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6. Laicos y religiosos

Las comunidades religiosas son comunidades perfectamente utópicas. En ellas un conjunto de hombres o de mujeres se reúnen para vivir plenamente el Evangelio, en lo interior y en lo exterior. «Dejándolo todo», se sustraen a los condicionamientos negativos del mundo tópico, y «siguiendo a Cristo», realizan un orden de vida muy distinto al del mundo y mucho mejor, con una creatividad libre de toda atadura mundana. Me refiero, claro está, a las comunidades religiosas observantes, fieles a sus carismas fundacionales, como hay y ha habido tantas.

Mucho más problemático es el utopismo de los laicos. En los cristianos mundanizados, por supuesto, es inexistente. Pero también suele ser muy escaso en aquellos cristianos seglares que verdaderamente intentan la perfección evangélica.

Laicos y clérigos

El término laikos no está presente en el Nuevo Testamento, ni en los primeros documentos cristianos -salvo una vez en Clemente Romano-. Aparece con su sentido preciso, tanto en griego como en latín (laikos y laicus), en la segunda mitad del siglo II (Clemente de Alejandría, Tertuliano, y en seguida Orígenes: autores nacidos, respectivamente, en los años 150, 155 y 185) (Guerra, El laicado 34).

Desde el principio de la Iglesia existe ya la distinción real entre pastores y fieles. Pero la distinción verbal se produce hacia el 200, cuando se hace usual distinguir entre la plebs santa, es decir, el pueblo cristiano, formado por los laicos, y los ordines eclesiásticos del clero, compuesto por obispos, presbíteros y diáconos, junto a las órdenes menores, subdiáconos, acólitos, lectores, exorcistas y ostiarios (Guerra 46).

La familia y el trabajo son las coordenadas fundamentales que enmarcan la vida cristiana de los laicos. Así, para la Didascalia apostolorum, de comienzos del siglo III, es propio de los laicos el matrimonio, tener hijos y educarlos santamente (4,11,4-6; +Constituciones apostólicas 233 y 235); y junto a ello, dominar y poseer la tierra por el trabajo: «virtus vestra possessio terrestris est» (Didascalia 2,36,3).

Por otra parte, para hacernos una idea de la composición antigua de la Iglesia en el aspecto cuantitativo, podemos recordar los datos de la Iglesia de Roma hacia el 250, cuando la ciudad cuenta con unos 100.000 habitantes: según refiere el Papa Cornelio (251-253), hay en su Iglesia «46 presbíteros, 7 diáconos, 7 subdiáconos, 42 acólitos, 52 exorcistas, lectores y ostiarios... con un pueblo (laos) muy grande e innumerable», que hoy se calcula en algo más de 30.000 bautizados.

Ya desde el mismo origen apostólico (+Hch 21,8-9) hay en la Iglesia laicos y laicas, los continentes y las virgines, que, en medio del mundo, llevan una vida célibe, más intensamente consagrada a la oración, a la penitencia y a las obras de apostolado y misericordia que los simples solteros o casados (Guerra 108). Pronto se irán uniendo, sobre todo las vírgenes, para llevar vida común en una misma casa, manteniéndose normalmente de sus trabajos.

Son muchos. No son unos pocos casos excepcionales. San Justino (+163) afirma con satisfacción: «entre nosotros hay muchos y muchas que, hechos discípulos de Cristo desde niños, permanecen incorruptos hasta los sesenta y setenta años, y yo me glorío de podéroslos mostrar de entre toda raza de hombres» (I Apología 15,6).

Monjes

Hacia el 270, cuando el laico continente San Antonio se retira al desierto, se inicia la configuración de un tertium genus, los monjes. En sus inicios, el movimiento eremítico, y en seguida cenobítico, fue laical. Pero muy pronto, junto a estos laicos, hay también presbíteros que han optado por la vida monástica o anacoretas que han sido ordenados sacerdotes para atender a sus hermanos. Hay, pues, monjes sacerdotes y monjes laicos (legos). En todo caso, lo que caracteriza la condición de monje no es el ser sacerdote o laico, sino el haber dejado completamente la vida tópica, para seguir libremente a Cristo en la utopía del Evangelio.

