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1. Utopías no cristianas

La historia de la utopía es tan larga como la historia humana, pues siempre los hombres han experimentado el mundo tópico como una jaula opresiva, y siempre han soñado con salir a volar, ya aquí en la tierra, por más altos y bellos cielos utópicos. En este sentido, la tendencia utópica es connatural al hombre y a todas las culturas.

Sin embargo, la expresión literaria de la utopía y, más aún, su realización práctica, exigen un nivel bastante alto de desarrollo humano mental y técnico. El hombre sumamente primitivo está muy sujeto a la naturaleza, y se ve apresado en unos ciertos modos de vida de los que ni siquiera en sueños puede salir. Los intentos utópicos más conscientes sólamente afloran en sociedades humanas considerablemente desarrolladas.

En esta parte que dedico a las Utopías no cristianas predomina la bibliografía de hace quince o veinte años -los años posteriores a 1968-, cuando más publicaciones se produjeron sobre el tema. Me he basado también, sin embargo, en las obras recientes más importantes, algunas de ellas muy valiosas, como las de F. E. y F. P. Manuel.

Utopismo antiguo mítico

El utopismo de la remota antigüedad, escasamente conocido, es casi exclusivamente literario. Y en él la utopía no suele proyectarse hacia el futuro, sino más bien hacia el pasado, hacia una Edad de Oro, un Jardín del Edén, sólamente conocido por los antepasados (Finley 9-24).

Los feacios, descritos por Homero en La Odisea, tienen barcos que surcan los mares sin timón, obedeciendo el pensamiento de los marinos. Evemero describe una Isla sagrada en la que una planta maravillosa sirve al mismo tiempo de alimento, bebida y medicina. Yámbulo habla de otra Isla del Océano cuyos hombres, que alcanzan los ciento cincuenta años de edad, tienen los huesos elásticos y una lengua bífida, que les permite llevar dos conversaciones a la vez. Herodoto mezca sus historias con leyendas fantásticas sobre amazonas e hiperbóreos. Virgilio recoge en sus Églogas el mito de una maravillosa Edad de Oro, ya pasada... Mitos, sueños, leyendas: divertimientos del espíritu.

Platón y Plotino

Es quizá en Platón (427-347 a.C.) donde por primera vez se manifiesta el pensamiento utópico en forma neta. Con relativa libertad respecto a los prejuicios tópicos de su tiempo, concibe y expresa en su libro La República un orden social nuevo y mejor, que no afecta a todo el Estado, sino sólo a los Custodios o guerreros que lo dirigen. El utopismo de Platón, noble ateniense, se fundamenta en su filosofía idealista y en su pesimismo sobre el hombre vulgar, que forma la sociedad tópica. En efecto, «la gran masa no tiene los ojos del alma limpios para contemplar la verdad divina» (Sofista 254a).

Él propone para los jóvenes guerreros unas nuevas normas pedagógicas, destinadas a formar «reyes filósofos», hombres perfectos, capaces de elevar la vida del pueblo. Esta comunidad aristocrática de dirigentes ha de mantenerse unida teniendo en común mujeres, hijos y bienes, y ha de observar cuidadosamente un conjunto de normas eugenésicas, por las que se desarrolla una procreación selectiva y se rechazan los nacidos defectuosos. En Las Leyes, escrito de su ancianidad, reconoce la dificultad de sus proyectos, y admite la propiedad y la familia, aunque regulándolas minuciosamente.

Éstas y otras indicaciones utópicas, como se ve, no tienen gran valor, y denotan una sujeción mental al orden tópico de su tiempo bastante considerable. En todo caso, es notable en Platón el talante utópico de su pensamiento idealista, que procura investigar cómo ha de configurarse la realidad del mundo visible en una mayor conformidad con el orden perfecto del mundo de las ideas, tal como él lo concibe. Muy significativo es al respecto este diálogo de La República:

-«Entiendo: tú estás hablando del Estado, cuyas líneas hemos trazado, y que sólo existe en nuestras palabras, pues no creo que exista uno semejante en ningún lugar [utopos] del mundo.

-«Pero es posible, respondí, que haya un modelo en el cielo para quien quiera contemplarlo y regular por él su propio gobierno [así en la tierra como en el cielo]. Y por lo demás, poco importa que este Estado se realice en algún sitio o esté por realizar todavía: en todo caso, habrá de seguir las leyes de aquél sólo, y de ningún otro» (592b).

Platón, decaído por el suicidio de Sócrates y por la derrota de Atenas bajo Esparta, levanta en su utopía un monumento ideal deductivo, en el que las opiniones y las costumbres del mundo real sólamente se estiman aceptables en la medida en que se adaptan a la armonía de las ideas divinas (V. Dupont 38).

El gran filósofo, con la esperanza de construir una Ciudad Ideal, se trasladó incluso a Siracusa, donde sufrió graves calamidades, como la de ser vendido como esclavo. Vuelto a Atenas, fundó la Academia, y «siguió hasta el fin siendo un profesor, bastante desdeñoso con las realidades humanas. No fue un apóstol, y nadie se convirtió al platonismo» (Bardy, Conversión 65).

Tres siglos después, sin embargo, el filósofo y místico Plotino (204-269 a.C.) sueña con fundar en la Campania una ciudad, Platonópolis, que siguiera las leyes de Platón. Pero muchas decepciones le obligaron a desistir de su quimera y, abandonado por sus discípulos, se mantuvo siempre en su serena contemplación idealista.

Son innumerables en la historia los utopistas que, finalmente, se han quedado solos con sus sueños.

Sir Tomás Moro

Moro, Váquez de Prada, Prévost.

Aunque el canciller y humanista Tomás Moro llegó a ser mártir y santo (+1535), parece conveniente incluir su extraño libro Utopía entre las utopías no cristianas, pues no es sino el ejercicio literario de un humanista. Escrito en 1516, al mismo tiempo que El Príncipe de Maquiavelo, abre aquel libro la utópica moderna, mientras que éste inicia la orientación política de los últimos siglos.

La palabra «utopía» es un hallazgo de Moro, muy sugerente y algo ambigua, quizá en la misma intención de su autor.

Si la u inicial equivale al prefijo griego ou, utopía significa Lugar Inexistente. Pero si equivale a eu, entonces quiere decir Lugar Feliz. La primera acepción es la que ha prevalecido en la tradición cultural; pero la segunda tiene también en su favor razones válidas. Por ejemplo, en una edición inglesa de Utopía del siglo XVI, se lee en el apéndice este verso: «Wherefore not Utopie but rather rightely / My name is Eutopie: a place of felicity» (mi nombre no es Utopía, sino más bien Eutopía, lugar de felicidad) (V. Dupont 10-12, Finley 9).

El libro I de Utopía introduce la obra con un diálogo entre Moro y el navegante Rafael, conocedor ocasional de la isla Utopía. Al leerlo, se comprenden las grandes facilidades que el género literario utópico ofrece para la crítica social. Más aún, leyéndolo resulta extraño que a Moro no le hubieran cortado la cabeza antes. En efecto, la descripción crítica que allí se hace del mundo de su tiempo -capitalismo incipiente, paso traumático del campo a la ciudad, competencia económica salvaje, crisis definitiva de la sociedad medieval- es francamente terrible; y quizá sea lo más sincero de este extraño libro.

Señores y caballeros, Obispos, abades y frailes, no se contentan con ser «los mayores vagos del mundo», sino que además son cruelmente nocivos, sobre todo con los pobres. En contraposición a los pobres -entre los cuales, por lo demás, abundan vagos y bandidos-, están los ricos, «rapaces, inmorales e inútiles», hombres duros que «merman cada día un poco más el salario de los pobres, no sólo con ocultos fraudes, sino con públicas leyes». ¡Cuánta maldad y cuánta miseria en el mundo tópico!

«Cuando miro esos Estados que hoy día florecen por todas partes, no veo en ellos, así Dios me salve, otra cosa que la conspiración de los ricos, que hacen sus negocios so pretexto y en nombre de la república. Y estas maquinaciones las promulgan como ley los ricos en nombre de la sociedad y, por tanto, también en nombre de los pobres».

En el libro II, Rafael describe el singular mundo de Utopía, que está situado, cómo no, en una isla. Hay varias ciudades, todas iguales, en las que reina una prosperidad laboriosa. Todos alternan trabajos manuales e intelectuales, vida urbana y vida rural. Gracias a la racionalización del trabajo y a la eliminación de la vagancia, seis horas diarias de labor son suficientes. No hay allí pobres, y bastantes servicios -comedor, guarderías, hospitales- son comunes. Se entrega un séptimo de los excedentes a los países pobres. Y el lujo no sólamente está prohibido, sino que está sistemáticamente ridiculizado: el oro y la plata, por ejemplo, se emplean para hacer orinales, adornos infantiles o grilletes para esclavos y delincuentes.

En la Utopía de Tomás Moro hay, sin duda, rasgos tópicos: existen esclavos, por ejemplo -reintroducidos poco a poco en el paso de la Edad Media al Renacimiento-. Hay pequeñas ingeniosidades, como los huevos empollados, no por gallinas, a temperatura constante. Hay sugerencias desconcertantes, como que el hombre y la mujer, para hacer posible una elección conyugal responsable, se exhiban previamente desnudos. Hay anticipaciones considerables, como la introducción del divorcio, el irenismo religioso, en el que a nadie se persigue por sus ideas, o la opinión de que la sociedad produce primero los ladrones, y luego los ahorca. Una cierta «religio communis», de corte humanista y sin mortificación alguna, es en Utopía la expresión de un neopaganismo renacentista, que suscitó lógicamente no pocas reticencias sobre la ortodoxia de la obra. Estas reservas subsisten en algunos autores actuales, que juzgan con cierta dureza la Utopía de Moro:

«Es un sueño. Como los de Platón, como los de Campanella. Es la idealización máxima del humanismo: da la impresión de un deísmo vago, adogmático, sin jugo nutricio, sin gracia y sin pecado. En el mundo irreal, como ficción, la Utopía posee su encanto. Pero en el orden religioso, que es aquí el que nos interesa, dejando al margen la intención política, la Utopía es muy deficiente» (Huerga 54-55).

Otros hay que dan un juicio más benévolo, aunque dudosamente más exacto:

«Ésta es la lección que quiere darnos el autor: la ambición, el orgullo y los vicios sensuales han rebajado de tal forma la conducta cristiana de los pueblos que es vergonzoso contemplar cómo los utopienses, que no han recibido la Revelación, se mantienen a un nivel superior al de los reinos que se llaman cristianos. Porque cuando una sociedad no responde a la llamada de Dios y la desprecia, viene a caer en una situación más lamentable que la de aquellos que se guían por la mera razón natural» (Vázquez de Prada 136).

