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4. Es virtud especial para momentos de prueba

Especialmente en las jornadas de tedio, de enfermedad, de impaciencia, de tentación, de aridez espiritual y de prueba; en las horas angustiosas de terrible ansiedad, es cuando este abandono se hace más agradable a Dios.
Más de una vez habremos advertido esto: hay una serie de sufrimientos, humillaciones y penas previstas por Dios para los miembros del cuerpo místico de Cristo «a fin de completar lo que falta a la pasión de su Hijo» (Col 1,24). Para llegar a la perfecta unión con Jesucristo conviene aceptar la parte del cáliz que Él nos presenta a gustar después de haberlo Él bebido: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24).
Nuestro Señor conocía la angustiosa carrera que el Padre le trazara; mas no titubea en aceptarla, para cumplir la voluntad divina: «Heme aquí, Padre; en medio de mi corazón está la ley de sacrificio, y la acepto por amor tuyo». Jesucristo, Verbo divino, Sabiduría eterna, preveía también la parte que nos correspondía en su Pasión; y ¿qué puede haber mejor para nosotros que abandonarnos con Él al Padre, para aceptar esta participación en los sufrimientos y humillaciones de su Hijo Jesús? «Padre, acepto todos los padecimientos, todas las humillaciones que me enviéis, las enfermedades que tenga que soportar, las obediencias que me impongáis: todo por vuestro amor en unión de vuestro Hijo amadísimo».
Si siempre tuviésemos estas disposiciones internas, sin detenernos en las causas segundas, sin inquirir en las contrariedades murmurando: «¿Por qué sucede así? ¿Por qué me tratan de este modo?», sino elevándonos hasta la voluntad suprema que todo lo permite, sin cuyo beneplácito nada sucede; si nosotros, desligándonos de la criatura, «con el corazón en alto», sursum corda, no viésemos más que a Dios y nos abandonásemos a Él, nuestra vida sería siempre tranquila.
Una gran monja, la beata Bonomo, escribía a su padre en ocasión en que era objeto de graves persecuciones de parte de un confesor poco ilustrado: «Yo digo al Señor: Todo viene de Ti, nada me turba; hágase tu voluntad. Todo lo dejo pasar como el agua que retorna al mar; ya que las cosas son de Dios, a Dios las devuelvo al momento; así vivo en paz. Cuando me asalta la tentación, me pongo en manos de Dios, en espera de su luz y su ayuda, y así todo me sucede bien. Vuestra Señoría no se inquiete por mí, aunque sepa que estoy enferma o angustiada; porque desconozco lo que es turbación, porque todo es amor, y sólo temo una cosa: morir sin sufrir» [Dom du Bourg, La Bienhereuse J. M. Bonomo, moniale bénédictine, pág. 134].
Tal estado de ánimo exige una fe robusta y generosa. Si supiésemos escuchar la voz del Señor que nos dice: «Yo, que conozco los secretos divinos, que veo todo lo que hace el Padre, os aseguro que ni un cabello de vuestra cabeza cae sin el permiso de vuestro Padre celestial. Salomón, con toda su gloria, no se vistió tan espléndidamente como los lirios del campo; los pájaros no siembran ni hilan, y el Padre no los deja sin sustento. Y vosotros, con un alma inmortal, que sois precio de mi sangre, ¿creéis que Dios os olvida? Hombres de poca fe, ¿qué teméis? Todos los sufrimientos, humillaciones y contrariedades que puedan asaltaros, todo viene de vuestro Padre, que sabe lo que más os conviene. Él conoce los caminos, los rodeos que deben llevaros a la felicidad; sabe cuál es la forma y la medida de vuestra predestinación. Abandonaos a Él, que es Padre bueno y sabio y quiere conduciros a la unión más íntima con Él».
No nos inquietemos, pues, por los padecimientos, las tentaciones y las desolaciones que nos aflijan; esforcémonos por «soportar a Dios» (Sal 26,14; RB 7); esto es, aceptemos cuanto exija de nosotros. El Padre es «como un viñador que poda la vida –ha dicho Jesucristo– para que produzca mayor fruto» (Jn 15,2). Quiere dilatar nuestra capacidad; quiere que palpemos nuestra flaqueza e insuficiencia, para que, convencidos de nuestra impotencia para orar, trabajar y avanzar, depositemos en Él toda nuestra confianza. Pidamos únicamente mantenernos dóciles, generosos, fieles: «Obra varonilmente» (Sal 26,14); ya llegará la hora en que, hallándonos vacíos de nosotros mismos, «Dios nos llenará de su propia plenitud» (Ef 3,19).
