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Final

Hace tantos años que venía trabajando este tema, aunque sea de forma intermitente, sin poder nunca escribirlo, que ya daba este libro por imposible. Pero ahora, inesperadamente, el Señor me ha dado luz, tiempo y fuerzas para elaborarlo. Le quedo, pues, muy agradecido. Deo gratias!

Ya he dicho aquí lo que tenía que decir. Pero séame permitido, antes de terminar, repetir algo escrito más arriba:

«¿Cómo ha llegado a configurarse la vida cristiana en las familias, incluso en las mejores? ¿Es tolerable que entre el hogar cristiano y el convento haya un grado de virtualidad santificante tan distinto? ¿Es esto conforme a la mejor tradición de la Iglesia? Pero demos ya un paso más: ¿de verdad creemos que los laicos están llamados a la santidad o es ésta una mera expresión verbal, hoy de moda? ¿Cómo concebimos realmente el camino de perfección laical? ¿Hasta qué punto hemos aceptado como inevitable que la vida personal y comunitaria de los laicos se configure en lo exterior según el mundo?» (112).

Hay muchos caminos, es cierto, para llegar a la Casa del Padre. Cada uno debe andar «según el Señor le dio y según le llamó» (1Cor 7,17). Y para eso ha de proteger celosamente el trazado del sendero propio, ya que es Dios quien se lo ha diseñado. Pero también debe apreciar y respetar los caminos diversos de sus hermanos fieles, pues también son dones de Dios. Y cada uno, además, debe estar siempre abierto a posibles nuevas luces e impulsos del Espíritu Santo.

Esto, en la teoría, está muy claro;

«sin embargo, en la práctica, con mucha frecuencia, cada uno estima que su propio camino es el más adecuado y mira con recelo, cuando no con alguna hostilidad, el camino de los otros [...]

«Es el apego desordenado a las propias ideas, al propio grupo, a los caminos propios, lo que causa esta ceguera tan frecuente. Según ella, los cristianos colaboracionistas con el mundo secular serán fácilmente considerados por los cristianos rupturistas como cómplices del mundo, oportunistas, cristianos mundanizados, sal desvirtuada, etc. Y a su vez, aquéllos verán a éstos como laicos monásticos, puristas cátaros, alienados de las realidades temporales, o simplemente como chiflados» (72).

Un cierto utopismo es necesario a todo cristiano y a toda asociación cristiana. Eso es evidente. Pero también es legítimo, más aún, necesario que ese utopismo evangélico sea vivido en formas especialmente acentuadas por algunos fieles y por ciertas comunidades cristianas, a quienes el Señor concede esta gracia peculiar.

Así pues, «no apaguéis al Espíritu, no despreciéis las profecías» (1Tes 5,19), no resistáis al Espíritu Santo (+Hch 7,51). Él quiere renovar la faz de la tierra, y la riqueza de sus gracias -tantas veces ignorada y resistida- es infinita. Permitamos a su desbordante amor misericordioso renovar a los hombres no sólo en lo interior, sino también en lo exterior; no sólo a las personas, sino a las comunidades; y no sólo a los religiosos, sino a los laicos. Dejémosle, pues, realizar plenamente, también en algunas comunidades cristianas laicales, el designio de Cristo: «a vino nuevo, odres nuevos».