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–12– Alegres en la esperanza

–Dígame, por favor, un par de buenos textos sobre la alegría cristiana.
–La Misa del III domingo de Adviento, Dominica lætare. Y la exhortación apostólica de San Pablo VI, Gaudete in Domino (9-V-1975).

–Repeticiones justificadas
Podría ser que algunos lectores «ilustrados», despreciadores de la Tradición y de la memoria, se quejaran por las repeticiones que se dan en este capítulo, e incluso en esta breve obra.
Respondeo dicendum:
–«Repetitio est mater studiorum» es un principio didáctico muy antiguo de la cultura tradicional.
–La «repetitio» ignaciana marcó en buena parte la pedagogía moderna. Ya en las Constituciones de la Compañía (IV p., c.13) establece San Ignacio: «No solamente habrá repeticiones de la lección última, pero las ha de haber de la semana y de más, cuando se juzgue que se debe hacer».
–Dar varias manos de pintura a un objeto muy deteriorado es a veces necesario para que quede bien pintado. Es tal la ignorancia actual sobre la Providencia divina entre los cristianos, que hace necesaria la repetición de sus verdades, que profundiza y arraiga su conocimiento, y que lleva consigo ciertas adiciones y matices.
–El Bolero de Maurice Ravel (1928), valga el ejemplo, repite sin modificación una y otra vez una melodía (ostinato), variando sólo la orquestación. Y progresa in crescendo hasta llegar a un poderoso final (coda). Y sin embargo, durante mucho tiempo fue una de las composiciones más programadas en conciertos y radios.

1) La tristeza es del mundo
Desde que se inició hace unos siglos la apostasía del antiguo Occidente cristiano, en ese ambiente diabólico, oscurecido por el Padre de la Mentira, se ha difundido ampliamente la idea de que el cristianismo ha entristecido al mundo con la religión del Crucificado, y le ha hecho perder la ingenua alegría antigua del paganismo.
Ha venido a ser esta idea una convicción de cultura general. Una idea que puede verse –yo la vi en América– hasta en ciertos autobuses: «Es probable que Dios no exista. Disfruta de la vida»… Esta proclama es un poco torpe. Pero aduciré dos ejemplos más ilustrados, un filósofo y un novelista.
Friedrich Nietzsche(1844-1900), hijo de una familia de pastores protestantes, nacido en Leipzig, ve con rabia furibunda el cristianismo como el enemigo principal de la vida.
«Sería horripilante creer todavía en pecados; todo cuanto hacemos es inocente». «Nada es verdad, todo está permitido», y por tanto hay que vivir «más allá del bien y del mal».
Con esas convicciones filosóficas –que en buena medida, más que pensamientos, parecen ser pensaciones de origen psicopático–, y viviendo el personaje en un marco social todavía cristiano, se comprende que empeñara todas sus fuerzas contra el «crucificado y todo lo que es cristiano o está inficcionado de cristiano». En 1889 cae desplomado, y su colapso mental dura once años, hasta su muerte.
Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), en su novela El paraíso en la otra esquina (2003) describe la vida del parisino Gauguin, que a los 43 años de edad deja su trabajo como agente de bolsa, sale ansiosamente de la tenebrosa civilización occidental, tan marcada por el cristianismo, y busca en la libre luminosidad pagana de Tahití y de las Islas Marquesas la alegría de una vida entregada al arte y a un erotismo sin límites. Vargas Llosa no puede menos de referir que murió con terrible agonía, devorado por las enfermedades de su vicio, y sin haber hallado el paraíso terrenal en este valle de lágrimas.

* El paganismo fue y es muy triste
Lo fue, digan lo que digan. Cuando San Pablo, en Romanos 1, hace una descripción tremenda de las miserias del mundo pagano –avaricia, maldad, dureza de corazón, perversiones sexuales, homicidios–, hace derivar todos estos males de la negación de Dios.
«Trocaron la verdad de Dios [que es luz y alegría] por la mentira [que es oscuridad y tristeza], y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos, amén. Y por eso los entregó Dios a las pasiones vergonzosas» (Rm 1,18-32).

* Y sigue siendo muy triste actualmente. La frecuencia de los suicidios, de las enfermedades mentales, de los divorcios y adulterios, de los abortos y eutanasias más o menos voluntarias, de la droga y de tantas otras miserias entristecedoras, indican de modo irrefutable que la tristeza ha ido creciendo más y más en las naciones de antigua filiación cristiana, justamente en la medida en que han perdido la fe y se han alejado de Cristo.
Los hombres, sin «el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,71-79), se han quedado «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). ¿Es así o no es así? Es así. La realidad lo afirma de modo irrebatible. Por una vez coinciden la estadística, la filosofía y la teología.