A mediados, pues, del siglo IV hallamos ya en la Iglesia la triple división que hasta hoy está vigente: laicos, clérigos y monjes, o religiosos.

Idealismo evangélico primitivo, común a todos

Como ya vimos en otro lugar, en los primeros siglos de la Iglesia, continuando el ejemplo de Cristo y de los apóstoles, el ideal perfecto del Evangelio es propuesto a todos los fieles cristianos: laicos, sacerdotes o monjes (Cto.-M 43-47, 55-61).

Es tiempo en que a los cristianos laicos se les exhorta todavía a seguir conductas que para los mundanos son absurdas: por ejemplo, a no defender sus derechos ante los tribunales paganos, pues han de preferir unirse a Cristo y padecer con él la injusticia (1Cor 6,1-8; 1Pe 2,18-25). Es tiempo, hacia el 200, en que se puede pedir también a los laicos, y de hecho se les exige, que renuncien a determinadas profesiones y labores del mundo: tal como entonces están configurados tales oficios, los cristianos no pueden ser escultores y pintores (confección de ídolos), gladiadores, actores de teatro, prestamistas, astrólogos, etc., a veces empleados civiles y militares, pues estas profesiones no son compatibles con la vida cristiana perfecta (Tertuliano, Idololatria 8-11; Traditio apostolica, 11, 16). Es tiempo en que se exhorta a los fieles a una oración muy asidua y a algún modo de comunicación de bienes materiales. Las catequesis bautismales, como las del Crisóstomo, reflejan este alto idealismo común a todas las vocaciones cristianas: «vino nuevo en odres nuevos».

Fijémonos aquí sólamente, a modo de ejemplo, en dos cuestiones importantes.

-La comunidad de bienes materiales es enseñada y de alguna manera practicada por todos los fieles.

Pudimos comprobarlo al hablar de la comunidad primera de Jerusalén. Los laicos, pues, saben que quienes comunican por Cristo en los bienes espirituales deben comunicar también en los bienes materiales. Para eso están las ofrendas eucarísticas, los diezmos, las primicias. Pero si no bastaran, y algún hermano estuviera en grave necesidad, deben todos acudir en su ayuda, y si fuera preciso, deben ayunar de lo suyo para procurar al hermano lo necesario.

-Los cristianos deben ser asiduos en la oración, pues son pueblo sacerdotal destinado a la alabanza de Dios y a la intercesión por el mundo. Según esta convicción, diversas costumbres de oración se generalizarán entre los laicos más piadosos.

San Hipólito, en la Traditio apostolica, describe así la oración de las Horas en la vida de los cristianos laicos: «Todos los fieles, hombres y mujeres, cuando se levanten a la mañana de su sueño» han de elevar sus corazones en oración a Dios; asistirán a la iglesia si hay catequesis, y si no harán lectura espiritual en su propia casa; alabarán al Señor en la hora de tercia, en sexta y en nona. «Ora también antes de que tu cuerpo repose en el lecho; y hacia medianoche, levántate, lávate las manos y ora; si tu mujer está presente, orad los dos juntos... Y con el canto del gallo, levántate y ora... En consecuencia, los fieles, haciendo esto y guardando el recuerdo e instruyéndose mutuamente, dando ejemplo a los catecúmenos, no podrán jamás ser tentados ni perdidos, porque se acuerdan siempre de Cristo» (41). En esos mismos años Clemente de Alejandría (+215) enseña que el cristiano fiel guarda de Dios «memoria continua: ora en todo lugar, en el paseo, en la conversación, en el descanso, en la lectura, en toda obra razonable, ora en todo» (MG 9,469).

Es tiempo en que los laicos cristianos son llamados santos (agioi) (Rm 8,27; 16,2; Ef 1,15; 3,18; 4,12; 5,3; 6,18; Col 1,4; etc.). El término a veces se aplica incluso a ellos precisamente, a los que no tienen autoridad pastoral: «todos los santos en Cristo Jesús, con los obispos y diáconos» (Flp 1,1-2)... Hay, por otra parte, en la época grandes maestros de la doctrina y de la espiritualidad cristiana que son laicos, como San Justino (+163) y Orígenes (+253), hombres de vida muy santa.

