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9. Castidad en la paternidad responsable

En relación a la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad responsable se pueden distinguir tres actitudes. Vamos a estudiarlas con precisión y con paciencia.

* * *

1.–Los cristianos rebeldes a la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio tienen como ideal vivir según la voluntad propia, atendiendo, quizá, las orientaciones morales del cristianismo; pero sin fanatismo, se entiende. «Tendremos los hijos que queramos nosotros, no los que pueda querer Dios, entre otras razones porque es imposible saberlo. Y para ello, cuando sea preciso, usaremos anticonceptivos. Son muchos los teólogos moralistas actuales que justifican plenamente nuestra actitud».

Éstos, a la hora de tener más o menos hijos, no tienen ningún problema de «discernimiento» de la voluntad de Dios, porque han decidido regirse por la propia voluntad. No quieren colaborar con Dios Creador, que les ha dicho «procread y multiplicaos; llenad la tierra». Niegan, pues, crónicamente el fin primario del matrimonio, destrozándolo completamente. Practican muchos de ellos la anticoncepción en forma sistemática, aunque ella sea «intrínsecamente deshonesta» (Humanæ vitæ 14; Catecismo 2370). Es decir, «se atribuyen la facultad de ser depositarios últimos de la fuente de la vida humana, y no sólo la de ser cooperadores del poder creador de Dios. En esta perspectiva, la anticoncepción se ha de considerar objetivamente tan profundamente ilícita que jamás puede justificarse por razón ninguna» (Juan Pablo II, 17-9-1983).

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2.–Los cristianos buenos, más o menos afectados de semipelagianismo, también rechazan la «paternidad responsable», en la que ven una falta de confianza en Dios y de fidelidad a la voluntad divina. No la rechazan directa y explícitamente, porque son buenos católicos, pero sí muestran hacia esa doctrina una total reticencia, porque algo tienen de semipelagianos. Me da un poco de pereza tratar esta cuestión, que ya estudié largamente, describiendo esa actitud mental y práctica en otros artículos de este blog (61-65). Ahora la recordaré muy en síntesis, con poca precisión. Pero me remito a los artículos citados.

–Piensan que en las obras buenas concurren la gracia de Dios y la libertad del hombre, de tal modo que se unen para producirlas la parte de Dios y la parte del hombre, como dos causas coordinadas. Un cierto modo de hablar expresa a veces ese pensamiento. Por ejemplo: –«Dios me pide que ayude a tal enfermo». Parece decirse con eso que Dios ofrece su parte (gracia), y «pide» al hombre que añada su parte (voluntad libre), de tal modo que, con la generosa colaboración de la persona, la gracia venga a hacerse eficaz para producir la buena obra pretendida (ayuda al enfermo, ir al noviciado, casarse, entregar una hora diaria a la oración, tener más hijos, etc.). Según esto, la parte decisiva en la vida espiritual es la mayor o menor generosidad del hombre: «es cuestión de generosidad». Pero no es así.
Gracia y libertad obran no como causas coordinadas, sino subordinadas: la causa principal, Dios, mueve, asiste, auxilia la causa segunda, que es la mente y libertad del hombre; y así se produce la obra buena. Por tanto, es mejor emplear el lenguaje habitual de la Sagrada Escritura y de los Santos: –«Dios me llama, Dios quiere darme, y me mueve por su gracia, para que ayude a este enfermo». Así lo entendía Santa Teresa: «Recibir, más me parece a mí eso, que no dar nosotros nada» (Vida 11,13).

Es Dios, es la acción de su gracia, la que precede, inspira, acompaña y consuma las obras buenas que Él va dando hacer a sus hijos, para que éstos, así asistidos por su gracia, colaboren libremente con el esfuerzo de su voluntad. Es Dios «quien obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Ésa es la fe de la Iglesia: «cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros» (529, conc. Orange II: Denz 379). Podemos, pues, por ejemplo, pedir a Dios que nos conceda una familia numerosa, pero no podemos decidirla, y ni siquiera pretenderla por nuestra cuenta, independientes de su Providencia, porque sólo hemos de procurarla en la medida en que Dios nos la quiera conceder.

