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10. Visita a «Juan 2, 5», Comunidad Eclesial

Al fin pude visitar la comunidad Juan 2,5, integrada en la Federación de Comunidades Eclesiales. Resumo aquí el diálogo de varias horas que mantuve con uno de sus dirigentes.

-Empecemos por el nombre, «Juan 2,5»...

-Sí. En la Federación de Comunidades Eclesiales cada comunidad toma el nombre de un versículo de la Biblia. Por ejemplo, la primera que se fundó, Hechos 2,42: «perseveraban unánimes en oír la enseñanza de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan y en la oración». Otra se llama Mateo 9,17: «vino nuevo en odres nuevos». El nombre de la nuestra, Juan 2,5, hace especial referencia a la función de la Virgen en el desarrollo de la vida cristiana: «Todo lo que él os diga, hacedlo».

-¿Y el nombre de «Comunidades Eclesiales» no es demasiado genérico? Cualquier asociación cristiana de fieles forma una comunidad eclesial.

-Es cierto. Pero también todos los cristianos somos miembros de la Compañía de Jesús, y todos somos Hijos de la Caridad, Discípulos de Jesús, Hermanitos de los Pobres, etc., aunque no estemos integrados en los institutos que llevan ese nombre. El nombre Comunidades Eclesiales se eligió justamente para expresar el planteamiento marcadamente eclesial de nuestras comunidades. Nosotros no tenemos en realidad una espiritualidad propia. Lo específicamente nuestro es lo común de la Iglesia. Aquí puede apreciarse, si es que conviene, nuestra originalidad. Aunque también es verdad que cada comunidad, según sus integrantes, cobra una cierta tonalidad particular, a veces bastante acentuada.

-No acabo de verlo...

-Las asociaciones de laicos, lo mismo que las de religiosos, suelen tener una fisonomía espiritual propia. Y esta atmósfera peculiar se forma en torno a unos ciertos valores cristianos, o en función de un determinado servicio en la Iglesia, o por la adhesión a un santo maestro o a una escuela de espiritualidad. Y esto significa en la Iglesia un enriquecimiento providencial, que facilita a cada uno el andar por el camino más conforme a su vocación. La acentuación de lo peculiar tiene, sin embargo, también sus posibles tentaciones, como fácilmente se comprende. A veces esas asociaciones tienen grandes dificultades para colaborar unas con otras. Pueden coincidir, por ejemplo, en un encuentro masivo con el Papa; pero en el curso de la vida diaria cada asociación suele normalmente contar sólo consigo misma, y la cooperación con otros movimientos suele ser sumamente escasa.

-¿Y ante eso las Comunidades Eclesiales qué pueden hacer?, ¿qué hacen?

-La verdad, muy poco. Pero, en principio, el hecho de que nuestra espiritualidad sea simplemente la eclesial sí que nos da una cierta facilidad ecuménica entre las asociaciones. En todo caso, el empeño fundamental de las Comunidades Eclesiales no es ése en absoluto. Es ayudar a sus miembros a «perseverar en la escucha de la doctrina de los apóstoles», aquello de Hechos 2,42. Ahora bien, conocer y practicar la doctrina de la Iglesia implica la formación bíblica y litúrgica, el conocimiento de la verdadera historia de la Iglesia y de sus grandes santos, el estudio habitual de las encíclicas y de otros documentos del Magisterio apostólico, etc. Ésa es la fuente principal de donde mana la vida de nuestras comunidades.

-Pero se supone que, en una forma u otra, ése es el intento de toda asociación católica...

-Por supuesto. Pero ya le digo que lo específico nuestro es lo común de la Iglesia. Si usted consulta, por ejemplo, la Regla de vida de nuestras Comunidades Eclesiales podrá ver que es sólamente una antología de mandatos o consejos de la Iglesia. Esto es, por un lado, muy común, y por otro, muy original. Si la Iglesia, por ejemplo, recomienda rezar las Horas o el Rosario, nosotros incluímos en la Regla esas prácticas como un consejo. Si la Iglesia enseña que «el domingo sea considerado como el día festivo primordial» y que se considere «la Eucaristía como la fuente y el culmen» de todo, nosotros tratamos de centrar toda la vida de nuestras comunidades en la Eucaristía y en la celebración semanal del Día del Señor. Si la Iglesia establece que los días de la cincuentena de la Pascua «han de ser celebrados con alegría y exultación, como si se tratase de un solo y único día festivo, más aún, como un gran domingo», de ello hace una norma nuestra Regla común. Y lo mismo tratamos de hacer en todos los temas de la doctrina y de la disciplina de la Iglesia, se trate de la ayuda a los pobres, de la regulación de la natalidad o de lo que sea, como el vestir de los sacerdotes. Este vivir de la Iglesia es la clave de toda nuestra vida.