Está claro, pues, que en estos primeros siglos, antes de que surjan los monjes, el ideal de vida evangélica, tanto en lo interior como en lo exterior, se propone a todos los cristianos laicos. Es el programa de vida perfecta que poco más adelante ya sólo los cristianos monjes y religiosos se propondrán vivir con claro compromiso.

Idealismo evangélico posterior, reducido generalmente a los monjes

Cuando la conversión de Constantino abre en el siglo IV el Imperio al cristianismo, cesan las persecuciones, muchos paganos entran en la Iglesia, comienza el mundo a ejercer sobre el pueblo cristiano su seducción, y una buena parte de la muchedumbre de los laicos va perdiendo el idealismo evangélico primitivo. Es, por supuesto, un proceso muy complejo, que se falsifica si se simplifica, y que se da con acentos diversos en las distintas regiones de la Iglesia. En todo caso, es entonces cuando surge el monacato, en buena parte como reacción al descenso espiritual generalizado del pueblo cristiano (Cto.-M 48-52). Me fijo aquí sólamente, a modo de ejemplo, en las dos cuestiones antes consideradas: oración y comunicación de bienes.

-Los monjes, por regla explícita de vida, lo dejan todo para seguir a Cristo, renuncian a la propiedad privada, lo tienen todo en común, y dedican su vida a la oración y el trabajo, dando absoluta primacía a la búsqueda del Reino de Dios y su justicia. Afirman comunitariamente una vida que es evangélica en lo interior y en lo exterior. «Vino nuevo en odres nuevos».

Recuérdese que las Reglas de vida de los monjes, como la de San Benito, o más adelante las de los religiosos, como la de San Francisco de Asís, vienen a ser simplemente una antología de normas y consejos evangélicos. Lo que caracteriza a los monjes es que hacen profesión pública y comprometida de esos valores. La vida monástica, pues, viene a ser la vida cristiana perfecta. Los monjes avanzan, con mayor o menor fidelidad, por un camino recto (Cto.-M 53-57).

-Los laicos ahora, en su gran mayoría, arraigan su ciudadanía en este mundo y no se hacen problema en asumir buena parte de las costumbres mundanas; aceptan, concretamente, la propiedad privada en los duros perfiles del derecho romano, y al dedicarse a los asuntos del mundo visible, dan con frecuencia primacía a las añadiduras sobre el Reino. Reducen en gran medida la dimensión penitencial y orante de su vida, etc.

Hay, por supuesto, laicos excepcionales que escapan a la general mediocridad espiritual. Pero puede decirse que el laicado, como conjunto, no intenta ya un régimen de vida que no sólo en lo interior, sino también en lo exterior, pueda ser calificado de evangélico. Los fieles laicos, pues, en adelante, intentan vivir con interior rectitud, pero andando normalmente por caminos torcidos. «Vino nuevo en odres viejos».

No pocos valores evangélicos universales van siendo profesados comunitariamente ya sólo por los monjes. Estar muertos al mundo, vivir como peregrinos y forasteros, tratar de orar siempre, estar dispuestos a renunciar a todo con tal de poseer a Cristo, procurar limitarse a lo necesario en la austeridad de la pobreza, comunicar en los bienes materiales, etc., siendo sin duda ideales evangélicos comunes a todos los bautizados, van caracterizando ya sólamente la vida de los monjes.

Vida ejemplar de los religiosos

Así las cosas, monjes y religiosos vienen a ser los modelos de la vida cristiana perfecta, que los laicos deben imitar. Deben imitar, por supuesto, en la versión propia de su vocación secular. Esto es obvio. Dios manda a todos los cristianos imitar a Cristo y a los apóstoles -y ésta es clave esencial para toda vida cristiana perfecta, laical o no (Jn 13,15; 1Pe 5,3; 1Cor 4,16; 11,1; Flp 3,17; 1Tes 1,6; 2Tes 3,7.9)-, y nadie entiende con ello que Dios mande así a los laicos que sean todos célibes y que abandonen sus trabajos y profesiones, sus familias y casas, sus barcas y sus redes. La imitación a la que Dios llama no ha de ser servil, sino profunda y espiritual; y no referida tanto a los aspectos accidentales, como a las actitudes substanciales (Cto.-M 57-61).