–Dios ama igualmente a todos, y a todos ofrece igualmente sus propios dones. Así piensan, o al menos así sienten, los semipelagianos –que son muchos entre los buenos cristianos de hoy; que no son muchos–. Según eso, que un cristiano aspire o no a más altos dones, «eso depende de su mayor o menor generosidad», porque de su parte Dios ofrece a todos sus dones igualmente. Por ejemplo, a todos ofrece Dios la vida religiosa y la vida laical. Los más generosos irán a la primera, la más perfecta: «es cuestión de generosidad»; los menos a la segunda: «les faltó generosidad, se contentaron con menos».

Según esto, a todos los matrimonios ofrece Dios igualmente la familia numerosa y la familia más reducida: los más generosos aspiran a la primera y lo consiguen: «nadie le gana a Dios en generosidad»; y los otros se contentan con la segunda: «les faltó generosidad». La iniciativa continua y gratuita de Dios en la vida del hombre queda, por tanto, oscurecida, y en la práctica, negada. No tiene sentido una oración como ésta: «que tu gracia, Señor, inspire, sostenga y acompañe todas nuestras obras», todas; desde su primer principio intencional. Y tampoco tiene sentido en esta doctrina aquello de «no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15,16).

–El esfuerzo es lo que más se valora en el camino de la vida cristiana; es decir, la parte humana. «Cuanto más cuesta una cosa, más mérito tiene, más santifica». Falso: «lo que más santifica, lo que más mérito tiene, es lo que está hecho con más caridad. Y lo que se hace con más caridad en principio cuesta menos». Piensan y dicen: «Tener muchos hijos supone un gran esfuerzo, luego es más santificante la familia numerosa que la reducida». Inexacto. Lo más santificante es hacer y tener todo, sólo y aquello que Dios nos va dando. No más, no menos, ni otra cosa distinta, por buena y mejor que ésta sea por sí misma.

–Valoran mucho lo cuantitativo. «En principio» dos horas de oración santifican el doble que una sola. «Normalmente» se debe ir a Misa todos los días, etc. Inexacto. Uno debe orar más o menos tiempo según lo que Dios le dé. Uno debe ir a Misa con mayor o menor frecuencia según el don de Dios, que no necesariamente es igual en unos y otros, y que en todo caso tiene sus tiempos. Quizá el Señor durante años dé al cristiano ir a Misa sólo los domingos, y cuando está ya más crecido, le conceda –cuando Él quiera, no antes– una Misa más frecuente y quizá diaria. Guardemos, pues, la norma del Bautista: «no conviene que el hombre se tome nada si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27). Es muy significativo que una frase tan formidable casi nunca sea citada.

Predicar el Evangelio es una obra buenísima; pero de ello no se deriva que cuanto más un sacerdote se dedique a ese ministerio, que le es propio, tanto mejor. No es cierto. El sacerdote ha sido ordenado para predicar el Evangelio, celebrar la Misa y los sacramentos, cuidar pastoralmente de los fieles, construir o restaurar el templo, organizar Caritas y otras obras buenas de la parroquia, etc. –Tener hijos es una obra buenísima; pero de ahí no se sigue que en cualquier matrimonio cuanto mayor sea el número de los hijos, tanto mejor. Eso es falso. La familia numerosa es un gran don de Dios, que deben recibirlo aquellos esposos a quienes Dios se lo quiere dar.

Llevamos ya más de medio siglo de resistencia a la doctrina católica de «la paternidad responsable». Como comprobaremos después en una selección de documentos del Magisterio, Pío XII enseña a mediados del siglo XX la «licitud» de la regulación de la fertilidad en los matrimonios, si se dan para ello serias razones y se emplean métodos naturales honestos. Pablo VI y Juan Pablo II enseñan que «la paternidad responsable» ha de ejercitarse continuamente a lo largo de toda la vida de un matrimonio, que normalmente pasa por fases muy cambiantes. Ésta es la doctrina actual de la Iglesia. Pero todavía es resistida por no pocos sectores de buenos cristianos. Ellos se atienen a otra doctrina:

«El que siembra con largueza, con largueza cosechará… Dios ama al que da con alegría» (2Cor 9,67). En principio, pues, debemos procurar tener una familia numerosa. A Dios la agrada transmitir la vida humana: «procread y multiplicaos, llenad la tierra» (Gén 1,28). No andemos, pues, haciendo cálculos en esto. Vivamos nuestro amor conyugal, siempre en modos lícitos, con toda libertad y confianza: libre y confiadamente. Y no tengamos miedo a que vengan demasiados hijos. Dios proveerá. Que sean cuantos Dios quiera. Abandono confiado en la Providencia divina». En esa actitud hay parte verdadera, pero también hay una buena parte errónea.

–Nada asegura que la acción de los esposos, si se guían en su vida sexual por su propio impulso, libre y confiadamente, acierte con interpretar la voluntad de Dios Creador sobre ello. San Pablo no se lo creería. Menearía la cabeza y diría: «la carne tiene tendencias contrarias al espíritu, uno y otro se oponen, así que no hagáis lo que queréis» (Gál 5,1617). Normalmente, lo que le sale al hombre por su propio impulso (libre y confiadamente) está torcido, no coincide ni por casualidad con la voluntad de Dios. Y en el curso de la vida sexual, más quizá todavía. Por eso, si todas las cosas de la vida hay que conducirlas con juicios prudentes, bien elaborados a la luz de Dios, tratando de conocer y practicar la Voluntad divina providente, aún más ha de aplicarse este empeño a la transmisión de la vida humana, causa tan alta y transcendente. Si cualquier opción importante no debe ser dejada a la mera inclinación afectiva, temperamental o sensual [libre y confiadamente], mucho menos la referente a la concepción de más o de menos hijos.

–No tiene porqué un matrimonio dar por supuesto que Dios quiere darle una familia numerosa. De hecho, en muchos casos eso no es así. Puede Dios perfectamente repartir sus dones en modos desiguales, en mayor o menor cantidad, y la realidad es que así procede normalmente. Puede dar a un matrimonio una gran familia numerosa, o puede darle a otro una familia reducida. El más santo desarrollo de una familia no es necesariamente el más numeroso, sino el que más exactamente responde al don de Dios, absolutamente libre y gratuito. Y de ningún modo, por supuesto, implica esto un menor aprecio por las familias numerosas.

–«Hay que tener los hijos que Dios quiera, ni más ni menos (perfecto). Ahora bien, normalmente, si no hay obstáculos para ello, eso supone tener una familia numerosa» (inexacto). En muchos casos –no en unos poquitos– Dios no quiere conceder a los matrimonios cristianos el don precioso de una gran familia. Puede en su Providencia disponer o permitir unas condiciones adversas de salud física o psicológica, de economía, de trabajos y viajes, de alojamiento mínimo, de lo que sea, que hagan que una persistente voluntad conyugal de tener una familia numerosa no sea prudente, porque no coincide con la voluntad de Dios. Y cualquier voluntad que no es de Dios, sino que en el fondo es carnal –aunque también, sin duda, tenga un fondo de buena voluntad, dirigida por un mal entendimiento– produce no pocos daños y sufrimientos en quienes se empeñan en sacarla adelante.

Hay matrimonios cristianos buenos, pero afectados aunque sólo sea por un poquito de semipelagianismo, que a la hora de tener más o menos hijos, se resisten a ejercitar «una paternidad responsable», porque ésta exige esforzarse en discernir la voluntad concreta de Dios providente, conocer si quiere más o quiere menos hijos, ahora ya o más adelante. Pero la verdadera colaboración del hombre con la voluntad de Dios ha de ser incondicional, consciente y libre. No es verdad que los cónyuges deban amarse libre y confiadamente, sin formar en esta grave cuestión, con la ayuda de la gracia, ningún juicio prudencial. No es verdad que en eso consista el «abandono confiado en la Providencia divina. Y que vengan todos los hijos que Dios quiera». En la práctica vendrán todos los hijos que la mayor o menor fogosidad afectiva y somática de los esposos haya producido. Hay en todo esto error, principalmente el que he descrito, en el modo de entender la conexión gracia-libertad.