2) La alegría es del Reino de Dios
Un tema tan inmenso y precioso sólo podré exponerlo aquí con algunas breves referencias más significativas.
Los profetas vinculan al Mesías la alegría
«Consolad, consolad a mi pueblo» (Is 49-52). «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia como gozan al segar, como se alegran al repartirse el botín» (9,2-3). «Aclamad al Señor, toda la tierra, servid al Señor con alegría» (Sal 99,1-2). «Alégrense y gocen contigo todos los que te buscan» (69,5).
La alegría del Bautista y de su madre. Ella misma la declara: «así que sonó la voz de tu saludo en mis oídos [la voz de María], exultó de gozo el niño en mi seno» (Le 1,44; cf 41). Antes de nacer, Cristo alegra ya a Juan, aún no nacido, de modo inefable. Y Juan, ya de mayor, declara que el amigo del esposo «se alegra grandemente de oír la voz del esposo. Por eso mi alegría, que es ésa, ha llegado a su colmo» (Jn 3,29)
La alegría de María: «mi alma magnifica al Señor y exulta de alegría en Dios mi salvador» (Le 1,46-47).
La alegría de Cristo, en la plenitud de los tiempos. La «gran alegría» que los ángeles anuncian y comunican a los pastores es el Evangelio, la buena nueva del nacimiento del Salvador (Lc 2,10) es la misma por la que los Magos «se alegraron grandemente» (Mt 2,16). Y Cristo, en su ministerio público, se alegra de la sabiduría de los más pequeños: «en aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo» (Lc 10,31).
La alegría de la resurrección de Cristo –Magdalena, Emaús, los apóstoles–, la alegría de su ascensión a los cielos, de la comunicación pentecostal del Espíritu Santo…
Basta ya. Los Evangelios nos traen una alegría sobrehumana, que inunda la vida cristiana, pues ésta es una vida celestial (1Cor 15,45-49).

* Jesús es el más feliz de todos los hombres
Ya lo vimos en el capítulo 4. Cristo es el más feliz de los hombres. Es fácil de entender: el ser humano es amor –por ser imagen de Dios, que es amor–, y por eso es feliz y se alegra en la medida en que ama y se sabe amado, es decir, en la medida en que es humano.
Pues bien, es evidente que nadie como Jesús ama a Dios y a los hombres, por los que da su vida. Igualmente sabemos que, ya en su vida mortal y siempre, es amado por Dios y por los hombres –no por todos– como nadie puede ser amado; y él lo sabe.
Es, pues, el más feliz de los hombres.

* La alegría de los cristianos es la misma de Cristo
«Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). «Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegraos» (4,4).
La santa Madre Iglesia tiene, pues, motivos sobrados para educar a sus hijos en la perfecta y continua alegría. Gracias a la encarnación del Hijo divino, a su pasión y resurrección, a su ascensión al cielo y a la comunicación del Espíritu Santo, gracias a la reconciliación con Dios y a la nueva filiación divina, «con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría» (Pref. pascual II).
Ahora, en la plenitud de los tiempos, todo es para nosotros motivo de alegría, causa nostræ letitiæ, porque sabemos que «todo colabora para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28).
En consecuencia, continuamente estamos recibiendo los cristianos las buenas noticias de la fe y de la esperanza, porque continuamente somos evangelizados. Y por eso, mediante la oración y la ascesis procuramos mantener siempre encendida en el altar de nuestro corazón la llama de la alegría, sin permitir que nadie ni nada la apague.

3) Alegría y oración
La oración es diálogo amistoso con Dios, «en quien vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28). ¿Cómo no va a ser, pues, la oración la causa principal de nuestra alegría? La oración es intimidad amistosa con Cristo Esposo. Es la respiración del alma.
Y si hemos de «orar siempre», en todo tiempo, en todo lugar, como nos lo mandan Cristo (Le 18,1; 21,36; 24,53) y sus apóstoles, especialmente San Pablo (passim). Por tanto, si ha de ser continua nuestra oración, eso significa que permanentemente la oración ha de alegrarnos la vida. Ella es uno de los mayores dones que recibimos de Dios. Nos alegra el corazón inmensamente estar con el Señor, aunque sea calladitos, aunque tantas veces nos falten pensamientos, palabras, imaginaciones y sentimientos; todo lo que quisiéramos tener el encontrarnos a solas con Dios. No se nos ocurre nada.

