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La vida de oración y de abandono en Dios es fuente del buen celo
Uno de los mejores frutos de la unión con Dios es mantener en el alma el fuego del amor, no solamente hacia Él, sino también hacia el prójimo; porque por el frecuente contacto con el amor sustancial, el alma se abrasa de ardor por los intereses y la gloria del Señor y por la extensión del reino de Cristo en los corazones. La verdadera vida interior nos liga tanto a las almas como a Dios: es fuente de celo. Cuando se ama de veras a Dios se desea verlo amado por todos: que «sea glorificado su santo nombre; que venga su reino a las almas, y que haga su voluntad» (Mt 6,9-10).
Quien ama a Dios de veras, siente profundamente las ofensas hechas al amado; desfallece a la vista de las iniquidades de los pecadores que traspasan la ley divina» (Sal 118,53); sufre al ver dilatarse el imperio del príncipe de las tinieblas, porque Satanás «anda alrededor, en vela, buscando presa que devorar» (1 Pe 5,8); inspira a sus cómplices un ardor incesante, un celo de odio contra los miembros de Cristo. También está devorada por el celo el alma que ama sinceramente a Dios, pero lo está de celo por la gloria de la casa del Señor: «El celo de tu casa me devora» (Sal 68,10; Jn 2,17).
¿Qué es, en efecto, el celo? Es un ardor que quema y se comunica; consume y se difunde; es la llama del amor o del odio manifestado en actos externos. El alma abrasada de santo celo se consagra sin descanso al servicio de Dios, y se esfuerza en servirle con todas sus fuerzas; y cuanto más ardiente es este fuego interno, más irradia al exterior. Está ella animada del «fuego que Cristo ha traído al mundo y que tan ardientemente desea que prenda en nosotros» (Lc 12,49).
Todo cristiano que ama de veras a Dios y a Jesucristo, que desea responder al deseo del Corazón del divino Maestro, debe estar animado de este celo; y deben estarlo especialmente aquellos quienes Jesucristo ha querido que participen de su sacerdocio. El sacerdote está llamado, por su función y dignidad, a trabajar más que ninguno por extender el reino de Cristo; convertido en pontífice, no merece plenamente este título si no se constituye en incesante mediador entre las almas y Dios.
Veamos, pues, las formas que debe adoptar el celo en el claustro, y primeramente el que debemos ejercitar con nuestros hermanos; porque, en efecto, si debemos ser celosos de la salvación del prójimo en general, hemos de reconocer en la «proximidad» espiritual cierta gradación. Nuestros prójimos son primeramente aquellos con quienes vivimos en comunidad de vocación y de vida. Para estar bien ilustrados en esta materia, leamos el magnífico capítulo en el cual nuestro bienaventurado Padre concretó en fórmulas lapidarias los medios con que debe manifestarse el celo. Consideraremos después sus varias manifestaciones fuera del claustro; y terminaremos indicando en qué hogar debe alimentarse el fuego del amor a las almas.