Como hemos visto en las citas precedentes, San Pedro y San Pablo estiman que los pastores han de ser ejemplos perfectos para todo el pueblo cristiano. Y los santos fundadores religiosos, como San Francisco y Santa Clara, establecen sus Órdenes no sólo para la santificación de su miembros, sino como ejemplo vivo y continuo para todos los laicos (Cto.-M 81-83ss).

Por su parte, la Liturgia católica continuamente exhorta a los laicos a imitar a los religiosos y pastores, pues se les propone como modelos supremos de vida cristiana perfecta, ya que ellos son, en efecto, los santos más numerosos del santoral. Muchas oraciones vienen a decir: «Oh Dios, que nos ofreces a San N. como modelo de amor a los pobres...», etc.

De este modo, cuando los laicos viven el Evangelio no sólo en lo interior, sino también en lo exterior, se produce una admirable homogeneidad entre la vida laical y la vida religiosa, entre el hogar cristiano y el monasterio, entre los célibes y los casados. Y el paso de aquella vida a esta otra, objetivamente más perfecta -paso que se produce con gran frecuencia: hay muchas vocaciones-, no supone un cambio traumático, sino un avance en la misma dirección y espíritu (ib. 60-61).

La gran trampa permanente

Los laicos más o menos mundanizados han tratado siempre de justificar su alejamiento de la vida perfecta del Evangelio alegando que ellos «no son monjes». Estiman los laicos muy bueno que los religiosos se abstengan de espectáculos nocivos, guarden una gran austeridad en viajes y casas, vestido y comida, posean en común todos sus bienes, sin que tengan nada como propio; y menospreciando el lujo y los vanos pasatiempos mundanos, dediquen sus vidas a la oración, la penitencia y todo género de obras buenas asistenciales y apostólicas. Todo eso está muy bien y les conviene a ellos no tanto por ser cristianos, sino por ser monjes o religiosos: «para eso son religiosos».

Por el contrario, los laicos, por fidelidad incluso a su propia vocación secular, es decir, para encarnarse bien como fermento en el interior de las realidades mundanas que han de salvar, han de frecuentar sin mojigaterías los espectáculos seculares, aunque tantas veces sean indecentes; deben asumir el estilo secular de sus conciudadanos en casa y viajes, comida y vestidos, pasatiempos y lujos posibles; sin olvidar, eso sí, la oración y los sacramentos, la penitencia y las buenas obras de misericordia -que según las premisas anteriores, van a resultar, por supuesto, casi impracticables-. Ellos, en cuanto laicos seculares, tienen, por lo visto, una especial gracia de estado que les permite verter habitualmente el vino sagrado del Espíritu en los odres profanos del mundo, y avanzar con rectitud por caminos torcidos, sin gastar fuerzas en tratar de enderezarlos. Y todo ello con excelentes resultados espirituales -que sólo algunos pesimistas ponen en duda-.

Esta gran falacia, al menos como tentación, está permanentemente activa desde el siglo IV (Cto.-M 62). Los laicos rechazan así importantes valores del Evangelio, alegando que son propios de los religiosos, y ajenos por tanto a la vida laical, que ellos deben seguir por vocación de Dios. Es decir, que por fidelidad a Dios ellos deben rechazar aspectos preciosos del Evangelio...

Ya los Padres antiguos ven rechazados por el pueblo grandes ideales evangélicos no sólo en la práctica, sino incluso en la teoría. Contra este gran error afirma San Juan Crisóstomo (+407): «si con el matrimonio no es posible hacer todo eso que hacen los monjes, todo está perdido y arruinado, y la virtud se queda en nada» (In Ep. ad Hebr. hom. VII,4).

