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4. Iglesia y mundo

¿Qué deben hacer los presos cristianos en un campo de concentración?

¿Cuál es la actitud más evangélica que unos cristianos deben adoptar en un campo de concentración? Antes de dar respuesta a la pregunta, hay que afirmar que está mal planteada. Partiendo del Evangelio, son muchas las actitudes cristianas posibles para unos hombres que están deportados en un campo de castigo. Pueden seguir una conducta de obediencia y de colaboración, tomando humildemente la cruz de cada día, para expiación de los pecados propios y ajenos, y para participar así heroicamente en la obra de la Redención. Pueden asumir una actitud de no colaboración con los autoridades malvadas, y de total pasividad no violenta. Pueden intentar una fuga masiva o la fuga de unos pocos que denuncien la situación ante la opinión mundial. Pueden organizarse para atacar a sus carceleros, incendiar los barracones, etc. Todas las actitudes enumeradas y otras más pueden responder evangélicamente a una situación tan injusta, dura y compleja. Será la virtud de la prudencia y el don de consejo quienes den a cada preso, según su propio carisma, el discernimiento preciso para que haga no su propia voluntad -según temperamento e inclinación personal-, sino la voluntad del Señor.

De igual modo, los cristianos encarcelados en el mundo pueden seguir pautas conductuales muy diversas, según sus diversas vocaciones. Todos, internamente, han de librarse del espíritu del mundo, para pensar y actuar según el Espíritu de Jesús. Eso es indudable. Pero, en lo exterior, pueden ser muy distintas las concretas actitudes posibles en relación a las realidades temporales del mundo. Unos se sentirán llamados a ser fermento en la masa y asumirán muchos aspectos exteriores de la vida mundana, precisamente para evangelizarlos. Otros, alegando que el vino nuevo exige odres nuevos, romperán abiertamente con las costumbres del mundo. Vivirán crucificados con el mundo, sin permitirse con él complicidad alguna, ni siquiera aparente. Otros seguirán una pauta en ciertas cuestiones, y otra, sin embargo, en diversas áreas de la vida. Por decirlo de algún modo, todos habrán de vivir internamente el utopismo cristiano del Evangelio; pero cada uno -cada persona, cada grupo- vivirá externamente el utopismo evangélico según la llamada y el don de Dios.

Hay muchos caminos

«Ande cada uno según el Señor le dió y según le llamó» (1Cor 7,17). «En la Casa de mi Padre hay muchas moradas», dice Jesús (Jn 14,2). Y Santa Teresa comenta: «así como hay muchas moradas en el cielo, hay muchos caminos» para llegar a él (Vida 13,13). San Juan de la Cruz, maestro muy experimentado en dirección espiritual, afirma que «a cada uno lleva Dios por diferentes caminos; que apenas se hallará un espíritu que en la mitad del modo que lleva convenga con el modo del otro» (Llama 3,59).

Santa Teresita, como maestra de novicias, llega a entender que en la formación de las personas «es absolutamente necesario olvidar los gustos personales, renunciar a las propias ideas, y guiar a las almas por el camino que Jesús les ha trazado, sin pretender hacerlas ir por el nuestro» (Manuscritos autobiográficos 22v-23r).

El principio teórico está muy claro. Sin embargo, en la práctica, con mucha frecuencia, cada uno estima que su propio camino es el más adecuado y mira con recelo, cuando no con alguna hostilidad, el camino de los otros. Quizá sea capaz de estimar aquellas vocaciones que son muy diversas de la suya propia -un laico, por ejemplo, podrá apreciar fácilmente a los monjes contemplativos-; pero cuántas veces no será capaz de apreciar aquella otra vocación que, siendo más próxima a la suya, es sin embargo muy distinta.

Resulta verdaderamente sorprendente comprobar una y otra vez en cristianos de calidad espiritual el sobre-aprecio que cada uno suele tener por su grupo, su asociación, su camino, su propia fórmula de vida, y el menos-precio por el que ve, normalmente con no poca incomprensión, otras obras y otras síntesis de espiritualidad, aunque estén aprobadas, bendecidas y recomendadas por la Iglesia.

Es el apego desordenado a las propias ideas, al propio grupo, a los caminos propios, lo que causa esta ceguera tan frecuente. Según ella, los cristianos colaboracionistas con el mundo secular serán fácilmente considerados por los cristianos rupturistas como cómplices del mundo, oportunistas, cristianos mundanizados, sal desvirtuada, etc. Y a su vez, aquéllos verán a éstos como laicos monásticos, puristas cátaros, alienados de las realidades temporales, o simplemente como chiflados.

Es una pena, pero así sucede con frecuencia. Muchos cristianos que personalmente son muy humildes, se ven, sin embargo, más o menos afectados de una soberbia corporativa, cuando entra de por medio la asociación en la que están integrados. Y ya se comprende, claro está, que la humildad personal no puede ser perfecta en quienes se ven afectados en alguna medida por una soberbia corporativa.

Estos cristianos tienen, por ejemplo, capacidad de reconocer sus propios defectos; pero apenas admiten la posibilidad de ciertas fallas en su propia asociación; por el contrario, se identifican con ella plenamente, y rechazan toda crítica, por muy fundamentada y benigna que sea. Igualmente, ven con mucha facilidad los defectos de las otras asociaciones, captando en seguida sus puntos flacos, que nunca faltan; pero no alcanzan a ver las deficiencias de la propia corporación. Viene aquí a la memoria aquello del Evangelio: «¿cómo es que ves la brizna en el ojo de tu hermano, y no adviertes la viga que hay en tu ojo?» (Mt 7,3). Quizá no advierten que este aviso de Cristo se dirige no sólo a cada cristiano, sino también a cada asociación cristiana, en cuanto tal.

Como dice Santa Teresa, «la humildad es andar en verdad» (VI Moradas 10,8). Es la humildad la que nos permite reconocer las cualidades y los defectos propios y ajenos con toda veracidad. Y es al mismo tiempo esa veracidad humilde la que nos permite estimar a unas asociaciones más que a otras, según su mayor o menor virtualidad santificante, es decir, según se ajusten más o menos al Evangelio.

Dios nos conceda, en todo caso, capacidad mental y cordial para estimar sinceramente todos los caminos aprobados por la Iglesia o que, al menos, son conformes con ella. Todos ellos, con todas sus deficiencias, son verdaderamente trazados por el Espíritu divino. Sí, y también pueden conducir a la perfección aquéllos que, siendo próximos al nuestro, son tan diferentes.

Pues bien, en la realización comunitaria del cristianismo en el mundo se dan algunos modos que son falsos, como el luteranismo, el calvinismo, el secularismo, las sectas. Y existen también innumerables modos verdaderos. Veamos, pues, brevemente los rasgos caracterizadores de unos y otros.

Entre iglesias y sectas

En una perspectiva meramente sociológica, podría decirse con Troeltsche (+1923), notable exponente del historicismo alemán, que hay «tres tipos principales de conformación social autónoma de la idea cristiana: la iglesia, la secta y el misticismo» (II,684). En favor de la brevedad, describiré un poco en caricatura los dos primeros modos de afiliación cristiana comunitaria.

-La iglesia, atenta sobre todo a la universalidad de su misión, pretende evangelizar a pueblos enteros, y para ello, renunciando como institución a los aspectos más radicales del Evangelio, se acomoda en lo posible a la vida de las naciones, a sus leyes e instituciones, a los procedimientos judiciales, a la concepción de la propiedad, y a las modas y costumbres, al menos si no chocan abiertamente con el espíritu cristiano.

La mediocridad moral de la mayoría de los bautizados, que llegan a ser muy numerosos, lleva a la iglesia a fundamentar su virtualidad salvífica no tanto en la renovación espiritual de sus miembros, como en la posesión objetiva de las fuentes de la santificación en Cristo: magisterio y sacramentos. La posesión segura de esta fuente sagrada basta para legitimar la iglesia en el mundo.

La santidad objetiva de la iglesia transciende así la posible indignidad de los sacerdotes o del conjunto de los laicos. Es una santidad que aguanta incluso un cierto grado de compromiso con el mundo secular y con su estilo de vida -un compromiso a veces desconcertante, como el referente a la propiedad y la riqueza-. Y es que la iglesia nada tiene que ver con una élite de perfectos. La iglesia es educadora de naciones enteras, y para ello no duda en renunciar como institución a radicalismos éticos, que, por otra parte, podrán darse en algunas personas concretas, que ella canonizará, y en asociaciones religiosas de perfección, que ella aprobará y recomendará.