Una de las prácticas más importantes y fecundas de la virtud de abandono es recurrir inmediata y constantemente a Dios nuestro Señor en las penas y tribulaciones, para confiárselas.
Cuéntase de santa Matilde que, en horas de aflicción, se acogía a Jesús y se abandonaba a Él con una sumisión completa [Libro de la gracia especial, II parte, c. 8]. El mismo Jesucristo le había enseñado a hacerlo así: «Si alguno desea hacerme una ofrenda de mi agrado, procure en las tribulaciones no buscar refugio sino en mí; con nadie se lamente de sus penas, sino que me confíe todas las inquietudes que atormentan su pobre corazón. Nunca abandonaré a quien de tal modo obrare» [Ibid., IV parte, c. 7].
Muy conveniente es que nos entreguemos de este modo al Señor, que le confiemos cuanto nos atañe: «Descubre al Señor tus caminos», esto es, tus pensamientos, tus preocupaciones, tus angustias, «y Él te guiará» (Sal 36,5). ¿Qué hace la mayoría de los hombres? Se refieren a sí mismos o refieren a los demás lo que les pasa; y ¡cuán pocos son los que acuden a los pies de Jesús, a exponerle sus cuitas!; Y, no obstante, ¡qué agradable sería a Dios esta oración, y qué de bienes no reportaría al alma!
Consideremos qué hace el Salmista, el cantor inspirado por el Espíritu Santo: expone a Dios cuanto le sucede, le manifiesta las dificultades en que se encuentra, los agravios de que es objeto por parte de los hombres, las angustias que acongojan su corazón: «Atiende, Señor, mis tristezas, miserias y padecimientos. ¿Por qué son tantos los que me atormentan?» (Sal 3,2)… «Mírame, Señor, y ten piedad de mí, porque estoy abandonado y en la miseria; se han aumentado las angustias de mi corazón; sálvame de la tribulación (Sal 24,16-18). Inclina, Señor, tus oídos a mis ruegos y apresúrate a ayudarme… Hazte mi fortaleza y mi salud (Sal 30,3.)… Señor, estoy abatido y reciamente atormentado, y la turbación amenaza mi corazón y rae arranca gemidos de dolor (Sal 37,9)… ¡Señor!, no apartes de mí tu misericordia, porque me veo rodeado de males… soy pobre e indigente, pero el Señor tendrá cuidado de mí» (Sal 37,12-13.18).
Debemos confiar a Dios todas las contrariedades, así provengan de los hombres como del demonio; así vengan de nuestra misma naturaleza caída como de contingencias. Tomemos ejemplo de la propia experiencia. ¿No es verdad que cuando abrimos nuestro corazón a otros hombres, al primero que encontramos al paso, o pensamos a solas en nuestras dificultades, especialmente las que provienen de la obediencia, nos sentimos débiles, enervados y cada vez con el corazón más vacío?
Por el contrario, cuando acudimos a Dios, exponiendo «aquellas quejas respetuosas que un dolor resignado deposita ante su Majestad para dejarlas morir a sus pies» [Bossuet], o se las confiamos a quien le representa cerca de nosotros, encontramos fuerza, luz y paz. Podremos, ciertamente, abrir el corazón alguna vez a un amigo fiel y discreto; pues de la misma suerte lo hizo Jesús, modelo de todas las virtudes, en el huerto de los Olivos, cuando confió a los Apóstoles las supremas angustias que embargaban su corazón: «Mi alma está triste hasta la muerte» (Mt 26,8). Esto nos está permitido; pero mendigar de la criatura lo que no puede darnos es quedarse con el corazón completamente vacío y desolado.
[«El amor –escribe san Francisco de Sales– permite perfectamente que nos quejemos y digamos todas las lamentaciones de Job y de Jeremías; mas a condición de que siempre en el fondo del alma y en la suprema extremidad del espíritu se produzca el asentimiento» (Amor de Dios, IX, capítulo 3, y carta 391). Y el santo obispo nos reprocha si «no cesamos de lamentarnos, porque nunca nos parece encontrar número bastante de personas para oír nuestras quejas y escuchar al detalle nuestros dolores» (Entretiens, XXI). Puede verse también Lehodey, Le saint abandon, I parte, c. 9].
No hay, en cambio, luz ni fortaleza alguna que no podamos encontrar en Jesucristo, pues es el amigo más seguro; es, como decía Él a santa Matilde, «la fidelidad por esencia» [El libro de la gracia especial, III parte, c. 5. Especialmente merece leerse toda la última parte del capítulo; en ella demuestra Nuestro Señor a la esclarecida monja en qué alto grado el abandono y la confianza le son agradables].