Las discusiones sobre la intención profunda de Moro en su Utopía continúan hasta hoy (Ritter 56-96, 233-237; Prévost 83ss). ¿Es la Utopía una descripción irónica de las locuras que cometen los que se guían por la sola razón? ¿O más bien denuncia que la mera razón llega más alto que la fe cristiana traicionada? Dicho de otro modo: ¿cree de verdad Moro en la validez de la Utopía descrita por Rafael, ve en ella un ideal social auténtico? No, no parece que Moro crea en sus propios sueños, y en ocasiones -aunque también puede ser sólo una finta prudente- se distancia escépticamente de sus propias tesis, como cuando dice:

«Creo que pasará mucho tiempo antes de que adoptemos lo que en sus instituciones hay de superior a las nuestras... Cuando Rafael hubo acabado de hablar, recordé muchos detalles que me habían parecido absurdos en las leyes y costumbres de aquel pueblo... [entre ellos] la vida y el sustento común, sin ninguna circulación de moneda... Pero me di cuenta de que [Rafael] estaba ya cansado de hablar, y no sabía si aceptaría fácilmente ser discutido... Pensé que en otra ocasión tendríamos tiempo de meditar más profundamente acerca de aquellos problemas y de discutirlos juntos más detalladamente... Entre tanto, y aunque no puedo dar mi asentimiento a todo lo que dijo, confesaré fácilmente que hay en la república de Utopía muchas cosas que deseo -más que confío- ver en nuestras ciudades».

Esto suele entenderse como «nadar y guardar la ropa». En todo caso, no llegaremos probablemente nunca a conocer exactamente el pensamiento real de Moro al escribir su Utopía. Aunque en ciertas cuestiones su pensamiento parece afirmarse claramente. Parece, por ejemplo, sincero tanto su elogio de la propiedad comunitaria, como su rechazo de una propiedad privada duramente concebida y practicada. Es indudable que Moro propone una cierta comunidad de bienes como un ideal deseable y realizable.

Señalaré por último que Moro, como en general todos los utopistas, es muy consciente de la incapacidad congénita de la política para llevar a una vida común relativamente perfecta. Así lo expresa en Utopía, poniendo prudentemente su pensamiento en labios del navegante Rafael, el cual, no obstante conocer la sabiduría de los utopianos, se niega a aceptar cargos políticos:

-«Si dijera esto y otras cosas semejantes, a los encarnizados partidarios de métodos totalmente opuestos, ¿no sería como hablar a los sordos?». Moro lo reconoce en parte, pero arguye:

-«Aunque no podáis desarraigar las opiniones malvadas ni corregir los defectos habituales, no por ello debéis desentenderos del Estado y abandonar la nave en la tempestad porque no podáis dominar los vientos... Hace falta que sigáis un camino oblicuo, y que procuréis arreglar las cosas con vuestras fuerzas, y, si no conseguís realizar todo el bien, esforzáos por lo menos en menguar el mal». La máxima aspiración de la política: el mal menor. No se convence Rafael:

-«De esta manera, sólo puede acaecer que, al dedicarme a cuidar la locura de los demás, me vuelva loco como ellos. Cuando deseo decir verdades, se me hace necesario decirlas. No sé si el decir mentiras sea propio de un filósofo, pero ciertamente no lo es para mí. Si debemos pasar en silencio, como si se tratase verdaderamente de cosas raras y absurdas, todo lo que las pervertidas costumbres de los hombres hacen considerar inoportuno, será preciso que ocultemos de los ojos de los cristianos la mayor parte de lo que Cristo enseñó y prohibió, todas aquellas cosas que Él susurró a oídos de los suyos, mandándoles que las proclamasen desde las azoteas. La mayor parte de ellas difiere mucho de la manera de vivir actual. En verdad, parece que los predicadores, gente sutil, siguieron vuestros consejos: viendo que los hombres se plegaban difícilmente a las normas establecidas por Cristo, las han acomodado a las costumbres, como si éstas fuesen una regla de plomo, para poder conciliarlas de alguna manera. Pero no veo que con ello se haya adelantado nada, a no ser que se pueda obrar el mal con mayor tranquilidad.

«Tampoco sería yo de ninguna utilidad en los consejos de los príncipes, ya que si opinase de manera diferente de la mayoría sería como si no opinase; y si opinase de igual manera, sería auxiliar de su locura. No distingo el fin de vuestro camino oblicuo, según el cual decís que hay que procurar, a falta de poder realizar el bien, evitar el mal por todos los medios posibles. No es aquel [el Consejo real] lugar para disimulos, ni es posible cerrar los ojos. Se hace preciso aprobar allí las peores decisiones y suscribir los decretos más pestilentes. Y pasa por espía, por traidor casi, quien no hace elogio de medidas malignamente aconsejadas. Así pues, no hay ocasión de realizar ninguna acción benéfica, ya que es más probable que el mejor de los hombres sea corrompido por sus colegas [políticos], que no que les corrija, ya que el perverso trato con éstos o bien le deprava o le obliga a disfrazar su integridad e inocencia con la maldad y la necedad ajenas. Tan lejos está, pues, de obtener el resultado propuesto con vuestro camino oblicuo» (56-61).

Recordemos algunas fechas. Tomás Moro escribía esas reflexiones en 1516. Fue nombrado Lord Canciller de Inglaterra en 1529. Dimitió de su cargo y se retiró al campo en 1532, queriendo marginarse de acontecimientos perversos en los que no quería comprometer su conciencia. Y finalmente, en 1535, su santa cabeza, por ser incapaz de aprobar los crímenes del rey, fue violentamente separada de su cuerpo en la Torre de Londres.

Utopías del humanismo renacentista y moderno

Bacon, Campanella, Utopías del Renacimiento.

La fantasía de Moro inaugura el género literario utópico, que en el Renacimiento produce una serie innumerable de obras más o menos valiosas. Y aunque algunas podrían considerarse dentro del utopismo cristiano, al menos el conjunto ha de incluirse, como la Utopía de Moro, entre los sueños utópicos profanos.

Podemos recordar La Città felice de Patrizzi (1551); el Commentariolus de Eudoemeniensum Republica de Stiblin (1555); la Civitas Solis de Campanella (1602), el monje calabrés extravagante y perseguido; Christianapolis de Andrea (1619); The anatomy of melancholy de Burton (1621); la famosa New Atlantis de Bacon (1627), fascinado por las posibilidades liberadoras de la ciencia, e inclinado al autoritarismo; Macaria de Hartlib (1641); New Solyma de Gott (1648); y la más realista de las utopías del humanismo, The Common-Wealth of Ocean de Harrigton (1659), cuyo influjo posterior en la Constitución de los Estados Unidos es indudable. También, por otra parte, los relatos de viajes por países desconocidos y exóticos fueron un frecuente recurso literario para la utopía, como el Robinson Crusoe de Defoe (1719) o el no menos famoso Gulliver’s Travels de Swift (1726).

La historia de la utopía ha sido objeto en nuestro siglo de muchos estudios, unos meramente descriptivos, otros más sintéticos y analíticos. Entre ellos cabe destacar los escritos de Renouvier, Mumford, Ross, V. Dupont, Ruyer, Adriani, Mucchieli, Berneri, y en un profundo análisis, Étienne Gilson.

Socialistas utópicos

Desanti, Elorza, Fabal, Holloway, Morton, Parrington, E. Wilson.

Los primeros iniciadores de las comunidades utópicas de inspiración socialista surgen en Europa. Estimulados por los horrores sociales del siglo XIX y de la revolución industrial, y al mismo tiempo alentados por las inmensas esperanzas de progreso despertadas por la ciencia, el maquinismo, la Ilustración, el capitalismo desarrollista, proyectaron sus sueños utópicos en escritos entusiastas, y trataron de realizarlos en comunidades utópicas que, casi siempre, fueron a parar a los Estados Unidos de América, abierta entonces a hombres e intentos nuevos. Allí fue donde conocieron sus precarios éxitos y sus grandes fracasos.

-El Conde de Saint-Simon, Claude-Henri de Rouvroy (1760-1825) es, a través de sus escritos reformistas, uno de los impulsores del utopismo socialista. La tenacidad de su temperamento se mostró ya desde niño; por ejemplo, cuando su padre quiere obligarle a hacer la primera comunión, y él prefiere dejarse encarcelar antes que obedecer. «Desde su adolescencia hasta su muerte, nunca le abandonará la sensación de tener que llevar a cabo una misión» (Charléty 11). Al paso de los años va convenciéndose cada vez más de que el mundo no debe ser gobernado por principios abstractos o por impulsos revolucionarios ciegos, ni por fuerzas antiguas y muertas, sino por «la razón actuando sobre los hechos, por la ciencia positiva» (16; +La ciudad de los sabios, en Gilson 293-316).

Para poder llevar a cabo su misión, Saint-Simon se prepara como científico e inventor, y se propone como regla de conducta «llevar una vida lo más original y activa posible; enterarse cuidadosamente de todas las teorías y de todas las prácticas; recorrer todas las clases sociales y colocarse personalmente en cada una de ellas» (18). Apenas logró nunca rebasar los trabajos preliminares e ir más allá de elaborar programas. Sin embargo, bastantes científicos notables de la época mostraron en uno u otro grado su adhesión al saint-simonismo. Y es indudable que ciertas posiciones básicas de Saint-Simon están en el origen del pensamiento de Augusto Comte (+1857), sobre todo en la segunda etapa de éste, en la que desarrolla su ideal moral-religioso.

Algunos saint-simonianos, como, por ejemplo, Enfantin con sus cuarenta apóstoles en el retiro de Ménilmontant, intentaron poner en práctica los ideales de su maestro. Pero el fracaso fue tan rotundo como rápido.

-Charles Fourier (1772-1837) es el creador de los famosos falansterios. Su experiencia inicial, como comerciante en Lyon, le hizo consciente de la mala organización del trabajo, de la producción y de la distribución. Aborreciendo el capitalismo y el comercio, se orientó hacia el cooperativismo, y trató de construir comunidades laboriosas ideales (Mucchieli 133-146).

