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Hay muchos textos sorprendentes en la Biblia. Entre ellos el relato de la victoria de Gedeón.
Vivió en la época de los jueces (entre 1200 y 1025 a.C.), en un momento en que los israelitas se encontraban duramente oprimidos por los madianitas.
La primera sorpresa es la elección del hombre destinado a ser el instrumento de la liberación de su pueblo. Dios se fija en una de las tribus más insignificantes (Manasés); dentro de ella, en el clan más pobre; y dentro de éste elige al último de la familia: Gedeón. Como tantas veces a lo largo de la historia de la salvación, Dios le da una única seguridad: «Yo estaré contigo».
A Gedeón le cuesta creer que Dios va a salvar al pueblo por su mano. Pide diversos signos, a los que Dios condesciende benévolamente. Y cuando ya está convencido de la misión recibida, se dispone a cumplirla.
Y lo hace según le inspira su lógica. Los de Madián habían pedido ayuda a sus aliados amalecitas y de otros pueblos, reuniendo un ejército numeroso. Así que Gedeón hizo lo mismo: envió mensajeros por las demás tribus de Israel pidiendo ayuda militar para combatir a Madián. Logró reunir un ejército numeroso: 32.000 hombres daban una garantía fundada para afrontar la batalla con éxito.
Pero la sorpresa mayor surge cuando entran en juego las matemáticas de Dios y Yahveh comienza a descartar: «Demasiado numeroso es el pueblo que te acompaña para que ponga yo a Madián en tus manos». Gedeón invita a retirarse a los que tengan miedo y quedan sólo 10.000. Pero el Señor insiste: «Hay todavía demasiada gente». Al final sólo quedan ¡trescientos! Con ese pequeño grupo Gedeón vencerá a Madián.
Realmente, Dios es sorprendente. Sus matemáticas no son las nuestras. Nuestros cálculos no coinciden con los suyos: «Mis planes no son vuestros planes, mis caminos no son vuestros caminos» (Is 55,8-9).
El hombre calcula constantemente las posibilidades de éxito según sus fuerzas, de acuerdo con los medios de que dispone. Dios desbarata esos cálculos para mostrar que es Él que hace inclinarse decisivamente la balanza.
Cuando planteamos las batallas desde nuestras posibilidades, inevitablemente nos atribuimos el triunfo a nosotros mismos. En cambio, cuando la desproporción entre el peso de las dificultades, la fuerza del enemigo, y nuestras propias fuerzas y medios es absolutamente inadecuada, entonces es claro que el triunfo es de Dios. Al hombre no le queda mérito alguno para atribuirse, y toda la gloria es de Dios.
Y parece que a Dios le gusta emplear esta lógica y estos cálculos. Toda la historia de la salvación está cuajada de casos similares que nos incitan a contar con Dios. Él no sólo actúa e interviene, sino que es el protagonista absoluto y decisivo. Dios pide al hombre el acto de fe en su poder: «Para Dios nada hay imposible» (Lc 1,37). Absolutamente nada. En cambio, los medios humanos son completamente relativos. Dios no es como nosotros pensamos ni actúa según nuestros criterios: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad» (2 Cor 12,9).
Decididamente, la lógica de Dios no es la nuestra. Ante la inmensa multitud reunida, Felipe exclama: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco» (Jn 6,7). Y tenía razón. ¿Tenía razón? Con cinco panes y dos peces comerá una muchedumbre de 5.000 hombres hasta quedar saciados, y sobrarán doce canastos llenos (Jn 6,9-13). Las matemáticas de Dios no son las nuestras.
(Texto bíblico: Jueces 6-8)