Digámosle, pues: «Mi Señor Jesús: a Ti vengo con esta pena, esta dificultad, esta aflicción; la uno a los sufrimientos que padeciste en el huerto de Getsemaní, y me abandono a ti, en la confianza de que aceptarás este sacrificio en expiación de mis culpas». «Mira mi humildad y mis trabajos y perdóname todos mis delitos» (Sal 24, 18). «Me darás, en cambio, fuerza, constancia y alegría». Nuestra esperanza no se verá fallida, pues de Jesucristo, al que nos unimos, «emana una virtud para curar toda herida» (Lc 6,19). En efecto, escribe santa Teresa: «Miraos a Él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores, por consolar los vuestros, sólo porque os vais con ti a consolar, y volvéis la cabeza a mirarle» [Camino de Perfección, c. XXVI].
Una vez más experimentaremos cuán provechoso es al alma tener siempre fija la mirada en este divino modelo. ¿No es Él, por ventura, el perfecto ejemplar del abandono?
Cuando el Precursor anuncia su venida al mundo, ¿con qué palabras le designa? «He aquí el cordero de Dios» (Jn 1,29). Y ¿cuál es la característica del cordero? Dejar que hagan con él lo que quieran, dejarse inmolar sin resistencia. Ésta era, por otra parte, la imagen del Mesías que Isaías había señalado. Y ¡con qué exactitud la realizó! Desde el primer instante de la encarnación, se abandona totalmente a la voluntad y a los deseos del Padre: «Heme aquí, para cumplir tu voluntad» (Heb 10,9). He aquí la primera palpitación de su corazón sagrado; no se trata de una simple expresión de obediencia, sino de un grito, de un acto de abandono a todas las humillaciones y sufrimientos que le esperan; acto que jamás retractará y cuyo fulgor exterior especialmente adorable en su Pasión: «Padre, aparta de mí este cáliz, si es posible; no se haga, empero, mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39).
¿Cuál es su actitud al entregarse a los verdugos?: «No aparté mi cara de las heridas y salivazos» (Is 1,6). Es insultado, abofeteado y escarnecido, y no rehúye estos tratamientos, de los cuales es objeto Él, Sabiduría eterna y autor de todas las cosas. «Jesús guardaba silencio» (Mt 26,63); callaba, como calla el cordero ante quien le trasquila (Is 53,7; 1P 2,23). Pero en lo íntimo de su alma, ¡qué plegaria más sumisa al Padre!, ¡qué abandono tan completo de sí mismo a la justicia y al amor! Sus últimas palabras en la cruz fueron un verdadero grito de abandono: «Todo se ha cumplido… En tus manos, Señor, pongo mi alma».
He aquí nuestro modelo. «Cristiano –dice admirablemente Bossuet–, imita a este Dios; adora principalmente los designios del Padre, ora te acongoje o te consuele, ora te corone o te aflija: adora, abraza su santísima voluntad. ¿Con qué espíritu? ¡Ah!, en esto está la perfección: con el espíritu del Verbo encarnado, con un espíritu de gratitud y complacencia… Que sea una conformidad, un consentimiento, una aquiescencia eterna, un “sí” eterno, por decirlo así, no de la boca, sino del corazón … Pero precisamente al presentarse cosas duras, penosas, humillantes, es cuando este “sí” deberá salir del fondo del corazón y cuando la mirada deberá fijarse en Cristo clavado en cruz. Entonces –continúa el gran orador – imita, oh cristiano, al Hombre-Dios, nuestro modelo y ejemplar, que, con todo y verse abandonado, hasta el punto de exclamar con amargura: “¿Por qué me habéis desamparado?” (Mt 27,46), en un esfuerzo supremo se arroja en los mismos brazos que le rechazan: “Padre, en vuestras manos encomiendo mi alma” (Lc 23,46).
«De la misma manera obstínate, cristiano, obstínate santamente aunque te veas rechazado, en echarte con confianza en las manos de Dios; en estas mismas manos que fulminan contra ti sus rayos; en estas mismas manos que te rechazan para atraerte más intensamente. Si tu corazón no te basta para llevar a cabo semejante sacrificio, toma el corazón de un Dios encarnado, de un Dios afligido, de un Dios abandonado, y, con toda la fuerza de este divino Corazón, piérdete en el abismo del santo amor. ¡Ah!, en este perderte consiste tu salvación; en esta muerte hallarás tu vida» [Sermón para la fiesta de la Anunciación, Oeuvres oratoires, ed. Lebarg, t. IV, págs. 190-192].