El falansterio se instala en el campo, con un gran edificio central, comidas en común, convivencia sencilla, y organización sumamente cuidadosa del trabajo, con el fin de conjugar adecuadamente las tendencias y posibilidades de sus 1.600 miembros. Para ello elabora Fourier una «ley de atracción pasional», que él considera para la conducta humana algo tan cierto como la ley de gravitación de Newton para los cuerpos. Una ley muy simple: la conducta humana radica en doce pasiones, cuyas combinaciones producen 800 tipos de caracteres diversos. De ahí que entre hombres y mujeres deban reunir como ideal el número de 1600 individuos. Para fundar falansterios puso anuncios en los periódicos, pidiendo financiadores y voluntarios. Y de hecho los falansterios fueron intentados en Estados Unidos, Francia, África, Brasil y Rusia: en total, unas treinta comunas, alguna de las cuales logró cierta prosperidad económica; pero ninguna duró más de doce años. Gran fracaso.

Fourier, un tipo ingenioso y entusiasta, influyó notablemente en el movimiento obrero francés y en su inclinación cooperativista, anticipó el canal de Suez y el teléfono, y no pocas de sus intuiciones fueron desarrolladas más tarde por los maestros del utopismo reciente psico-social, como Moreno, Lewin, Skinner.

Robert Owen (1771-1858), de origen humilde, llega a ser uno de los mayores industriales británicos, hasta que en 1820 deja sus empresas para lanzarse a sus experiencias comunitarias y cooperativas. A él se debe la palabra socialismo, contrapuesta a individualismo.

Étienne Cabet (1788-1856), diputado, jurista de Dijon, iniciador en Francia del primer partido comunista, describe en su Voyage en Icarie una utopía que polarizará en buena parte el movimiento obrero.

-Crítica marxista. Marx y Engels abominaron cordialmente de Fourier, Owen, Cabet, Weitling y demás utopistas de su siglo. Engels fue precisamente quien selló en 1878 la distinción entre socialismo utópico, ignorante, primitivo, voluntarista, y en el fondo reaccionario, y el socialismo científico, es decir, el marxismo comunista. Y no sólo estas expresiones, sino también las actitudes subyacentes a estos términos, han pasado a la cultura general de nuestro tiempo.

Esta aversión es comprensible. El utopismo socialista afecta a grupos reducidos, mientras que la envergadura del marxismo es política, afecta a toda la sociedad. Aquél parte de bases éticas voluntaristas, mientras que éste conoce y sigue leyes científicas inexorables.

«El ideal de donde parten los socialistas utópicos es producto de condiciones históricas en vías de desaparición, y por eso las utopías son generalmente reaccionarias. En una carta de 1869 Karl Marx llega a afirmar que «cualquiera que componga un programa de sociedad futura es un reaccionario»» (Lalande, 1180-1181; +Lasky).

El utopismo, pues, es apto sólamente para hombres alienados, que no han sabido descubrir la dirección irreversible de la historia, y que por eso mismo se marginan de ella y de su íntima y potente dinámica. No cabe decirles sino aquello que dice Trotsky en 1917, en pleno apogeo del triunfo bolchevique, a Mártov y a sus seguidores:

«No sois nada, ni representáis nada. ¡Estáis en bancarrota y no tenéis misión alguna que cumplir! ¡Marcháos adonde en adelante os corresponde estar: al basurero de la historia!» (E. Wilson 510).

-Norteamérica, tierra de promisión. La primera efervescencia utópica de los Estados Unidos, concretamente la que se produce entre 1680 y 1880, ha sido objeto de muchos estudios. Henri Desroches los sintetiza así: «aproximadamente, 130 sistemas comunitarios utópicos se realizan en 244 comunidades distintas. De estas cifras, 35 sistemas se realizan en 125 comunidades religiosas (generalmente del tipo anabaptista-pietista), y 95 sistemas se expresan en 119 comunidades no-religiosas. En este panorama, la longevidad de las comunidades religiosas se muestra netamente superior a la de las comunidades no religiosas» (Sociologie des sectes 418). Es lógico: se han formado con una inspiración espiritual más profunda, y gozan de una estructuración comunitaria incomparablemente más estable.

Los kibbutzim de Israel

Society; El kibutz y la sociedad israelí.

A principios de nuestro siglo, el Movimiento Sionista, fundado en 1897, estimula la marcha de los judíos a Palestina. En 1910 se forma el primer kibbutz, Degania, y en 1914 hay ya catorce kibbutzim. Por esos años, muchos judíos de origen ruso y polaco, y más tarde de otros países, partiendo de situaciones normalmente muy negativas, se encaminan a Israel, buscando una vida nueva. Serán recibidos e integrados en los kibbutzim, comunidades estructuradas según orientaciones socialistas, sionistas, tolstoyanas, etc. Los que llegaban tenían que aprender el hebreo, si no lo sabían. Y en general, ignorando la agricultura y hostilizados por los árabes, experimentaban una necesidad grande de vida unida, intensamente comunitaria, cooperativa y solidaria. En 1940 unos 20.000 israelitas vivían en 79 kibbutzim, y son la vanguardia del establecimiento del nuevo Estado judío, concretamente en la guerra de 1948.

En el kibbutz todos los miembros son iguales. La propiedad privada no existe. No se usa un régimen de salarios, sino que a cuantos trabajan se les da según sus necesidades y según las posibilidades de la comunidad. El nivel de vida es, pues, en todo semejante. Las viviendas son muy sobrias, pero suficientes. Algunos servicios son comunes: cocina, comedores, duchas, guarderías, etc. Los niños sólo están con sus padres el fin de la tarde y la noche. Se evitan cuidadosamente los liderazgos personales. Se practica estrictamente la igualdad funcional entre hombre y mujer. No hay apenas manifestaciones formales de religiosidad, y la unión comunitaria se afirma y expresa en asambleas, trabajos comunes, cantos y danzas.

El declive de los kibbutzim, como es lógico, se inicia con el establecimiento del Estado de Israel, en 1948. El impulso heroico primero se va apagando. Muchos judíos inmigrantes, llegados de países comunistas, no quieren saber nada de disciplinadas experiencias comunitarias, de las que vienen hartos. Los moshavim, colonias de granjas colectivas, que conceden casa y parcela propias, se multiplican en estos años bastante más que los kibbutzim. También la industrialización de no pocos de éstos, al exigir que más de la mitad de la mano de obra sea árabe, y al propiciar una brusca elevación del nivel económico de vida, introduce el consumismo, el ansia adquisitiva, al mismo tiempo que afloja los lazos comunitarios y el idealismo primero. Disminuye la acción asamblearia, se va encomendando a la dirección de los técnicos no pocos asuntos de la comunidad, y se acepta con ciertas restricciones el derecho de propiedad.

Algunos estiman que la posición desventajosa de las mujeres en los kibbutzim ha sido una de las causas principales de su declive. Como es sabido, la igualdad de sexos, aplicada con fanatismo ideológico, lleva a acumular sobre las mujeres un gran peso de trabajos dentro y fuera del hogar. De hecho, la mayoría de las parejas que dejaron los kibbutzim lo hicieron por exigencia principal de la mujer.

Con todo, los kibbutzim han ocupado ya un lugar cierto en la historia de la utopía. Hubo años en que esas comunidades, reuniendo sólamente el 4 % de la población de Israel, proporcionaban un tercio de la producción agrícola y un 6 % de la producción industrial. Pero su función se mostró especialmente importante en la producción de personalidades, como Moshe Dayan, Levi Eshkol, Golda Meyer.

Mahatma Gandhi

Gandhi, Rau.

Mahatma Gandhi (1869-1948) , casado, con varios hijos, abogado, escritor y sobre todo político, llevó una vida de profundo ascetismo. Procuró con gran empeño dominar sus pasiones, reducir más y más sus necesidades, y no dejarse nunca condicionar negativamente por su familia, su casta, o por la opinión general. Sujetó con frecuencia sus determinaciones morales con votos privados. A los treinta y siete años (1906), de acuerdo con su esposa Kasturbay (+1942), con la que vivió siempre, hizo voto definitivo de abstinencia sexual (brahmacharya), buscando una libertad interior más perfecta para entregarse al servicio del bien común. En 1912 hizo voto de pobreza, renunciando a la propiedad privada. Vestía, comía y vivía en gran pobreza. Interrumpía el sueño para orar y meditar a solas largamente en el silencio de la noche. Nunca se alejó de la verdad por oportunismo, por obtener victorias falsas o por eludir la descalificación, la marginación o la cárcel, que sufrió en bastantes ocasiones; más bien incluía con gran satisfacción la extrema elocuencia de estas penalidades para expresar sus ideales políticos. Practicó numerosos ayunos penitenciales para castigar sus pecados personales, y a veces, en forma pública, para evitar males políticos o para expiar graves culpas del pueblo. Trabajó incansablemente en escritos e informes, encuentros personales, reuniones populares, viajes y conferencias, haciéndose siempre presente, en forma humilde y abnegada, allí donde era conveniente. Murió asesinado por un fanático hindú.

En la persona y la acción de Gandhi se aprecia una admirable armonía entre ascética, utópica y política. Durante su estancia como abogado en Sudáfrica, en 1910, tras un intento en la Granja Phoenix, fundó la Granja Tolstoy en la finca que el arquitecto alemán Kallenbach puso a su disposición. En esta comunidad utópica, continuando sus trabajos como abogado y político, trató de vivir sus ideales ascéticos en compañía de amigos y colaboradores. «Su lema podía condensarse en tres palabras: ora et labora» (Rau 98). En 1915, sin embargo, tuvo que regresar a la India, donde fundó una comunidad utópica en Ahmedabad. Lo cuenta el investigador alemán Heimo Rau, especialista en la cultura india:

«Apenas se vio en la India, buscó un lugar para construir una comunidad social similar [al ashram Tolstoy], desde el cual su actividad irradiara por toda su patria. Se instaló en Ahmedabad, la capital del Gujerat, en la antigua sede de una tejeduría manual, hoy centro floreciente de la industria textil. Y a orillas del Sabarmati, fundó el 20 de mayo de 1915 el Satyagraha-Ashram, que además de centro de apredizaje para sus colaboradores, debía ser el modelo para el futuro orden social de la India.

«Gandhi creía a pie juntillas que este modelo de pequeñas comunidades, semejantes a conventos, sería extrapolable a un país de cientos de millones de habitantes [...] El Sabarmati-Ashram se componía aproximadamente de veinticinco miembros [más tarde fueron bastantes más], divididos en tres grupos: guías, aprendices y estudiantes. Su vida campesina era una alternativa a la gran ciudad, y en ella había dos labores absolutamente obligatorias: la agricultura, para proveerse de alimentos, y el tejido a mano, que proporcionaba el vestido». Buscaba de este modo para sí, para los suyos y para toda la India el modelo de swadeshi, la independencia económica.

