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Que la Iglesia y el mundo pasan por «tiempos recios» es algo patente. Describo sus males en el capítulo primero. Pero en esta Introducción adelanto lo que es el motivo del estudio presente. Está escrito sobre todo para confortación de los cristianos católicos que se ven desanimados, e incluso algunos amargados y exacerbados.
Unos y otros deben reafirmarse en cuatro actitudes fundamentales, prescritas por Cristo Salvador. Y sepamos que todos sus mandatos llevan consigo la asistencia de su gracia para cumplirlos. Nunca el Señor nos da un precepto, para quedarse luego como Espectador universal pasivo, viendo cómo nos las arreglamos para obedecerlo y darle vida. Es una idea absurda. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
1ª.– No nos exasperen los que hacen el mal en el mundo y en la Iglesia. Con nuestros pecados de acción y de omisión somos nosotros cómplices de ellos. No los miremos como si no tuviéramos ninguna participación en sus pecados. Libremos «los buenos combates de la fe» (1Tim 6,12) contra las herejías y pecados, pero no juzguemos a sus causantes, y obedezcamos a Cristo: «no juzguéis, y no seréis juzgados» (Lc 6,37); «Ni a mí mismo me juzgo… Quien me juzga es el Señor» (1Cor 4,3-4). No confundamos con la virtud el juicio de otros y la exasperación.
«Descansa en el Señor y espera en él. No te exasperes por el hombre que triunfa empleando la intriga. Cohíbe la ira, reprime el coraje, no te exasperes, no sea que obres mal» (Sal 36,7-8).
2ª.– La providencia de Dios gobierna todo lo que Él creó, de tal modo que «todo lo que sucede colabora al bien de los que aman a a Dios» (Rm 8,28). Este principio fundamental de la fe excluye eficazmente en los cristianos la desesperación y el desánimo ante los males del mundo y de la Iglesia.
3ª.– «Dios puede hacer de las piedras hijos de Abraham» (Mt 3,9), ya que «por gracia hemos sido salvados» (Ef 2,5). De menos nos hizo Dios.
Pero la conversión de los cristianos desanimados, exasperados y amargados es especialmente difícil en el caso de que ellos consideren su actitud no como una negación del Evangelio, sino como una virtud; incluso como una parresía martirial admirable. Este gran error sólo puede ser vencido iluminándolo con la verdad de la fe.
4ª.– «Alegraos, alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4); «vivid alegres en la esperanza» (Rm 12,12). Y cuando sucedan las enormes calamidades últimas, «levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra liberación» (Lc 21,25-28). Estas palabras de Cristo y de sus Apóstoles no son un consejo, son un mandato, que su gracia nos hace posible vivir.
Intención
Dios nos libre a sus hijos de toda tristeza mala en estos tiempos recios, y nos conceda acrecentar nuestra alegría en Cristo.
«El incendio que se ha producido entre vosotros es para vuestra prueba. Alegraros a medida que participáis en los padecimientos de Cristo, para que también cuando se revele su esplendor os alegréis estremecidos de gozo» (1Pe 4,13).
Como es lógico –y Dios me lo conceda–, en este escrito quiero ayudar a todos los cristianos, sobre todo a los que más probados están por el sufrimiento: enfermedades, convivencias atormentadoras, injusticias, trabajos penosos, carencias afectivas, soledad, deficiencias psicológicas, o cualquier otra causa aflictiva.
Todos necesitamos crecer en el conocimiento del amor que Dios nos tiene, en la fidelidad incondicional a las disposiciones de la Providencia divina –«no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39)–, en la fuerza de amor para llevar nuestras cruces unidos al Crucificado, en la esperanza de la vida eterna. Y para ayudar, con la gracia de Dios, ese crecimiento espiritual va escrita esta obra.
Pero de un modo especial pretendo en ella animar a tantos cristianos hoy desanimados e irritados por los males del mundo y de la Iglesia. Para ellos escribo principalmente los capítulos que siguen.
Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén