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–11– Espiritualidad providencial. Beata. Elisabetta Canori

–¿Dos temas en un mismo capítulo?
–Sí. El primero es una síntesis de la espiritualidad providencial. Y el segundo es un ejemplo precioso de la misma.

Después de tratar de la Providencia en varios capítulos, conviene hacer una síntesis de la espiritualidad providencial cristiana. Pretenderlo es una tarea muy valiosa, pues toda la espiritualidad, si es cristiana, ha de ser providencial. Expondré, con el favor de Dios, sus rasgos principales.
* * *
1) El misterio de la Providencia debe ser contemplado, meditado y adorado en toda su majestuosa grandeza, en toda su belleza fascinante. Eso sí, contemplar no es comprender. Dios da a los que sinceramente le buscan luz suficiente para ir conociendo Su voluntad en medio de las turbulencias y cambios de la vida temporal. Pero no siempre desvela en forma clara sus designios providenciales, que vamos conociendo a lo largo de nuestra vida.
Es verdad que algunos hombres, elegidos por Dios para ciertas altas misiones en la Iglesia –los fundadores de congregaciones religiosas, por ejemplo– reciben de él luces especiales para entender la época, o algunos aspectos de ella, y para captar ciertos planes concretos de la Providencia. Otros hay que cumplen en el mundo con fidelidad misiones importantes de Dios sin apenas entender conscientemente los planes divinos. En todo caso, sí puede decirse en términos generales que cuanto más espiritual y santo es un cristiano, con más facilidad capta la providencia de Dios sobre sí mismo, y sobre su tiempo, personas y obras.
No conviene, sin embargo, que el cristiano pretenda conocer los designios de la Providencia con una curiosidad exigente, tratando de eludir la presunta dureza de caminar en pura fe. Él quiere andar con un plano bien claro, dominando su propio caminar. Pero ya dice San Juan de la Cruz que el hombre «para llegar a Dios antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender» (2Subida 8,5; +Llama 3,48).
El cristiano carnal quiere «comprender» a Dios, quiere dominarlo –saber es dominar–, es decir, roza la tentación de querer «ser como Dios» (Gén 3,5). Por eso, como no conoce el misterio de la providencia, o bien la niega («Dios no interviene para nada en el mundo»), o bien se abstiene de contemplarla. Le molesta que sus preguntas («¿Son pocos los que se salvan?», Lc 13,23; «¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?», Hch 1,6), no reciban una respuesta comprensible.
El cristiano espiritual, por el contrario, no niega la providencia de Dios, ni la relega a un olvido desdeñoso, sino que humildemente la contempla día a día, dilatando así su corazón en la adoración del Altísimo inefable, cuyos planes son inescrutables.
2) La espiritualidad providencial nos permite ver el amor de Dios en todo lo que sucede. No entendemos nada de lo que pasa, si no alcanzamos a ver en ello el amor de Dios en acción. Entendemos nuestra vida, la de nuestros hermanos, el desenvolvimiento de la historia, las vicisitudes de las naciones y de la misma Iglesia, en la medida en que vemos el amor de Dios como la dirección constante de ese río de situaciones tantas veces, en sí mismas, erradas o culpables.
3) Hemos de dar gracias a Dios y alegrarnos por los designios de su providencia. «Alegrémonos con el Señor, que con su poder gobierna eternamente» (Sal 65,6-7). Sea cual fuere nuestra situación, la del mundo y la de la Iglesia. Y sea cual fuere nuestro grado de comprensión de cuanto sucede. Lo cierto es que «el Señor deshace los planes de las naciones, pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón de edad en edad» (Sal 32,10-11).
Señor, «canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges los pueblos con rectitud, y gobiernas las naciones de la tierra» (Sal 66,5).
4) Una serena confianza caracteriza el corazón de los cristianos. Pase lo que pase. El hombre necio y carnal vive en la inquietud, en la vana alegría, se altera por cualquier cosa, es «una caña agitada por el viento» (Mt 11,7).
El cristiano sabio y espiritual guarda siempre su alma confiada en la Providencia, porque se fía de la amorosa solicitud de Dios con los pajaritos, los lirios y las flores, y más aún con sus hijos (Mt 6,25-34). Nuestra vida está en las manos de un Dios que nos ama, y que todo lo gobierna. El, que ha querido ser nuestro Padre, conoce nuestras necesidades (6,32), y hasta el número de nuestros cabellos (10,30). Vivamos, pues, con paz y confianza, aunque tengamos que pasar por valle de tinieblas, seguros de que él va con nosotros (Sal 22,4). Por otra parte, «¿quién de vosotros, a fuerza de preocuparse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?» (6,27).
5) Nuestra voluntad queda en la paz cuando nada desea al margen de la voluntad de Dios, la que sea, la que su providencia nos vaya manifestando en cada momento. No nos preocupamos, pues, por el mañana, que ya el mañana tendrá sus propias inquietudes. Acallamos y moderamos nuestros deseos, como un niño en brazos de su madre (Sal 130). Le basta a cada día su afán (Mt 6,34). Quede la inquietud y ansiedad para el que no se apoya en Dios, sino en sí mismo o en la criatura. Espante todos los negros cuervos de sus preocupaciones. Recuerde que es «maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y de la carne hace su apoyo, y aleja su corazón de Yavé» (Jer 17,5).
6) Este abandono confiado en la Providencia divina ha marcado muy profundamente la espiritualidad del pueblo cristiano.
Con un ejemplo: Una mujer joven, que se queda viuda con varios hijos y sin apenas medios de subsistencia, si tiene fe, no se desespera y no pierde la paz y la alegría: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nmbre del Señor!» (Job 1,21). Con la ayuda de Dios y con grandes trabajos, sacará adelante a sus hijos, sin amargarse y sin perder la sonrisa: tiene fe en la Providencia.
Esa espiritualidad providencial, vivida en el pueblo cristiano durante siglos, se ha expresado con la elocuencia del Espíritu Santo en numerosas y frecuentes expresiones del habla común.
«Si Dios quiere» (+Sant 4,15), «Que sea lo que Dios quiera», «Dios proveerá», «Dios dirá», «Dios quiera que»…, , «Con el favor de Dios», «Gracias a Dios», «Así nos convendrá», «No hay mal que por bien no venga», «Todo está en manos de Dios», «Dios escribe derecho sobre renglones torcidos», «Dios da la ropa según el frío», «Dios aprieta, pero no ahoga», «El hombre propone y Dios dispone», etc.
Esta sobreabundancia verbal nos asegura que el pueblo cristiano ha vivido durante siglos una profunda fe en la Providencia divina. Y la ha vivido, porque le ha sido predicada la verdad: «la fe es por la predicación» (Rm 10,17)...
Ha de predicarse la Providencia, hoy tan silenciada o negada. Pero se consiga o no, creo que hoy conviene emplear alguna de estas breves y potentes declaraciones de la fe y de la esperanza en el Señor que todo lo gobierna. Predicaremos así lo que no se predica. Para que el pueblo cristiano viva lo que hoy poco vive.
7) El abandono en la Providencia divina nos guarda en la paz. Los cristianos hemos de querer las cosas que nos parecen buenas y oportunas, y las debemos pretender con empeño, cierto. Pero siempre cuidando que demos a la voluntad de Dios un apego incondicional: sin apegos carnales, sin agobios, sin prisas, guardando el corazón siempre libre de todo lazo, siempre suelto en docilidad incondicional al impulso, tantas veces imprevisible, del Espíritu Santo, en una ofrenda vital incesante: «No se haga mi voluntad, sino la Tuya» (Lc 22,42).
Santa Teresa: «Vuestra soy, para Vos nací, - ¿qué mandáis hacer de mí?… Dadme muerte, dadme vida - dad salud o enfermedad, - honra o deshonra me dad, - dadme guerra o paz cumplida, - flaqueza o fuerza a mi vida, - que a todo diré que sí. - ¿Qué queréis hacer de mí?… Sólo hallo paz aquí».
8) Si confiamos en la Providencia, tendremos absoluta fortaleza y paciencia en las pruebas, porque en Dios tenemos puesta toda nuestra esperanza. Nada podrá con nosotros: ni hambre, ni angustia, ni persecución, ni criatura de arriba o de abajo: nada «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39).
9) Si contemplamos la providencia de Dios en la cruz de Cristo, sabremos contemplar el amor divino en la cruz que suframos, sea cual fuere, por ignominiosa, dura, falsa, calumniosa, arbitraria, injusta que sea. «No resistáis al mal» (Mt 5,39). «¿Por qué no preferís sufrir la injusticia?» (1Cor 6,7; +1Pe 2,18-23).