«En el ashram se admitían niños desde los cuatro años. Su etapa formativa duraba diez años e incluía las siguientes materias básicas: agricultura, hilado a mano, lenguas como el sánscrito, el hindi y la dravídica, literatura y -lo último, pero no lo menos importante- religión.

«En el ashram no había días festivos ni vacaciones. Sus miembros sólo disponían de dos tardes a la semana para dedicarse a sus actividades privadas. Los estudiantes disfrutaban anualmente de un viaje de tres meses por la India [para conocer y mejor poder transformarla], que se realizaba a pie. Las comidas, basadas en las experiencias dietéticas de Gandhi, se distinguían por su sencillez, y no incluían la carne, el te ni el café. La vestimenta era también austera y se la confeccionaban ellos mismos a partir de telas tejidas a mano. Desde aquí planificaría Gandhi durante las siguientes décadas todas sus actividades políticas y pedagógicas» (Rau 107-109).

Gandhi da la fisonomía de un hombre perfectamente utópico, que se niega a considerar irremediables los males del mundo tópico, y que entrega su vida por hacer posibles los bienes que casi todos consideran imposibles. Su vida, concretamente, se entregó a dos causas políticas principales: la redención social de los parias, los intocables, gente miserable, no afiliada a casta alguna, y sujetos a toda clase de humillaciones y sufrimientos (Rau 137-139); y la independencia de la India. Las dos causas, a principio de siglo, eran consideradas por casi todos como imposibles e incluso ridículas. ¿Qué cosa más natural que considerar intocables a los parias? Son, de hecho, intocables, y desde hace miles de años. Y por otra parte, ¿no es perfectamente normal que los cientos de millones de hindúes sean gobernados por los ingleses, gente de otra raza, lengua y religión, procedente de una islita situada al occidente de Europa? Intentar cambiar este orden normal de las cosas es propio de inadaptados e ilusos, gente incapaz de aplicar sus energías al recto y sano desarrollo de la realidad histórica.

Es cosa de recordar aquí la formidable «ceguera hacia las utopías» que Mannheim aprecia en la ideología de los conservadores, según ya vimos, por la cual se hacen incapaces de comprender que «es posible que las utopías de hoy se conviertan en las realidades de mañana: "las utopías, a menudo, no son más que verdades prematuras"». Winston Churchill, por ejemplo, con todo su Premio Nobel -de literatura, por lo demás-, veía con absoluta repugnancia las negociaciones de Gandhi con el Virrey inglés, y hablaba del «nauseabundo e ignominioso espectáculo de este antiguo abogado de Inner-Temple, en la actualidad un revoltoso fakir, subiendo medio desnudo las escaleras del palacio del Virrey para negociar con él de igual a igual [!], con los representantes de su rey y emperador» (Rau 131).

En 1997 los 930 millones de habitantes de la India celebran el cincuenta aniversario de su independencia, presididos por un paria, un descastado, un intocable.

Convendría un poco más de respeto hacia las utopías y hacia los hombres utópicos.

Psicología social y utopía

Aronson, Cohen, Dreyfus, Johannot, Klineberg, Lewin, Lifton, Lindgren, Mailhot, Mann, Moreno, Perls, Ross, Scilligo, Stoetzel.

Las personas se encuentran hoy muy solas. La reducción de la familia, su disgregación frecuente, la masificación del gran urbanismo, pero sobre todo la pérdida de la fe, de la amistad con Dios y de la vida en la Iglesia, todo contribuye a esta dura soledad de la persona.

Por tanto, la salvación está en el grupo. En el grupo se halla identificación, relaciones personales, calor humano, orientación, ayuda, estímulo. Allí se ahogan inhibiciones y se evitan angustias depresivas. Grupo salvador, soteriología comunitaria, terapia de grupo...

«Se espera todo del grupo. El interés actual por el grupo y la renovación contemporánea de la utopía corren parejas. La dimensión fundamentalmente utópica del grupo se halla así puesta en evidencia» (Anzieu-Martin, en Dreyfus 73).

Ahora bien, es la psicología social la que conoce la interna dinámica de los grupos humanos, de la que antes no se sabía gran cosa: ella estudia la vida del individuo en el grupo. Es una ciencia joven, ya que puede considerarse hija de judíos alemanes emigrados a los Estados Unidos después de la II Guerra Mundial. Allí se desarrolló en laboratorios especializados de investigación, y de allí se difundió a todo el mundo occidental.

-Jacob Levi Moreno (1892-1974), un judío nacido de padres rumanos en un barco sin pabellón, se formó como psicólogo en la Viena de Freud, emigró a los Estados Unidos, y fundó en Nueva York en 1944 el Instituto Moreno. Pero ya diez años antes se consideraba a sí mismo una superación de Jesucristo, de Rousseau y de Marx, y estaba convencido de que el psicodrama, la psicometría y otros recursos de la psicología social naciente, podían dar a los hombres la solución a todos sus males.

La salvación de Moreno viene por caminos sencillos. Muchos de los mayores males que afligen y enferman a las personas proceden de una espontaneidad de mil modos reprimida. La salud, pues, vendrá por la aplicación de adecuadas técnicas de grupo, como el psicodrama, que hacen posible la total expresión del individuo, al interior de un desnudamiento psíquico comunitario.

Por otra parte, muchas tensiones se originan por la inadecuada composición de los grupos, y por la torpe distribución de sus funciones. Para remediar esto, la sociometría conoce, e incluso expresa gráficamente, las secretas estrellas relacionales, esa íntima trama comunitaria formada por atracciones y repulsiones. Sabido eso, una inteligente redistribución de los grupos en cuanto a convivencia y trabajos -como la que él realizó en un reformatorio de Hudson con 600 muchachas-, producirá el relajamiento de las tensiones morbosas, una convivencia sana y una óptima productividad comunitaria.

-Kurt Lewin (1890-1947) es también judío. Prusiano de amplia base cultural y técnica, especializado en investigaciones psicológicas, se establece en los Estados Unidos, huyendo del nazismo en 1933. Establece la teoría del campo psicológico, a la que da expresión matemática, estudia el problema de las minorías -cuestión muy importante para toda comunidad utópica-, investiga la comunicación en el interior de los grupos, descubre técnicas para desbloquear relaciones interpersonales, e investiga el rendimiento de los grupos, según su agrupación autoritaria o democrática. Lewin, traumatizado por el autoritarismo nazi y plenamente realizado en Norteamérica, concluye que los grupos democráticos son los más sanos.

En la ciudad de Bethel comenzó a experimentar con grupos, haciendo de ella la meca de la dinámica de toda clase de grupos, temporales o estables. Muere en 1947, y L. Bradford, uno de sus discípulos, cristaliza los proyectos de su maestro en el First National Training Laboratory in Group Development, los conocidos training group. «Trabajar en grupo» es una moda que tuvo su apogeo por los años setenta (Pagès; Lifton).

-Friedrich Salomon Perls (1893-1970), berlinés, es otro mesías judío de la salvación por la psicoterapia grupal. Formado en el psicoanálisis, trabajó en él hasta que comenzó a sospechar que Freud inventó el diván porque no se atrevía a mirar de frente a los pacientes. El psicoanálisis era un modo muy rentable de perder el tiempo. Se cansó Perls un día de emplear horas y horas, bien pagadas, en la nebulosa investigación de un pasado inconsciente, subjetivo, falsificado por el paciente y recreado hipotéticamente por el analista.

Cada vez más convencido del carácter neurotizante del mundo tópico, se negó a «adaptar a las personas a una sociedad que no merece que se adapten a ella». El sujeto ha de llegar a ser una roca en medio del mar agitado, debe aprender a prescindir de soportes ambientales para apoyarse en sus propios recursos, necesita entender que el enriquecimiento personal implica masticación y digestión del entorno, así como una alimentación extremadamente selectiva, consciente y libre, según una visión del cosmos armónica y personal (Gestalt), no disgregada e impuesta por un mundo extraño. En vez de disgregar personalidades mediante análisis exhaustivos e inacabables, hay que ayudar a las personas a integrarse en síntesis nuevas, más positivas y armoniosas.

En el «Anuario de la Academia Americana de Psicoterapia» de 1972, la gestalt-terapia ocupaba el tercer lugar entre las orientaciones psicoterápicas aplicadas. Perls colaboró durante varios años (1963-1969) en el Esalen Institute, en Big Sur, California, centro matriz de un sinnúmero de grupos y comunidades experimentales, o de movimientos gnóstico-sincretistas de la enorme envergadura de New Age (Guerra 563-578; Bosca). Terminó decepcionado y soñó con la creación de una especie de kibbutz gestaltte-rápico; pero se lo llevó la muerte.

-Las asociaciones y comunidades de salvación por el grupo, inspiradas en los autores citados y en otros muchos más -algunos de ellos también judíos, como Abraham Maslow-, forman cada una su peculiar cocktail soteriológico, en el que pueden entrar el psicodrama y el ocultismo, la teosofía y el training group, algo de rolfing, brutal y experto masaje, técnicas de respiración, de concentración o de aislamiento, juegos de encuentro no-verbal, ciertas dosis de yoga, zen -demasiado exigente- o meditación transcendental -más asequible-, con todo lo cual se facilita la liberación plena del sujeto, la dinámica de su integración personal, o incluso su inefable inmersión en la beatitud comunitaria del Gran Todo, siguiendo, según libre elección, la escuela de Arica (enneagrama, Oscar Ichazo), la terapia del grito (primal therapy, Arthur Janov), la técnica de los grupos no-directivos (Carl Rogers), el brainstorming de los grupos de creatividad o, si se prefiere, la actualización de sí mismo mediante la experiencia paroxística (selfactualisation en la peak experiencie, de Abraham Maslow). No se cuente conmigo como guía para explorar más a fondo esa selva alucinante.

Estos grupos y comunidades, en una granja, en la sala de un antiguo convento, sobre una moqueta y con suave iluminación, logran con relativa eficacia la de-socialización del individuo respecto del mundo tópico, el desbloqueamiento de las inhibiciones morbosas, el descondicionamiento de la vida ordinaria, al menos por un cierto tiempo.

Pero lamentablemente, esas experiencias grupoterápicas no suelen mostrar la misma eficacia, ni mucho menos, para re-socializar a la persona, integrándola en un nuevo mundo utópico estable y mejor. Apenas significan, pues, una contribución considerable para la utopía. Desarman el reloj, y al montarlo de nuevo, sobran piezas y el reloj no anda. Se trata, pues, de experiencias que, de no estar sabiamente dirigidas por personas realmente expertas, pueden resultar sumamente negativas. Hoy están mucho menos de moda que hace unos años.

