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Esta paz es inalterable. ¿Quién, en efecto, podría turbarla? ¿Acaso el demonio? Es el demonio un enemigo poderoso, ciertamente, que quiere devorarnos; pero «es un perro encadenado que puede, a lo más, ladrar, pero no puede morder sino a aquel que se le acerca» [Apéndice a los Sermones de san Agustín, XXXVII, 6]. Jesucristo lo venció, y nosotros también lo venceremos, porque Jesucristo es más poderoso que él. Por otra parte, Dios protege especialmente al alma que le busca y que en Él confía: «Envía a sus ángeles que te guarden por todos tus caminos… para que no tropieces» (Sal 90,11); la guarda Él mismo «en el secreto de su faz» (Sal 30,21).
¿Qué enemigo podrá turbarla allí? ¿Qué podrá temer? ¿Podrá el mundo destruir esta paz? En manera alguna. «No temáis», decía el Señor a los discípulos y nos lo repite a nosotros: No temáis; sufriréis tribulaciones en el mundo, pero yo estoy con vosotros: «Confiad: yo vencí al mundo» (Jn 16, 33). Si me sois fieles, yo os daré mi gracia y, con ella, mi paz; porque mi gracia todopoderosa os hará vencedores de las solicitaciones del mundo, que podrá ofreceros sus placeres, abrumaros con sus sarcasmos, pero no os hará mella. Lo hemos abandonado por seguir a Cristo, y nuestra paz, que está fundada en la verdad de Jesucristo, no puede ser turbada por las armas del mundo.
¿Lo será, acaso, por las tentaciones, las contrariedades, las penas? Tampoco. No siempre tendremos la paz externa, es verdad: pues vivimos en la tierra, en tiempo de prueba, y, las más de las veces, la paz es el precio de la lucha. Cristo no nos devolvió la justicia original que ordenaba armónicamente las tendencias naturales de Adán; pero el alma que se apoya únicamente en Dios participa de la estabilidad divina; las tentaciones, los sufrimientos, las pruebas la afectan sólo superficialmente. A lo profundo, donde reina la paz, no llegan las borrascas. Aunque la superficie del mar esté muchas veces agitada por la tempestad, las aguas más profundas permanecen tranquilas.
Podremos ser menospreciados, contrariados, perseguidos; podrán tratarnos injustamente los que no comprenden nuestras intenciones ni nuestras obras; podrá la tentación sacudirnos violentamente, y abatirnos el dolor; pero tenemos un santuario interior donde nadie puede entrar: en él reina la paz, porque en este íntimo recinto adoramos a Dios y nos sometemos y abandonamos a. Él. «Yo amo a Dios –decía san Agustín–, y nadie puede arrebatármelo; nadie puede quitarme lo que debo darle, porque lo tengo encerrado en mi corazón… Despojado de todo, Job queda solo, pero le acompañan los votos y alabanzas que rinde al Señor. ¡Oh riquezas interiores que nadie puede quitarme!» [Enarrat. in psalm. LV, núm. 19. P. L., XXXVI, col. 659].
En el fondo del alma que ama a Dios se levanta la «mansión de paz» –civitas pacis–, que ningún rumor del mundo puede turbar ni sorprender ningún ataque. Convenzámonos de que nada exterior puede, si nosotros no queremos, alterar nuestra paz interna, porque depende esencialmente de una sola cosa: de nuestra actitud ante Dios. En Él debemos confiar: «El Señor es mi salvación, ¿qué podré temer?» (Sal 26, 1). Si el viento de las tentaciones y pruebas me azota, recurriré a Él: «Sálvame, Señor, porque si no perezco». El Señor, como lo hizo con la barca batida por las olas, «calmará la tempestad y habrá gran bonanza» (Mt 8, 26).
Si de veras, siguiendo las huellas de Cristo, único camino que conduce al Padre, buscamos a Dios en todo; si procuramos desprendernos de todo para no tener más voluntad que la del Señor; si, cuando el Espíritu de Jesús nos habla, no muestra repugnancia la voluntad, ni resiste a sus inspiraciones, antes se inclina dócilmente, adorándole, entonces estemos seguros de que la abundancia de la paz reinará en nosotros íntima y profundamente, porque «la paz inunda los corazones de los que aman, Señor, tu ley» (Sal 118,165).
En cambio, las almas que no se entregan totalmente al Señor y no reducen todos sus deseos a la unidad mediante esta donación total no podrán gustar la verdadera paz. Están divididas y vacilan entre sus propios deseos y la voluntad de Dios, entre la satisfacción de su amor propio y la obediencia; están, en una palabra, siempre inquietas y turbadas.
«Permanezcamos, pues, siempre unidos a Dios: poseámosle en nosotros mismos. En Él se encuentra en forma estable e inmutable todo cuanto puede ser objeto de nuestro amor» [San Agustín, De música, 1. VI, c. 14, núm. 48. P. L., XXXII, col. 1.188]. La paz sólo es segura donde el amor es fiel: «Encuéntrase la paz imperturbable donde el amor no es abandonado si él mismo no abandona» [San Agustín, Confes., l. IV, c. 11. Ibid., col. 700].