10) Los santos nos dan ejemplo de audacia evangélica, porque confían en la Providencia. Ellos tienen una fe muy viva en que «lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27). Intentan confiadamente su propia santificación y la de sus hermanos. No se desconciertan ante los peores desastres y las mayores injusticias. Acometen empresas espirituales que a la prudencia de la carne parecen a veces descabelladas. Llevan la pobreza hasta unos límites de despojamiento que se dirían locura.
La explicación de todo esto es muy sencilla: son hijos de Dios que confían en la providencia del Padre celestial. «Con tu auxilio embestimos al enemigo, en tu Nombre pisoteamos al agresor: pues yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria. Tú nos das la victoria sobre el enemigo, y derrotas a nuestros adversarios» (Sal 43,6-9).
11) No tengamos miedo a nada. Audacia, sí. «Sed fuertes y valientes de corazón los que esperáis en el Señor» (Sal 30,25). ¡Cuántas cosas nos dan miedo mientras no está firme nuestra esperanza en lo que la Providencia disponga! Salud, economía, trabajo, relaciónes con ciertas personas, obras que intentamos... Todo nos puede fallar, en todo podemos fallar nosotros, con efectos a veces tremendos... Confiemos en Dios providente, y no tendremos miedo a nada.
«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí... Os doy mi paz... No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,1.27). Ciertamente, si el Señor nos da este mandato, nos moverá por su gracia para que podamos vivirlo.
12) El espíritu providencial hace de los cristianos ciudadanos del cielo (1Pe 2,11; Flp 3,20); y así nos constituye peregrinos y forasteros en este mundo. Somos, pues, como un niño, llevado de la mano de su padre por una ciudad. No sabe a dónde va, ni menos por dónde va, pero está absolutamente confiado y tranquilo. Le basta con que lo sepa su padre, y no soltarse de su mano.
* * *

–La vía del abandono
El abandono confiado en la Providencia divina –tal como lo hemos ido contemplando– llega a constituir en la historia de la espiritualidad una escuela de espiritualidad cristiana muy perfecta. Siendo tan alta como sencilla, es una espiritualidad asequible a todos los cristianos, sea cual fuere su condición o estado (+Catecismo 305).
Esta espiritualidad, netamente evangélica y fundamentada en la teología de la Providencia, establecida especialmente por San Agustín y Santo Tomás, ha tenido muy altos exponentes, entre los que citaremos a Santa Catalina de Siena en el Diálogo, a San Francisco de Sales en L’Amour de Dieu, a Bossuet en su Discours sur l’acte d’abandon à Dieu, a Santa Teresita del Niño Jesús en su caminito de la infancia espiritual, a Dom Vital Lehodey en Le saint Abandon, o al padre Garrigou-Lagrange en La Providence et la confiance en Dieu; fidélité et abandon.
Conscientes de que «todo está sometido a la Providencia no solamente en general, sino en particular, hasta en el menor detalle» (STh I,22,2), conocemos que «por encima de la secuencia de hechos exteriores de nuestra vida, hay una serie paralela de gracias actuales que nos son ofrecidas» cada día por Dios (Garrigou-Lagrange 265).
Y así, de una parte, queremos ser fieles a la voluntad divina, ofrecida como gracia en «las pequeñas cosas» de cada «momento presente»; y de otra, queremos abandonarnos, haciéndonos como niños, sin ninguna inquietud, a todo lo que el Padre celestial, el Hijo rey del universo, y el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, quieran disponer en su Providencia amorosa, llena de sabiduría y omnipotencia, justicia y misericordia.
Para complementar esta doctrina espiritual de la Providencia, añado ahora un ejemplo muy elocuente.
* * *
–La Beata Isabel Canori Mora
En varios textos (*) he expuesto la necesidad de que los caminos habituales de la vida de los laicos sean rectificados según el Evangelio, para facilitar su progreso espiritual, hacia la perfecta santidad. Es preciso, sin embargo, recordar dos cosas: 1ª, que a la mayor parte de los seglares, por limitaciones circunstanciales o por incapacidad personal, no les es dado con frecuencia poder rectificar los caminos por los que andan, como no sea en ciertos aspectos más graves; y 2ª, que sin duda alguna es posible caminar rectamente por caminos torcidos.
(*) Caminos laicales de perfección, Gratis Date, Pamplona 2008, 3ª ed, pgs. 14-16; Evangelio y utopía, ib. 1998, passim.