A la utopía por el aislamiento

Los psicólogos sociales captan constantemente la sujeción profunda de la persona al medio ambiental y no pueden menos de llegar a la convicción de que los cambios rápidos y profundos de las personas no pueden conseguirse normalmente sin aislamientos eficaces del mundo en que viven.

Las observaciones de náufragos, espeleólogos, exploradores de los desiertos, selvas o polos, así como las experiencias provocadas de aislamiento en laboratorio, con supresión de sonidos e imágenes, con eliminación de cambios de luces o desplazamientos, han llevado a conocer los sorprendentes cambios que el aislamiento radical provocado o fortuito puede producir en los criterios, actitudes y costumbres de las personas (Dreyfus 190-207).

Estas técnicas, que acentúan la fuerza del aislamiento para el cambio, han venido siendo usadas muy especialmente en el tratamiento liberador de alcohólicos y de adictos a drogas. La Fundación Synanon, creada en 1958 por Chuck Dederich, antiguo miembro de Alcohólicos Anónimos, retarda la admisión de los candidatos a sus tratamientos. Pero una vez que el aspirante admite su abismal estupidez, y se hace bien consciente de su impotencia radical para salir solo del pozo, cuando ingresa en la comunidad terápica, es aplicado a duros trabajos, a una enérgica disciplina de vida, y sobre todo es aislado totalmente del medio vicioso del que procede.

Por otra parte, y dejando de lado los viajes siniestros de la droga (Lilly), que no llevan sino a la destrucción de la persona, merece la pena que recordemos también la fuerza utópica de los viajes geográficos, que cuando se producen en determinadas condiciones anímicas y con un corte radical respecto del mundo ordinario, siempre han mostrado una cierta virtualidad transformadora de las personas (Vilar 20-22). Una pareja de muchachos, por ejemplo, él de veinte años y ella de diecisiete, un día toman una mochila y se largan de su mundo tópico hacia Katmandú, hacia El paraíso -una ex-iglesia pintarrajeada de Amsterdam-, hacia la Utopía. Van en autostop y la experiencia puede durar un verano, años, unos días, según den de sí el dinero y la salud, el ánimo y las circunstancias. Es improbable que lleguen al país de la Utopía. Y quizá el consulado de su país tenga que ocuparse finalmente de su repatriación.

Otros hay que pretenden algo semejante por vías más científicas y controladas. Santiago Genovés, por ejemplo, en 1973, investiga el tema en una travesía por el Océano, en la que -como se dice en la portada- «6 mujeres y 5 hombres [permanecen] aislados en el Atlántico 101 días», en el reducido espacio de la balsa Acali. En el relato del viaje no se ve que sacaran apenas nada positivo.

«Walden Two», de Skinner

Skinner, Kinkade.

Burrhus Frederic Skinner (1904-), notable psicólogo de la escuela conductista (behaviourism), es famoso sobre todo a través de su novela utópica Walden Two, que ha conocido innumerables ediciones en muchas lenguas.

Skinner la publica en 1948, el año en que ingresa como profesor en Harvard, y en ella expone las posibilidades del conductismo para modelar una comunidad utópica, en la que los individuos, descondicionados del lamentable mundo tópico en el que vivían, reciben un aprendizaje eficaz mediante un recondicionamiento total, dirigidos por una ingeniería conductual científica. En numerosos centros académicos de psicología social Walden Two ha sido muchos años lectura obligada para los alumnos.

En el prólogo de esta novela, Skinner hace una sincera profesión de fe utópica, siguiendo a Thoreau (Walden or the Life in the Woods, 1854). La forma de vida tópica no es inevitable. Si alguno no está conforme con ella, puede y debe cambiarla. Pero no trate de hacerlo políticamente, es decir, procurando el cambio para todos: no pida de la política sino que asegure un grado suficiente de orden y de libertad, que haga posibles las experiencias personales y comunitarias. Simplifique sus necesidades al máximo, procure una forma de vida en común no competitiva, sino cooperativa y solidaria. Ajústese a normas éticas flexibles y efectivas, cuidando al máximo la educación conductista de los niños. Trabaje lo menos posible. Y esté seguro de que no hay «verdades eternas», de que todo es cambiable, de que es preciso experimentar siempre -cambiar y volver a cambiar, si es preciso-, alejándose de una cultura esclerótica mediante un optimismo creativo.

Un buen día, en la novela, los profesores Castle y Burris (=Skinner), acompañados de dos parejas de novios, estudiantes de su Universidad, deciden ir a pasar un tiempo en Walden Two. Es ésta una población utópica de un millar de habitantes, fundada por un antiguo colega de Burris a unos cuarenta kilómetros de una ciudad de los Estados Unidos. En ella alternan los departamentos privados, funcionales y austeros, aunque bellos, con las salas comunes: comedores, talleres, biblioteca, granja, lavadero, guardería de niños, etc. La distribución de horarios y actividades -el comedor, por ejemplo, funciona prácticamente a todas las horas- ha sido objeto de un diseño muy cuidadoso, procurando equilibrar en todo vida privada y vida comunitaria.

«No hay razón suficiente para reunir a la gente en grandes proporciones. Las muchedumbres son desagradables e insanas. Son innecesarias para las formas más valiosas de relaciones personales y sociales, y son peligrosas... Además son caras; requieren espacio y material costoso, que luego no se usan la mayor parte del tiempo» (45).

La organización del trabajo está sumamente estudiada, siguiendo técnicas no sólo económicas, sino especialmente procedentes de la psicología social. Bastan cuatro horas diarias de trabajo -en Moro eran seis, y en las Reducciones jesuitas ocho- para conseguir, en una economía totalmente cooperativa, una situación material confortable.

A los pobladores de Walden Two no les preocupa en absoluto parecer raros a los hombres tópicos. Se distancian del mundo, y guardan con él relaciones suficientes. No prestan culto a la información de «la actualidad», en la que no creen, y no dan culto al deporte ni a las marcas atléticas. No admiten conferencias y adoctrinamientos, ni situación alguna en la que Uno activo se relacione con Todos pasivos. Evitan las actividades competitivas, hasta en los juegos, así como todo lo que estimule la afirmación personal con desmedro de los otros: todo ha de ser unitivo y cooperativo. Es norma «no dar las gracias» a una persona, pues sería distinguirla sobre las demás. Walden Two ignora toda institucionalidad normativa, y vive según normas flexibles, siempre modificables. No prohibe, por supuesto, la práctica religiosa, pero ésta tiende a desaparecer. Legalmente no es sino una empresa, en la que libremente se asocia un cierto número de ciudadanos.

En Walden Two nadie cree en el viejo mito de la democracia, sino que un Gobierno de planificadores, ayudados por Administradores expertos, orienta y organiza. No hay peligro, sin embargo, de dominación autoritaria, pues se han suprimido todos los condicionantes culturales que llevan a regímenes oculta o abiertamente despóticos. En Walden Two se gobierna desde la objetividad científica que, gracias al conductismo, ciencia de la conducta humana, viene a ser posible. Entregar la gestión del bien común a supuestas mayorías democráticas sería una estupidez.

En democracia «el pueblo no es el soberano, sino la víctima propiciatoria... ¿Es el pueblo un gobernante competente? No. Y cada vez es menos competente, conforme avanza la ciencia política... El gobierno de Walden Two tiene todas las virtudes de la democracia, y ninguno de sus defectos. Ponemos un gran cuidado en averiguar la voluntad del pueblo... La mayoría de los habitantes de Walden Two no tiene parte activa en las tareas de gobierno. Y tampoco lo desea... Hoy día, en cambio, todo el mundo se considera un experto gobernante y quiere que se escuche su voz. Confiemos en que sea sólo un elemento cultural pasajero» (296-300).

Walden Two está tan lejos de las democracias occidentales como del totalitarismo soviético (305-308); pero, situada en los Estados Unidos, centra lógicamente su crítica en la política democrática, haciendo ver que los políticos son unos ignorantes irresponsables, que gobiernan al pueblo sin conocer el conductismo, la ciencia de la conducta humana: en realidad, ignoran las metas objetivas que se proponen, o cuando conocen éstas, son inconfesables. Por eso, «no tenemos ningún interés en lo que los políticos están haciendo» (224). Ellos son los principales causantes del fracaso de la sociedad. Pero también contribuyen a éste los añejos planteamientos religiosos y metafísicos:

«La comunidad [política] no se planteaba como un verdadero experimento, sino como un medio para poner en práctica ciertos principios. Estos principios, cuando no eran revelados por Dios, emanaban de una filosofía perfeccionista... ¿Qué más se puede pedir como explicación de su fracaso?» (172-173). «Experimentación, y no razón» (193). Ascetas y místicos tuvieron aproximaciones precientíficas, no despreciables, a la verdadera sabiduría científica del conductismo; pero conocido éste, sus normas no ofrecen ya utilidad alguna. «Nuestro concepto del hombre no procede de la teología, sino del examen científico del mismo hombre. No reconocemos [nada] como revelado ni verdades sobre lo bueno o lo malo, ni leyes o códigos propios de un pueblo elegido... La fe religiosa llega a perder su importancia cuando los temores que la alimentan son mitigados, y las esperanzas son colmadas... aquí en la tierra» (219-220).

Por otra parte, «la Historia es venerada en Walden Dos únicamente como pasatiempo. No la tomamos en serio como alimento para la mente» (126). La historia no es maestra de la vida, sino una serie interminable de errores, con algún acierto entremezclado, del que apenas se aprende nada, pues fue casual. Es el conductismo el que abre unas posibilidades históricamente nuevas a la ingeniería conductual humana individual y comunitaria. «Podemos hacer a los hombres adecuados para la vida en comunidad, proporcionando satisfacción a todos. Ésta era antes nuestra esperanza; ahora es nuestra realidad... Por primera vez en la historia, estamos preparados para este tipo de gobierno, porque ahora podemos trabajar con el comportamiento humano de acuerdo con simples principios científicos» (216).

No es la herencia genética la que determina la conducta -ni un presunto pecado original, por supuesto-, sino los condicionamientos sociales. «¡Son los ambientes! Ahí está precisamente el secreto. Condiciones apropiadas, eso es todo» (100). Creando condicionamientos adecuados de atracción y repulsión, es posible controlar la conducta humana hacia el bien común.