-Las sectas, en cambio, intentan realizar el Evangelio en el mundo según planteamientos muy distintos a los de las iglesias. Las hay de muchos tipos: Bryan Wilson, por ejemplo, distingue entre sectas conversionistas, revolucionarias, introversionistas, manipulacionistas, taumatúrgicas, reformistas y utópicas (36-47). Pero todas ellas ofrecen ciertos rasgos comunes.

«Las sectas son movimientos de protesta religiosa. Sus miembros se separan de los demás hombres en lo que se refiere a sus creencias, prácticas e instituciones religiosas, y a veces en muchos otros aspectos de su vida. Rechazan la autoridad de los líderes religiosos ortodoxos y, a veces, incluso la del gobierno secular. El compromiso de la secta es voluntario, pero sólo se admite en ella a aquellas personas que han probado su convicción o han dado algún otro testimonio de sus méritos. El seguir perteneciendo a ella se basa en el sometimiento evidente y constante a las creencias y prácticas de la secta. Los que pertenecen a una secta ponen su fe ante todo, y ordenan su vida de acuerdo a ella. Los ortodoxos, por el contrario, hacen que su fe contemporice con otros intereses, y su religión se acomoda a las exigencias de la cultura secular» (7).

Las sectas nacen normalmente de una personalidad fascinante o de un pequeño grupo cohesionado y entusiasta. Suelen padecer exageraciones unilaterales y planteamientos simplistas. La flexibilidad histórica de las iglesias contrasta con la rígida ahistoricidad de las sectas. Consiguientemente, la adaptación de las iglesias al mundo las mantiene muy distantes de las sectas, que lo rechazan abiertamente. Las iglesias, en efecto, tratan de salvar al mundo, y de salvarse ellas dentro de él; pero las sectas tratan de salvarse del mundo, dando a éste por perdido. Por eso las sectas quedan con frecuencia enfrentadas con el mundo -a veces en conflictos irreconciliables: el juramento, el servicio militar, etc.-, y sólamente subsisten en el interior de una sociedad tolerante, que les permita vivir dentro de ella.

Las sectas cristianas, afirmándose a sí mismas con una gran libertad respecto del mundo tópico y también respecto de las iglesias, suelen ofrecer ciertos rasgos comunes: protagonismo laico anticlerical, literalismo bíblico, adscripción voluntaria, permanencia condicionada a cierto grado de fidelidad ética, igualdad fraterna, alguna manera de comunicación de bienes materiales, comunitarismo cerrado, impuesto por el mundo hostil o procurado desde dentro, cohesión asociativa muy intensa -tan intensa que sustrae con frecuencia a los miembros de cualquier otra esfera asociativa-. La secta no tolera disidencias ni pluralismos, que para ella sólamente son amenazas y traiciones. Por eso acude fácilmente a la excomunión de los miembros rebeldes. En efecto, como advierte Lindgren, «cuanto mayor es el grado de cohesión que tiene un grupo, menos toleran sus miembros a los que se desvían» (267).

La gran complejidad cultural de las iglesias -Escritura y tradición, gracia y libertad, fe y obras, ex opere operato y ex opere operantis, jerarquía y pueblo, inmanencia histórica y transcendencia escatológica- contrasta fuertemente con la tosca simplicidad de las sectas, que muchas veces tienen la ignorancia como puerta de ingreso.

Calvinismo y mundo

Según Calvino (+1564), el Evangelio debe establecer una comunidad santa, que glorifique a Dios tanto por sus obras espirituales como por sus realizaciones materiales. La Iglesia, pues, ha de cristianizar todo el ámbito de la vida mundana, creando cuantos órganos sean precisos para que la comunidad creyente pueda conformarse en todos los aspectos de la vida a la Palabra divina.

Estos planteamientos llevan a la teocracia de Ginebra, y de ahí proceden muchas derivaciones de la Reforma, como los hugonotes franceses o los puritanos ingleses. Parece ser que, en un principio, ésa era también la orientación de Lutero, pero, como en seguida veremos, las abandonó por falta de verdaderos cristianos.

