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Es el mismo san Benito quien nos inculca esta doctrina fundamental, de que el verdadero celo nace del amor de Dios y de Cristo. Cuando indica las formas o aspectos que presenta el ejercicio del celo con los hermanos, el gran Patriarca junta en la misma página de la santa Regla tres preceptos que se refieren a la práctica del mismo. De nuevo repite, como si quisiera resumir su idea primordial, antes de despedirse, «que temamos a Dios, amemos al abad con amor sincero y humilde, y no antepongamos nada al amor de Jesucristo». La pasión por los derechos de Dios, supremo Señor, la obediencia a quien le representa, y el amor a Cristo, son las fuentes más límpidas y puras que alimentan el celo.
Es innecesario insistir sobre los dos primeros puntos, pues ya hemos demostrado su importancia en la vida del monje. Insistiremos sólo, como lo hace nuestro bienaventurado Padre, sobre la última frase del capítulo «del buen celo», con la que cierra la santa Regla: «Los monjes no prefieren nada a Cristo» (RB 72). Consideremos por algunos momentos el amor absoluto que debemos tener a Jesucristo.
Nuestro corazón, todos lo sabemos, ha sido criado para amar; es una necesidad natural, y, por tanto, o amaremos al Criador o a la criatura. ¿No dijo el Señor que no podemos servir a dos amos? Además, este amor será tanto más ardiente cuanto más profunda sea nuestra capacidad de amar.
Ahora bien: dice nuestro Padre que es necesario que tenga Cristo la preferencia absoluta en nuestro corazón: «Que nada prefieran a Cristo». Subrayemos el significado absoluto de estos términos omnino nihil. ¿Por qué tanta fuerza de expresión? Porque nuestras almas están consagradas a Cristo; el día de nuestra profesión perdimos el derecho de consagrarlas a las criaturas. Dios permite a las personas seculares –dejando a salvo el orden esencial de la finalidad– una división en su amor; no les exige para Él un amor entero, completo, dominador. Pero nosotros juramos amar a Dios únicamente, buscar a Él sólo y, en cuanto a las criaturas, únicamente en Él. Le dijimos: «Señor, sois tan grande, poderoso y bueno, que sólo Vos podéis colmar las aspiraciones de mi alma y las necesidades más íntimas de mi corazón; por eso os quiero a Vos sólo, y vivir de Vos solamente».
Semejante acto de fe es sumamente agradable a Dios, y lo hicimos generosamente el día de la profesión monástica. Debemos vivir siempre a la altura de esta fe, y como se trata de algo harto difícil al corazón humano –por cuanto Dios en su naturaleza inmaterial está por encima de nuestras facultades–, para mantenernos en su amor necesitamos una ayuda objetiva, concreta y tangible. Dios conoce esta necesidad y la satisface mediante la Encarnación. El Verbo encarnado es Dios visible y viviente entre nosotros; y amándole a Él, amamos a Dios mismo. He aquí por qué debemos a Jesucristo un amor absoluto, ardiente e incesante.
¿Cómo manifestaremos este amor? Primeramente procurando conocer al Salvador y familiarizarnos con su persona, su obra y sus misterios. Todo lo que le pertenece debe interesarnos, y no para fomentar un conocimiento fríamente intelectual, sino para que sea origen de oración. Cuanto más le conozcamos en esta forma, tanto más nos aficionaremos a Él.
Al contemplar la persona y misterios de Jesús, debemos, ante todo, estar animados del sentimiento de admiración. Es, en efecto, un excelente modo de honrar los misterios de Jesús «estar delante de Dios con grande admiración y silencio, considerando sus bondades y obras maravillosas… En esta clase de oración, no se trata de tener muchas ideas, ni de grandes esfuerzos; estamos delante de Dios, nos admiramos de las gracias que ha derramado sobre nosotros; y repetimos, sin proferir palabra, cientos y cientos de veces, lo del salmista: Quid est homo? (Sal 8,5) ¿Qué es el hombre para acordarse de él? Y el alma se abisma admirando y reconociendo en silencio, mientras dura esta dichosa feliz disposición. Esta admiración es amor; porque el primer efecto del amor es admirar lo que se ama, mirarlo una y otra vez con complacencia, no querer perderlo nunca de vista.
Este modo de honrar a Dios lo tuvieron siempre los santos. Así, vemos a David exclamar: «¡Qué admirable es tu nombre! ¡Qué grandes e innumerables tus dulzuras!» Éste es también el cantar de los santos del Apocalipsis: «¿Quién no te temerá, Señor? ¿Quién no ensalzará tu nombre? Pues eres el solo santo». Después el alma enmudece por no saber cómo expresar la ternura, el respeto, el gozo que siente por Dios. «Hubo un silencio en el cielo por espacio de media hora»; silencio admirable, que no puede prolongarse en medio de nuestra vida tumultuosa y agitada» [Bossuet, Elévations sur les mystéres, XVIII semana, elev. 11ª].
A nuestro Señor le place este modo de honrarle en sus misterios. Él mismo nos dio ejemplo al «ensalzar con santo entusiasmo» y contemplar las divinas perfecciones de su Padre y sus maravillosos designios: «Manifestó un extraordinario gozo a impulsos del Espíritu Santo» (Lc 10,21).