Ni aun los pecados pasados pueden turbar al alma arraigada en la paz. Experimentará, ciertamente, un gran pesar de haber ofendido al Padre celestial, de haber ocasionado la pasión de Jesucristo y contristado al Espíritu del amor; pero este dolor será sin agitación ni ansiedad, porque sabe el alma que Jesús es el rescate del pecado, rescate de un precio infinito, que se hizo «propiciación por todos los pecados del mundo» (1 Jn 2,2), y que ahora «está sentado a la diestra del Padre, siempre vivo, Pontífice compasivo que intercede por nosotros y es oído siempre» (Heb 7,25).
Nada tranquiliza al alma contrita como el poder ofrecer al Padre los padecimientos, las satisfacciones y méritos del Hijo predilecto; nada despierta en ella tanta confianza como el poder tributarle, por medio de Jesús, gloria y alabanza perfecta. Porque el homenaje de Cristo al Padre es total, adecuado, suficiente; el alma que se lo apropia se siente profundamente tranquila, porque encuentra en Jesús el medio perfecto de reparar todas sus culpas y negligencias.
No es tampoco el desaliento lo que puede inquietar al alma, pues sabe algo de «los tesoros impenetrables de Cristo» (Ef 2,8). De suyo no puede nada, es verdad, ni tener siquiera un buen pensamiento; pero se somete al orden establecido por Dios, autor de la vida sobrenatural, y sabe que, participando de esta vida, tiene el poder de apropiarse los méritos de Jesús: «Todo lo puedo en Aquel que es mi fortaleza» (Flp 4,13); sabe que con Él, por Él y en Él es «rica con las mismas riquezas de Cristo, de modo que nada le falta en el orden de la gracia» (1 Cor 5,7). Su confianza es inquebrantable, porque pertenece al que es para ella camino, luz y vida, Maestro por excelencia, Buen Pastor, Samaritano caritativo, fiel amigo. Nuestro Señor reveló a un alma devota que uno de los motivos que le inducían a distinguir con tantos favores a santa Gertrudis era la confianza absoluta que ésta ponía en su bondad y en sus tesoros [Heraldo del divino amor, l. I, c. 10].
Finalmente, la muerte misma no podrá turbar al alma que sólo ha buscado a Dios: porque se ha confiado a aquel que dijo: «El que cree en Mí, aun cuando hubiese muerto, vivirá eternamente» (Jn 11,25). Nuestro Señor es la Verdad; pero es también la Vida; y nos da la que nunca fenece: «Aun cuando las sombras de la muerte la envuelvan, el alma permanecerá en paz» (Sal 22, 4); sabe «a quien se ha confiado» (2 Tim 1,12), y la presencia de Jesús la asegura contra todo temor.
En uno de sus «Ejercicios» nuestra santa Gertrudis nos muestra la confianza que siente en los méritos infinitos de Jesús. Pensando en el tribunal divino, cuya imagen se levanta ante ella, apela conmovida a los méritos del Salvador. «Ay de mí, Señor –exclama–; ay de mí si ante tu tribunal no tuviera un abogado que por mí respondiera. ¡Oh caridad!, sé Tú mi descargo, responde por mí, alcánzame el perdón. Si te dignas defender mi causa, gracias a Ti, salvaré mi vida. Ya sé lo que he de hacer: tomaré el cáliz de salud, sí, el cáliz de Jesús; lo pondré en el platillo vacío de la balanza de la verdad; con este mecho supliré lo que a mí me falta: cubriré todos mis pecados. Este cáliz reparará mis faltas y con él supliré abundantemente mi indignidad»…
«Ven conmigo a juicio –dice Gertrudis al Salvador–; estemos allí juntos; como juez tienes el derecho de juzgarme; pero eres también mi defensor. Para que sea justificada no tienes más que computar cuanto has hecho por mi amor, el bien que has resuelto hacerme, el precio exorbitante que pagaste por mí. Tomaste mi propia naturaleza para que yo no pereciera; llevaste sobre Ti el peso de mis pecados y moriste por mí para que yo no muera de muerte eterna; para enriquecerme con tus méritos me lo has dado todo. Júzgame, pues, a la hora de la muerte según la pureza e inocencia que me has comunicado en Ti al pagar toda mi deuda, dejándote juzgar y condenar en mi lugar para que, aunque pobre y desprovista de todo, pueda yo gozar de la abundancia de todos los bienes» [Ejercicio séptimo: Reparación por los pecados].
Para las almas que tienen estos sentimientos, la muerte no es más que un tránsito; Cristo en persona les abre las puertas de la celestial Jerusalén, que, con mucho mayor motivo que la terrena, merece ser llamada «la bienaventurada visión de paz» [Himno de las Vísperas de la Dedicación]. Allí no habrá ya más tinieblas, turbación, lloros ni gemidos; solamente una paz estable y perfecta. «Inaugurada en el alma que comienza a buscar a Dios, la paz se completa con la plena visión y eterna posesión del Bien inmutable» [San Gregorio, Moralia Job., l. VI, c. 34. P. L., LXXV, col. 758].