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Quiera Dios en su bondad que los capítulos de este cuaderno hayan iluminado y confortado por su gracia a quienes sufren de un modo deficiente los males actuales del mundo y de la Iglesia. Están tristes, desconcertados, amargados, exacerbados, agobiados habitualmente por sentimientos nefastos sobre la Iglesia, como si ella, Cuerpo de Cristo, Esposa única de Cristo, hubiera fracasado en la historia y hubiera perdido fuerza para salvar, para evangelizar, para ser realmente «sacramento universal de salvación». Esta es la mala tristeza que no se debe consentir, y tampoco expresar.
Recibamos la Buena Nueva del Evangelio. Seamos fieles a Cristo, que nos dijo: «si alguno quiere ser mi discípulo, tome la cruz de cada día y sígame» (Lc 9,22). Y conoceremos «la perfecta alegría», la de Jesús, la de San Pablo, la de San Francisco de Asís y la de todos los santos.
«Vivid alegres en la esperanza» (Rm 12,12). «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4).
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Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente; justos y verdaderos son tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque solo tú eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento, porque tus juicios se hicieron manifiestos (Apoc 15,3-4).