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2. Cómo nos conformaremos al orden divino

¿Cómo nos conformaremos con este orden divino?
Primeramente con un acto de fe práctica, que nos entrega totalmente a Jesucristo para seguirle [«La paz entre el hombre y Dios es la obediencia bien ordenada en la fe bajo la ley eterna» (San Agustín, De civitate Dei, l. XIX, c. 13. P. L., col. 640)]. Un acto de fe en su divinidad; porque no podemos entregarnos enteramente a Él sin la profunda convicción de que es Hijo de Dios. Debemos tener fe absoluta en la omnipotencia de Jesús, en la soberana bondad, en el valor infinito de sus méritos y en la inexhausta abundancia de sus riquezas. Al enviárnoslo el Padre como embajador de la paz divina, nos dijo únicamente: «Escuchadle» (Mt 17,5), puesto que es mi Hijo, objeto de mis complacencias. Con esta condición es como adquiriremos la gracia y la amistad de Dios.
De aquí que nuestro primer acto debe ser de fe: «Sí, Padre celestial: Jesús es tu Hijo amado; lo creo y le adoro». Entonces el Padre nos mira amorosamente en unión de su Hijo; lo asegura el mismo Señor: «El Padre os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí del Padre» (Jn 16,27). Y cuando aboga por sus discípulos y por nosotros, cuando, al dejar este mundo, nos encomienda a la bondad del Padre, no aduce otro motivo que el de haber creído en su divinidad. Oigámosle en el admirable coloquio con el Padre, en el momento de reconciliar al mundo por medio de su sacrificio: «Padre, guárdalos y sálvalos, puesto que han reconocido verdaderamente que soy Hijo tuyo y que todo lo que posee viene de ti» (Jn 17,11.7-8).
Este acto de fe nos señala la aurora de la paz; porque la fe en Jesucristo nos introduce en el orden divino de la gracia, que es principio de la paz: «Justificados por la fe –dice san Pablo–, tenemos la paz con Dios, por nuestro Señor; por Él se nos ha dado la gracia y en Él podemos gloriarnos de la gloria de Dios que será nuestra eterna felicidad» (Rom 5,1-2).
Esta fe debe ser práctica; debe abarcar todo nuestro ser, y tener por objeto todo lo que se relaciona con Cristo. Hay algunos que se limitan a adorarle personalmente, y se niegan a reconocerle representado en la Iglesia. Cuando no les excusa la buena fe, estas almas no encuentran la paz, pues están fuera del orden establecido. Tenemos que darnos enteramente a Jesucristo en alma y cuerpo, entendimiento y voluntad; todo en nosotros debe sometérsele, porque sustraerse a su influjo es lo mismo que sustraerse al orden divino. El Verbo es la luz, sin la cual andamos en tinieblas; es el camino, fuera del cual no hay sino error; es la gracia, sin la cual somos impotentes. ¿Encontraremos, acaso, la paz en las tinieblas, en el error, en la impotencia para ir a Dios, único bien verdadero y fin de nuestra vida?
Entreguémonos, pues, a Jesucristo en un acto de fe viva, de adoración profunda, de perfecta sumisión y abandono completo. Pidámosle que rija toda nuestra vida, que sea el objeto de nuestras aspiraciones, el principio de nuestras acciones. Es «príncipe de la paz» y «Rey pacífico»; que sea verdaderamente Rey de nuestras almas. Todos los días decimos a Dios: «Venga a nos el tu reino»; mas, ¿qué reino deseamos nosotros? El reino de Cristo, porque Dios lo constituyó Rey de cielos y tierra: «Pide y te daré en herencia las naciones» (Sal 2,8).
Sometidos enteramente a Jesucristo y abandonándonos a Él; respondiendo a ejemplo suyo con un Amén incesante a todo lo que manda en nombre del Padre; constantes en esta actitud de adoración ante las manifestaciones de la voluntad divina, aun ante las menores permisiones de la Providencia, tendremos la paz que da Cristo: la suya, no la que el mundo promete; la verdadera paz que sólo puede dar Él: «Os doy mi paz; y no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27).
Y es que semejante adoración unifica en nosotros todos nuestros deseos. El alma tiende a una sola cosa: a establecer en sí misma el reino de Cristo, y Él en retorno cumple este deseo con una plenitud magnífica. El alma vive ordenadamente y ve realizada, por el cumplimiento de todos sus deseos sobrenaturales, reducidos a la unidad, la satisfacción completa de sus inclinaciones fundamentales; y viviendo en el orden está siempre en paz.
Dichosa el alma que ha comprendido en esta forma el orden establecido por el Padre, y cuyo único deseo es conformarse, por amor, con este orden, en el cual todo va a dar en Jesucristo: porque goza de la paz, de la que dice san Pablo que «supera todo sentimiento» (Flp 4,7) y no se puede expresar con palabras. «Es imposible –dice Ludovico Blosio– explicar la abundancia de esta paz en el alma que se ha entregado completamente a Dios y que solamente busca a Él» [Regla de la vida espiritual, c. XIV, Perfecta paz y descanso de las almas].