Ante los grandes ideales que el Evangelio propone a todos los cristianos, también a los laicos, dice este santo Obispo, «no profiramos esas miserables y estúpidas palabras: "yo soy un laico, tengo una mujer, estoy cargado de hijos", "ése no es asunto mío. ¿Acaso he renunciado yo al mundo? [Éste no se enteró, por lo que se ve, de que renunció al mundo en su profesión bautismal]. ¿Va a resultar que yo soy un monje?» (Hom. in Gen. XXI,6)... «Mucho te engañas y yerras si piensas que una cosa se exige al seglar y otra al monje... Si Pablo nos manda imitar no ya a los monjes, ni a los discípulos de Cristo, sino a Cristo mismo, y amenaza con el máximo castigo a quienes no lo imiten, ¿de dónde sacas tú eso de la mayor o menor altura [de vida de perfección]? La verdad es que todos los hombres tienen que subir a la misma altura, y lo que ha trastornado a toda la tierra es pensar que sólo el monje está obligado a la mayor perfección, y que los demás pueden vivir a sus anchas. ¡Pues no, no es así! Todos, dice el Apóstol, estamos obligados a la misma sabiduría» (In Act. Ap. hom. XX,3-4; Cto.-M 62).

Una espiritualidad laical específicamente distinta

La apostasía moderna se ha producido por la suave vía de la mundanización (Cto.-M 150-151). Por eso, sin duda, en los laicos mundanizados la gran falacia abierta en el siglo IV actúa de forma absoluta. Pero hoy también, como veremos, actúa de algún modo en los cristianos más sinceros, que se ven afectados por una concepción excesivamente diversa de la espiritualidad laical. Recuerdo aquí este tema muy brevemente, pues ya he tratado de él con mayor amplitud en otros libros recientes, a los que me remito (Caminos laicales 5-22; Cto.-M, passim).

-La vocación de los laicos a la santidad es una doctrina permanente en la historia de la Iglesia. Baste recordar que una cuarta parte de los santos canonizados en varios siglos de la Edad Media son laicos, proporción que en los primeros siglos es aún mayor.

En nuestro tiempo esta doctrina se ha acentuado considerablemente, como puede comprobarse en la Acción Católica, los Institutos seculares, diversas obras y movimientos de gran envergadura, así como en los autores espirituales y, especialmente, en el Concilio Vaticano II (Cto.-M 89-90, 162, 175).

-La espiritualidad laical ha seguido a veces en nuestro siglo una orientación específica, acusando sus perfiles propios. En efecto, ya unos decenios antes del Vaticano II se hace un gran esfuerzo por establecer una espiritualidad seglar específica, con una fisonomía peculiar. Esto trajo consecuencias positivas: revalorizó no poco en los laicos la conciencia de su vocación a la santidad, y aumentó el aprecio -aspecto muy importante- de los medios y modos de santificación que les son más peculiares: el trabajo, las pequeñas cosas de cada día, etc. (ib. 214-216; Caminos laicales 5-22).

-Una radicalización de ese empeño, sin embargo, vino a empobrecer la espiritualidad laical, por querer diseñarla demasiado diversa o incluso, lo que es más grave, contrapuesta a la espiritualidad de los religiosos y sacerdotes. Por esa vía, muchos planteamientos netamente evangélicos fueron silenciados, o incluso rechazados, alegando que eran propios de una espiritualidad de monjes o de religiosos, impropia para los laicos.

En alguna medida, se alejó así a los laicos de los mejores modelos de la santidad, más aún, se les alergizó en cierto sentido hacia sus ejemplos, pues muchos de ellos, efectivamente, fueron religiosos o sacerdotes: Benito, Francisco, Ignacio, Teresa, el Cura de Ars, Teresita... Aduciendo que la espiritualidad laical se vería desviada de su verdad propia y crónicamente minorizada, mientras quedara bajo la inspiración de los grandes ascetas religiosos, se vino a primar así en la espiritualidad laical lo adjetivo, con notables pérdidas en la substancia común de la espiritualidad cristiana.