Los dos puntos señalados, por supuesto, pueden ser modificados por la gracia omnipotente y bondadosa de la Providencia divina. Para Dios, todo es posible. Pero también he demostrado en los capítulos precedentes que Dios providente puede santificar y santifica a través de circunstancias buenas o de situaciones malas.
Para mostrarlo y demostrarlo más vivamente, voy a referir como ejemplo la santificación maravillosa de la Beata Elisabetta Canori Mora (1774-1825), cuya vida hubo de avanzar no pcas veces por caminos en sí mismo pésimos. Y sin embargo, el 24 de abril de 1994, en la basílica de San Pedro, el papa San Juan Pablo II beatificó a esta santa mujer romana, mostrándola así a todo el pueblo cristiano «como esposa y madre ejemplar, entregada a una fidelidad sacrificada, en los valores más exigentes y permanentes del Evangelio».
Con unas cuantas citas de su Diario trataré de dar una síntesis hagiográfica de su admirable vida: La mia vita nel cuore della Trinità. Diario della Beata Elisabetta Canori Mora, sposa e madre (Libr. Edit. Vaticana 1996, 749 pgs.).

A los 12 años Isabel, «por orden del Señor», hace voto de castidad (La mia vita 3). Pero ganada más tarde por la vanidad del mundo, olvida y quebranta su voto, queriendo evitar las penalidades de su casa paterna. Y en 1796, a los 22 años, se casa con el abogado Cristóbal Mora. Ella entiende más tarde que este paso fue un «temerario atentado» (6), un «enorme delito» (7), un «nefando perjurio» (nn. 156 y 184).
De su matrimonio nacieron cuatro hijas, de las que sobrevivieron dos: Mariana y Lucina, que será monja y escribirá la vida de su madre.
Poco después de la boda, Cristóbal toma una amante. Y aunque muchos, hasta su mismo confesor, sugieren a Isabel que pida a la Iglesia licencia de separación, ella decide seguir con su marido, ofreciendo por su conversión el sacrificio de su atormentada vida y su incesante oración. Su inmensa caridad y abnegación alcanza incluso a la amante de su marido, no permitiendo que sobre ella se hable con resentimiento, y expresando su deseo de «tenerla junto a sí en el paraíso».
Isabel, pues, por extrema caridad, anda por caminos completamente torcidos. Al casarse se ha desviado de su vocación genuina y se ve después obligada a vivir en una situación conyugal y familiar desastrosa. Sin embargo, el Salvador providente y misericordioso la guarda de todo mal, y la hace crecer más y más en su santo amor, concediéndole altísimas gracias de contemplación.
En 1803, a los 29 años, recibe de Dios sus primeras experiencias místicas. Su Diario íntimo consigna de 1807 a 1824 las maravillas obradas en ella por el Señor. Su admirable vida de oración y penitencia va siempre entrelazada con sus deberes de esposa y madre, y con su entrega a los pobres y enfermos.
Es tal su identificación constante e incondicional con la divina Providencia, que atraviesa el fuego de calamidades indecibles sin quemarse, sin perder nunca la paz, la confianza y la alegría. Si alguna vez en su Diario se muestra dolorosa, es cuando alude a sus propios pecados o a los pecados del mundo, y más si se dan dentro de la Iglesia. Pero apenas se queja de su atormentada situación familiar. Todas sus penas las vive en la Pasión de Cristo, ofreciéndose con Él en sacrificio, por la mayor gloria de Dios, por la salvación de los hombres, y la conversión de su pecador esposo.
En 1807 ingresa en la Orden Tercera Trinitaria, bajo la dirección espiritual del padre Fernando de San Luis Gonzaga, trinitario descalzo. Éste es también director de otra terciaria, la beata Ana María Taigi (1769-1837), amiga de Isabel, casada con un portero, madre de siete hijos y gran mística.
Muere Isabel en 1825, a los 51 años. Y poco después Cristóbal, vencido por la santidad de su difunta esposa, reconoce sus pecados, se hace terciario trinitario (1825), ingresa años después como hermano lego en los franciscanos (1834), y más tarde recibe entre ellos el inmenso don del Orden sacerdotal. Muere en 1845 con fama de santidad.
La beata Isabel, como hemos visto, urgida por la caridad propia del sagrado vínculo conyugal, pasa la mayor parte de su vida en circunstancias terribles. Sin embargo, prevalece normalmente en su ánimo la luminosidad contemplativa, la alegría en Cristo.