* La Sagrada Escritura alegra
al orante
«Por la consolación de las Escrituras, mantengamos la esperanza» (Rm 15,4), exhorta San Pablo. La oración de los salmos, por ejemplo:
«Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (Sal 15,8-11).
«Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo; con él se alegra nuestro corazón, en su santo Nombre confiamos (32,20-21).
«Rocíame con el hisopo, y quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados» (50,9-10).

* La oración es alabanza y acción de gracias a Dios
No hay nada que alegre tanto al hombre como cantar la gloria de Dios y bendecir su nombre ¡porque para eso ha sido creado principalmente!, ése es el fin principal de su existencia: ser en medio de la creación muda, el Sacerdote que alza a Dios en alabanza continua la sinfonía agradecida y amorosa de todas las criaturas.
Y el hombre, en la plenitud de los tiempos, en Cristo, recibiendo de El un nuevo conocimiento y un nuevo amor a Dios, se hace capaz de alabarle con «un cántico nuevo» (Sal 40,4). Nuevo de verdad.
«Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro» (88,16).

* La oración es petición a Dios humilde y confiada
«El Espíritu de adopción clama en nosotros ¡Abbá, Padre!» (8,15). Ora en nosotros el Padrenuestro, la siete grandiosas súplicas que dilatan nuestro corazón en la presencia del Santo y lo mantienen en una gran confianza y alegría.
«El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene. Pero el mismo Espíritu ora en nosotros con gemidos inefables» (8,26).
Pedimos con toda el alma, y nos quedamos en paz: que sea lo que Dios quiera. Como el leproso, nos acercamos a Jesús, y conformándonos anticipadamente con lo que nos dé, postrados en su presencia, le rogamos: «si quieres, puedes limpiarme» (Mc 1,40). Pedimos con humildad y confianza, con una fe absoluta de que nos oye y de que puede: «Cuanto pidiereis al Padre os lo dará en mi nombre» (Jn 16,23). ¡Qué maravilla!

* Pedimos el don de la alegría espiritual
«Alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia Ti; porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» (Sal 85,4-5). «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos, para que se llenen de gozo los que aman tu Nombre. Porque tú, Señor, bendices al justo, y como un escudo lo cubre tu favor» (5,12-13).
Alégrense, pues, nuestros corazones en la oración, pero también por el esfuerzo ascético: ora et labora.

4) Alegría y ascesis cristiana
De dos modos fundamentales hemos de procurar en nuestra vida cristiana la continua y perfecta alegría:
* Negativamente. No consentir en sentimientos de mala tristeza. No autorizarse a estar tristes, a cavilar dentro del pozo, alimentando la propia tristeza. Eso es pésimo. Ya lo advierte San Pablo:
«la tristeza según Dios produce firme arrepentimiento para la salvación; pero la tristeza según el mundo lleva a la muerte» (2Cor 7,10).
Ayudemos al hombre viejo cuando nos alegue: «¿Cómo no voy a estar disgustado y triste, si me ha ocurrido esto y lo otro?» No. Más bien le conviene preguntarse antes de hundirse en la tristeza: «Ante esto que ha sucedido ¿qué hago? ¿me echo a llorar, pateo los muebles –o las personas– o lo acepto como venido de Dios providente? ¿Me disgusto o me quedo tan fresco?». Las cosas tienen la importancia que les damos. No demos importancia ofensas y contrariedades, y guardémonos en la docilidad a la Providencia y en la paz de Dios.
Siendo los cristianos, como lo somos, templos de la Santísima Trinidad, y estando a un paso del cielo, tenemos en nosotros mismos una causa de alegría tan grande y continua, que no debemos autorizarnos a las malas tristezas.
Que la gracia nos ayude a reaccionar ante las penas con fe y esperanza:
Como San Pablo: «Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rm 8,18). «Pues por la breve y ligera tribulación presente nos prepara [el Señor] una inmensa e incalculable carga de gloria» (2Cor 4,17).
Como el Bautista: «¿Qué habéis ido a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?» (Mt 11,7). «No seamos como niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento… Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad» (Ef 4,14.31).
Nuestra vida espiritual ha de estar siempre creciente y segura en las manos paternales y misericordiosas de Dios providente, que siempre nos ama y nos sostiene, pues «en El vivimos, existimos y somos» (Hch 17,28).
Guardemos nuestro propio ánimo en la alegría, sujetándolo en ella con el auxilio del Consolador, del Espíritu Santo, por la visión de fe, que desvanece fantasmas y deja las cosas en su verdad); por la fuerza de la esperanza levantemos los corazones; y por el ardor de la caridad, saliendo del pozo de nosotros mismos por el amor a Dios y al prójimo. Así podrá haber en nosotros sufrimientos, pero no tristezas malas.
* Positivamente. No basta con no consentir en sentimientos de vana tristeza. Es preciso motivarse continuamente en la verdadera alegría, dejándose reanimar por obra del Espíritu Santo, con fe-esperanza-caridad, y orando como San Pablo:
«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a todos los atribulados con el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios. Pues así como abundan en nosotros los padecimientos por Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación» (2Cor l, 3-5; cf. 6-7).
Y antes de seguir considerando la alegría cristiana, señalo ya ahora algo fundamental:
Nota importante. Puede haber en nosotros grandes tristezas sensibles, a veces duraderas, sin origen culpable, que están causadas por enfermedades mentales o físicas, heredadas o no. No las vivamos como lastres culpables, sino como cruces santificantes: son astillas de la Cruz de Cristo.
La Providencia de Dios las permite con todo amor para purificación y expiación de nuestros pecados, y para otros buenos fines. Son, por tanto, cruces muy preciosas –y a veces muy penosas– que nos unen más a Cristo Crucificado, expiando nuestros pecados y los del mundo, y completando así en nuestra carne «lo que falta a los sufrimientos de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
Procuremos con paciencia sanar esas enfermedades, pero no consintamos en avergonzarnos de ellas mientras duren, quizá hasta la muerte, porque participan de la Cruz de Cristo, que en su Getsemaní, pasión y muerte, sufrió «pavor, angustia, tristezas de muerte» (Mc 14,33-34).
San Juan de la Cruz recibió de Dios luces especiales para elucidar estos misterios en sus Noches oscuras del sentido y del espíritu (Subida al Monte Carmelo).