Y tampoco es una imaginaria libertad personal lo que podría llevar al bien común por caminos voluntaristas. Ésta es una cuestión decisiva que debe quedar muy clara:

«Si el hombre es libre, entonces una tecnología de la conducta es imposible... Niego rotundamente que exista la libertad. Debo negarla, pues de lo contrario mi programa sería totalmente absurdo. No puede existir una ciencia que se ocupe de algo que varíe caprichosamente. Es posible que nunca podamos demostrar que el hombre no es libre; es una suposición. Pero el éxito creciente de una ciencia de la conducta la hace cada vez más plausible. El sentimiento de libertad no debería engañar a nadie. Las fuerzas [de los condicionamientos] determinantes, por muy sutiles que sean, son inexorables» (285-287). Lo que ocurre ahora, por primera vez en la historia, es que «podemos establecer una especie de control bajo el cual el controlado, aunque observe un código mucho más escrupulosamente que antes, bajo el antiguo sistema, sin embargo se sienta libre. Los controlados hacen lo que quieren hacer, y no lo que se les obliga a hacer. Ésta es la fuente del inmenso poder del refuerzo positivo [característico de los aprendizajes conductistas]. No hay coacción ni rebeldía. Mediante un cuidadoso esquema cultural, lo que controlamos no es la conducta final, sino la inclinación a comportarse de una forma determinada, los motivos, los deseos, los anhelos. Y lo curioso es que, en este caso, el problema de la libertad nunca surge... [Walden Dos] es el lugar más libre de todo el planeta» (292-293).

Comunas modernas

Baum, Bercoff, Caputo, Carandell, Maffi, Kinkade.

Los planteamientos utópico-literarios de Skinner fueron tan persuasivos que no faltaron intentos comunitarios para realizarlos. Así, Kathleen Kinkade reune en 1972 hasta 24 personas en una comuna, y a los cinco años de ésta se siente obligada a escribir un libro, Un experimento «Walden Dos». Los cinco primeros años de la comunidad Twin Oaks. Apenas se entiende, sin embargo, que las astrosas vicisitudes comunitarias y los mezquinos líos personales que allí se refieren puedan ser presentados como «un experimento Walden Dos». Con razón dice el propio Skinner en el prólogo: «La vida retratada en Walden Dos era el objetivo de Twin Oaks, pero no se abordó mediante la aplicación de criterios científicos. Kat y sus amigos simplemente fueron probando». Y así salió.

No voy a intentar describir las comunas modernas, pues son indescriptibles en su absoluta heterogeneidad. Por otra parte, como hace notar Kathleen Kinkade, «obtener datos sobre las comunas es extremadamente difícil» (28): unas no contestan, otras mienten, otras suministran datos reales, que a los dos meses son completamente diferentes, otras ya desaparecieron.

Las comunas urbanas son más numerosas que las rurales. Ambas suelen estar integradas por gente joven, y han surgido casi siempre en los países ricos. La red confortadora de una familia tópica, económicamente bien acomodada, suele estar casi siempre bajo los atrevidos ejercicios juveniles realizados en los trapecios oscilantes del utopismo. En las comunas se agrupan sobre todo estudiantes y artistas, ecologistas y gente estrafalaria, más o menos disconformes con el orden habitual del mundo tópico. En las comunas rurales suele haber más organización y estabilidad, pero se ven afectadas con frecuencia de un primitivismo bucólico, más bien tonto e inútil. Hay comunas seculares, y otras religiosas -Hare Krishna, Lama Foundation, Niños de Dios-, normalmente más estructuradas y numerosas. Hay comunas laboriosas, pero muchas más son las perezosas, en las que las actividades más apreciadas son pasear, tomar el sol tumbados y tocar -mal- la guitarra -tocarla bien exige mucha dedicación y trabajo-. Hay comunas jerarquizadas y normativamente severas, pero son muchas más las de vida igualitaria, anárquica e improvisadora. Unas son ecologistas y naturistas, otras, un lugar privilegiado para la droga. Generalmente estas comunas se producen con un soporte mental mínimo; van probando, y cambian con frecuencia de formas según reciben nuevos integrantes. En casi todas el número de miembros suele ser muy reducido, muy inestable, y normalmente no duran más que unos pocos meses o años.

La impresión general que las comunas modernas producen es sumamente pobre. Apenas aportan nada a la historia de la utopía. Logran, más o menos, romper con el orden tópico del mundo habitual, pero no tienen vigor mental y espiritual para crear un micro-mundo utópico durable. No es esto extraño si sus mentores intelectuales -cuando los tienen- son o han sido maestros al estilo de Adorno, Horkheimer, Marcuse, Moreno, Lewin, Reich, Rogers, Skinner y otros semejantes.

El hermano Ephraïm, fundador de las Comunidades de las Bienaventuranzas, de las que luego hablaré, haciendo memoria de cuando era joven y un tanto anárquico, dice: «en mi búsqueda, visité muchas de estas comunidades. Era la época de las familias hippies reunidas en torno a un gurú y de los falansterios políticos. Entre estas experiencias, las menos creíbles eran sin duda las comunidades políticas, porque, a pesar de la generosidad de sus miembros, el compromiso [político] se sobreponía a todo el resto, y finalmente las comunidades no duraban: el factor humano terminaba por dominar y, consiguientemente, por ahogar el impulso inicial de generosidad... En cuanto a las comunidades hippies me llenaban siempre, por su efímera belleza, de tristeza y de nostalgia: a mi juicio, se encontraba en ellas elementos de la comunidad cristiana primitiva, un cierto grado de renuncia propia, de altruísmo, una referencia a Dios, sin duda... , pero hay que reconocer que al cabo de un tiempo todo aquello se venía abajo. Una vez más, el elemento humano no había sido suficientemente afectado y trascendido por algo más fuerte, por lo espiritual» (Lenoir 156-157).

Cooperativas

Ya Fourier vio las posibilidades de las cooperativas hacia el utopismo. Ellas, sujetas con frecuencia a leyes sociales favorables, pueden abrir camino a experimentos comunitarios de vida social más libre y solidaria, más digna y armoniosa. Normalmente, es cierto, las cooperativas limitan su asociación a la producción o el consumo, y no pretenden establecer formas de vida común cooperativa, que abarque más áreas de la vida total de las familias. Pero el cauce legal de que las cooperativas disponen hacen de ellas uno de los marcos más favorables para el desarrollo de comunidades utópicas. Pedagogías utópicas

Agazzi, Abbagnano-Visalbergui, Gutiérrez Zuluaga, Moreno

La pedagogía es, sin duda, uno de los caminos principales de la utopía. Puede decirse que el valor de una utopía ha de medirse principalmente en relación a la pedagogía que propugna. Veámoslo con un ejemplo.

El Emilio o De la educación, publicado en 1762, ofreciendo unos modos pedagógicos muy diversos a los usuales en la época, es decir, siendo altamente utópico, es sin duda uno de los libros más importantes del siglo XVIII. Su autor, Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), fue tan hábil educador, que envió a un hospicio de niños abandonados los hijos que tuvo con Teresa Le Vasseur, una criada de posada. Pero dejando a un lado su biografía, este sujeto, indudablemente, tenía une certaine idée de lo que debía ser la educación.

El niño es originalmente bueno. La sociedad es la mala. Por eso la educación ha de procurar aislar lo más posible al niño de una sociedad que lo deformaría. En contacto con la naturaleza, por el contrario, ha de ser estimulado a desarrollar sus potencialidades sin coerciones, a su paso, con pocos libros, sin memorizaciones, en contacto con las cosas reales, alternando ocupaciones intelectuales y manuales, trabajos y juegos.

Los planteamientos pedagógicos rousseaunianos -educación activa, individualizada, no directiva, no memorística- tienen hasta el día de hoy un enorme influjo en la pedagogía familiar, escolar y social. En su tiempo fueron pretensiones educativas absolutamente utópicas, propugnadas por un hombre cuyo talante utópico queda bien expresado en estas palabras suyas: «haced lo contrario de lo que se acostumbra hacer, y haréis casi siempre bien» (Agazzi II,314).

El suizo Enrique Pestalozzi (1746-1827), profundamente religioso y muy dotado como maestro, se entusiasmó con la pedagogía rousseauniana, y en la hacienda agrícola de Neuhof, con la ayuda de su esposa, intentó realizar esa utopía educativa. Su novela Leonardo y Gertrudis pertenece al género de las utopías pedagógicas.

La historia de la pedagogía, mostrándonos sucesivamente modelos educativos tan diferentes, fundamentados en tan diversas concepciones filosóficas y religiosas del hombre, nos permite conocer que los planteamientos pedagógicos tópicos, hoy vigentes en un lugar, son unos ciertos modos, que distan años luz de otros, imperantes en otras épocas o en otras áreas culturales del propio tiempo actual. Aquí, como en todo, el vuelo utópico sólo se levanta desde el extrañamiento y la consideración distanciada de las realidades tópicas en uso.

Por eso, cuando los educadores actuales, como fieles creyentes, se encierran dócilmente en la ortodoxia indiscutible de la educación tópica hoy vigente, consiguen, sí, ganar el pan de sus hijos, pero se cierran sin duda a muchos bienes educativos que niños y jóvenes, y sus propios hijos, están necesitando con urgencia.

En todo caso, quede claro que el valor de una utopía se mide por el valor de la pedagogía que propugna. No hay duda sobre esto: si considereamos sólo los medios naturales, hay que reconocer que la pedagogía es el camino principal para la Utopía.

Arquitectura urbanista

Doxiadis, Reiner.

Ya en las utopías más antiguas y en las del Renacimiento, la arquitectura urbana tenía a veces, como en las Reducciones jesuíticas del Paraguay, notable importancia. Actualmente, con la posibilidad, históricamente nueva, de construir en formas sumamente heterogéneas, se han acentuado las posibilidades utópicas de la arquitectura.

De hecho, el gremio de los arquitectos urbanistas, con el de ciertos psicólogos sociales, es hoy quizá uno de los que se sitúa en la vanguardia del pensamiento utópico naturalista. Espantados por las ciudades actuales, devoradoras de hombres, y preocupados en la creación de un habitat favorable al desarrollo humano, personal y comunitario, estos arquitectos elaboran a veces propuestas muy diversas de la ciudad actual, proyectos utópicos. Unas veces consiguen en ciertos barrios o localidades éxitos más o menos felices. Y otras veces, con frecuencia, chocan con la mentalidad tópica de empresarios y usuarios, o con las directivas interesadas de los políticos municipales o del Estado.

Los proyectos de los hermanos Percival y Paul Godman, la ciudad suspendida de Friedman, la ciudad cónica de Xenakis, la molécula urbana de Fisac, así como los estudios de Doxiadis o los trabajos del grupo de arquitectos de la Fundación Wright en Taliesin West, California, son ejemplos más o menos valiosos del utopismo urbanista de nuestro tiempo.

