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–2– Profesión y defensa de la fe

–Tu palabra, Señor, es eterna…
–más estable que el cielo (Sal 118,89).
–La fe es el fundamento de la vida cristiana
Es principio revelado: «el justo vive de la fe» (Rm 1,17). En la Biblia se reitera ese principio (p. e., Hab 2,4; Gál 3,11; Heb 10,38). «La fe es por la predicación, y la predicación es por la palabra de Cristo» (Rm 10,17). La roca que fundamenta el edificio espiritual es la fe.
Si una Iglesia local se mantiene en la fe, por muchos pecados que cometan sus miembros, incluso algunos de sus Pastores, subsiste; debilitada, pero pervive. Hay conciencia de que Cristo es el Salvador único. Se cree en los sacramentos, se guarda la Misa dominical, hay vocaciones, los padres pueden pasan su fe a los hijos, hay misioneros.
Si una Iglesia tolera que la fe, su fundamento, sea atacada, puesta en duda, gravemente erosionada, su edificio, carcomido en sus cimientos, se derrumba, se hunde, se arruina. Es la apostasía. Ya Jesús no es el Salvador, y ni siquiera se cree en el pecado. Cesan las vocaciones, la Eucaristía, los sacramentos, las misiones, todo. Es la situación en que malviven hoy no pocas Iglesia locales de Occidente.
Cito el diagnóstico de San Juan Pablo II: «Los cristianos de hoy, en gran parte, se sienten extraviados… Se han esparcido a manos llenas ideas contrarias a la verdad revelada y enseñada desde siempre. Se han propalado verdaderas y propias herejías» (disc. 6-02-1981).
–Resistid firmes en la fe
Guardémonos del Padre de la Mentira, el Adversario diabólico, que busca devorarnos en la herejía y la apostasía: «resistidle firmes en la fe» (1Pe 5,8). Hay que profesar la fe con toda firmeza, nunca es lícito consentir en dudas sobre temas de fe, pues es Dios quien en ella nos habla; es preciso combatir, según la gracia nos conceda, los errores que la niegan. Jesucristo, los Apóstoles y tantos santos y cristianos fieles nos han dado ejemplos admirables, sellados en el martirio con su propia sangre.
Jesucristo
Miremos la predicación de Cristo. Nos fascina la serena dulzura con la que predica el Evangelio; cómo se comunica con la gente común, ignorantes y eruditos, justos y pecadores, ricos y pobres.
Pero igualmente hemos de seguir su ejemplo en su elocuencia combativa contra los errores doctrinales, como los gravísimos errores de los fariseos, que en su tiempo eran los maestros principales de los judíos.
Cambia entonces completamente el tono de su palabra: «raza de víboras, sepulcros blanqueados, guías ciegos, hipócritas, buscadores de los mejores puestos» (Mt 23; Mc 12,38-40; Lc 11,37-41; 20,41-44). Incluso a veces usa el arma terrible de la ironía: «coláis el mosquito y os tragáis el camello» (Mt 23,24). Los avergonzaba y los desprestigiaba públicamente, para liberar así de su maléfico influjo al pueblo que los veneraba, de modo que pudiera abrirse al Evangelio salvador.
Pero a muchos, aun teniendo la fe verdadera, no les vale la norma del Maestro: «yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). Estiman que «pretender que una o más personas cambien su pensamiento, para aceptar el mío», es un atropello incompatible con la caridad al prójimo.
Los Apóstoles
Miremos la predicación de los apóstoles. Igualmente, denunciaron y combatieron las herejías con gran fuerza y frecuencia. No se limitaron a predicar las verdades de Cristo, sino que combatieron con suma energía contra todas las falsificaciones del Evangelio, que ya en su tiempo se dieron, como Jesús había anunciado (Mt 24,11). No callaron, no miraron para otro lado, no pensaron que «la verdad acaba imponiéndose por sí misma», ni estimaron que por sus combates se iba a romper la unidad de la Iglesia: todo lo contrario.
San Pedro (2 Pe 2), Santiago (3,15), San Judas (3-23), San Juan (Ap 2-3; 1Jn 2,18.26; 4,1), tratan a los falsos maestros cristianos, herejes y cismáticos, con palabras tan tremendas como las usadas por Cristo contra letrados y fariseos. Actualmente, este «lenguaje evangélico» resulta para muchos escandaloso y incompatible con la caridad cristiana. Pero son ellos los que están equivocados, no Cristo y los Apóstoles.