Las páginas de su Diario nos muestran con gran frecuencia una Isabel inundada de alegría –«gozaba verdaderamente un paraíso de delicias» (La mia vita 89)–, y es tal la abundancia desbordante de las gracias divinas que a veces se atreve a pedirle al Señor que no las aumente: «Basta, mio Dio; basta, non più» (133).
Pero a veces, sin embargo, el Señor le hace ver el pecado del mundo, el pecado de su esposo, y ella sufre entonces indeciblemente y se deshace en lágrimas, viendo tan espantosos rechazos del amor de Dios. Y es lógico: tanto se goza en el amor de Dios, tanto se duele al verlo rechazado. A los 44 años, por ejemplo, tiene esta visión mística sobre la situación del mundo de su tiempo. Así estaban entonces las cosas del mundo secular. Y así están ahora:
«El día 15 de noviembre de 1818 mi pobre espíritu fue favorecido por el Señor en la oración con una gracia particular. Me vi envuelta en un interno reposo, y mi pobre alma gozaba en el descanso de la dulce presencia de su amado Señor, que, por medio de intelectuales ilustraciones, me daba particular conocimiento de sus justísimos juicios.
«Mi pobre alma se mantenía abismada en sí misma y, llena de santo temor, estaba plena de admiración, penetrando los divinos juicios de Dios, inescrutables. Estaba toda entera penetrada de profundo respeto y de interna veneración; mi corazón estaba lleno de santo temor y, con toda reverencia, adoraba profundamente los eternos y divinos juicios de Dios, que por su pura bondad me hacía comprender con suma claridad.
«El alma, en este conocimiento, se complacía en su amorosísimo Dios, encontrando sus divinos juicios todos santos, todos rectos, todos justos. Oh, cómo el alma se deshacía de complacencia, de gozo, de amor, en el conocimiento de las perfecciones de su único amado.
«Pero cuando estaba gozándome en este sumo bien, que no sé ni puedo expresar, me vi inundada de una nueva ilustración, y de repente me fue mostrado el mundo. Veía yo a éste todo revuelto, sin orden, sin justicia, llevando en triunfo los siete vicios capitales, y por todas partes veía reinar la injusticia, el engaño, el libertinaje y toda clase de iniquidad. El pueblo, abandonado a las malas costumbres, sin fe, sin caridad, todos inmersos en el desenfreno y en las perversas máximas de la moderna filosofía.
«¡Dios mío!, qué dolor experimentaba mi pobre espíritu al ver que toda aquella gente tenía una fisonomía más de bestias que de hombres. Qué horror sentía mi espíritu viendo a estos hombres así desfigurados por el vicio.
«Yo me veía en una altura grande, como separada de este lugar tan miserable, y por medio de una luz que iluminaba aquel oscuro mundo bajo, veía todas aquellas iniquidades que he dicho y, por medio de la gracia que se me había infundido, conocía la profunda malicia de estas miserias. ¡Cómo se afligía mi pobre corazón, cuántas lágrimas vertía viendo tanta iniquidad!
«Pero otra vez, en un instante, cambia la escena. Se me manifiesta la indignación de Dios, que de pronto circunda a todo el mundo, haciendo probar a aquel pueblo de malas costumbres el rigor de su justísima y rectísima justicia.
«Mi pobre espíritu, al ver la indignación de Dios sobre aquellos miserables, lleno de terror y de espanto gemía, y con abundantes lágrimas deploraba su mísera suerte, y reconcentrada toda en mí misma, me humillaba profundamente, e incesantemente alababa y bendecía la infinita bondad de Dios por haberme sustraído de tan tremenda ruina, reconociendo que por mis pecados había merecido cualquier castigo.
«De nuevo, sin embargo, vuelvo a bajar la mirada sobre el mundo, y veo los enormes trabajos que por todos lados lo rodean. Todas las cosas sensibles que aparecen sobre la tierra las veo sin orden, sin armonía, todo en rebelión, todo confuso. El orden de la naturaleza está todo desconcertado. Sólo con mirar la tierra se alcanza a ver la indignación de Dios. Todo el mundo, entonces, se ve como una inmensa desolación.