Luteranismo y mundo

Lutero (+1545), por el contrario, establece una distinción tajante entre Reino de Dios y Reino mundano: «en el reino mundano es preciso actuar según la razón, pues Dios sometió este régimen temporal y esta existencia corporal a la razón, y no envió Dios desde el cielo para esto al Espíritu Santo» (Werke, Wimarer Ausgabe XXX/2,565). El Evangelio es fe y gracia, en tanto que el mundo es razón y derecho. No es, pues, misión de Cristo ni de los cristianos transformar las estructuras del mundo, renovándolas a la luz de la fe. Por el contrario, la realización del Evangelio es absolutamente interior -el Reino «está dentro de nosotros» (Lc 17,21)-, y nada tiene que ver con las exterioridades de la vida secular, sino más bien con la vida eterna. La salvación es por la fe, no por las obras. Y es inútil pretender en esta vida que la interioridad cristiana irradie una exterioridad coherente, que la exprese y la guarde.

Hasta que Cristo vuelva, una cierta división es, pues, inevitable en la vida temporal del cristiano, como creyente y como ciudadano. El Reino de Jesús, hasta la parusía, será en el corazón de los hombres puramente interior. Y los que pretendan transformar el mundo desde la fe no hallarán base en el Evangelio de Cristo, que no da normas para regular la vida social, sino para producir la conversión personal (+Van Laarhoven).

Estos planteamientos luteranos, que llevan a un respeto distante de las realidades temporales, explica que la gran fuerza histórica subversiva, nacida de la Revolución Francesa, embista contra los tronos católicos -en la medida en que éstos persistan en mantenerse católicos-, no contra las monarquías protestantes, que siguen subvencionando tranquilamente a sus iglesias y sentando en los parlamentos a sus obispos.

Secularismo y mundo

La teología protestante de la secularización (D. Bonhoeffer, F. Gogarten, etc.) tiene su raíz en la dicotomía luterana entre Reino y mundo. La debilidad de la razón en el mundo antiguo, concretamente en la Edad Media, exigía que la fe tratara de organizar el mundo: la filosofía y el arte, la política y todo; con lo que salía perdiendo tanto la razón como la fe. Pero la humanidad, en el Renacimiento y la Ilustración, fue surgiendo -en expresión de Kant- de aquella «minoría de edad de la que era culpable». Ahora ya el mundo, en su condición adulta, va siendo sólo mundo, y la fe sóla fe. Y aunque en un primer momento los efectos de este proceso parezcan lamentables, pronto se comprenderá que esta autonomía del mundo es buena para el mundo y buena para la fe. Únicamente así el mundo es puramente mundo y la fe puramente fe.

El cristiano domina el mundo, cumpliendo el mandato de Dios, custodiando el mundo en su esencial profanidad o secularidad, de modo que la secularización de todo lo mundano no ha de ser combatida, sino promovida. El Evangelio no ha de intentar introducirse en el orden mundano para salvarlo cristianizándolo: ésa es la obra escatológica de Dios y al fin de los tiempos la realizará Él solo, sin asumir en ello la colaboración de las obras del hombre.

Según esto, tratar de cristianizar las estructuras de la vida del mundo

-sería inútil para el mundo. Si la gracia no implica una transformación real del hombre, -en la teología protestante de la justificación es sólamente una imputación extrínseca de justicia -, tampoco tiene capacidad de transformar realmente el mundo. Y si tal transformación se intenta, como en los oscuros siglos medievales de «Cristiandad», sólo será en forma aparente, superficial y violenta: es decir, falsa.

-sería perjudicial para la fe. Sumergiéndose la fe en las aguas cenagosas del mundo, se contamina, se oscurece, pierde su genuina sobrenaturalidad de gracia, tratando de encarnarse en sistemas conceptuales o en formas naturales de civilización y de política secular (+F. Giardini).

Esta teología de la secularización es muy coherente con su raíz luterana, pero completamente extraña a la tradición católica, y muy especialmente al concilio Vaticano II; pensemos, por ejemplo, en la constitución Gaudium et spes, empeñada en la transformación del mundo por el Evangelio de Cristo. Ha tenido, sin embargo, la aceptación beata de algunos teólogos católicos, como en otro escrito he analizado (+Sacralidad y secularización).