-Dicho en otras palabras: son ustedes decididamente conservadores y tradicionales...

-Ya veo que lo dice usted un poco en broma. Pero, mire, nosotros respecto de la Iglesia somos realmente muy tradicionales. Le pongo un par de ejemplos. En la Iglesia han tenido los diezmos diecinueve siglos de tradición, y en nuestras Comunidades Eclesiales los diezmos siguen vigentes. También ha sido largamente tradicional en la Iglesia el aprecio por los sacramentales. Antes, por ejemplo, en cualquier casa cristiana veía usted una pequeña pila de agua bendita. Por eso hoy se pueden encontrar tantas en las tiendas de antigüedades. Pues bien, en Juan 2,5, siguiendo esta tradición y en conformidad con el aprecio que el Vaticano II muestra por los sacramentales, es un consejo que en cada casa haya una pequeña pila de agua bendita. Sí, en eso y en todo somos gracias a Dios muy tradicionales. Si se llega a decir de nosotros que somos muy bíblicos y muy tradicionales, ésos son los dos títulos más preciosos que se nos puede dar. El caso es que los merezcamos de verdad.

-¿Y esa condición tradicional no les orienta hacia atrás, cerrándoles a la renovación hacia adelante?

-No, de ninguna forma. Nada puede haber tan fuertemente renovador en la Iglesia como asumir su tradición viva y expresarla en el presente. Nosotros, por lo demás, no pretendemos renovar la Iglesia, sino dejar que ella, como Madre y Maestra, nos renueve a nosotros. Los progresistas entran en la Iglesia como caballo en una cacharrería, y tratan de renovarla con el sacerdocio femenino, el matrimonio de los sacerdotes, la modificación de la moral conyugal, las absoluciones colectivas y demás. Soberbia y error. Nosotros llevamos la dirección justamente contraria. Si los progresistas son dóciles al mundo y rebeldes a la Iglesia, nosotros somos dóciles a la Iglesia y rebeldes al mundo. Los progresistas, en efecto, son muy sumisos al mundo secular moderno y muy críticos frente al pasado y el presente de la Iglesia. Por el contrario, las Comunidades Eclesiales tenemos como máxima aspiración asumir todos los impulsos de la Tradición y del Magisterio apostólico de la Iglesia, al mismo tiempo que mantenemos una actitud sumamente crítica y creativa frente al mundo secular.

-Volveremos sobre el tema. Pero dígame antes, por favor, quiénes integran estas comunidades.

-Cada una de nuestras comunidades incluye o puede incluir todas las vocaciones de la vida cristiana. En las Comunidades Eclesiales hay sacerdotes, diáconos permanentes, casados, célibes, personas que no han determinado todavía su vocación, cristianos casados o célibes inclinados especialmente a la vida de oración o a los servicios asistenciales, viudos, novios, niños, jóvenes, jubilados y ancianos, sanos y enfermos. También caben entre nosotros vocaciones bastante singulares. En Juan 2,5, por ejemplo, hay una mujer soltera que reparte su vida entre el servicio a los enfermos y la vida de oración: una enfermera contemplativa. Nuestro intento es que la docilidad a cualquier obra del Espíritu Santo halle en la comunidad un marco de vida favorable o al menos no adverso. Claro está que cuando una persona se siente llamada a una vocación más específica, como por ejemplo la del Carmelo, deja nuestra comunidad para ingresar en el instituto religioso propio.

-¿Qué relación tienen estas comunidades con las parroquias o la Diócesis local?

-La mayor posible, según las fuerzas concretas de cada comunidad y según la condición de cada parroquia. Nuestra Eucaristía, por ejemplo, es normalmente la de la parroquia de cada uno. No solemos celebrar en cada comunidad más que una Eucaristía mensual propia. En nuestro caso, se celebra el primer sábado de cada mes, en honor a la Virgen.

-¿Pero viven ustedes dispersos, sin formar comunidad?