* La alegría cristiana es siempre pascual
La vida cristiana es continuamente una participación en el dolor de la pasión de Cristo y en la alegría de su resurrección. Y es norma absoluta que cuanto más se une un cristiano a la cruz de Jesús, más se goza en la alegría de su resurrección. A más cruz, más alegría. Los santos más penitentes, como un San Francisco de Asís, son los más alegres.
Antes de la Hora de las Tinieblas, en la Cena, dice Jesús a los suyos: «Vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se volverá en gozo. La mujer, en el parto, siente tristeza, porque llega su hora; pero cuando ha dado a luz un hijo, ya no se acuerda de la tristeza, por el gozo que tiene de haber traído al mundo un hombre. Vosotros, pues, ahora tenéis tristeza, pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría» (Jn 16, 20-22).
La alegría cristiana es pascual, porque se fundamenta siempre en la pasión y la resurrección de Cristo. Esto la Iglesia lo entendió desde el principio.
San Pablo declara: «Cada día muero» (1Cor 15,31). Pero «estoy lleno de consuelo, sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2Cor 7,4). Por eso, «en cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gal 6,14).
Ahí se expresa claramente el «o padecer o morir» de Santa Teresa y de tantos otros santos, como San Pablo de la Cruz. También iba por ahí San Luis María Grignion de Montfort, cuando decía con lástima, «Ninguna cruz, ¡qué cruz!» Acostumbrado a expulsiones y persecuciones, lo dijo en algún rarísimo día en el que todo le era favorable.
Y esas mismas «locuras» las escribía poco antes de morir Santa Teresa del Niño Jesús:
«Desde hace mucho tiempo, el sufrimiento se ha convertido en mi cielo aquí en la tierra, y realmente me cuesta entender cómo voy a poder aclimatarme a un país [celeste] en el que reina la alegría sin mezcla alguna de tristeza» (14-VII-1897). Y el mismo día en que murió: «Todo lo que he escrito sobre mis deseos de sufrir es una gran verdad… Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor» (30-IX-1897).
Perdonen, no es por presumir, sino para dar gracias a Dios. Podemos decir con toda verdad que nadie en el mundo sabe tanto sobre penas y alegrías como los cristianos a la luz del misterio pascual de Cristo, que hacemos realmente presente en cada Santa Misa y en toda nuestra vida.

* Tenemos alegría en la medida en que aceptamos la voluntad de Dios providente
«Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Padrenuestro). «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (María, Lc 1,37). Incondicionalmente. De este modo, sin apegos desordenados de la voluntad, guardados en la humildad, ya no sufrimos las muchas penalidades que proceden de la voluntad propia, la del hombre viejo, de la soberbia, de la vanidad o de la ambición desordenada En la humildad y obediencia de Cristo vivimos en la esperanza con paz y alegría.

