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11. La Beata Isabel Canori Mora, esposa y madre, terciaria trinitaria

En este libro he insistido desde todos los ángulos posibles en la conveniencia de que los caminos habituales de la vida secular sean rectificados según el Evangelio, para facilitar el progreso de los cristianos laicos hacia la perfecta santidad. Es preciso, sin embargo, recordar dos cosas: 1ª, que a la mayor parte de los seglares, por incapacidad personal o por limitaciones circunstanciales, no les es apenas posible rectificar los caminos por los que andan, como no sea en ciertos aspectos más graves; y 2ª, que sin duda alguna es posible caminar rectamente por caminos torcidos (+Caminos laicales 14-16). Veamos aquí de estas dos cosas un ejemplo admirable.

El 24 de abril de 1994, en la basílica de San Pedro, el papa Juan Pablo II beatificó a la mujer romana Elisabetta Canori Mora (1774-1825), mostrándola así a todo el pueblo cristiano «como esposa y madre ejemplar, entregada a una fidelidad sacrificada, en los valores más exigentes y permanentes del Evangelio».

A los doce años, «por orden del Señor», hace Isabel voto de castidad (La mia vita 3). Pero ganada más tarde por la vanidad del mundo, olvida su voto, y queriendo evitar las penalidades de su casa paterna, a los veintidós años, en 1796, se casa con el abogado Cristóbal Mora. Ella entiende más tarde que este paso fue un «temerario atentado» (6), un «enorme delito» (7), un «nefando perjurio» (156, 184). De su matrimonio nacieron cuatro hijas, de las que sobrevivieron dos: Mariana y Lucina, que será monja y escribirá la vida de su madre.

Poco después de la boda, Cristóbal toma una amante. Y aunque muchos, hasta su mismo confesor, sugieren a Isabel que se separe, ella decide seguir con su marido, ofreciendo por su conversión el sacrificio de su vida y su incesante oración. También su caridad alcanza a la amante de su marido, no permitiendo que sobre ella se hable con resentimiento, y expresando su deseo de «tenerla junto a sí en el paraíso».

Isabel, pues, anda, sin poder evitarlo, por caminos completamente torcidos: al casarse se ha desviado de su vocación genuina y se ve después obligada a vivir en una situación conyugal y familiar desastrosa. Sin embargo, el Salvador misericordioso le guarda de todo mal, y le hace crecer más y más en su santo amor, concediéndole altísimas gracias de contemplación. En 1803, a los veintinueve años, recibe de Dios sus primeras experiencias místicas. Su Diario íntimo consigna de 1807 a 1824 las maravillas obradas en ella por el Señor. Su admirable vida de oración y penitencia va siempre entrelazada con sus deberes de esposa y madre, y con su entrega a los pobres y enfermos.

En 1807 ingresa en la Orden Tercera Trinitaria, bajo la dirección espiritual del padre Fernando de San Luis Gonzaga, trinitario descalzo. Éste es también director de otra terciaria, la beata Ana María Taigi (1769-1837), amiga de Isabel, casada con un portero, madre de siete hijos y gran mística.

Muere Isabel en 1825. Y poco después Cristóbal, vencido por la santidad de su difunta esposa, reconoce sus pecados, se hace terciario trinitario (1825), ingresa como hermano lego en los franciscanos (1834), y más tarde recibe entre ellos el sacerdocio. Muere en 1845 con fama de santidad.

La beata Isabel, como hemos visto, pasa la mayor parte de su vida por circunstancias terriblemente dolorosas. Sin embargo, prevalece normalmente en su ánimo la luminosidad contemplativa, el gozo en Dios. Las páginas de su Diario nos muestran con gran frecuencia una Isabel inundada de alegría -«gozaba verdaderamente un paraíso de delicias» (La mia vita 89)-, y es tal el desbordamiento de las gracias divinas que en alguna ocasión se atreve a pedir que no aumenten: «basta, mio Dio; basta, non più» (133).

Pero a veces, sin embargo, el Señor le hace ver el pecado del mundo, y ella sufre indeciblemente y se deshace en lágrimas, viendo el rechazo generalizado del amor de Dios. Tanto se goza en el amor de Dios, tanto se duele al verlo rechazado. A los 44 años, por ejemplo, tiene esta visión mística sobre la situación del mundo secular. Así estaban entonces las cosas del mundo. Y así están ahora.

«El día 15 de noviembre de 1818 mi pobre espíritu fue favorecido por el Señor en la oración con una gracia particular. Me vi envuelta en un interno reposo, y mi pobre alma gozaba en el descanso de la dulce presencia de su amado Señor, que, por medio de intelectuales ilustraciones, me daba particular conocimiento de sus justísimos juicios.

«Mi pobre alma se mantenía abismada en sí misma y, llena de santo temor, estaba plena de admiración, penetrando los divinos juicios de Dios, inescrutables. Estaba toda entera penetrada de profundo respeto y de interna veneración; mi corazón estaba lleno de santo temor y, con toda reverencia, adoraba profundamente los eternos y divinos juicios de Dios, que por su pura bondad me hacía comprender con suma claridad.

«El alma, en este conocimiento, se complacía en su amorosísimo Dios, encontrando sus divinos juicios todos santos, todos rectos, todos justos. Oh, cómo el alma se deshacía de complacencia, de gozo, de amor, en el conocimiento de las perfecciones de su único amado.

«Pero cuando estaba gozándome en este sumo bien, que no sé ni puedo expresar, me vi inundada de una nueva ilustración, y de repente me fue mostrado el mundo. Veía yo a éste todo revuelto, sin orden, sin justicia, llevando en triunfo los siete vicios capitales, y por todas partes veía reinar la injusticia, el engaño, el libertinaje y toda clase de iniquidad. El pueblo, abandonado a las malas costumbres, sin fe, sin caridad, todos inmersos en el desenfreno y en las perversas máximas de la moderna filosofía.