-Vivimos normalmente separados, cada uno en su casa, pero formamos comunidad. Los primeros cristianos de Jerusalén tampoco vivían todos juntos, pero formaban comunidad. Entre nosotros, sólo en alguna comunidad se da el caso de que una parte de sus miembros forma comunidad convivencial.

-¿Y qué actividades más «propias» tienen las Comunidades Eclesiales?

-Desde luego que en nuestras comunidades lo más importante es justamente lo que vivimos en común con tantas otras asociaciones cristianas laicales. El corazón de nuestra vida es, sin duda, la oración, la conversión, la caridad fraterna, los sacramentos, la dirección espiritual, los retiros y ejercicios, la formación doctrinal, las actividades apostólicas, la vida de la familia, la educación de los hijos, la asistencia a los pobres.

Pero si me pregunta por alguna actividad más propia de estas Comunidades Eclesiales, quizá sean los talleres de costumbres. El proceso que en ellos se sigue es sencillo. Se elige un tema, la dietética, por ejemplo, una comisión prepara unos estudios previos, y éstos se distribuyen entre los miembros de la comunidad, confiándolos a la oración y a la conversación en las familias. Después, en las sesiones que sean precisas, se reune el taller, para procurar una modificación de los hábitos en la comida, haciéndolos más sanos y austeros. En principio, los hábitos en la comida, como en todo, suelen estar dejados al gusto y a la costumbre; es decir, que en buena parte son malos, y requieren modificaciones importantes. El gusto y la costumbre, en esto y en todo, deben ser tenidos en cuenta, pero no como criterios principales y determinantes. Y como los hábitos dietéticos, así vamos renovando poco a poco todas las partes de nuestro régimen usual de vida. Con una motivación suficiente de caridad, uno puede acostumbrarse a lo que sea. Y nosotros queremos vivir en todo según Cristo, no según el mundo.

-Me figuro que en los debates siempre habrá quienes sigan una tendencia más rigorista y otros que sean más conciliadores con las costumbres habituales...

-Así es. Y hasta cierto punto así debe ser. Esa conversación familiar previa a los debates, a la que he aludido, tiene mucha importancia. Lo que más interesa en este proceso es que todos los miembros de la comunidad, ya desde niños, adquieran el hábito de pensar y elegir cada una de las partes del conjunto de su vida a la luz de la Revelación, de la tradición cristiana, del ejemplo de los santos, sin abandonarse nunca sin más, en una inercia suicida, a los usos del mundo secular. Es cierto que no pocas veces en un tema concreto no se logra ninguna conclusión precisa. Otras veces, sin embargo, se alcanzan ciertos acuerdos. Cuando éstos son casi unánimes, suelen tomar forma de norma. Cuando tienen el apoyo de dos tercios, se quedan en consejos. Y en los demás casos no se toma ninguna determinación, y se deja la cuestión abierta. Se queda abierta la cuestión, pero rezada y meditada, estudiada y conversada; es decir, iluminada por el Evangelio. El resultado es, pues, siempre muy positivo, tanto cuando se llega a conclusiones concretas como cuando no se llega.

-De todos modos, me parece que remodelar todas y cada una de las partes del régimen común de vida es una tarea demasiado compleja y laboriosa. ¿No excede muchas veces las posibilidades de una comunidad, en cuanto a tiempo, lo mismo que en cuanto a competencia?

-Sí, por supuesto. Pero unas comunidades nos aprovechamos de los talleres de costumbres de otras. Cuando una comunidad llega en algún tema a conclusiones valiosas, publica una reseña en la revista de la Federación, y las comunidades que se vean interesadas, solicitan el informe completo: estudios previos, resumen del debate y conclusiones. Esto ahorra no poco trabajo a cada taller de costumbres, porque en bastantes temas, al menos en una primera fase, no hacemos sino asimilar lo elaborado en otros talleres. Hay comunidades que, por la composición de sus miembros, tienen una gran capacidad de estudio e iniciativa, o que están especialmente cualificadas para la exploración de unas ciertas áreas, y no en cambio para otras. Y hay otras comunidades, en fin, que tienen capacidad de asimilar las renovaciones, pero no la tienen para concebirlas.

-Es decir, que unas comunidades van copiando a otras.

-Así es. Pero tenga en cuenta que muchas veces en la copia se introducen considerables modificaciones. Lo normal es que cada comunidad, aunque sea en forma abreviada, recorra las diversas fases del proceso renovador; quiero decir, que estudie los informes sobre la cuestión, y que asuma las conclusiones a su manera. Le sorprendería a usted quizá comprobar cómo en ocasiones, varias comunidades, partiendo de unos estudios previos comunes, llegan con frecuencia a conclusiones prácticas bastante diferentes.