Antiutopías

En nuestro siglo, no antes, ha cristalizado el género literario anti-utópico. Las modernas antiutopías, distopías o contrautopías, muestran en ensayos y novelas, viajes o sátiras los grandes peligros de una cierta política ideológica, que trata de modelar la sociedad violentamente con eficacísimos métodos psicológicos, pedagógicos y policíacos.

Notemos, sin embargo, que la mayor parte de las antiutopías no critican la utopía en la acepción que en estas páginas usamos, sino en un sentido político. Por eso sus argumentos -por ejemplo, los de Robert Spaemann en su Crítica de las utopías políticas, o los de Thomas Molnar, El utopismo, la herejía permanente-, apenas aportan nada a nuestro tema, como no sea en forma muy indirecta. Ya aquí hemos distinguido desde el principio la política, que opera sobre el conjunto total de hombres necesariamente adscritos a una sociedad, y la utopía, que afecta a asociaciones libres más o menos numerosas.

Sin duda, tratar de hacer política utópica o intentar la construcción de utopías políticas no puede producir sino resultados monstruosos -como los aludidos por Cammilleri en Los monstruos de la Razón-. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que en no pocos de estos escritos apunta también a veces una clara aversión a la utopía, en el sentido en que aquí la entendemos.

-Eugenio Zamiatin (1884-1937), ingeniero naval soviético, en su novela satírica Nosotros, realiza una crítica muy inteligente de los totalitarismos estatales tecnificados y de sus servidores robotizados. Suele verse como uno de los primeros antiutopistas, e inspiró, efectivamente, a Huxley y Orwell. Zamiatin, sin embargo, autoexiliado en París desde 1932, muestra en otros escritos un talante netamente utopista, en el sentido del término que aquí vengo usando:

«El mundo se desarrolla únicamente en función de las herejías, en función de los que rechazan el presente, aparentemente inmóvil e infalible. Sólo los herejes descubren los horizontes nuevos en las ciencias, en el arte, en la vida social; sólo los herejes, rechazando el presente en nombre del futuro, son el eterno fermento de la vida y aseguran el infinito movimiento hacia delante de la vida» (Vilar 116). Aclaro que no se refiere Zamiatin aquí a las herejías religiosas, sino a los modos de pensar libres, que chocan con la ortodoxia intelectual del mundo vigente.

-Aldous Huxley (1894-1963), en su famosa obra Un mundo feliz, describe la frialdad sobrecogedora de un mundo supercientífico y conductista, regido por un tal Ford y sus ayudantes, que mediante el soma, alimento-medicina-estimulante, y otros recursos condicionantes, controla a todos los individuos de un cierto mundo feliz, del que se ha extraído a un tiempo libertad y sufrimiento.

El Salvaje, allí introducido, se resiste y afirma: «yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado» (299).

-George Orwell (1903-1950), en su famosa novela 1984 describe un mundo dividido en tres Estados comunistas. Oceanía, uno de los tercios, se ve gobernada por un partido único presidido por el Gran Hermano, que a través de su Policía del Pensamiento controla la mente y la actividad de todos los miembros del partido. Los proles, que no son del partido, no son controlados, pues no son peligrosos: son únicamente mano de obra que no piensa.

Herbert George Wells (1866-1946), inteligente, cientista y descreído, publicó un buen número de novelas político-utópicas, como Una utopía moderna, Cuando el durmiente despierta, Los primeros hombres en la Luna, El nuevo Maquiavelo, El mundo liberado, Los hombres dioses, aunque más bien hubiera quizá que encuadrarlas dentro del género de la ciencia ficción. Y en dirección contrapuesta, señalando los peligros de un utopismo perfeccionista, escribieron Gilbert K. Chesterton (1874-1936), Napoleón de Notting Hill (1904), y E. M. Forster (1879-1970), La máquina se detiene (1912).

Diversas clases de utopías

Terminemos ya nuestro breve viaje por el mundo de las utopías seculares, y tratemos en primer lugar de clasificar en lo posible el inclasificable mundo variadísimo de la utopía.

-Las utopías son literarias o realizadas, partiendo éstas o no de una previa utopía literaria.

-Seculares o religiosas. Éstas tienen normalmente más calidad y más duración.

-Rurales o urbanas. No necesariamente los experimentos utópicos se han hecho en una isla, pero sea en el campo o en la ciudad, cuando se han intentado comunidades utópicas de convivencia, un cierto grado de aislamiento del mundo tópico se ha considerado normalmente necesario.

-Jerárquicas y normativamente disciplinadas o anárquicas y anómicas. Éstas últimas suelen ser muy efímeras, fácilmente crean un clima comunitario inaguantable, y no suelen durar. Aunque tampoco las jerárquicas y disciplinadas se muestran apenas durables.

-Hay utopías de ricos y utopías de pobres. Éstas suelen soñar mundos en los que abundan los bienes materiales, pues nacen en pueblos que pasan hambre, frío, necesidad: son «sueños de oprimidos» -así las entiende Mannheim-. Las utopías de ricos, por el contrario, acentúan más los valores de libertad, armonía, belleza, paz y unidad.

Por lo demás, los pobres, apresados en su miserable situación, aunque son los que más sufren los horrores del mundo tópico, apenas suelen tener capacidad de soñar mundos mejores. Ellos van a lo seguro, pretenden sobrevivir y no andan pensando en aventuras utópicas perfectivas. Suelen ser los ricos, normalmente, los únicos en situación de imaginar posibles formas de vida comunitaria mejor. Ellos son los que tienen cultura, información y medios para idear, expresar y promover. De hecho, casi todas las utopías literarias o realizadas se han producido en los países ricos.

-El utopismo pretende crear comunidades de vida nueva, pero no pretende transformar la sociedad global: esto es tarea de la política, no de la utópica. Hay utopismos, es cierto, que, lamentablemente, tratan de realizarse por la vía política. Pero no es el utopismo que nosotros estamos aquí considerando.

«Si la pretensión de universalidad tiene enfrente mil obstáculos, queda para los reformadores políticos [y religiosos] de todos los tiempos el recurso de fundar una pequeña comunidad ejemplar, capaz de ser al menos un puerto de salvación para algunos, a la espera de llegar a ser modelo para la humanidad... La reforma general violenta del conjunto del mundo deja, propiamente, el campo reformista, para entrar en el de la Revolución» (Mucchieli 117).

-El comunitarismo utópico unas veces implica convivencia y otras no. Los ejemplos que he traído normalmente la implican, y ofrecen una fisonomía utópica más caracterizada; pero, como veremos, muchas veces la comunidades utópicas no llevan consigo convivencia: producen una forma común de vida, y no una forma de vida en común. En este sentido, para entendernos, distinguiré entre comunidades convivenciales y comunidades asociativas.

Errores más comunes de las utopías

Señalo aquí sólo algunos de los errores más comunes del utopismo mundano, y concretamente del utopismo profano en sus formas modernas.

-Ateísmo, pelagianismo. Ésta es, por supuesto, la falla radical de toda forma de utopismo mundano; es lo que, poniéndole plomo en las alas, le hace imposible un vuelo largo y poderoso. Muchos autores señalan que los utopismos seculares, especialmente los actuales, tienen una inspiración pseudo-religiosa (Dreyfus 94-95), es decir, tratan de dar al hombre una salvación humana, y por tanto, intentan construir una convivencia ideal contra Dios. O aún en el caso de que no nieguen a Dios, de modo voluntarista y pelagiano fundamentan su proyecto en la arena de la fuerza humana, sin apoyarlo en la roca de la gracia divina. Con esto sólo hay ya razón más que suficiente para explicar los continuos fracasos del utopismo naturalista. «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1).

-Anarquía. Los antiguos, lo mismo que no podían concebir un cuerpo sin cabeza, no podían imaginar una comunidad sin jefes. Como señala Finley, «en la antigüedad es difícil encontrar un pensamiento utópico que no sea jerárquico» (19). La autoridad (auctoritas, de augere, acrecentar) es una fuerza impulsora y acrecentadora. Por eso una empresa difícil, como es la utopía -o el concierto sinfónico o el equipo de alta montaña o la navegación marina-, requiere sin duda el eficaz impulso autorizado de un director. Por el contrario, muchas utopías modernas fracasan en seguida por una alergia cultural a la jerarquía. Esa aversión está hecha, en primer lugar, por supuesto, de rechazo de Dios, y en seguida de subjetivismo anárquico, idolatría de lo espontáneo, primacía del individuo sobre el bien común, teorías falsas de psicólogos modernos. Eso explica que las utopías seculares del XIX, por ejemplo, mostraran mucha más calidad y duración que las del siglo XX.

En efecto, por lo que a orientaciones de la psicología y de la sociología se refiere, en Estados Unidos, por ejemplo, las comunas socialistas decimonónicas no sufrían el influjo antiautoritario de Marcuse, Maslow, Perls, Moreno, Lewin, Reich, Rogers, etc., ni del análisis transaccional de Eric Berne. Con unos u otros matices, no pocos de estos autores ven en el jefe o en el padre una fuerza potencialmente opresiva y frustrante, y prefieren los grupos igualitarios a los jerarquizados. Ya sabemos que bastantes de ellos eran judíos traumatizados por el autoritarismo nazi, que conocieron la libertad en Norteamérica. Sería cosa de psicoanalizarlos, para descubrir así la clave inconsciente de sus doctrinas.

Nihil violentum durabile. Lo que violenta la naturaleza humana no puede durar, está condenado al fracaso. Las comunas que van contra toda autoridad; las que son anómicas, alérgicas a toda ley, disciplina y organización; las que van contra la familia natural; las que prefieren la improvisación espontánea al proyecto estudiado por la razón -logofobia- y quieren tocar la flauta sin estudiar solfeo; las que hacen prevalecer lo comunitario sobre toda forma de privacidad, provocando un desnudamiento psíquico y a veces físico; las que parten de modelos mentales completamente falsos -«el hombre no es libre», «no hay más vida que la presente», «no existe Dios», «cada persona, por sí misma, ha de decidir lo que es verdad y bien para ella»-; todas éstas consiguen realizaciones comunitarias indeciblemente miserables, que son peores normalmente que las conseguidas por el mundo tópico que desprecian y que pretenden superar. No merece, pues, la pena que nos ocupemos más de ellas.

Valores principales

-La libertad mental y operativa respecto del mundo tópico es, sin duda, el valor con más éxito afirmado por los utopistas mundanos antiguos y modernos. Aunque siendo mundanos es inevitable que estén mucho más sujetos al mundo tópico de lo que ellos creen. Ya decía Chesterton que la fe cristiana es «lo único que puede salvarnos de ser unos hijos del siglo». En todo caso, resulta con frecuencia estimulante escuchar sus planteamientos. Es el único aspecto en el que los cristianos podemos coincidir con ellos en alto grado.