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3.–Los cristianos católicos-católicos creen que el hombre, también en la vida sexual del matrimonio, ha de procurar siempre discernir la voluntad concreta de Dios providente: para eso está la virtud de la prudencia, que actúa a la luz de la fe y bajo el impulso de la caridad; para eso están las reglas de discernimiento, el consejo de hombres prudentes, y sobre todo la oración de súplica: «Señor, danos luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (Dom. I, T. Ordinario). No es el hombre más fiel a la Providencia divina cuando se abandona a ella sin procurarse, bajo la acción de la gracia, juicios prudentes del entendimiento y de la voluntad; y cuando deja así la concreción de graves opciones a los impulsos espontáneos psíquicos, físicos, sentimentales, que proceden de su temperamento, salud, ánimo o circunstancias.

Los cristianos católicos quieren que toda su vida sea una continua docilidad incondicional a la voluntad de Dios. Quieren al colaborar con Dios ir conociendo cada vez mejor cuál debe ser su parte, cuándo y cómo, y tratan de discernirlo en un esfuerzo continuo por ir haciendo la voluntad de Dios en todo. «¿Señor, qué quieres que haga?» (Hch 22,16). Saben bien que la voluntad divina distribuye sus dones muy desigualmente. Y que es el Señor el que ha de llevar siempre una iniciativa permanente: en el mayor o menor grado de pobreza, de apostolado, de limosnas, de mortificaciones, en la vida de oración, etc. en tener más o menos hijos, en todo. Consiguientemente, el cristiano ha de ir discerniendo con gran cuidado en todas las cosas de su vida, procurando de este modo nunca obrar desde sí mismo, por propio impulso, por bueno que en sí sea el objeto; intentando hacer todo, solo, no más, no menos y aquello exactamente, no otra cosa buena, que Dios le vaya dando hacer.

Los católicos católicos aceptan la enseñanza de la Iglesia sobre «la paternidad responsable». Reconocen que, efectivamente, deben en el curso de su vida conyugal ir formando con Dios juicios prudenciales para mejor colaborar con Él, y no quedar a merced de sus meros impulsos «libres y confiados». Pero, en todo caso, partamos del convencimiento de que muy poco vale lo que nosotros podamos de nuestra parte pensar sobre tan graves temas. Y que lo que sí tenemos que hacer es enterarnos bien de lo que sobre ellos nos enseña la Santa Madre Iglesia y vivirlo fielmente.

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La Iglesia ha dado preciosas enseñanzas sobre la paternidad responsable. Recordaré aquí especialmente aquellas que se refieren a la regulación de la fertilidad por medio de los métodos naturales.

1951.-Pío XII, Discurso al Congreso de la Unión italiana de obstétricas. Es a mediados del siglo XX cuando la genética va logrando conocimientos más exactos de los diversos ritmos de la fertilidad femenina y de los métodos para conocerlos. El Papa, después de recordar que la procreación –el bonum prolis– «es la prestación característica que constituye el valor propio del estado» matrimonial, y de afirmar que por eso la anticoncepción es completamente ilícita, enseña:

«De esta obligatoria prestación positiva pueden eximir, incluso por largo tiempo y hasta por la duración entera del matrimonio, serios motivos, como los que no raras veces existen en la llamada “indicación” médica, eugenésica, económica y social. De aquí se sigue que las observancia de los tiempos infecundos puede ser “lícita” bajo el aspecto moral; y en las condiciones mencionadas es realmente tal».

1965.-Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes (50). «El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole… De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia.
«En el deber de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. En último término, este juicio deben formarlo ante Dios los esposos personalmente. En su modo de obrar, los esposos cristianos» han de usar únicamente medios lícitos.

1968.-Pablo VI, encíclica Humanæ vitæ (21). La paternidad responsable. «Una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia, y también una tendencia a procurarse un perfecto dominio de sí mismos. El dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la continencia periódica.

«Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos; los niños y los jóvenes crecen en la justa estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles». En la vida sexual del matrimonio el instinto ha de ser conducido y regulado por el juicio recto y prudente de razón-voluntad, actuando en fe-caridad; no debe quedar abandonado a sí mismo, libre y confiadamente.

1981.- Juan Pablo II, enc. Familiaris consortio(31). «La Iglesia es ciertamente consciente de los múltiples y complejos problemas que hoy, en muchos países, afectan a los esposos en su cometido de transmitir responsablemente la vida. Conoce también el grave problema del incremento demográfico como se plantea en diversas partes de mundo, con las implicaciones morales que comporta. Ella cree, sin embargo, que una consideración profunda de todos los aspectos de tales problemas ofrece una nueva y más fuerte confirmación de la importancia de la doctrina auténtica acerca de la regulación de la natalidad, propuesta de nuevo en el Concilio Vaticano II y en la encíclica Humanæ vitæ».