-En esa variedad veo que hay ventajas indudables, pero supongo que también hay inconvenientes. Si las Comunidades Eclesiales intentan ir reelaborando un mundo de costumbres cristianas, sería conveniente alcanzar una cierta uniformidad entre todas las comunidades. De otro modo, en el mejor de los casos, sólo se conseguirán buenas costumbres locales de una comunidad concreta. Pero esa limitación local quita mucha fuerza a las costumbres.

-Sí, es cierto. El equilibrio entre la orientación común de toda la Federación y la modalidad propia de cada comunidad es inestable, y hay que conseguirlo continuamente; como el equilibrio de un ciclista en su bicicleta. En todo caso, tenga en cuenta que la revista común de la Federación, las asambleas anuales que reunen a los dirigentes de las comunidades, así como los intercambios frecuentes de unas con otras, crean de hecho una mentalidad, un estilo, bastante común entre todas ellas. Pero la verdad es que se dan también diferencias bastante considerables.

Por otra parte, hay temas que, por sus especiales características, se someten al taller federal de renovación, en el que participan miembros de las diversas comunidades. En la última asamblea anual, por ejemplo, el taller se centró en algunos aspectos de la relación con los fieles difuntos. El tema era bastante amplio: la asistencia al moribundo, la oración familiar por los difuntos, el sufragio ofrecido por ellos en intenciones de misas, el mes de las benditas almas del purgatorio, las visitas al cementerio, etc. No se alcanzó a estudiar más que la oración por los difuntos. Éste y otros semejantes son temas que interesan a todas las comunidades, y son tan importantes que conviene llegar en ellos a criterios y costumbres comunes.

-¿Y no interesa más dar en un tema la buena doctrina y dejar luego que cada uno la viva según Dios le inspire? Cada persona tiene su gracia peculiar, su circunstancia propia, y cuando se traza una costumbre se hace un camino por el que todos deben caminar.

-Eso es cierto en parte. En la vida de la gracia la peculiaridad de cada persona es inviolable, sin duda. Pero eso no se opone a las costumbres comunitarias. A la mayor parte de los cristianos no nos basta, por ejemplo, que por la predicación se nos inculque la oración por los difuntos. Aunque por esa predicación adquiramos la convicción de que «nuestro deber de caridad hacia los difuntos es grave y maravilloso», esa fe se quedará prácticamente inoperante si no halla soporte alguno de costumbre ni en la familia, ni en la comunidad, ni en la sociedad. La convicción exclusivamente personal sólo prospera y se hace vida en personas espiritualmente excepcionales; es decir, en muy pocas personas. Por eso nosotros, creo que con realismo, queremos recuperar en muchos casos, o crear en algunos, costumbres cristianas que nos ayuden a orar y a ofrecer sufragios en favor de los fieles difuntos. Y como en esto, en tantas otras cuestiones de mayor o de menor importancia.

Por otra parte, cuando ciertas normas conductuales se establecen no sólamente en una comunidad, sino que se siguen en todas las comunidades, cobran entonces mayor fuerza, y se hace más fácil su cumplimiento. Es vital, en efecto, que no se interrumpa la tradición de las costumbres del pueblo cristiano. Y todavía estamos a tiempo de evitarlo. Aún viven testigos ancianos de tiempos en que había costumbres cristianas en las familias, en la parroquia, incluso en la sociedad. Hoy no convendrá, por supuesto, hacer las cosas tal cual las hacían en tiempos pasados, ni será posible. Pero sí es importante asumir y desarrollar todas las tradiciones cristianas buenas, modificándolas o complementándolas en lo que convenga: sobre el ayuno, las primeras comuniones, los cumpleaños de los niños, los regalos de Navidad, el modo de celebrar en las casas la Cuaresma, las bodas, la muerte de familiares, etc.

-¿Y es el sacerdote, como guía pastoral de la comunidad, quién dirige todo ese proceso de remodelación de la vida?

-No; al menos en lo concreto, no. En las Comunidades Eclesiales lo propio del sacerdote es predicar, dar la enseñanza católica en doctrina y espiritualidad, bendecir, celebrar la Eucaristía, perdonar los pecados, dar catequesis a chicos y adultos, proporcionar dirección espiritual a algunos, guardarnos a todos en la unidad de la caridad. En todo lo demás, nos gobernamos por un Presidente y un Consejo.