«Oh, qué gritos, cuántas lágrimas, cuántos suspiros de débiles voces se oían resonar de aquel teatro de amarguras. Veía también en medio de tanta gente malvada un demonio horrible que recorría el mundo con gran soberbia y altanería. Mantenía a los hombres en una penosa esclavitud, y con imperioso orgullo quería que todos los hombres le estuvieran sujetos, y que renunciaran a la fe en Jesucristo, por la inobservancia de sus santos mandamientos, por entregarse al libertinaje y a las doctrinas perversas del mundo, aceptando la vana y falsa filosofía de nuestros modernos y falsos cristianos.
«Oh, qué miseria tan grande, que hay que deplorar verdaderamente con infinitas lágrimas. Ver que detrás de estas falsas doctrinas corrían locamente toda clase de personas, de todo rango, de toda edad, no sólo seglares, sino también eclesiásticos de todos los grados, tanto seculares como regulares.
«En un estado tan deplorable mi pobre espíritu lloraba amargamente, y se conmovía todo al ver tan ofendido, tan traicionado y ultrajado, un Dios que siendo la misma bondad, merece ser amado. Era tan grande mi pena que de verdad creía que me moría en ese momento de un golpe mortal, tan grande era la aflicción de mi pobre espíritu, al ver tan ofendido a mi amorosísimo Dios.
«¡Qué cosa no habría yo hecho, qué no habría padecido por compensar las graves injurias que estos falsos cristianos hacían contra el eterno Dios! En esta situación, mi pobre alma se ofreció a padecer cualquier pena que fuera, cualquier trabajo, cualquier maltrato diabólico. Presenté esta pobre ofrenda mía al eterno Padre divino, uniendo mi sacrificio al de su santísimo Hijo, y le pedí que, por los infinitos méritos de Jesucristo, se dignase recibir mi pobre sacrificio, prometiendo entregarme a ejercitar con más rigor y dureza la penitencia, el ayuno, la oración, las vigilias, como, con la gracia de Dios, cumplí exactamente con el permiso de mi buen padre espiritual» (La mia vita n. 411, pgs. 428-430). «Dios eterno, por su infinita bondad, quiso aceptar mi pobre ofrenda» (Ib. 412).

* * *
El mal del mundo es un abismo oscuro y misterioso, pues es la sombra del misterioso amor divino rechazado. Acerca de él, en bastantes ocasiones, se ha pronunciado el Magisterio apostólico en los últimos dos siglos con especial autoridad docente. Cuando son otros los que hablan, filósofos y teólogos, historiadores y sociólogos, su palabra no ofrece lógicamente un crédito semejante, pues en buena parte expresan sobre el mundo sus propias ideas, ya que no suelen alcanzar a «verlo» de verdad. Por el contrario, los místicos «ven» el mal del mundo por los ojos de Cristo, y no dicen de él su propio pensamiento –que a veces ni siquiera lo tienen–, sino desde la realidad que alcanzan a ver: Dios providente gobierna todo lo que ha creado, con absoluto dominio, justicia y misericordia.
San Juan de la Cruz hace notar que lo propio del místico contemplativo es «conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por sus efectos, que es conocimiento trasero, y esotro esencial» (Llama 4,5).
La realidad del mundo secular es, pues, la que los místicos ven y describen, no la que nosotros podamos imaginar desde nuestro temperamento, nuestras ideas y observaciones. Y ellos nos descubren que hay en el mundo moderno, también en el pueblo cristiano, una sobreabundancia de pecado, que provoca la indignación de Dios.
Ante eso sólo cabe unirse al Redentor por el ayuno y la oración, la penitencia y la cruz, y por la sobreabundancia de obras buenas, que, tal como está el mundo, tendrán que ser heroicas. La extraordinaria grandeza de «los bienes» que la Providencia divina quiere realizar en nuestro tiempo está en proporción a la extraordinaria grandeza de «los males» actuales.
Por eso, hoy los cristianos sólo si nos abrimos con una esperanza infinita a los designios del amor de Dios providente sobre la humanidad, podremos rechazar lo que es indigno de nuestro nombre y realizar cuanto en él se significa, .
La Beata Isabel viene a declarar, como San Pablo: –«Cada día muero» (1Cor 15,31). –«Abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, y así por Cristo abunda nuestra consolación» (2Cor 1,5). –«Alegrémonos con el Señor, que con su poder gobierna eternamente» (Sal 65,6-7).
* * *
Es bueno dar gracias al Señor y tañer para tu nombre, oh Altísimo, proclamar por la mañana tu misericordia y de noche tu fidelidad, porque tus acciones, Señor, son mi alegría y mi júbilo las obras de tus manos (Sal 91,2-5).