–Los cristianos estamos alegres porque aspiramos a las cosas de arriba, no a las de abajo (Col 3,1-2), y «no tenemos puestos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, y las invisibles, eternas» (2Cor 4,18).
Los otros, los que viven «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2,12), «no piensan más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,19), y siempre están sufriendo por cosas vanas. Son como niños que lloran amargamente por un juguete roto, por una inyección que les ponen, por tener que irse a la cama.
Pero nosotros, que estamos en el mundo «como forasteros y emigrantes» (1 Pe 2,11), «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20), y «buscamos las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1).



5) Todo es en la fe causa de alegría
Miremos todo el Cristianismo, todo lo que integra la vida de la gracia, y concluiremos que todo es causa de alegría. Es cierto, pues, que, gracias a Dios, «abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, pero por Cristo abunda nuestra consolación» (2Cor 1,5).
–Dios nos ha entregado la Creación, para que vivamos en ella, y colaboremos con Él en su conservación y desarrollo. –Se nos ha entregado Él mismo por el misterio de la Inhabitación trinitaria. –Nos ha dado a Cristo, a María, a los ángeles y los santos. –Jesucristo nos ha entregado la Santa Iglesia, su Esposa, su Cuerpo, sacramento universal de salvación, Madre y Maestra. –Desde el Padre nos ha comunicado Jesucristo el Espíritu Santo, alma de nuestra alma. –Por la filiación divina, hemos vuelto a nacer, somo nuevas criaturas, con virtudes sobrehumanas para vivir por ellas, la fe, la esperanza, la caridad. –Nos guarda y nos guía, uno a uno, con providencia eficacísima como Pastor y Rey nuestro.
Su gracia hace posible en nosotros –la oración, –la participación en la Pasión de Cristo, –la Eucaristía y los Sacramentos, –el matrimonio indisoluble, fecundo en hijos, –el perdón de las ofensas, que nos guarda en la unidad, –el conocimiento, el arrepentimiento y el perdón de nuestros pecados, –el trabajo y el descanso, –la limosna caritativa, –la paz inalterable, –la fuerza espiritual para el apostolado.
Nos constituye por el don de su gracia en –luz del mundo y sal de la tierra, –hombres realmente nuevos, nacidos de Dios y herederos del cielo, –fuertes en su gracia para vencer a nuestros enemigos, demonio, mundo y carne. –Dispone por el Orden Sacerdotal que ciertos elegidos, llamados y consagrados, sean representantes sagrados de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, como Maestro, Santificador y Pastor. –Abre el camino especialmente santificante de la vida religiosa. –Nos confía el Señor a los niños, adolescentes, jóvenes, ancianos, sanos y enfermos, pobres y ricos, ignorantes y sabios, justos y pecadores. Et sic de cæteris.
Es de fe y de experiencia que cuanto más vivimos la vida cristiana más se acrecienta en nosotros la alegría, la alegría en Cristo.

6) Objeción
«Quod gratis asseritur, gratis negatur». Dice usted, gratuitamente, que los cristianos estamos alegres, etc. etc., y todo eso suena muy bien. Pero no querrá negarnos que tantísimas veces esto no es así».
Respondeo dicendum: Aquí he dicho que los cristianos estamos alegres si vivimos según el Evangelio, fieles al Espíritu Santo. Y que no estamos alegres en la medida en que nos alejamos de Cristo Salvador. Y eso lo sabemos por la Revelación y por la experiencia.
«La tierra está profanada por sus moradores… Quebrantaron los mandamientos, rompieron la Alianza eterna… Llevan sobre sí las penas de sus crímenes… Por eso gime el corazón alegre… Se desterró de la tierra la alegría» (Is 24,3-11).
Pero incluso entonces, cuando el pecado nos aleja de Cristo, tenemos siempre un fondo de alegría, porque la fe nos asegura con gozosa certeza que Dios, cuando por el pecado rechazamos su don, es tan bueno que nos ofrece la gracia del arrepentimiento y del perdón (vivimos del don de Dios y de su perdón, es decir, su don reiterado). Nuestra alegría es siempre el Señor y Salvador Jesucristo y la firme esperanza de la vida eterna.
Porque «si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres» (1Cor 15,19).

* Vengan y comparen
Hagan el favor. A ver dónde encuentran ustedes más alegría, en un matrimonio cristiano, que anda por los caminos del Evangelio, o en el que vive según el mundo. Díganme dónde hallan verdadera alegría, en un sacerdote o religioso que vive solo para la gloria de Dios y la salvación de los hermanos, o en otro que vive «abandonado a los deseos de su corazón» (Sal 80,13; Rm 1,24); en unos jóvenes que, gracias a Cristo, están sanos de cuerpo y alma, o en tantos otros que «están muertos por sus delitos y pecados» (Ef 2,1)…
Es que no hay comparación.