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Este espíritu de abandono es, en efecto, sumamente agradable a Dios y reporta frutos preciosos al alma; porque es un homenaje perfecto y continuo de fe, de esperanza y de amor; «es un complejo y reunión de actos de la fe perfecta, de la esperanza más sincera y del amor más puro y fiel» [Bossuet. Estados de oración, X, 18]. De aquí que sea tan verdaderamente agradable a Dios.
Hemos dicho que era un acto de fe. En efecto: es creer en la palabra de Dios, confiarse a Él, estar seguros de que oyéndole llegaremos a la santidad y abandonándonos a Él alcanzaremos la felicidad. Esta fe es fácil y cómoda en las horas de luz y de consuelos, cuando no tenemos que vencer ninguna dificultad se parece al caso de los que leen la narración de expediciones al polo Norte cómodamente sentados al calor del hogar. Mas cuando hay que enfrentarse con la tentación, con los sufrimientos, con las pruebas, en medio de tinieblas y ardides del espíritu, entonces abandonarse a Dios y abrazarse enteramente con su santa voluntad exige una fe robusta en su palabra; y cuanto más costoso es el ejercicio de esta fe, tanto más grato es a Dios el homenaje.
El abandono importa también un acto de confianza en la bondad y omnipotencia de Dios. Podrá parecer a veces que Dios no mantiene sus promesas, que fuimos engañados confiándonos a Él; mas esperemos pacientemente y digamos al Señor: «Dios mío, ignoro los caminos por donde me llevas; sin embargo, sé con certeza que, si no me aparto de Ti y cumplo con fidelidad cuanto me mandas, Tú cuidarás de mi alma y de mi perfección. Aunque anduviere en tinieblas y me pareciere todo perdido, nada temeré, pues eres fiel y estás conmigo» (Sal 22,4). Acto admirable, heroico, de confianza en Dios, sugerido por el espíritu de abandono, y que glorifica la omnipotencia de Dios y le arrebata, por decirlo así, sus favores.
Ejemplo memorable de esto tenemos en Abraham. Dios le había prometido una descendencia numerosa; sin embargo, el Patriarca raya en una extrema vejez, todavía sin hijos. Pero, como dice san Pablo, panegirista de la fe y confianza del padre de los creyentes, «espera contra toda esperanza, con fe inquebrantable, sin considerar que su cuerpo estaba ya decrépito, pues tenía ya cerca de cien años y Sara estaba fuera de la edad de procrear, no duda, con todo, ante la promesa del Señor, antes bien reaviva su fe y glorifica a Dios, persuadido de que Dios es bastante poderoso para cumplir su promesa. Por eso su fe fue para él fuente de justicia delante de Dios» (Rom 4,18-2). Y cuando Isaac ha crecido, Dios le manda que se lo sacrifique sobre un monte; y obedece sin murmurar, sin quejarse y sin preguntar: ¿Qué posteridad se me asegura si he de sacrificar a mi único hijo? No; se abandona a Dios, a sus inescrutables designios, convencido de que es capaz de realizar sus promesas a pesar de las contrarias apariencias: «Creyó contra toda esperanza». ¡Cuánta gloria no daba a Dios con este pleno abandono! Así le recompensó el Señor conservándole a Isaac y cumpliendo las magníficas promesas que le hiciera: el padre de los creyentes tuvo, en efecto, una descendencia tan numerosa como las estrellas (Heb 11,8-19)
El abandono encierra, además y sobre todo, un amor profundo y sincero: es la prueba suprema del amor. Observemos lo que en el mundo hacen las jóvenes esposas. Lo corriente es que ignoren lo que en el porvenir les espera, y no obstante, lo dejan todo por aquel a quien aman. Este sentimiento honra al esposo, el cual se ufana de tal confianza. ¿Cuál es el motivo de esta confianza? La admiración, el amor, aunque el objeto de estos sentimientos no es sino una pobre criatura que puede defraudar sus esperanzas.
Sí; este abandono de la esposa, que deja patria y familia para seguir a un hombre que ayer le era desconocido, es absoluto. Pero este abandono tan admirable dista mucho de ser tan motivado como el nuestro. Nosotros conocemos de muy atrás, desde el primer alborear de nuestra inteligencia y corazón, al Amigo a quien nos confiamos, y de Él tenemos recibidas abundantísimas pruebas de amor; es un Dios que no puede engañarnos, la Sabiduría misma, poder ilimitado y ternura infinita. ¿Quién de nosotros no podrá apropiarse las palabras de san Pablo: «Sé a quién me he confiado»? (2 Tim 1,12).
El amor que el abandono supone es tan grande, que glorifica perfectamente a Dios. Es como decirle: «Yo te amo tanto, Dios mío, que nada quiero fuera de Ti; quiero conocer y cumplir solamente tu voluntad, y depongo la mía ante Ti, para que sólo Tú me dirijas; acepto la iniciativa de tu dirección en toda mi conducta; y si me dejaras escoger entre tus gracias, si me dejaras arreglar las cosas como mejor me pluguiere, te diría: No, Señor, prefiero abandonarme a Ti, para que dispongas de mí enteramente, lo mismo en los acontecimientos de mi vida natural, que en las etapas de mi peregrinación a Ti; para que lo dispongas todo según tu beneplácito, para tu gloria. Una cosa deseo solamente: que todo en mí se sujete a Ti; a Ti y a todos los que ocupen tu lugar; y esto cualquiera que sea tu voluntad; así me conduzca por un camino sembrado de flores o, por el contrario, en medio de sufrimientos y tinieblas».
Propio es tal lenguaje de un amor perfecto. Así, el espíritu de abandono que se nutre de semejantes disposiciones de amor y complacencia en Dios y por ellas regula toda nuestra conducta, es también la fuente del homenaje continuo de nosotros mismos a la sabiduría y al poder divino.
Cuéntase de santa Gertrudis que, en los últimos días de su vida, «una fiebre abrasadora la retenía acongojada en su lecho. El divino Esposo se dignó una noche aparecérsele, llevando en su mano derecha la salud y en la izquierda la enfermedad, y tendiendo ambas manos hacia la santa: “Escoge –le dijo–, querida mía”. Mas Gertrudis, apartando las divinas manos, se abalanzó hacia el sagrado Corazón, y en Él se cobijó, porque no deseaba sino cumplir el beneplácito divino.
«Jesús la dejó dulcemente descansar en su seno, y ella, así reclinada, “Ve, Señor –dijo– que oculto el rostro, para mostrarte lo que anhelo con todo el corazón; que es no tener nunca en cuenta mi voluntad, sino verte realizar siempre y en todas partes, en todo cuanto me atañe, tus adorables designios”. Satisfecho Jesús de tan perfecta generosidad, se abrió el corazón con ambas manos y le dijo: “Por cuanto tú apartas el rostro de mí, para manifestarme tu abnegación sincera, yo quiero derramar en tu corazón la suavidad y delicias que se desbordan del mío”» [Dom Dolan, Sainte Gertrude, sa vie intérieure, c. XXIII, Les joies de la souffrance, pág. 248.].