1984.- Juan Pablo II, Catequesis sobre el amor humano en el plan divino. En los años 1979-1984, el Beato Juan Pablo II predicó 129 Catequesis sobre el matrimonio, y dedicó las últimas (114-129) al Amor y fecundidad. Destaca en ellas cómo la virtud de la castidad ha de ser ejercitada continuamente en la vida conyugal, y de un modo especialmente intenso en aquellas fases de continencia periódica que pudieran ser convenientes o necesarias en la regulación de la fertilidad. Destaco de estas Catequesis algunos fragmentos.

117.-En el uso eventual de los métodos naturales para la regulación de la fertilidad por medio de «la «paternidad responsable está contenida la disposición no solamente para evitar »un nuevo nacimiento», sino también para hacer crecer la familia según los criterios de la prudencia» (1-VIII-1984), según que los esposos se unan en las fases infértiles o fértiles de la esposa.

120.-«Aunque la «periodicidad» de la continencia se aplique a los llamados «ritmos naturales» (Humanæ vitæ 16), sin embargo, la continencia misma es una determinada y permanente actitud moral, es virtud, y por esto, todo el modo de comportarse, guiado por ella, adquiere carácter virtuoso. La Encíclica subraya bastante claramente que aquí no se trata sólo de una determinada «técnica», sino de la ética en el sentido estricto de la palabra, como moralidad de un comportamiento» […]

Por tanto, «en el caso de una regulación moralmente recta de la natalidad, que se realiza mediante la continencia periódica, se trata claramente de practicar la castidad conyugal» […] «El carácter virtuoso de la actitud que se manifiesta con la regulación «natural» de la natalidad, está determinado no tanto por la fidelidad a una impersonal «ley natural», cuanto [por la fidelidad] al Creador-persona, fuente y Señor del orden que se manifiesta en esta ley» (29-VIII-1984).

121.-«El hombre, como ser racional y libre, puede y debe releer con perspicacia el ritmo biológico que pertenece al orden natural. Puede y debe adecuarse a él para ejercer esa «paternidad-maternidad» responsable que, de acuerdo con el designio del Creador, está inscrita en el orden natural de la fecundiad humana […] Los mismos «ritmos naturales inmanentes en las funciones generadoras» pertenecen a la verdad objetiva del lenguaje que las personas interesadas [los cónyuges] debería releer en su contenido objetivo pleno».

«El recurso a los «períodos infecundos» en la convivencia conyugal puede ser fuente de abusos» cuando, sin razones válidas, lo aprovechan los esposos para limitar o evitar la procreación culpablemente. Pero esos métodos pueden ser empleados tanto para frenar la fertilidad como «para acoger una prole más numerosa». Y por eso, quienes enseñan el «método» natural, nunca han de hacerlo en modo «desvinculado de la dimensión ética que les es propia». Hay que proporcionar la herramienta y enseñar al mismo tiempo el modo honesto de usarla (5-IX-1984).

122.-«La paternidad-maternidad responsable, entendida íntegramente, no es más que un importante elemento de toda la espiritualidad conyugal y familiar, es decir, de esa vocación de la que habla la Humanæ vitæ cuando afirma que los cónyuges deben realizar «su vocación hasta la perfección» (25). El sacramento del matrimonio los conforta y como consagra para conseguirla (25)» […] Para los esposos, «como para todos, la puerta es estrecha y angosta la senda que lleva a la vida (Mt 7,14). Pero la esperanza de esta vida debe iluminar su camino mientras se esfuerzan animosamente por vivir con prudencia, justicia y piedad». […] «Los cónyuges deben implorar esta “fuerza” esencial y toda otra “ayuda divina” con la oración»; y han de hallar siempre el Auxilio divino en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia (3-X-1984).