Otros teólogos -y a veces los mismos secularistas aludidos, para implicarse así en más formas del error-, han derivado hacia el otro extremo, hacia la teología política, e incluso a la teología de la violencia, queriendo introducir el Reino de Dios en el mundo a fuerza de metralleta o a golpe de acción política.

Iglesia Católica y mundo

La Iglesia ha tenido siempre una conciencia clarísima de su misión divina para transformar el mundo secular en todos sus aspectos, configurándolo más y más al Plan divino. Y en el curso de su historia, de hecho, ha marcado huellas profundísimas en la vida de los pueblos: evangelizando, ha civilizado las naciones, mejorando con la gracia de Cristo la filosofía y el arte, las leyes y las costumbres, la vida social y política.

La vocación de los laicos, en concreto, su aspecto más específico, consiste precisamente en «animar desde dentro, a modo de fermento, las realidades temporales, y ordenarlas de forma que se hagan continuamente según Cristo» (GS 15g). El concilio Vaticano II afirma esta verdad con mucha frecuencia e insistencia (+LG 31b; AA 2b; 19a; 4e; etc.). En efecto, «la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» (AA 5).

El planteamiento doctrinal es clarísimo. Y desde su luz hay que iluminar la problematicidad de sus aplicaciones prácticas, que hemos de considerar más adelante. Desde luego que la transformación cristiana del mundo se obra progresivamente, al modo que una semilla se hace una gran planta; es decir, en círculos concéntricos cada vez más amplios: la conversión de una persona, en seguida de una familia, o más aún de una comunidad de familias, va proyectándose hasta producir efectos de renovación en la sociedad global del mundo (+Cto.-M 177-178).

Pusillus grex y Plebs sancta

En la clasificación de Troeltsch antes aludida, consideraba este autor que la realización comunitaria de la Iglesia en el mundo ha oscilado, al paso de los siglos, entre el tipo secta -«pequeño rebaño» (Lc 12,32)- y el tipo iglesia -«pueblo santo» (1Pe 2,9-10)- (II,473); es decir, entre la reducida comunidad de elegidos y el amplio pueblo congregado.

En esta gravísima cuestión, como no siempre están patentes los designios concretos de la Providencia divina, se aprecian tendencias diversas según los distintos pensadores católicos. El cardenal Jean Daniélou, por ejemplo, en L’oraison, problème politique (1965), se inclina claramente por la comunión de los fieles como plebs sancta, como amplia Iglesia, que marca profundamente las realidades mundanas de la filosofía y la cultura, la estética y la vida institucional y política. Su línea argumental venía a ser ésta:

-La misión de la Iglesia es universal, y el Reino, anunciándose eficazmente a toda criatura, ha de incoarse en la historia con profundas expresiones sociales, pues no es una semilla destinada a crecer sólamente en la intimidad de los corazones, para alcanzar la plenitud en la otra vida, sino semilla destinada a hacerse un gran árbol, al que vengan a anidar las aves de todas las naciones.

-Por otra parte, el Evangelio es sobre todo para los pequeños, no para un reducido grupo de selectos. Ahora bien, el cristianismo sólo se hace asequible a la muchedumbre de los pequeños cuando impregna una civilización: las leyes, las instituciones y costumbres, la cultura.

«La conversión de Constantino, haciendo caer los obstáculos, ha vuelto accesible el Evangelio a los pobres, es decir, a aquéllos precisamente que no forman parte de las élites, al hombre de la calle. Y por eso, lejos de falsificar el cristianismo, le ha permitido realizarse en su naturaleza de pueblo. Se trata de ese pueblo cristiano que todavía existe hoy en Bretaña o Alsacia, en Italia y en España, en Irlanda y en Polonia, en Brasil y en Colombia... Sería un cálculo criminal, bajo pretexto de aliviar a la Iglesia para hacerla más misionera, abandonar a esa muchedumbre de pobres que se ha confiado a ella... Y resulta muy curioso que, frecuentemente, los que más hablan de la evangelización de los pobres son los que se muestran más hostiles a las condiciones que hacen el Evangelio accesible a los pobres » (12-13).