San Pablo
El Apóstol hace una descripción exacta de los Deformadores de la Iglesia. En casi todas sus cartas, dedica fortísimos ataques contra los falsos doctores del Evangelio, describiendo con todo realismo sus miserables fisonomías, para facilitar su identificación y reprobación.
«Resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» (2Tim 3,8), son «hombres malos y seductores» (3,13), que «no sufren la sana doctrina, ávidos de novedades, que se agencian un montón de maestros a la medida de sus propios deseos, y hechos sordos a la verdad, dan oído a las fábulas» (4,3-4). «Pretenden ser maestros de la Ley, cuando en realidad no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan» (1Tim 1,7; cf. 6,5-6.21; 2Tim 2,18; 3,1-7; 4,15; Tit 1,14-16; 3,11).
Son «individuos tramposos, consumados en las estratagemas del error» (Ef 4,14; cf. 2Tes 2,10-12), y «su palabra cunde como gangrena» (2 Tim 2,17). Les apasiona la publicidad, dominan los medios de comunicación social del mundo, que lógicamente se les abren de par en par. Son «muchos, insubordinados, charlatanes, embaucadores» (Tit 1,10)…
¿Qué buscan estos hombres? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Prestigio?… Será distinta en unos y otros su principal pretensión, pero todos buscan por la soberbia el éxito personal en este mundo presente (Tit 1,11; 3,9; 1Tim 6,4; 2Tim 2,17-18; 3,6). Un éxito que muchas veces consiguen (Jn 15,18-27; 1Jn 4,5-6).
Estas diatribas del Apóstol le ocasionaban a veces duras hostilidades, pero él no les daba más importancia que a la molestia de un mosquito:
«Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos y de las persecuciones, en las angustias padecidas por Cristo» (2Cor 12,10).
El lenguaje paulino, en cambio, era muy cordial con los paganos y los cristianos. A los fieles de Tesalónica, evangelizados por él, les escribe: «Recordad, hermanos… [como] sabéis bien, que tratamos con cada uno de vosotros personalmente, como un padre con sus hijos, animándoos con tono suave y enérgico a vivir como Dios se merece, que os ha llamado a su reino y gloria» (1Tes 2,2.11-12).
Todos los santos confesaron la fe, toda la fe, y combatieron los errores de su tiempo
Así lo hicieron al menos todos aquellos que, por su misión y ministerio dentro de la Iglesia, estaban especialmente fortalecidos por Cristo para confesar y defender el Evangelio. Nunca omitieron las verdades más contrarias a la «ortodoxia mundana» de su tiempo. Todos combatieron los errores doctrinales y las desviaciones morales más frecuentes, atrayendo por eso sobre sí graves penalidades, persecuciones, exilios, cárcel, muerte.
Fueron, pues, mártires de Cristo, ya que dieron en el mundo y en la Iglesia, sin «guardar su vida» cautelosamente (Lc 9,24), con todas sus fuerzas, «el testimonio [martireso] de la verdad» (Jn 18,37), Y tantas veces sin tener en sus hermanos Obispos apoyo alguno, sino más veces hostilidad y persecución. Faltos incluso en ocasiones de la confortación del Obispo de Roma.
La Liturgia de las Horas, en el Propio de los Santos, da una mínima biografía de cada uno.Y merece la pena señalar que, cuando trata sobre todo de santos pastores o teólogos, casi siempre recuerda, como mérito destacado, concretamente en 42 santos, que «combatieron los errores de su tiempo». La escasez actual de estas denuncias y refutaciones clama al cielo. Es la causa principal de la apostasía creciente.
Es, pues, tradición católica constante, combatir las herejías con fuertes y claras palabras
Podemos verlo en dos ejemplos.