Y concretamente, en los talleres de costumbres, el sacerdote colabora en la suscitación y en el estudio y presentación de los temas. Cuando éstos son más espirituales -supongamos, la atención a los familiares moribundos-, suele intervenir también en los debates, pues en ellos es más necesaria su contribución y, además, son temas en los que suele haber bastante unanimidad. En cambio, cuando se trata de temas más materiales, como por ejemplo la dietética, a la que antes he aludido, no interviene normalmente en los debates, no sólo porque tiene menos para aportar, sino principalmente porque al ser temas mucho más discutibles, ocasionan a veces ciertas divisiones, aunque sean pasajeras, y no conviene que él tome partido por una u otra solución.

La misión del sacerdote entre nosotros es precisamente la de guardarnos a todos en la unidad de la fe y de la caridad, de modo que formemos, como la comunidad primera de Jerusalén, «un solo corazón y un alma sola». Por otra parte, él tiene derecho de veto, y puede desaprobar conclusiones que estime inmaduras, o demasiado rigoristas o excesivamente suaves, reclamando que queden abiertas, a la espera de más oración y de nuevos trabajos.

Él procura además que el taller de costumbres, en todas las fases del proceso, una siempre oración y trabajo. No basta sólamente el trabajo de los estudios, consultas y debates. Cualquier renovación ha de ser buscada y recibida por nosotros tanto en la oración meditativa de la Palabra divina como, aún más, en la oración suplicante, es decir, en cuanto don de Dios. Aquello del apóstol Santiago: «todo lo que es bueno y perfecto es un don de lo alto y desciende del Padre de las luces». Es, pues, misión del sacerdote asegurar, junto con todos nosotros, por supuesto, la religiosidad del trabajo de renovación, para que éste no derive nunca en un taller meramente conductista. Es Cristo el que en el taller, cuando enfrentamos una cuestión concreta, nos enseña lo que nos conviene por su Evangelio, por su Iglesia, por el ejemplo de sus santos, por sus luces interiores; y es Él quien nos mueve con su gracia para que podamos hacerlo. Y con Él, la Virgen María, que nos anima siempre: «todo lo que Él os diga, hacedlo».

-Ha aludido usted a la comunidad de Jerusalén, en la que había una cierta comunidad de bienes materiales, y antes también ha hablado de unos diezmos.

-Así es. Cada miembro de la comunidad acuerda con el Consejo un diezmo, con el que ayuda a los miembros que sufren escasez, a los gastos de las actividades comunitarias diversas, y también al mantenimiento del Centro. Las Comunidades Eclesiales suelen tener, cada comunidad o varias juntas, un Centro local propio, aunque a veces, a los comienzos, puede ser sólamente una sala parroquial o el domicilio de uno de nosotros. La cuantía del diezmo es lógicamente muy variable. Puede ser, por supuesto, bastante más o bastante menos que la décima parte de los ingresos personales. En definitiva, lo que con esto se pretende es, como decía San Pablo, que la abundancia de unos venga en ayuda de la escasez de otros, «de modo que haya una igualdad». No una igualdad cuantitativa, sino cualitativa, establecida, como se dice en los Hechos, «según las necesidades de cada uno».

-Por lo que veo, esa fórmula asegura una cierta justicia distributiva igualitaria, que se atiene más a la caridad que a la justicia. Pero en principio, por sí misma, no asegura entre los miembros de la comunidad la pobreza evangélica conveniente a los laicos, cuando, por ejemplo, la mayor parte de los miembros sean relativamente ricos.

-Entiendo, sí. Pero un diezmo suficientemente grande sí que asegura una pobreza, una austeridad de vida conveniente. Como usted sabe, el diezmo ha tenido en la Iglesia, hasta el siglo pasado, una tradición continua y muy notable. Viene ya de las mismas costumbres del Israel antiguo. La Iglesia lo suprimió en el siglo XIX, cuando la secularización creciente de los Estados hizo que tales donaciones no fueran ya convenientes ni viables. Pero el diezmo guarda toda su virtualidad evangélica, y es una práctica común en todas nuestras Comunidades Eclesiales. Está en la Regla. Conseguimos así que la limosna entre nosotros no quede abandonada a impulsos eventuales, que normalmente la reducen a muy poco, sino que la caridad venga a sujetarla al estímulo continuo de una norma, que se debe cumplir en conciencia.