Grandes son estas verdades, y hay actualmente una grave urgencia de afirmarlas. Sin embargo, en unas bien concretas circunstancias de descristianización y apostasía, ¿hasta qué punto es lícito y viable mantener a toda costa la gran realidad sociológica de un pueblo «cristiano», allí donde una inmensa mayoría no cree en graves verdades de la fe católica, ni participa en la Eucaristía y los sacramentos, ni se reune con los pastores y los fieles, ni vive -ni cree- en aspectos fundamentales de la moral cristiana?

Hay momentos históricos de pusillus grex y otras épocas gloriosas de plebs sancta. Y evidentemente, hemos de dejar el gobierno de los siglos a la Providencia divina, tratando en todo momento, eso sí, de conocerla y servirla; pero sin prejuicios teológicos que nos condicionen en ese conocimiento y servicio fiel. No se trata de que nosotros seamos más o menos partidarios del rebaño pequeño o del gran pueblo cristiano, sino de que procuremos en cada tiempo la verdad de la Iglesia, libre de falsificaciones reduccionistas o populistas. Ésta es la voluntad de Cristo: Padre, «santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad» (Jn 17,17).

Situación comunitaria de las Iglesias locales descristianizadas

Al menos aquí, para entendernos, podemos considerar como Iglesia descristianizada aquella en la que la gran mayoría de los bautizados 1º.-no tiene la fe católica; unos no creen en la divinidad de Jesucristo, otros en la virginidad de María, o en la verdadera presencia eucarística de Cristo, o en la posibilidad de una condenación eterna, etc. 2º.-no practican, es decir, están habitualmente alejados de la Eucaristía y de los sacramentos; y 3º.-viven alejados de toda relación con los pastores y con los demás discípulos de Cristo. Se trata, pues, de una Iglesia local que se muestra como un rebaño disperso, en el que la gran mayoría de las ovejas anda lejos del rebaño congregado.

Esta situación eclesial, bastante frecuente en los antiguos países cristianos de Occidente, trae consigo distorsiones gravísimas en la realidad comunitaria del misterio de la Iglesia local. Señalaré algunas.

-El cristiano vive a la intemperie. La Iglesia, en cuanto casa espiritual, está arruinada: en sus parroquias y estructuras diocesanas apenas ofrece albergue suficiente para vivir. En tal situación, o bien los cristianos se procuran la casa de alguna agrupación cristiana, o sobreviven solos como pueden, o se dispersan y dejan de ser cristianos.

-Heterogeneidad excesiva. Hemos considerado hace poco la necesidad que el individuo tiene de afiliación social. Cómo no puede salir de un mundo sin entrar en otro. Pues bien, no se forma un mundo, una casa espiritual, un cuadro de referencia que acoge y orienta, si no hay en él un grado suficiente de homogeneidad. «Vivid unánimes entre vosotros» (Rm 12,16); «tened un mismo sentir, vivid en paz» (2Cor 13,11).

Es verdad que en la Iglesia de Cristo hay un pluralismo legítimo, que lejos de romper la unidad, la expresa en la armonía de la diversidad: «hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu» (Ef 4,4). Pero también es evidente que la excesiva tolerancia en materias doctrinales y disciplinares, da lugar en las Iglesias descristianizadas a un pluralismo ilegítimo, en el que unos cristianos, en un mismo lugar, difieren tanto de otros, que se sienten extraños entre sí, sin apenas posibilidad de mutua comprensión y cooperación, aunque -en el menos malo de los casos- se mantengan todavía unidos en el Credo de los apóstoles.

Nótese en esto que la Iglesia permite -incluso ve como una riqueza- la diversidad de ritos, pero entre Iglesias locales diversas, legítimas todas ellas en ortodoxia y ortopraxis. Lo que nunca hará la Iglesia es, por ejemplo, imponer un párroco de rito ortodoxo a una comunidad parroquial de rito latino. Pues bien, la heterogeneidad interna en ciertas Iglesias locales descristianizadas es de tal magnitud que pasar de un cierto párroco a otro cierto párroco puede suponer para una buena parte de la feligresía una violencia mayor que la de pasar del rito latino al rito ortodoxo. Y en esos cambios tan traumáticos, muchos cristianos se pierden. Es que no basta coincidir en el Credo de Nicea para que sea viable la vida cristiana en una comunidad eclesial. ¿Estará de Dios que el misterio de la Iglesia vaya poco a poco organizándose en formas comunitarias -asociaciones, prelaturas, comunidades- no basadas tanto en lo geográfico, sino en la afinidad espiritual? (+N. Greinacher).