124.-Hace el Papa un encendido elogio de la virtud de la continencia. «La «continencia», que forma parte de la virtud de la templanza, consiste en la capacidad de dominar, controlar y orientar los impulsos de carácter sexual (concupiscencia de la carne) y sus consecuencias, en la subjetividad psicosomática del hombre. En cuanto disposición constante de la voluntad, merece ser llamada virtud». Ella, concretamente en la regulación de la fertilidad, no solamente purifica la concupiscencia de la carne, sino que «se abre igualmente a los valores más profundos y maduros, inherentes al significado nupcial del cuerpo en su feminidad y masculinidad, así como a la auténtica libertad del don en la relación recíproca de las personas» (24-X-1984). Continúa el Papa el estudio de la virtud de la continencia y de la castidad conyugal en las Catequesis 125 (31-X-1984), 126 (7-XI-1984) y 127 (14-XI-1984).

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En estos y en otros documentos, que ya he citado, se expresa la doctrina de la Iglesia sobre la transmisión conyugal de la vida en el ejercicio de una paternidad responsable. Bien sabemos que la Iglesia siempre ha apreciado la familia numerosa como un inmenso don de Dios, que debe ser recibido con toda fidelidad y gratitud por aquellos esposos elegidos por Dios para ello (Gaudium et spes 50). También aquí está vigente la norma del Apóstol: «aspirad a los más altos dones» (1Cor 12,31). Pero hoy este don es poco frecuente en muchos países, unas veces porque los matrimonios se cierran a este don de Dios, pero otras veces porque el Señor no lo da. Pues bien, en la transmisión de la vida humana han de vivir los matrimonios una paternidad responsable, que con la ayuda de los métodos naturales de regulación de la fertilidad, les lleve a tener justamente aquel número de hijos que Dios quiere darles. No más, no menos, no antes, ni después.
Ésta es en resumen la enseñanza de la Iglesia:

Los esposos cristianos han de pretender siempre en la transmisión de la vida humana obrar en cuanto cooperadores del amor de Dios y como sus intérpretes. Con dócil reverencia hacia Él deben esforzarse, de común acuerdo, para formarse un juicio recto, atendiendo al bien propio, al de los hijos nacidos o por venir, al bien de la Iglesia y de la sociedad. La Iglesia aprecia mucho la familia numerosa, como gran don de Dios. El amor a la cruz debe hacerles fuertes y fieles para recibir este don. Pero serios motivos, como los que no raras veces existen en la indicación médica, eugenésica, económica y social, hacen lícita y meritoria en el matrimonio la continencia periódica en los tiempos fecundos de la esposa.

De este modo, el impulso sexual espontáneo de los esposos puede y debe ser conducido bajo la guía prudente de la verdadera caridad conyugal. La Iglesia es consciente de que hoy, en muchos países, se ve en los esposos fuertemente frenada la procreación por circunstancias adversas, muchas de ellas gravemente injustas. Cuando los esposos, interpretando fielmente la voluntad de Dios, han de espaciar o evitar los embarazos por un tiempo breve o duradero mediante la continencia periódica, deben ser conscientes de que están ejercitando en ella intensamente la virtud de la castidad, y que guardan fidelidad honesta no solo al orden natural, sino sobre todo al designio providente del mismo Dios, que distribuye gratuitamente sus dones con sabiduría y amor.

La Iglesia exige a los esposos en la regulación de su fertilidad «serios motivos», «graves razones», «un juicio razonable y equitativo», cuando han de evitar o retrasar los embarazos por un tiempo limitado o indefinido. ¿Qué quiere significar con esos términos? Ella misma lo expresa en el desarrollo de sus enseñanzas.

–No son justas razones para la limitar la natalidad el rechazo de la cruz, el deseo egoista de evitarse el cuidado de más hijos, la aceptación de las normas mundanas vigentes en las familias, la decisión de mantener un cierto nivel económico de vida o de acrecentarlo, la desconfianza en la Providencia divina, etc. Y sobre todo la carencia de una intención recta para conocer y cumplir la voluntad de Dios providente de modo incondicional.

–Son, por el contrario, razones graves aquellas que proceden de situaciones personales, familiares, sociales, económicas, etc. gravemente adversas. La Iglesia no hace ni debe hacer un elenco de las circunstancias concretas que en cada familia pueden hacer no sólo lícito, sino incluso debido espaciar los embarazos por más o menos tiempos. Las mismas condiciones adversas que para un matrimonio son superables con esfuerzo, habilidad y sacrificio, pueden ser para otros esposos obstáculos realmente insuperables, abrumadores, verdaderamente suficientes para hacer de esa limitación de la procreación una obligación moral. Por eso la Iglesia, después de haber expuesto su doctrina con tanta claridad como valentía, concluye: «Este juicio [prudente], en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente» (GS 50).

