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Las faltas de caridad son de dos clases.
Las hay de debilidad, completamente involuntarias: malhumor o impaciencia, palabras desagradables, discusiones demasiado vivas. El santo Patriarca las llama «espinas de escándalos». Estos ligeros rozamientos «son frecuentes» (RB 13), añade él, especialmente en comunidades algo numerosas. Tales faltas no son graves, porque generalmente son impremeditadas.
En tales ocasiones, cuando nos toque soportar estas actitudes molestas, no seamos susceptibles juzgando que se comete con nosotros un delito de lesa majestad. Si damos importancia a estos pequeños agravios, si pensamos continuamente en ellos, viviremos en continua turbación; mucho es ya tenerlos en consideración un solo instante. El santo Legislador quiere, como san Pablo, que nos perdonemos fácilmente estas pequeñas ofensas [«Perdonándoos mutuamente, siempre que uno diere a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros» (Col 3,13; Cfr. Ef 4,32)].
Quiere que el abad, como padre de la familia monástica, cante en el coro dos veces al día, íntegramente, en medio del oficio divino, el Pater noster, para que, «al pedir perdón a Dios de nuestras culpas, nos sintamos completamente dispuestos a perdonar a nuestros hermanos» (RB 13). Nuestro bienaventurado Padre quiere además «que nos reconciliemos, si hubiere alguna discordia, antes del anochecer» (RB 4).
Las otras faltas contra la virtud de la caridad, que pueden, con el tiempo, llegar a convertirse en graves por tratarse de faltas deliberadas, son las frialdades consentidas, los resentimientos conservados en el corazón, una prolongada indiferencia, y otros aspectos del mal, que san Benito enumera, para combatirlos, entre los instrumentos de las buenas obras: «No dejarse llevar de la ira; no guardar rencor; no tener dolo en el corazón; no dar paz fingida» (RB 4). No es necesario insistir para mostrar el peligro de culpas tan contrarias al espíritu de Jesús. Recordemos solamente que paralizan al alma e impiden el progreso espiritual. ¿Y de dónde proviene la magnitud del daño que con ellas se infiere a sí mismo? De que el objeto de nuestra frialdad de nuestro resentimiento, es el mismo Jesucristo. Si alguno me hiere en un ojo o en una mano, a mí mismo me hiere; al golpear uno de mis miembros, golpeáis a mi persona. Pues bien: san Pablo dice: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros unos do otros» (1 Cor 12,7).
Así habla la fe. ¿Vivimos nosotros de ella? ¿Tenemos siempre presente que cuanto pensamos, decimos o hacemos contra el prójimo, lo pensamos, decimos o hacemos contra el mismo Jesucristo? Si es débil nuestra fe, no vivimos de estas verdades; y entonces fácilmente ofendemos al prójimo y en éste al mismo Jesucristo.
Cuando un alma falta de este modo a la caridad, al recibir en la comunión a Jesús, no puede decirle: «Jesús mío, os amo con todo el corazón»; sería mentira; porque no abraza en el mismo afecto a Jesucristo y a sus miembros; no acepta completamente el misterio de la Encarnación; se queda en la humanidad individual de Cristo y rechaza la prolongación espiritual de la Encarnación, que es el cuerpo místico de Jesús. Así, pues, cuando comulgamos, debemos estar prontos a enlazar en el mismo abrazo de caridad a Cristo y cuanto a Él está unido; porque Él se da a nuestras almas en la misma proporción en que nosotros lo hacemos con nuestros hermanos. La Eucaristía es un sacramento de unión con Cristo y de unión entre las almas.
[«El símbolo de aquel cuerpo, en el cual Él (Cristo) es la cabeza y al que quiso que nosotros estuviésemos tan unidos por lazos estrechísimos de fe, esperanza y caridad, que todos formásemos con Él una sola cosa y no existieran cismas entre nosotros». Conc. Trid., ser. XIII, c. 2.].
Por esto es tan agradable al Señor el alma que se acerca a Él en la comunión, dispuesta a amar generosamente a sus prójimos; la colma de magníficos dones, y le perdona las faltas y negligencias que comete contra las otras virtudes, por el ferviente amor que siente por los miembros de Cristo. Se lo mostró el Señor a santa Gertrudis después de un acto de caridad al prójimo, análogo al que hemos contado más arriba. Durante la misa que seguía a los Maitines, vio la santa su propia alma adornada con piedras preciosas de admirable resplandor: era el premio de su caridad con una monja enferma.
No obstante, este adorno despertó en ella el sentimiento de su indignidad; se acordaba de algunas ligeras culpas que no había aún podido confesar porque el confesor vivía distante del monasterio; y como se afligiera por esto, antes de la comunión, le dijo Jesús: «¿Por qué te dueles de esas negligencias, cuando estás tan adornada del ornato de la caridad, que tapa la multitud de los pecados?» Ella respondió: «¿Cómo puedo consolarme de que la caridad cubra mis faltas, cuando me veo todavía manchada?» «La caridad –añadió el Salvador– no cubre sólo los pecados, sino también, como un sol ardiente, consume y destruye las faltas veniales; y más todavía, colma de méritos al alma» (o. c., l. III, c. 61).
[Nuestro Señor decía también a santa Matilde, compañera de santa Gertrudis: «Si alguno desea hacerme una ofrenda agradable, haga por no abandonar nunca al prójimo en sus necesidades y contratiempos, y por atenuar y excusar los defectos y faltas de los hermanos cuanto le sea posible. Yo prometo atender las peticiones del que obre así, y excusarle delante del Padre de sus faltas y negligencias. Me es tan grata esta oblación que me fuerza a pagar Yo mismo sus deudas contraídas con el prójimo». El libro de la gracia especial, IV parte, c. 7].
El Jueves Santo, después que el abad ha dado la comunión a los miembros de la familia monástica, los ángeles los contemplan a todos como formando en Jesucristo un solo cuerpo, porque como está cada uno unido a Jesucristo, el cual es único, formamos todos una sola cosa con Él. Realizamos así el deseo más íntimo del Verbo encarnado.
En efecto, en la hora suprema en que Jesús conversaba por última vez con sus Apóstoles, antes de empezar su dolorosa pasión y de inmolarse por la salvación del mundo, ¿cuál es el tema exclusivo de su discurso y el objeto principal de su oración? La caridad espiritual. «Un nuevo precepto os doy, como contraseña infalible de que sois mis discípulos»… «Padre, que estén unidos como tú y yo lo estamos… que estén siempre en la unidad» (Jn 13,34-35; 17,22.23). Éste es el testamento del corazón de Cristo.
También nuestro bienaventurado Padre, al terminar la Regla, nos deja como testamento magníficas enseñanzas sobre el celo. Después de reglamentar detalladamente nuestra vida, resume toda su doctrina en este breve capítulo. Y ¿qué nos dice? ¿Nos recomendará acaso la oración, la contemplación, la mortificación? Sabemos que de ninguna de estas cosas se ha olvidado el santo Patriarca; pero antes de terminar su larga vida llena de experiencia, en el momento de finalizar el código monástico que contiene el secreto de la perfección, nos habla especialísimamente del amor mutuo. Animado del mismo ardiente deseo de Jesús en su último día, quiere vernos «sobresalir en el amor fraternal» Ferventissimo amore exerceant, (RB, 72). Digno coronamiento de una Regla, que es un exacto reflejo del Evangelio.