-No hay leyes ni costumbres. Las leyes eclesiales existen, pero como casi nadie las cumple, es como si no existieran. Los pastores no están en condiciones de urgir su cumplimiento; como tampoco un guardia municipal podría hacer nada para ordenar el caos de la circulación allí donde la gran mayoría no observara las leyes de tráfico. Las leyes, en efecto, son en estas Iglesias como caminos que casi se han cerrado por la hierba, ya que por allí pasan ya pocos. Ahora bien, si no hay de hecho leyes, dada la altísima proporción de los bautizados alejados, tampoco hay costumbres, ya que el resto de los bautizados practicantes, dispersos en una muchedumbre de bautizados no creyentes ni practicantes, sobreviven como pueden, pero no alcanzan normalmente a crear costumbres, que también serían caminos orientadores.

Los cristianos sin leyes y sin costumbres carecen, pues, de un cuadro de referencias que les facilite los modos de rezar, de celebrar las fiestas o los lutos familiares, de enseñar el catecismo, de dar un cierto modo de diezmos, de vivir la Cuaresma o la Pascua, de dar formas al noviazgo, al hogar, a las diversiones, al domingo, a la educación de los hijos. Sin leyes ni costumbres, los cristianos tienen en todo que partir de cero. Esto supera la capacidad de muchos de ellos, que acaban perdiendo la vida cristiana. Muchos de ellos, simplemente, siguen las costumbres del mundo, o si se quiere, de los cristianos mundanizados. Se les han puesto las cosas demasiado difíciles. Anormalmente difíciles: no es ése el plan de Dios.

-El Signo se hace in-significante. Como dice el Vaticano II, la Iglesia ha sido alzada por Dios entre todos los pueblos como Sacramento universal de salvación (LG 48b; AG 1a). Y todo sacramento es un signo, un signo que expresa y que obra la gracia divina en los hombres. Sabemos, es cierto, que la Iglesia «nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo» (GS 43f). Sabemos también que el Signo eclesial, según el grado histórico de su santidad, puede ser más o menos significante. También sabemos que no está en el plan de Dios hacer de la Iglesia en cada momento de su historia un signo tan claro que, por decirlo así, no sea precisa la fe para entenderlo. Dios providente suscita bienes en la Iglesia y permite en ella ciertos males para que, siendo así un signo claro-oscuro, se necesite la fe para reconocerla y entrar en ella.

Pero también sabemos que no quiere Dios que la Iglesia sea un signo tan oscuro que venga a resultar in-significante, de tal modo que sea ininteligible -como unas letras muy mal trazadas, ilegibles- hasta para los hombres de buena voluntad. Así las cosas, la Iglesia local descristianizada pierde en gran medida la eficiencia significativa y causal, propia de su condición de Sacramento de salvación para los hombres: no conmueve a los hombres ni los mueve a conversión, no tiene fuerza para engendrarlos en la vida de Dios, no crece, sino que disminuye, y no tiene apenas vocaciones...

Variedad de comunidades en la Iglesia

La historia de la Iglesia Católica nos muestra un conjunto numeroso y variadísimo de comunidades convivenciales, o meramente asociativas, compuestas sólo por hombres, o sólamente por mujeres, o de carácter mixto, con fines devocionales de piedad, de culto, de apostolado, de caridad, de actividades culturales o políticas.

Estas asociaciones han nacido, en tiempos de Iglesia vigorosa, como un florecimiento perfectivo; y en tiempos de Iglesia descristianizada, como casetas levantadas entre las ruinas de la gran Casa.

En uno y otro caso, como es lógico, la fuerza de cada una de estas comunidades para ayudar a los cristianos a salir del mundo tópico y a formar un micro-mundo utópico dentro de la sociedad es, evidentemente, muy diversa.

