorando sistemáticamente la acción de la Providencia, desconociendo totalmente la gran batalla librada entre ángeles y demonios, santos y pecadores, cuentan una historia que apenas tiene nada que ver con la historia real del mundo. En fin, ellos cuentan los chismes que conocen: no alcanzan a enterarse de más. Y es que «esta compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede captarse por la fe; más aún, es el misterio permanente de la historia humana» (GS 40c).

Cualquier persona o comunidad que, como Abraham, como Israel en el éxodo, como Cristo y los doce, como la comunidad primera de Jerusalén, sale realmente de la vida del mundo tópico para entrar por los caminos de Dios, produce en la historia de los hombres los más profundos y duraderos efectos. Los santos y las comunidades santas son quienes más influyen en la vida cívica y religiosa de las naciones, sea cuales fueren sus vocaciones específicas. Pensar que el curso de la historia lo deciden ante todo esos señores que salen de potentes coches, llevando carteras llenas de documentos, para entrar en edificios de encuentros internacionales, es un craso error. También habrá que hacer eso, por supuesto. Pero quede claro que lo que endereza la historia humana es ante todo la búsqueda prioritaria del Reino de Dios y su justicia en lo interior y en lo exterior, esperando todo lo demás como añadidura.

«Hodiernismo»

Uno de los más graves errores antiutópicos de nuestro tiempo es el hodiernismo, enfermedad epidémica por la que se da culto al hoy (hodie) que estamos viviendo. La ideas filosóficas sobre el progreso, como evolución necesaria -Lessing, Herder, Hegel, Marx, Darwin, Teilhard de Chardin, etc.- han agudizado en forma apenas conocida antes en la historia la convicción de que «cualquier tiempo pasado fue peor».

Partiendo de esa convicción, el progreso sólo es posible en la medida en que se suelta el lastre oscurantista de la tradición. Y el hodiernista hará como norma suprema de su vida el «estar al día». Lo bueno para él es «lo actual». Y lo malo, en justa correspondencia, será «lo pasado», que por el mero hecho de serlo debe ser considerado como «ya superado». Jacques Maritain describe bien a quienes están afectados de «cronolatría», y asegura que para éstos, quedar atrasado en algo es simplemente la perdición: «être dépassé, c’est le schéol» (Le Paysan 26).

El hodiernista, en innumerables asuntos, se siente en conciencia obligado por su época: «hoy no es posible»..., «actualmente los tiempos exigen»... Encarcelado en el presente, se sujeta dócilmente a un cúmulo de prescripciones positivas o negativas.

El hodiernista fiel a su credo se ve piadosamente escandalizado por los males del tiempo actual, que no pueden menos de llenarle de perplejidad: «¡que en pleno siglo XX suceda tal cosa!»... Y es que el hodiernista de la estricta observancia, pase lo que pase -su fe es inquebrantable por las realidades contrarias más patentes-, está convencido de que vive «en la plenitud de los tiempos».

De don Emilio Castelar es esta conmovedora pieza oratoria en la que glorifica el gran Siglo XIX: «si el siglo XIV las literaturas modernas, el siglo XV el renacimiento. Si el siglo XV el renacimiento, el siglo XVI la reforma. Si el siglo XVI la reforma, el siglo XVII la filosofía. Si el siglo XVII la filosofía, el siglo XVIII la revolución. Si el siglo XVIII la revolución, este gran siglo, el mayor de todos los siglos, trae como el resumen de todo este gran movimiento».

Encerrado en la cárcel dorada de su presente triunfal, el hodiernista se ve preso de sus coordenadas espacio-temporales y privado irremediablemente de todo lo más alto y excelente que la humanidad ha producido a lo largo de los siglos. Los más mediocres maestros o artistas hoy levantados por la moda le alejan de los grandes genios del pasado en literatura y música, filosofía y teología. Pobre hombre.

En el fondo, la suerte del hodiernista es desesperada. ¿Qué es lo actual, el marxismo o el capitalismo, el racionalismo o el pensamiento débil, la disciplina vigorizante o las actitudes permisivas, el aborto o las actitudes pro-vida?... En el siglo XIII la vanguardia del pensamiento filosófico era Aristóteles, del siglo IV antes de Cristo. En España, ciertos intelectuales progresistas de hace no tanto eran admiradores de Krause (+1832); pero hoy Krause resulta mucho más pasado que Aristóteles...