En esto nos ayuda muchísimo la liturgia, pues es el mismo Espíritu Santo quien pone en nuestros labios las fórmulas más apropiadas para engrandecer y ensalzar a Dios. Las expresiones litúrgicas varían según los misterios, pero hay algunas que debemos recitar cada día y aun repetidas veces con fervor constantemente renovado, que es especialmente agradable a Dios: «Creo en ti, Jesucristo, Hijo del Padre, Dios de Dios, luz de luz, consubstancial al Padre y por quien todas las cosas han sido creadas; que por nosotros bajaste del cielo y te encarnaste… Que subiste a los cielos y estás sentado a la diestra de tu Padre; y cuyo reino no tendrá fin» [Credo de la Misa]. Santa Teresa escribe que, al recitar estas últimas palabras del Credo, «casi siempre me es particular regalo» [Camino de perfección, c. XXII, 1. Obras completas, ed. del P. Silverio, O.C.D.].
Podemos también entresacar del Gloria estas exclamaciones: «Gloria a ti, único Hijo del Padre; te alabamos, te adoramos, te glorificamos; tú, que borras los pecados del mundo, óyenos; tú que te sientas a la diestra del Padre, compadécenos, pues eres el solo santo, el solo Señor, el solo altísimo, Jesucristo con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre».
Bellas son también las alabanzas del Te Deum. «Eres el Rey de la gloria, Cristo, Hijo eterno del Padre; para librar al hombre bajaste al seno de una Virgen; vencida la muerte, abriste el reino de los cielos a los creyentes; estás sentado a la diestra de Dios en la gloria del Padre; creemos que vendrás a juzgarnos; concédenos a los que redimiste con tu sangre ser partícipes con los santos de tu gloria».
Otras veces nos dirigiremos al Padre. «Padre santo y justo, que dijiste: He glorificado al Hijo y de nuevo le glorificaré (Jn 12,28), manifestad siempre esta gloria que Jesús posee desde antes de la creación del mundo» (Jn 17,5). «Porque Él se anonadó hasta la muerte de cruz, ensalzad y glorificad más y más este nombre que le diste, que es superior a cualquier otro nombre, y haz que ante Él toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en los infiernos; que toda lengua proclame que tu hijo Jesús, Señor y Dios nuestro, vive y reina en tu gloria con vuestro común Espíritu» (Flp 2,7-11).
Todas estas alabanzas, cuando antes de pasar por los labios han pasado por el corazón, son otros tantos actos con los cuales expresamos nuestro amor a Jesús; y si frecuentemente los renovamos, conservan este amor en el alma.
Esta admiración y este amor los demostraremos prácticamente, gozándonos de estar con frecuencia en la compañía de Jesús. Cuando el corazón rebosa de amor a una persona, el pensamiento está siempre ocupado en ella. Ahora bien: nosotros encontraremos a Jesús en todas partes y siempre que queramos: en el oratorio, en el sagrario, en la celda, en el santuario de nuestra alma. Le contemplaremos como le vieron sus contemporáneos: como los pastores y los Magos en el Pesebre, como las gentes que le seguían por los caminos, como Marta y María en Betania, o los discípulos en el Cenáculo; encontraremos al mismo Cristo que hablaba a la Samaritana junto al pozo de Jacob y le decía: «¡Si conocieses el don de Dios!» (Jn 4,10); al mismo que curaba a los leprosos, que calmaba las tempestades; al mismo Jesucristo, Hijo del Padre, nuestro Salvador y Redentor, sabiduría y santidad nuestra. Lo encontraremos en la plenitud de su omnipotencia suprema, en la superabundancia infinita de sus méritos y satisfacciones, en la misericordia inefable de su amor.
Y este contacto que la fe establece entre él y nosotros aportará a nuestras almas ayuda, luz, fuerza, paz y alegría: «Venid a mí y os aliviaré» (Mt 11,28). Como es un amigo fiel, misericordioso y magnífico, nos acoge para llevarnos a su Padre y hacernos partícipes, entre santos y beatíficos esplendores, de su gloria eterna de Hijo único, objeto de las infinitas complacencias.
La señal más cierta de nuestro amor será que procuremos cumplir en todas las cosas su voluntad y la de su Padre: «Aquel –decía El mismo– que cumpla la voluntad de mi Padre es para mí como un hermano, una hermana, una madre» (Mt 12,50). Y en otro lugar: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (Jn 14,15). El que ama procura en todas las formas ser agradable al amado; y ¿cómo lo seremos a Jesús si no nos esmeramos en cumplir, con ardiente fervor, la voluntad del Padre, que es también la suya? Se encarnó para revelárnosla y darnos gracia para cumplirla; nada hay más grato a su Corazón que el poder decirle: «Yo siempre hago lo que os place» (Jn 8,29).
Al recibir, pues, todos los días en la comunión a Jesús, digámosle: «Señor Jesús, Verbo encarnado, en quien creo con todo el corazón: porque me has amado, a Ti me entrego de todas veras; pero, ¿qué podré darte que te sea grato?» Sin duda alguna que por respuesta el Maestro nos dirá que alabemos en Él y por Él al Padre, del cual procede todo don; que procuremos hacer la voluntad del Padre, en unión con Él, Hijo bendito del Padre; que reproduzcamos en nosotros los sentimientos que tuvo en la tierra de reverencia y amor a su Padre, de caridad a nuestros hermanos, y de aquella obediencia y humildad de que estaba llena su alma. No hay medio más seguro de agradar a Jesús que manifestarle el amor absoluto que Él solo merece.
Por este amor fervoroso, ferventissimo amore, seremos almas de celo ardiente, tal como las desea nuestro santo Patriarca. Consagrándonos con generoso ardor a este ejercicio, estaremos seguros de realizar el deseo expresado por san Benito al fin del capítulo del buen celo: «Que Cristo, objeto supremo de nuestro amor, nos conduzca a la vida eterna».