-Por esos años también, otros hay que reafirman la condición unitaria de todas las espiritualidades cristianas. Éstos, más conformes a la tradición católica, ponen el acento de las espiritualidades mucho más en lo substantivo a todas ellas, que es común, que en lo adjetivo, que es peculiar. De este modo, como reacción a la tendencia excesivamente adjetiva y especificadora, que produce una espiritualidad laical empobrecida, elaborada más bien por contraste que por semejanza con los religiosos, se produce en autores -como Féret, Bouyer, Huerga, etc.- y en movimientos laicales una superación de esa tentación reduccionista, que, por otra parte, no les lleva a ignorar o menospreciar todos los aspectos propios de la espiritualidad laical providencialmente acentuados en nuestro tiempo (Cto.-M 215-216).

Alergias espirituales específicamente laicales

La concepción excesivamente distinta de la vocación laical ocasiona lógicamente un acrecentamiento de la gran trampa mental operante desde el siglo IV. En efecto, ciertos valores evangélicos, que los laicos han perdido al paso de los siglos, y que han sido guardados en cambio por los religiosos o sacerdotes, hoy vienen a ser rechazados por no pocos laicos, alegando la fidelidad que deben a su propia vocación. Es éste, como se apreciará, un obstáculo muy grave para la intensificación del utopismo en las comunidades cristianas laicales.

Los laicos afectados por esa orientación deficiente, alegando que su vocación les obliga a gestionar los asuntos seculares, no dedicarán, por ejemplo, a la oración, a la meditación de la Palabra divina o a los sacramentos la atención debida. Convencidos de que su secularidad laical les lleva a una vida normal y ordinaria, evitarán las significaciones exteriores de su interioridad religiosa, y aceptarán modas y costumbres, diversiones y espectáculos mundanos, aunque sean malos o al menos constituyan ocasiones próximas de pecado. Por otra parte, si no quieren reglas de vida, ni Horas litúrgicas, ni votos, ni ciertas formas de pobreza y sobriedad, porque estiman prudentemente que Dios no se lo da, su actitud es correcta; pero si se cierran a esos valores alegando que ellos «son laicos, y que todo eso son cosas de religiosos», están en un grave error. Tienen una idea equivocada de la espiritualidad laical, porque la han configurado por contraste diferenciador con la de los religiosos.

Ambiguo elogio de «la normalidad»

Se puede hacer mucho daño a los cristianos laicos cuando se les insiste, sin las matizaciones debidas, en las grandes posibilidades de santificación que hay viviendo los modos normales seculares, es decir, llevando una vida perfectamente normal.

En realidad, los modos de vida usuales del mundo suelen ser en muchos aspectos altamente embrutecedores y resistentes al Espíritu Santo, y están pidiendo a gritos ser rectificados cuanto antes, y no sólo en pequeños detalles. Condicionan a las personas muchas veces en forma negativa, cebándolas en lo trivial y haciéndoles olvidar lo fundamental, dificultándoles la oración, la sabiduría profunda, la vida sobria, el verdadero amor al prójimo, la esperanza de la vida eterna (Cto.-M 181).

Dar el calificativo de normales a esos usos vigentes en el mundo secular es sin duda un abuso del lenguaje: no son modos conformes a la norma, y no son, pues, normales. Serán corrientes, que es otra cosa. Los cristianos laicos son normales en la medida en que conforman los usos de su vida a la norma, que es Cristo, el Evangelio.

Énfasis equívoco de «la secularidad»

Enseña el concilio Vaticano II que «la índole secular es propia y peculiar de los laicos... A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios, gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento» (LG 31b).

Esta preciosa doctrina es falsificada cuando se contrapone secularidad y vigorosa ascesis cristiana, es decir, cuando no va unida a otras doctrinas, también preciosas, que la guardan en la verdad plena. En tal caso, falsificada, contradice la enseñanza de Jesús y de los apóstoles, conforma los cristianos al mundo secular (Rm 12,2), pues al eliminar la distinción entre los hijos de la luz y los hijos del siglo (Lc 16,8), potencia en los cristianos la fascinación por las cosas seculares (2Cor 4,18; Col 3,1-3), les hace olvidar o incluso negar su condición de peregrinos y extranjeros en este mundo (1Pe 2,11) y, en fin, viniendo a nuestro tema, corta de raíz en los laicos toda posibilidad de vida utópica.