-¿El cumplimiento del diezmo ocasiona problemas?

-No especialmente. Muchos más problemas surgen, por ejemplo, de los roces personales, malentendidos, diferencias de caracteres, afanes de protagonismo, obstinación en las opiniones propias, tendencias rigoristas o laxistas, matrimonios en los que uno de los cónyuges es miembro entusiasta de las Comunidades, mientras que el otro es miembro reticente, y hace un poco de lastre continuo. Por ahí sí que suelen venir problemas, pero tratamos de superarlos con la oración y la caridad.

Los diezmos, como le digo, suelen pagarse sin mayores problemas, pues cada economía doméstica se ajusta ya habitualmente contando con ello. Y si es preciso cambiar su cuantía, se cambia. Otras veces, cuando se produce algún imprevisto ruinoso, el fondo común de la comunidad acude en ayuda del damnificado.

Pero, volviendo a la relación que usted indicaba entre diezmo y pobreza: tenga en cuenta que, junto al diezmo, hay otro medio importante para vivir la pobreza. Cada comunidad, según sus fuerzas concretas, suele sostener alguna obra de caridad propia -o a veces ajena, de la parroquia, de Cáritas, de Ayuda a la Iglesia Necesitada, etc.-. Esto es muy importante. La ayuda estable a una cierta obra exige en forma habitual de los miembros de la comunidad una limitación de las propias necesidades, una restricción severa de los gastos no necesarios. O se aprietan el cinturón, o no pueden sostener esa obra. Ya conoce usted la relación bíblica y tradicional que existe entre ayuno y limosna. El mecanismo es muy sencillo: el ayuno hace posible la limosna, y la limosna hace posible el ayuno, porque lo exige en caridad. Y es así como con ayuno y limosna podemos abrirnos los laicos al precioso don de la pobreza de Cristo.

-¿Y de qué ayunan más? ¿En qué reducen más sus gastos?

-Éste es uno de los temas más trabajados en los talleres de costumbres. Estudiando posibles ahorros de gastos y modificando cuidadosamente nuestros hábitos, logramos reducir nuestros consumos en proporciones muy considerables. Según estudios publicados hace poco en la revista de la Federación, en nuestro país, las Comunidades Eclesiales que han desarrollado programas sobre estas áreas, logran disminuir, como media, un 40 % los gastos de alimentación, un 30 % los de vestido, etc. Ése es nuestro ayuno, y de ahí -como de otros sectores- salen nuestros diezmos y nuestras ayudas a esa obra de caridad que nos comprometemos en sostener. La limosna sale del ayuno.

-¿Tiene la comunidad Juan 2,5 alguna obra propia de caridad?

-Sí. Tenemos en el Centro una pequeña residencia, en la que una docena de estudiantes, la mayor parte de ellos procedentes de países pobres, son acogidos como huéspedes gratuitamente. Allí reciben una educación completa y gratuita. Del grupo se cuidan varios miembros de la comunidad que viven en el mismo Centro: el sacerdote, un matrimonio mayor, y algunos miembros célibes. Y de cada uno de esos estudiantes se hace cargo un matrimonio o alguna otra persona de la comunidad. Vienen a hacerles de padrinos. Varias de las Comunidades Eclesiales recientes de África y de América hispana han sido formadas por antiguos huéspedes de nuestra comunidad.

-Con todo lo que me ha ido contando, me da la impresión de que andarán ustedes muy ocupados. ¿No se complican ustedes mucho la vida para simplificarla?

-No. Quizá dé esa impresión al contar la vida de la comunidad; pero en la realidad es una vida mucho más sencilla y armoniosa que aquella otra que está dejada al estilo del mundo. Yo, contestando a sus preguntas, le he enumerado muchas de las actividades que suelen darse en nuestras comunidades. Pero en cada una de ellas se dan unas pocas, las que buenamente corresponden a sus necesidades y posibilidades.

De todos modos, en los talleres de las comunidades uno de los temas fundamentales suele ser el ahorro de tiempo perdido: perdido por salir de compras con cualquier motivo, perdido en los diarios, en la televisión, perdido por complicar excesivamente la vida, por falta de simplificación, de orden, de previsión... Piense usted que ganar una o dos horas así cada día tiene una gran importancia. Es algo que abre posibilidades muy valiosas para la oración, las lecturas, las conversaciones, las visitas, los servicios al prójimo, el apostolado. La gente no suele tener tiempo para nada, sobre todo para lo más valioso, y es que lo pierde de mala manera en cualquier cosa. Un cristiano tiene que aprender a dominar su tiempo, a invertirlo con inteligencia y caridad, y a no perderlo como el agua en un cesto...