San Buenaventura (1221-1274), el Doctor seráfico, siendo Ministro general de los franciscanos, en su opúsculo Apologia pauperum; contra calumniatorem, combate la obra de un prestigioso profesor de la Sorbona, que había publicado un libro en contra de la novedosa forma de pobreza de las Órdenes Mendicantes. Y lo hace con vehemencia y dureza:
«En estos últimos días, cuando con más evidente claridad brillaba el fulgor de la verdad evangélica –no podemos referirlo sin derramar abundantes lágrimas–, hemos visto propagarse y consignarse por escrito cierta doctrina, la cual, a modo de negro y horroroso humo que sale impetuoso del pozo del abismo e intercepta los esplendorosos rayos del Sol de justicia, tiende a obscurecer el hemisferio de las mentes cristianas. Por donde, a fin de que tan perniciosa peste no cunda disimulada, con ofensa de Dios y peligro de las almas, … es necesario quede desenmascarada, de suerte que, descubierto claramente el foso, pueda evitarse cautamente la ruina» (Prólogo).
Es de notar, sin embargo, que, si no recuerdo mal, en la Apologia no da San Buenaventura el título de la obra, ni el nombre del Calumniator, que era Gerardo de Abbeville (1225-172). Y pide para él fervientes oraciones, para que Dios lo saque de sus graves errores.
San Pío X (1835-1914), con una lucidez y fuerza semejante a la de Cristo combatiendo a los fariseos, denuncia y frena eficazmente los gravísimos errores de los modernistas.
Éstos «son ciertamente enemigos de la Iglesia, y no se aparta de la verdad el que diga que ésta no los ha tenido peores. Porque ellos traman la ruina de la Iglesia no desde fuera, sino desde dentro. En nuestros días el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia. Conocen ellos bien a fondo la Iglesia. Y han aplicado el hacha no a las ramas, sino a la raíz misma, esto es, a la fe.
«No hay parte alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper. Sus doctrinas les han pervertido el alma de tal modo que desprecian toda autoridad… Basta, pues, de silencio. Prolongarlo sería un crimen» (enc. Pascendi, 1907, 2).
Y concluye definiendo el modernismo como «un conjunto de todas las herejías» (38). San Pío X lo impugnó ya desde su primera encíclica (1903, Supremi apostolatus cathedra): «Ya habita en este mundo el “hijo de la perdición” de quien habla el Apóstol (2Tes 2,3)».
–Profesión y defensa de la fe
La claridad mental y verbal en la profesión de la ortodoxia y en el combate contra las herejías ha sido durante siglos un signo identificador de la Iglesia Católica.
¿Por qué hoy, cuando se han agravado tan grandemente en la Iglesia las herejías y abusos modernistas, predominan los pensamientos y los lenguajes débiles y ambiguos, así como los silencios elocuentes y los buenismos pacifistas, incapaces de combatir y sufrir por la verdad de Cristo?… No hay contradicción entre lo uno y lo otro. Precisamente, la gran difusión y prepotencia actual del modernismo es la que causa su impunidad, y ésta favorece de suyo su difusión, llevando así a la apostasía. «Causæ ad invicem sunt causæ». Nunca ha sido ésa la reacción de los Padres y Doctores de la Iglesia, ni la de los buenos teólogos. Dice el Catecismo:
«San Pablo habla de la «obediencia de la fe» como de la primera obligación» del cristiano (2087). «El primer mandamiento prescribe que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella… La duda voluntaria [consentida] respecto de la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer» (2088).
Todos los cristianos, por tanto, estamos obligados y movidos por Dios para «confesar y defender la fe católica». Pero a ello, sin duda, están especialmente obligados los Obispos, sacerdotes y teólogos, porque Dios, por el sacramento del Orden, los ha potenciado especialmente para confesar y defender la fe. Grandioso y grave deber.
Sin embargo, la actual cultura predominante, relativista, liberal y modernista, hace que muchos se sientan más obligados a respetar la libertad de expresión dentro de la Iglesia, que a defender en ella la verdad sagrada, la Palabra de Dios, la que tiene poder para salvarnos.
Pues bien, las Iglesias locales, nacidas todas de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, se juegan nada menos que su pervivencia, según predominen en ellas Reformadores, Deformadores o Moderados, Exacerbados o Desesperados. Espero tipificar con exactitud en el próximo capítulo las actitudes que esos nombres indican.
Bendigamos al Señor.
* * *
Mi alma está pegada al polvo: reanímame con tus palabras... Enséñame tus leyes; instrúyeme en el camino de tus decretos, y meditaré tus maravillas... Apártame del camino falso, y dame la gracia de tu voluntad... Correré por el camino de tus mandamientos, cuando me ensanches el corazón (Sal 118, 25-32).