Es indudable, por ejemplo, que San Luis, rey de Francia, buen esposo, padre de once hijos y excelente gobernante, supo gestionar fielmente sus muchos asuntos temporales, ordenándolos según Dios, al mismo tiempo que se entregaba a una vida ascética muy semejante a la de los más santos religiosos. Y lo mismo hicieron muchos santos príncipes y reyes de la Edad Media (Cto.-M 85-88). No eran excelentes seculares a pesar de ser tan religiosos, sino precisamente a causa de esto. Lo mismo hay que decir de Gandhi, en el que más arriba veíamos una de las más perfectas síntesis del hombre ascético, utópico y político. En círculos concéntricos, de su ascetismo personal irradiaba el utopismo de su ashram, y desde éste se proyectaba en su acción política.

Pues bien, considerando ejemplos como el del rey San Luis o Gandhi, podemos preguntarnos: ¿estos laicos, hombres seglares, comprometieron su secularidad con el género de vida personal y comunitario que llevaron? ¿Redujeron con tantos ascetismos la eficacia de su acción política? ¿Esa vida que llevaron, tan intensamente religiosa, les dificultó «gestionar los asuntos temporales, ordenándolos según Dios»?...

Son preguntas que nos muestran hasta qué punto se ha descentrado y enloquecido la problemática propia de la espiritualidad laical cristiana. Sería cosa de conocer mejor qué entienden algunos por secularidad y por espiritualidad específicamente laical... Sus teorías, y aún más sus silencios, hacen sospechar que la espiritualidad seglar que ellos proponen no tiene mucho que ver con la espiritualidad bíblica y tradicional de los cristianos. ¿Cómo conciben ellos, si es que la conciben, la búsqueda de la perfección espiritual en los laicos?...

Por el contrario, la plena verdad de la secularidad cristiana de los laicos afirma a un tiempo su condición tópica y utópica. Así lo hace, por ejemplo, Juan Pablo II en la exhortación apostólica Christifideles laici. Después de citar el texto conciliar arriba traído (LG 31b), explica:

«La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular. Las imágenes evangélicas de la sal, de la luz y de la levadura, aunque se refieren indistintamente a todos los discípulos de Jesús, tienen también una aplicación específica a los fieles laicos. Se trata de imágenes espléndidamente significativas, porque no sólo expresan la plena participación y la profunda inserción de los fieles laicos en la tierra, en el mundo, en la comunidad humana, sino también, y sobre todo, expresan la novedad y la originalidad de esta inserción y de esta participación, destinados como están a la difusión del Evangelio que salva» (15: 1981).

La santificación por «las pequeñas cosas diarias»

«Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis cualquier otra cosa [barrer la casa, preparar un informe en el despacho, arreglar la cerradura de una puerta, llevar los niños a la escuela, prepararle la medicina a un enfermo, recoger los niños del colegio, meter la ropa en la lavadora, esperar una visita que no llega, aguantar una visita que no acaba de irse, llevar un paquete a correos, sacar la ropa de la lavadora, etc.], hacedlo todo para gloria de Dios» (1Cor 10,31). Todo lo que forma el curso de las ocupaciones ordinarias ha de hacerse así una continua ofrenda espiritual, que halla en la Eucaristía su modelo, su impulso permanente y su mérito. Ésta es, sin duda, la trama fundamental de la santificación cristiana de los laicos. Y si éstos no la conocen y practican con abnegación y paciencia, con toda esperanza y caridad, no les valdrán de mucho todos los ejercicios piadosos que puedan realizar, añadidos a sus ocupaciones ordinarias (Caminos laicales 8-22).