En las mismas reuniones de las Comunidades Eclesiales procuramos siempre que los moderadores moderen de verdad los informes y debates; que antes de hablar las personas hayan pensado bien lo que quieren decir, que se eviten las repeticiones inútiles, que no se prolonguen los diálogos excesivamente. También aquí queremos prestar oído al aviso del Señor: «de toda palabra ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta el día del juicio». Amamos la comunidad y la vida de comunidad, pero no son las reuniones frecuentes e inacabables nuestra pasión dominante. Ya sin ellas nos vemos con frecuencia unos a otros por actividades comunes o familiares.

Sí es cierto que procuramos estar ocupados, y no necesitar cada día de grandes ratos de diversión. Un hombre, cuando es todavía niño, tiene mucha capacidad de juego y muy poca de trabajo, y a medida que va creciendo, cada vez tiene más capacidad de trabajo y menos necesidad de juegos y diversiones. A eso tendemos. Santa Teresa manda en las Constituciones que sus monjas, en los tiempos de recreación, «tengan todas allí sus ruecas». Y en ese sentido nuestra Regla combate la ociosidad pasiva y empobrecedora, y procura estimular una cristiana actividad laboriosa. Pero eso no nos hace andar sobreocupados. Lo que procuramos en el tiempo libre es tener tiempo para lo positivo, oración, conversación, lectura, trabajo o lo que sea, y no tener tiempo para lo negativo, para lo que es pura pasividad, empleada en cosas vanas o malas. Al menos eso es lo que intentamos.

-¿Y lo consiguen? Ése es un tema que en la vida de los laicos me parece especialmente difícil.

-Y lo es, sin duda. De hecho, uno de los objetivos principales de los talleres y del Consejo de cada comunidad es favorecer el empleo armonioso de los tiempos libres. Como es sabido, cada vez los tiempos libres van siendo más amplios y, en principio, van creciendo también las posibilidades ofrecidas por la sociedad para ocuparlos de uno u otro modo. Hay personas que, por sí mismas, saben emplear siempre su tiempo libre en formas positivas. Pero son muchas las que necesitan en esto la ayuda de un ambiente comunitario, pues de otro modo se aburren o se dejan ir a una ociosidad empobrecedora.

En este sentido, la comunidad suscita desde el Consejo o apoya iniciativas privadas, según los casos, en muchas direcciones. Y lo hace para los chicos, para los mayores, o para ambos juntos. Se trata, como dice San Pablo, de «vencer el mal con la sobreabundancia del bien». Por supuesto que no se trata de actividades obligatorias para cada uno. Pueden ser obras de formación personal, como charlas, cursillos internos, dirección de lecturas, de audiciones de música, retiros espirituales; pueden ser obras de apostolado o de caridad asistencial, o viajes y peregrinaciones, campamentos juveniles, vacaciones organizadas para grupos de familias, aprendizajes de artesanías, excursiones al monte, deportes... Según las circunstancias y posibilidades de cada comunidad, se desarrollan no todas, por supuesto, pero sí algunas de estas actividades. Hay que combatir el ocio pasivo empobrecedor y procurar entre todos un tiempo libre activo y enriquecedor.

Por otra parte, esas actividades suelen dar ocasión a que bastantes personas -matrimonios, por ejemplo, o amigos de nuestros hijos-, se acerquen a la vida de la comunidad, y participen de ella de alguna manera, o incluso se vinculen a la misma. Cuando se nos objeta que una vida comunitaria intensa puede cerrar demasiado respecto de los ajenos a ella, la objeción tiene algo de verdad, pero muy poco. Yo creo que con ocasión de las actividades de la comunidad, que acabo de decirle, tenemos una amplitud de relaciones sociales mayor de lo normal. Tenga en cuenta que son bastantes los amigos nuestros que participan en mayor o menor grado de nuestra vida comunitaria.

-¿Cómo se realiza la incorporación a la comunidad?