Ya hemos recordado cómo piensa y escribe Tomás Moro en su Utopía acerca de los ricos de su tiempo, de abades y frailes, príncipes y aristócratas. Hemos visto también cómo Rousseau, para acertar con lo bueno, aconseja «hacer lo contrario de lo que se acostumbra hacer». El conde de Saint-Simon, buscando la verdad y el bien, no teme que su búsqueda le traiga a veces la dura persecución del mundo vigente: hasta ahora, confiesa, «mi estimación hacia mí mismo ha aumentado siempre en proporción al daño que he hecho a mi propia reputación... Desde hace quince días estoy a pan y agua, trabajo sin lumbre y he vendido mis ropas para sufragar los gastos de copia de mi obra. Así es la pasión por la ciencia y por la felicidad pública» (Charléty 18-19). Skinner, después de la II Guerra Mundial, en la máxima euforia de los Estados Unidos, que se entrega a la idolatría de sus propios valores nacionales, arremete universitariamente con toda calma contra muchos de esos valores: la competencia, la democracia partidista, el culto a la información de «la actualidad», los deportes violentos y competitivos, etc.

Un cristiano, es cierto, no puede admitir una buena parte de las tesis de estos autores. Pero no fuera malo que los cristianos tuvieran esa actitud desinhibida hacia los prestigios del mundo tópico; mucho les convendría un atrevimiento semejante y una capacidad análoga de herejía -respecto de la ortodoxia y ortopraxis del mundo-, que se manifestasen en una libertad de expresión tan resfrescante.

-Conciencia de que la perfección personal (ascética) es muy difícil sin una relativa perfección comunitaria (utópica). El individuo que busca la perfección, para librarse del cúmulo de condicionamientos de la sociedad política tópica y superarlos creativamente, halla en la comunidad utópica una gran ayuda, si no necesaria, al menos muy conveniente.

-Optimismo social creativo. Los utopistas piensan y sienten que, aunque lo parezca, no es necesario vivir como se vive; están convencidos de que es posible una vida mejor, y la intentan.

-La comunidad de bienes, mejor o peor conseguida, suele ser rasgo común a casi todas las utopías. Una comunidad en la que unos disfrutan de lujos en tanto que otros sufren privaciones no es, ciertamente, utópica.

Esta regla tiene una excepción: la comunidad Tiempos Modernos, fundada en Long Island, USA, por Joseph Warren, antiguo miembro de la comunidad owenita Nueva Armonía. En ella prevalece la soberanía individual más completa en propiedades, ocupaciones, criterios y costumbres (E. Wilson 128-129).

¿Significa eso que el comunismo político es o era un ideal utópico? En modo alguno. Tanto en China como en la ya pasada Unión Soviética, por ejemplo, los miembros del Partido único rector eran sólo un porcentaje mínimo respecto a la totalidad de la población. La presión ejercida por esta mínima minoría, la nomenklatura, sobre la sociedad global era o es indecible. No hay, pues, ni lejana analogía entre la comunidad de bienes de las asociaciones utópicas a la existente en las sociedades políticamente utópicas -pase por una vez el mal uso del término-.

Condiciones para la utopía

Mucchieli resume en cuatro las condiciones generales que se necesitan para el establecimiento de comunidades utópicas:

«1º.- Rechazo de un estado de cosas existente, de una situación histórica intolerable», inaguantable, al menos, para los que optan por la utopía».

«2º.- Llamada de un jefe inspirado, que promete "nuevos cielos" y "una nueva tierra"; y adhesión de un cierto número de voluntarios creyentes». Lo que los jesuitas fueron para la República guaraní; lo que Ann Lee fue para los shakers; o lo que significó Fourier en los falansterios.

«3º.- Posibilidad material que el grupo tiene para organizarse en forma diferenciada al mundo de los otros».

«4º.- Duración y capacidad de enjambrar que tenga la célula-madre» (119). Y añado yo otra condición, aunque ya está más o menos contenida en la segunda:

5º.- Posibilidad mental de concebir unas formas de vida distintas y mejores que las del mundo tópico.

-Comento la primera condición. La comunidad utópica debe superar toda aceptación pasiva de la ortodoxia y de la ortopraxis del mundo tópico, es cierto. Pero debe estar lejos también de una condenación global de todo el orden social vigente; tentación no rara en el utopismo. En efecto, el inconformismo sistemático implica una falta tan grande de discernimiento, y también de libertad del mundo existente, como el conformismo acrítico y servil. La rebeldía crónica e indiscriminada es simplemente una enfermedad mental, psicológica y moral igualmente grave.

El anarquista, hace notar Mannheim, «ve en toda topía (el orden existente actual) el mal en sí». Y eso explica que mientras los representantes del orden vigente sufren «una ceguera hacia las utopías, el anarquista puede ser acusado de ceguera para el orden existente... [Para él] la posibilidad de advertir cualquier clase de [positiva] corriente evolutiva en el campo de la realidad histórica e institucional queda mermada» (Ideología 273-274. +Variaciones sobre este mismo tema, en Paul Ricoeur, Ideología y utopía).

Pues bien, así como una asociación comunitaria utópica desaparece si se ve asimilada por los pensamientos y costumbres del mundo tópico, también es cierto que se empobrece enormemente si se aisla en exceso del mundo histórico presente. En uno y otro caso, no tiene futuro. Por eso, en este punto de equilibrio entre aceptación y rechazo del mundo tópico, contacto y distancia respecto de él, se pone en juego la viabilidad de una utopía concreta.

Por otra parte, la construcción a escala reducida de un orden vital nuevo exige un conocimiento mayor del normal acerca de las posibilidades reales que el mundo presente ofrece en muy diversos aspectos: técnicos, legales, religiosos, habitacionales, informáticos, higiénicos, dietéticos, psico-sociales, económicos, laborales, pedagógicos, etc. Aquellos que no conocen suficientemente las posibilidades reales del mundo tópico no están en condiciones de escapar de sus mallas condicionantes, ni de realizar, aunque sea en forma asociativa menor, un mundo mejor. Aquellos que no conocen bien el presente ni pueden perfeccionarlo, ni están en condiciones de anticipar un futuro mejor. De hecho, los intentos utópicos históricos han sido dirigidos normalmente por personas y grupos muy conocedores de las posibilidades del mundo de su tiempo.

-Comento la segunda condición. No basta que la utopía logre liberarse eficazmente de los condicionamientos negativos del mundo tópico. Por el contrario, la utopía ha de ser la eficaz afirmación comunitaria de un ideal positivo de vida, lleno de verdad, armonía y fuerza benéfica. El Éxodo utópico ha de producirse más por la atracción de una Tierra Prometida que por la repulsa de Egipto, país de tinieblas y de servidumbres humillantes.

Ya lo hemos visto: des-condicionar del mundo no es tan difícil; lo más precioso es rea-condicionar las personas en un nuevo orden vital de calidad. No basta, pues, querer la utopía; es preciso saber cómo hacerla. La revolución del 68 se quedó en nada porque no supo más que dar patadas al orden existente, sin tener capacidad para producir, o siquiera proponer, nada positivo y convincente. Y lo mismo, como hemos visto, sucede en no pocas comunidades utópicas.

La primera y segunda condiciones han de hacer posible a la utopía una vida elegante, es decir, una vida eligente (de eligere), que siempre elige, que quiere estar libre de sujeciones a condicionamientos indebidos; una vida en la que nada se acepta sin más, por inercia gregaria; es decir, en la que todos y cada uno de los elementos integrantes de la vida social -comida, vestido, casa, viajes, horarios, vacaciones, usos y costumbres- todos estén libremente elegidos.

Causa principal del fracaso: la voluntad

Cuando faltan todas o algunas de las condiciones señaladas, fracasa la utopía. Pero ésta naufraga sobre todo cuando falla un aspecto decisivo de la segunda condición señalada: la voluntad de quienes deben traducir la utopía en vida.

En efecto, si fallan los hombres que han de componer la comunidad utópica, ésta se hunde. Un personaje de Aldous Huxley, en su novela antiutópica After many a summer (1939) -en traducción un tanto libre: Viejo muere el cisne-, argumenta en una discusión:

«Desde luego, no hay nada tan desastroso como lanzarse a un experimento social con personas inadecuadas. Mire lo que ha pasado con todos los esfuerzos hechos para fundar comunidades en este país. El caso de Robert Owen, por ejemplo, y los furieristas y todos los demás por el estilo. Experimentos sociales a docenas y todos fracasados. ¿Por qué? Porque quienes los tuvieron a su cargo no escogieron a las personas: no había examen de ingreso ni noviciado. Se aceptaba al primero que llegaba. Eso es lo que se consigue con el indebido optimismo acerca de los seres humanos» (204).

En el mismo sentido podemos citar también una anécdota que recuerda Étienne Gilson (+1978) en Las metamorfosis de la Ciudad de Dios (270-271). El abate Saint-Pierre (+1743) escribió un famoso Projet de paix perpétuelle (1713) para conseguir la paz en Europa mediante una gran República Cristiana. Remitió este Memorial utópico, en el que todo estaba perfectamente previsto y organizado, a Leibniz (+1716), y éste, al parecer sinceramente complacido, le respondió con una carta en la que, no obstante, presentaba una pequeña objeción: «sólamente falta a los hombres la voluntad para librarse de una infinidad de males».

Una pequeña objeción... mortal. La cuestión perpetua de la utopía se centra en su posibilidad. Y ésta depende de que, efectivamente, haya hombres que puedan y quieran realizarla. Si no la quieren, la más perfecta utopía es irrealizable, y queda reducida a un sueño vano. Y el mismo resultado se obtendrá si la quieren, pero no pueden, no son capaces de realizarla.

Esta dificultad no escapó a Tomás Moro. Él comprendió bien dos cosas que, simultáneamente consideradas, parecen formar un círculo vicioso. Entendió que, de un lado, difícilmente crecen hombres buenos en un orden malo y maléfico: los hombres buenos requieren un medio generador bueno. Pero igualmente comprendió que sin hombres buenos es imposible crear un orden comunitario perfecto. ¿Qué es antes, el huevo o la gallina?... Su fe en la viabilidad de la utopía parece, en todo caso, muy débil: «No es posible -dice- que las cosas vayan perfectamente a menos que los hombres sean todos buenos, cosa que no espero que suceda hasta dentro de muchos años».

Sólo el Espíritu de Jesús hace asequible el horizonte fascinante de la utopía.