Esta maravillosa espiritualidad ha sido, sin duda, siempre conocida y vivida, pero halla providencialmente una exposición especialmente clara en grandes maestros espirituales modernos, como San Francisco de Sales (+1622), el jesuita Juan Pedro de Caussade (+1751), la carmelita Santa Teresa del Niño Jesús (+1897), el Beato José María Escrivá de Balaguer (+1975).

El cristiano se santifica, dice San Francisco de Sales, cumpliendo día a día el plan concreto de Dios sobre él, y este plan «hemos de descubrirlo en todos los acontecimientos, es decir, en todo lo que nos sucede: en la enfermedad, en la muerte o en la aflicción, en la consolación, en las cosas adversas o prósperas» (Entretiens 15; +Amour de Dieu 9,1).

En esta santificación por las pequeñas cosas de cada día fue adiestrada Santa Teresita desde muy niña. Según refiere ella misma, cuando a los once años fue preparada por su hermana María a la primera comunión, «ella me indicaba el medio para llegar a ser santa por la fidelidad en las más pequeñas cosas» (Manuscritos autobiográficos A33r). Y ya en el Carmelo, igualmente, «me dedicaba especialmente a la práctica de las pequeñas virtudes, por no serme fácil practicar las grandes» (A74v). Esta enseñanza espiritual ha contribuido inmensamente a la perfección evangélica de muchos cristianos de nuestro tiempo, pero ha sido especialmente beneficiosa para la santificación de los laicos, a quienes no suele ser dada la práctica de los grandes medios ascéticos.

Sin embargo, una vez más, como sucede con todas las grandes verdades, también ésta puede ser desvirtuada por una falsificación inconsciente.

Se olvida a veces que Santa Teresita movió Roma con Santiago -Roma al menos- para conseguir entrar cuanto antes en el camino de perfección del Carmelo (A50v; 51r). A la santificación por las pequeñas cosas diarias, ella quería con toda su alma, «temblando» de ansiedad, añadir otros medios de perfección en el amor realmente muy grandes y arduos: los votos, la fidelidad a una Regla de vida tanto en los días en que se tiene ganas como en los que no, la clausura perpetua dentro de los muros del monasterio, la obediencia a la priora, el hábito penitencial, el silencio, los horarios exigentes, la pobreza material, etc. No se olvidaba, no, Teresita de la palabra de Cristo: «si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme». Y aunque ella no se ejercitaba en especiales penitencias corporales -no se lo permitían ni su salud, ni sus superiores, ni sentía inclinación de gracia hacia ellas-, añadía a su muy austera vida del Carmelo otras grandísimas penitencias espirituales, como, por ejemplo, la de pedir a Dios «no hallar alegría fuera de Él» (!): «con frecuencia repetía en mis comuniones las palabras de la Imitación: "¡oh Jesús, dulzura inefable! Cámbiame en amargura todas las consolaciones de la tierra"» (A36r-v).

En resumen; «el caminito» de la santificación diaria por las pequeñas cosas, cuando por él de verdad se pretende alcanzar la santidad, 1º -implica en sí mismo con relativa frecuencia ejercitarse en actos heroicos, también en los laicos, y en cierto sentido, más en ellos; y 2º -no excluye en modo alguno, tampoco en los laicos, las grandes prácticas ascéticas, en la medida, se entiende, en que Dios quiera darlas a cada uno.

Sin estas aclaraciones -que en los mejores autores espirituales, como en los que he citado, están, por supuesto, muy presentes-, el pequeño camino espiritual puede minimizar y secularizar el camino laical de la perfección cristiana, 1º -dejándolo en formas sumamente tópicas y mediocres, que vendrían a ser sublimadas por la falsificación de esta altísima doctrina espiritual, y 2º -suprimiendo todo empeño utópico por rectificar los caminos torcidos de la vida diaria secular y por trazar otros nuevos, en cuanto ello sea posible, por supuesto, es decir, en cuanto Dios lo dé (Caminos laicales 16-17).

En efecto, el Espíritu Santo quiere producir por su gracia la renovación interior y también exterior no sólamente de los religiosos, sino también de los laicos. A unos y a otros -sin duda, de modos diferentes, eso sí- les manda-concede: «al vino nuevo, odres nuevos».