En los documentos de la Iglesia ya citados, razón grave para evitar o demorar la concepción no hace referencia necesariamente en un matrimonio a una adversa situación extraordinaria: una esposa, por ejemplo, que durante un año ha de sujetarse a unos tratamientos médicos muy duros. Serios motivos, razón grave, causa justa, es aquello que, en un prudente juicio realizado por los esposos en conciencia ante Dios, se les muestra proporcionado al mal que intentan evitar o al bien que procuran conseguir. Aunque ya sé que los ejemplos los carga el diablo, me atrevo a poner un par, porque creo que algunos lectores lo necesitarán:

–Una familia se ve en una situación económica muy precaria. A la esposa, que dejó su trabajo al tener el tercer hijo, le ofrecen un empleo de media jornada, siempre que supere un curso intensivo para el que es muy capaz. No podría, sin embargo, realizarlo si se viera nuevamente embarazada. Acuerdan, pues, los esposos mantener continencia periódica en los días fértiles durante los meses que sean precisos. La decisión, debidamente rezada y consultada, es prudente y fundamentada en un motivo grave. Es, pues, lícito y meritorio que por un tiempo los cónyuges ejerciten la castidad con especial intensidad por la continencia periódica, interpretando así la voluntad de Dios providente.

–La esposa ya no puede más. El marido vuelve muy tarde de su trabajo. Y ya son varias las noches en que encuentra en la casa los niños desmandados y la mujer llorando desesperada: «no puedo más, no puedo más, no puedo más… Estoy agotada, todo lo hago mal, no puedo con los niños, los maltrato… Yo necesito un descanso, que en un par de años no tengamos otro hijo». Son buenos cristianos. Lo rezan, lo consultan con un buen sacerdote, y deciden en buena conciencia guardar continencia periódica durante un tiempo. Dios dirá hasta cuándo. Ha sido una buena y santa decisión, que expresa fielmente la voluntad de Dios.

Siempre habrá por ahí algún cristiano semipelagiano que impugne la solución católica de estos casos de moral, y la considere «un ataque frontal a la doctrina de la Iglesia». Este tipo de cristianos, según algunos aseguran, no se extinguirá hasta la Parusía del Señor. Argumentará el católicosemipelagiano [un círculo cuadrado] que en otro caso muy semejante un matrimonio, con la ayuda de Dios, realizando un gran esfuerzo, consiguió finalmente que, etc. Respondeo dicendum quod «ese matrimonio que usted aduce ha recibido de Dios unos dones que en absoluto tiene el matrimonio que yo he considerado. Por eso puede aquel superar un problema que para éste es insuperable. Por tanto, el supuesto que usted indica es inválido. Y eso que dice me hace recordar un dicho popular: “Si mi tía tuviera dos ruedas, no sería mi tía, sería una bicicleta”. Quede con Dios».

«Danos, Señor, tu luz y tu verdad».

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¿Y cuando un cónyuge es anticonceptivo y el otro no? Responde el Pontificio Consejo para la Familia en el Vademécum para los confesores sobre algunos temas de moral conyugal (12-II-1997).

13. «Presentan una dificultad especial los casos de cooperación al pecado del cónyuge que voluntariamente hace infecundo el acto unitivo. En primer lugar, es necesario distinguir la cooperación propiamente dicha de la violencia o de la injusta imposición por parte de uno de los cónyuges, a la cual el otro no se puede oponer. Tal cooperación puede ser lícita cuando se dan conjuntamente estas tres condiciones:

1.-la acción del cónyuge cooperante no sea en sí misma ilícita;

2.-existan motivos proporcionalmente graves para cooperar al pecado del cónyuge; [Nota: propiamente no se «coopera al pecado» del cónyuge, sino que se sufre como mal menor].

3.-se procure ayudar al cónyuge (pacientemente, con la oración, con la caridad, con el diálogo: no necesariamente en aquel momento, ni en cada ocasión) a desistir de tal conducta».