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Nuestro celo no debe limitarse a ejercerse con cada uno de los hermanos personalmente, porque vivimos en una sociedad cenobítica y por tanto es necesario que se extienda a toda la comunidad corporativamente tomada. Debemos amar a esta comunidad, a la cual estamos ligados por el voto de estabilidad. Pero amar es querer el bien [Santo Tomás, Sum. Theol., I, q. 20, a. 2]. Debemos, pues, desear y, en lo que de nosotros depende, promover el bien espiritual y también el material del monasterio, según los designios de la Providencia.
Podemos tener deberes especiales, por algún cargo confiado. Si la obediencia nos ha impuesto una función que cumplir en el monasterio, somos responsables ante Dios y el abad de la manera que la cumplimos. El verdadero celo en este punto consistirá en seguir puntualmente las instrucciones emanadas del jefe del monasterio, y con toda la perfección posible. Para ejercer este celo no hay límites, y puede exigir innumerables actos de abnegación, paciencia y sacrificio. Al cumplir exactamente dicha función debemos consagrarnos por entero, aunque absorba nuestra actividad y sea causa de muchas fatigas.
No nos ilusionemos con el falso misticismo de dedicar a la oración el tiempo que reclaman las ocupaciones del cargo. «Créanme –escribe santa Teresa– que no es largo tiempo el que aprovecha el alma en la oración; que cuando le emplea también en obras, gran ayuda es, para que en muy poco espacio tenga mejor disposición para encender el amor, que en muchas horas de consideración. Todo ha de venir de su mano» [Fundaciones, c. V, fin]. No pensemos que sólo por la oración nos acercamos a Dios; vamos en su busca y lo encontramos cuando cumplimos bien las obras que nos impone la obediencia en favor de nuestros hermanos.
Pero, aun cuando de oficio no tuviéramos nada que hacer, no nos faltarían infinitos modos de ejercitar el celo con la comunidad. ¿Cómo manifestar este celo?
Ante todo debemos amar a nuestro monasterio con un amor ardiente y constante, tanto que no nos permitamos nunca proyectar sobre él, especialmente fuera de casa, la más pequeña sombra, descubriendo ciertas imperfecciones que son patrimonio obligado de la miseria humana. Estas indiscreciones y maledicencias suenan mal, por otra parte, en los oídos de los interlocutores, ni más ni menos que nos repugna a nosotros escuchar a alguien diciendo mal de la propia familia.
Debemos, sobre todo, en el interior, cooperar con todas las fuerzas, cada uno por su parte, en hacer a la comunidad lo menos indigna posible de las complacencias divinas y cada vez más apta para servir a los intereses de Jesucristo y de su Iglesia; debemos evitar cuanto pueda ni remotamente, disminuir su fervor, amenguar su vigor espiritual y disminuir su irradiación sobrenatural; en una palabra, debemos guardar escrupulosamente cuanto se contiene en el código monástico. La experiencia enseña que las más pequeñas infidelidades en esta materia pueden conducir a grandes desastres.
Nada más lamentable que la decadencia de las grandes abadías, fundadas por santos, morada de almas muy gratas a Dios, que embalsamaron durante siglos los claustros con el aroma de las virtudes. ¿Cómo se arruinaron? ¡Instituciones tan vigorosas vinieron abajo de repente! Ciertamente, muchas veces circunstancias externas fueron causa de la ruina: guerras asoladoras, pestilencias que diezmaron las comunidades, revoluciones que destruyeron hasta sus muros, precipitaron estas caídas; empero, más de una vez la decadencia procedía del interior, venía preparándose de atrás. La ruina principia con ligeras faltas de disciplina; éstas después se hacen habituales, arraigan y se propagan; pronto se rompen los vínculos de la observancia, entra la relajación, y con ella el principio de la destrucción.
Conviene ser severos en este punto; no nos permitamos jamás infringir la menor observancia, por insignificante que parezca. Guardemos cuidadosamente y por amor, las tradiciones, las costumbres que dan al monasterio fisonomía propia. Es la mejor forma de celo que podemos ejercer dentro del monasterio, y es también principio de nuestra perfección.
Efectivamente, cuanto más atendamos a practicar la Regla y las observancias, más nos impregnaremos del espíritu del santo Patriarca, y realizaremos los designios de Dios sobre nosotros. Existe, en efecto, una relación muy real entre nuestra vocación especial a la orden de que formamos parte y nuestra santificación. El divino llamamiento manifiesta exteriormente los designios de Dios, y Él distribuye a cada uno sus dones en la medida en que el alma corresponde a la particular vocación a que fue llamada.
Pidamos frecuentemente al santo Patriarca que nos haga vivir su espíritu. Dios le colmó de dones singulares; pero los recibió como jefe y legislador, para derramarlos sobre aquellos que viven bajo su Regla y se esfuerzan en imbuirse del espíritu de la misma. En el Antiguo Testamento, las bendiciones de los Patriarcas eran, para sus descendientes, prenda de la protección del Señor. Así, las de los fundadores de las órdenes religiosas para todos los que siguen sus huellas deben ser fuente de celestiales favores. El Patriarca de los monjes extiende su amplia cogulla para proteger y guardar a cuantos se cobijan bajo ella, esperando que también un día correrán, en pos de él, aquella magnífica y luminosa vía que su muerte franqueó al subir al cielo [San Gregorio, Diálogo, l. II, c. 37].