«¡Dios mío!, qué dolor experimentaba mi pobre espíritu al ver que toda aquella gente tenía una fisonomía más de bestias que de hombres. Qué horror sentía mi espíritu viendo a estos hombres así desfigurados por el vicio.

«Yo me veía en una altura grande, como separada de este lugar tan miserable, y por medio de una luz que iluminaba aquel oscuro mundo bajo, veía todas aquellas iniquidades que he dicho y, por medio de la gracia que se me había infundido, conocía la profunda malicia de estas miserias. ¡Cómo se afligía mi pobre corazón, cuántas lágrimas vertía viendo tanta iniquidad!

«Pero otra vez, en un instante, cambia la escena. Se me manifiesta la indignación de Dios, que de pronto circunda a todo el mundo, haciendo probar a aquel pueblo de malas costumbres el rigor de su justísima y rectísima justicia.

«Mi pobre espíritu, al ver la indignación de Dios sobre aquellos miserables, lleno de terror y de espanto gemía, y con abundantes lágrimas deploraba su mísera suerte, y reconcentrada toda en mí misma, me humillaba profundamente, e incesantemente alababa y bendecía la infinita bondad de Dios por haberme sustraído de tan tremenda ruina, reconociendo que por mis pecados había merecido cualquier castigo.

«De nuevo, sin embargo, vuelvo a bajar la mirada sobre el mundo, y veo los enormes trabajos que por todos lados lo rodean. Todas las cosas sensibles que aparecen sobre la tierra las veo sin orden, sin armonía, todo en rebelión, todo confuso. El orden de la naturaleza está todo desconcertado. Sólo con mirar la tierra se alcanza a ver la indignación de Dios. Todo el mundo, entonces, se ve como una inmensa desolación.

«Oh, qué gritos, cuántas lágrimas, cuántos suspiros de débiles voces se oían resonar de aquel teatro de amarguras. Veía también en medio de tanta gente malvada un demonio horrible que recorrría el mundo con gran soberbia y altanería. Mantenía a los hombres en una penosa esclavitud, y con imperioso orgullo quería que todos los hombres le estuvieran sujetos, y que renunciaran a la fe en Jesucristo, por la inobservancia de sus santos mandamientos, por entregarse al libertinaje y a las doctrinas perversas del mundo, aceptando la vana y falsa filosofía de nuestros modernos y falsos cristianos.

«Oh, qué miseria tan grande, que hay que deplorar verdaderamente con infinitas lágrimas. Ver que detrás de estas falsas doctrinas corrían locamente toda clase de personas, de todo rango, de toda edad, no sólo seglares, sino también eclesiásticos de todos los grados, tanto seculares como regulares.

«En un estado tan deplorable mi pobre espíritu lloraba amargamente, y se conmovía todo al ver tan ofendido, tan traicionado y ultrajado, un Dios que siendo la misma bondad, merece ser amado. Era tan grande mi pena que de verdad creía que me moría en ese momento de un golpe mortal, tan grande era la aflicción de mi pobre espíritu, al ver tan ofendido a mi amorosísimo Dios.

«¡Qué cosa no habría yo hecho, qué no habría padecido por compensar las graves injurias que estos falsos cristianos hacían contra el eterno Dios! En esta situación, mi pobre alma se ofreció a padecer cualquier pena que fuera, cualquier trabajo, cualquier maltrato diabólico. Presenté esta pobre ofrenda mía al eterno Padre divino, uniendo mi sacrificio al de su santísimo Hijo, y le pedí que, por los infinitos méritos de Jesucristo, se dignase recibir mi pobre sacrificio, prometiendo entregarme a ejercitar con más rigor y dureza la penitencia, el ayuno, la oración, las vigilias, como, con la gracia de Dios, cumplí exactamente, con el permiso de mi buen padre espiritual (La mia vita 428-430).

Hasta aquí la Beata Isabel.

El mal del mundo es un abismo oscuro y misterioso, pues es la sombra del misterioso amor divino rechazado. Acerca de él, en bastantes ocasiones, se ha pronunciado el Magisterio apostólico en los últimos dos siglos, y reconocemos en su palabra una especial autoridad docente. Cuando son otros los que hablan, filósofos y teólogos, historiadores y sociólogos, su palabra no ofrece lógicamente un crédito semejante, pues en buena parte expresan sobre el mundo sus propias ideas, ya que no suelen alcanzar a «verlo». Por el contrario, los místicos «ven» el mundo por los ojos de Cristo, y no dicen de él su propio pensamiento -que a veces ni siquiera lo tienen-, sino que expresan simplemente la realidad que alcanzan a ver.

San Juan de la Cruz hace notar que lo propio del místico contemplativo es «conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y esotro esencial» (Llama 4,5).

La realidad del mundo secular es, pues, la que los místicos ven y describen, no la que nosotros podamos imaginar desde nuestras ideas y observaciones. Y ellos nos descubren que hay en el mundo moderno, también en el pueblo cristiano, una sobreabundancia de pecado, que provoca la indignación de Dios.

Ante eso sólo cabe unirse al Redentor por el ayuno y la oración, la penitencia y la cruz, y por la sobreabundancia de obras buenas, que, tal como está el mundo, tendrán que ser heroicas. La extraordinaria grandeza de los bienes que la Providencia divina quiere realizar en nuestro tiempo está en proporción a la extraordinaria grandeza de los males. Hoy los cristianos sólo podremos rechazar lo que es indigno de nuestro nombre y cumplir cuanto en él se significa, si nos abrimos con una esperanza infinita a los designios del amor de Dios sobre nuestro tiempo.