¿Qué es, pues, lo actual, lo más actual?... Los Apotegmas de los Padres del desierto es una colección monástica de fines del siglo V. Pues bien, actualmente, sólo en España, se han hecho de esta obra cuatro ediciones distintas en cuatro años (Sígueme 1986, DDB 1988, Apostolado Mariano 1990, Las Huelgas 1990). Y es muy probable que dentro de veinte años sea más fácil encontrar esos escritos que las obras de Karl Rahner, Leonardo Boff o Anthony de Melo, autores rabiosamente actuales en su día, y que quizá en unos años más se encuentren únicamente en establecimientos de libros usados.

Por otra parte, ignora el hodiernista que los grandes errores del pasado fueron en su día lo actual. Y no tiene tampoco en cuenta que, inexorablemente, el actual presente muy pronto va a transformarse en abominable pasado.

Es una vocación trágica la del hodiernista. ¡Qué cantidad de cambios ha de hacer a lo largo de su vida para mantenerse siempre «al día»! ¡Qué movedizos son sus ídolos, y cómo se ve obligado a incensar ahora a la derecha, mañana a la izquierda, ayer hacia arriba, y así anda siempre! Es humillante.

Gustave Le Bon, en su célebre obra Psychologie des foules hace notar, por ejemplo, la continua variación de las ideas políticas. Concretamente, en la generación francesa que vivió entre 1790 y 1820 se batieron quizá todas las marcas: «Las masas primero son monárquicas, luego se hacen revolucionarias, después imperialistas, después otra vez monárquicas» (96)...

Por lo demás, el hodiernismo carece de bases científicas, filosóficas o históricas. Hasta antropólogos y etnólogos se muestran reticentes a la hora de calificar a pueblos y culturas de primitivos. Tampoco la teoría del arte acepta el hodiernismo:

Jorge Guillén: «sólo en la perspectiva del progreso parecen primitivas figuras pertenecientes a épocas de gran madurez. Ya es un lugar común que el arte no sigue ninguna línea de progreso. La poesía de hoy -The Waste Land- no representa un adelanto respecto a la del siglo XIII: el Roman de la Rose» (14). También Picasso estaba convencido de eso, y así declaraba en una revista italiana: «para mí, en arte, no hay pasado ni futuro» («Epoca» 24-X-1971).

Menos aún puede la filosofía aceptar la ingenua tesis del hodiernismo. Así lo afirma Roger Verneaux:

«El estudio de la historia no permite sostener la tesis del progreso necesario [...] ¿Por qué el porvenir de la humanidad no es objeto de ciencia? Precisamente porque la contingencia y la libertad sólo permiten conjeturas y probabilidades, cuyo contrario siempre es posible. Y si el porvenir es imprevisible, el pasado no puede ser racionalizado sino gracias a un juego del espíritu, que consiste en declarar lógicamente necesarios los acontecimientos que de hecho se han producido» (232).

¿Y el cristianismo? ¿Da el Evangelio alguna base al hodiernismo? Tampoco. Para la Iglesia la edad de oro o se sitúa en los comienzos apostólicos, Pentecostés, o al final de la historia, Parusía. Entre medio, en el tiempo de la Iglesia, la vida del pueblo cristiano va mejor o va peor, pero no hay lugar alguno para el hodiernismo.

El hodiernismo incapacita radicalmente para la utopía. Por eso, el cristiano utópico ha de ser perfectamente libre del hodiernismo actual, ya que es una de las más graves amenazas contra la «libertad propia de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Debe permitirse no sólamente actuar, cuando así convenga, en modos diversos a los exigidos por la ortopraxis vigente, sino incluso pensar y hablar en formas que escandalizarán e indignarán al hodiernista ortodoxo. No ha de tener prejuicios frente al pasado o el presente, por ser tales, ni favorables ni adversos, sino que ha de estar abierto a la verdad de cualquier tiempo, ya que «todo el que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo» (Mt 13,52).