La Orden del Santo Salvador, iniciada por Santa Brígida hacia 1346, y que llega a contar 79 casas, establece monasterios con doble comunidad, masculina y femenina. Cada monasterio se compone de 60 religiosas, gobernadas por una abadesa, que tiene bajo su autoridad -aunque en claustro distinto- 13 sacerdotes, 2 diáconos, 2 subdiáconos y 8 hermanos legos. Los Umiliati, según vimos, en una Primera orden, masculina, en una Segunda, femenina, y en una Tercera orden, integrada por familias seglares, siguen un alto Propósito, que incluye dedicación diaria a la liturgia -Horas y Eucaristía-, trabajo asiduo, vida de pobreza evangélica, bienes en común, etc. El Opus Dei se compone de miembros numerarios, laicos en su gran mayoría y un número suficiente de sacerdotes, más otros supernumerarios, laicos o sacerdotes, y constituye una Prelatura nullius. A través de obras institucionales o promovidas sólamente por iniciativa de sus miembros o de sus amigos, llega a crear un notable conjunto de centros juveniles o sociales, colegios y universidades, casas de retiro, editoriales y revistas, es decir, todo un mundo cristiano dentro del mundo tópico, al servicio de sus miembros y de muchos otros cristianos o no cristianos.

Esta Obra, como también otras asociaciones predominantemente laicales, alberga en la práctica, como se ve, todo el conjunto de la vida cristiana. En cambio otras asociaciones seculares han tenido y tienen fines más específicos: defender las fronteras de la Cristiandad, proteger a los peregrinos, ayudar la vida de los matrimonios, colaborar a la vida parroquial, promover el apostolado del libro, potenciar la acción de los misioneros, servir a pobres, enfermos, inválidos, etc., desarrollar el pensamiento, el arte, la cultura cristiana, adorar el Santísimo Sacramento, etc.

La variedad de tipos en las asociaciones cristianas de religiosos contemplativos, apostólicos, asistenciales, es innumerable; pero también la variedad de las sociedades de laicos es tal que apenas resulta posible inventar alguna fórmula asociativa que no tenga precedentes en el pasado o en el presente cristiano.

Las Obras católicas

Las Obras católicas son instituídas para fines diversos: hospitales, escuelas, universidades, diarios, editoriales, etc., y dentro del mundo tópico, sin entrar en conflicto con él, ofrecen sus servicios a los cristianos y a los no cristianos.

La Iglesia primitiva, mientras duraron las persecuciones, no tuvo apenas Obras propias, como no fuera la diakonía de caridad con los pobres, viudas, presos, exiliados, o también, por ejemplo, las asociaciones funerarias que, mediante un fondo común y acogiéndose al derecho romano, constituían cementerios comunitarios cristianos. Pero en épocas posteriores hasta nuestros días, las Obras católicas han tenido una importantísima función pastoral al servicio de los cristianos y misionera al servicio de los no creyentes, pues también muchos de éstos participan de ellas.

Actualmente, y ya hace dos o tres siglos, las Obras cristianas son especialmente necesarias, cuanto más se aleja de Cristo el mundo tópico y más distantes o incluso hostiles se hacen al cristianismo sus instituciones. Sin revoluciones, sin conflictos violentos, sin competencias desleales, las Obras católicas, unas veces impulsadas por la jerarquía apostólica, otras por fundaciones, asociaciones o personas privadas, forman silenciosamente, dentro del mundo secular, un pequeño mundo cristiano, una atmósfera favorable a la vida de la fe.

Podrá observarse a esto que donde más necesarias son las Obras católicas -escuelas, universidades, centros juveniles, diarios y revistas, etc.- es en el mundo de las Iglesias descristianizadas; y que ahí es, precisamente, donde esas Obras suelen estar más secularizadas, más desvirtuadas en su identidad católica y en su virtualidad evangelizadora. Ya he tratado de esto en otros escritos (+Sacralidad y secularización; Causas de la escasez de vocaciones 20-22).

El mundo, por otra parte, hostiliza las Obras cristianas -la enseñanza católica, p. ej.-. Es normal que así sea. Como también es lógico que los cristianos secularizados, cómplices del mundo, cooperen en la destrucción o en la desvirtuación de esas Obras. Lógico.

El Magisterio apostólico de los últimos decenios, al tratar de las Universidades católicas, de la tarea cristiana educativa en escuelas y colegios, etc., siempre ha encarecido el valor y la necesidad de estas Obras católicas, exhortando a que se mantengan libres del mundo y claramente evangélicas. Es decir, cristianamente utópicas. Cuando no son así, es normal que tiendan a su propia extinción: son sal desvirtuada, «que para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres» (Mt 5,13).