-Nuestras comunidades están integradas por vinculados a ellas y por amigos. Los amigos, como le digo, participan de muchas de nuestras actividades, también, por ejemplo, de los talleres de costumbres, aunque sin voto, a veces con voz. Algunos se quedan en amigos y colaboradores habituales, sea porque sus circunstancias familiares no les permiten vincularse o por otras razones. Pero otros, llegado un momento, solicitan al Consejo su admisión. Para ello, claro está, han de identificarse suficientemente con la Regla de vida de la comunidad, aceptar sus normas y mostrar una voluntad sincera de seguir en lo posible sus consejos. Y una vez vinculados, contribuyen con sus diezmos a la comunidad y entran de lleno en su vida.

-¿Y la vinculación es sellada por algún compromiso especial?

-Sí, así es. El compromiso no tiene una forma fija, común para toda la Federación, y ni siquiera para cada comunidad. En todo caso, el Consejo ha de aceptarlo para que sea válido. En Juan 2,5, casi todos hemos ido haciendo nuestra vinculación por una fórmula de consagración a la Virgen María, basada en una de las que propone San Luis María Grignion de Montfort.

-¿Y toda esta vida comunitaria, que busca la perfección evangélica laical, no crea la tentación de que se sientan ustedes unos tipos estupendos?

-No se preocupe usted por eso. Buscar la perfección evangélica, personal o comunitariamente, como religiosos o como laicos, no crea ninguna tentación especial. Es justamente al revés: quienes más imperfectos se ven son aquéllos que con más fuerza tienden a la perfección; y, por el contrario, mientras la santidad no es buscada en serio, basta con muy poco, basta con una vida decente, para que un cristiano, comparándose con la mayoría, se sienta un cristiano ejemplar. La cosa es clara: profesar una alta Regla de vida es sin duda una ayuda muy estimulante, pero le aseguro que es también una ocasión privilegiada para la humildad personal, comunitaria e incluso de especie humana.

Por otra parte, como fácilmente se entiende, en cualquier intento comunitario de perfección se revelan en seguida las imperfecciones personales de cada uno, muchas de las cuales, sin ese intento, hubieran quedado ocultas. Uno se muestra obstinado, otro retraído o demasiado entrometido. La imprudencia, la timidez, la precipitación, la superficialidad, el egoísmo, la envidia... todas las manías y defectos, cuando se intenta realizar en común una obra excelente, se muestran en seguida. Pero también se revelan entonces las virtudes y cualidades, la generosidad y la humildad, la abnegación y la servicialidad.

-De todos modos, enfrentados todos a una Regla común de vida, necesariamente se creará una diferencia: unos serán, como le decía, unos tipos estupendos, que la cumplen con gran fidelidad, y otros aparecerán como gente menos generosa, que con frecuencia no cumple las normas ni sigue los consejos...

-Tenga usted en cuenta que la vida de los laicos, ya que la mayoría de ellos vive en familia, no permite muchas veces un cumplimiento exacto de las normas y consejos de la Regla. La misma caridad y prudencia aconsejará muchas veces esas acomodaciones, exigidas sobre todo en relación a los familiares peor dispuestos. Pues bien, cada uno de nosotros debe ir viviendo normas y consejos como pueda, o más exactamente, según Dios se lo dé. Y nosotros no somos nadie para andar juzgándonos unos a otros.

-Pero al menos como conjunto, en cuanto comunidad, ¿no tienen la tentación de sentirse mejores que el común de los fieles?

-Bueno, la tentación existe, pero no es inevitable que caigamos en ella. En nuestras comunidades se recuerdan muy bien y a todas horas los muy olvidados cánones del concilio de Orange contra los semipelagianos. Es la gracia de Dios la que nos asiste para pensar, querer y realizar el bien; y «cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros».

La primacía de la gracia es así la premisa principal de todo cuanto hacemos en las Comunidades Eclesiales. Partimos de que nuestros males vienen de nosotros, y de que todo lo bueno que hay en nosotros viene de Cristo, por su santa esposa la Iglesia, sin la que Él no hace nada. La Santísima Virgen nos está diciendo siempre: «todo lo que Él os diga, hacedlo». Y en tantas cosas incumplimos ese mandato, que cuando lo cumplimos bien, lo único que se nos ocurre pensar y decir es: «siervos inútiles somos; lo que teníamos que hacer, eso hemos hecho».

-En algunas de las cosas que usted me ha ido contado me parece ver reflejados ciertos ideales del libro «Evangelio y utopía».

-¿Lo conoce usted?

-Un poco.

-Sí, así es. Nos ha dado luz en muchos aspectos. Es un libro excelente.