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Este espíritu de abandono se encuentra en su más alto grado en la práctica de la Regla benedictina.
Toda vida religiosa conduce al alma fiel a esta unión constante de su voluntad con la divina, unión que constituye uno de los principales elementos del abandono; pero este abandono se realiza particularmente y de modo singular en la vida que nos exige nuestro santo Legislador. El concepto que se forma de la pobreza, de la humildad, de la obediencia y del espíritu de religión, conduce al alma dócil por un camino muy seguro a desasirse de la criatura y de sí misma para que no espere ningún bien sino de Dios y se entregue a Él.
Recordemos lo que exige en materia de pobreza. ¡Cuán radical se muestra san Benito en esta virtud, que nos despoja de las criaturas! Comienza por formular el principio de que «el monje no tendrá nada propio, ni el mismo cuerpo» (RB 33); y en este despojarse de todo hace consistir precisamente el abandono: «El monje debe esperarlo todo del abad, padre del monasterio» (RB 33). La práctica de la pobreza monástica es, como hemos intentado demostrar, una forma muy elevada de la virtud de la esperanza, sin la cual no existe el abandono.
La humildad, por su parte, ¿no es como una escalera que ayuda a progresar en la virtud del abandono? (RB 7). Sus diversos grados son actos cada vez más amplios de abandono a la voluntad divina. Ya hemos visto que su raíz está en la reverencia que debemos a Dios, «Padre de majestad inmensa». Esta reverencia a Dios, dueño supremo de todas las cosas, fuente y principio único de todo bien, nos mantiene en una sumisión habitual a todo lo que Dios quiere. Por consiguiente nos fuerza a desechar lo que le desagrada; a buscar constantemente su voluntad; a abandonarnos a esta voluntad en la persona del superior (los tres primeros grados); aun si nos manda cosas arduas y dificultosas y encima somos injuriados, como dice el cuarto grado, en el cual el abandono llega hasta el heroísmo, puesto que hay que aceptarlo todo «en silencio», «como víctimas destinadas al degüello».
Deberemos llevar el abandono hasta manifestar los secretos del corazón a quien hace las veces de Dios (quinto grado); contentarnos con las cosas últimas, ejercitarnos en los trabajos más viles, porque nos consideramos indignos ante Dios y los hombres (sexto y séptimo grados). Este reconocimiento de los derechos de Dios, ¿no es acaso la razón profunda del abandono total y de este desasimiento completo de sí mismo? Cada grado de humildad es un paso más en la carrera del abandono, porque la humildad no se acrecienta sino por la fe y la esperanza en Dios; a cada grado de virtud interna, el bienaventurado Padre promete una correspondencia especial de la divina gracia. ¿No hemos visto cómo, según él, se completa la humildad con la invencible confianza en los méritos de Cristo que la gracia nos comunica? A Dios corresponde, por consiguiente, dirigirnos por su voluntad, por la de la Iglesia, por la de nuestros superiores y por la de los acontecimientos; a nosotros toca cumplir esta voluntad cada vez que se nos manifiesta, fiados en Dios, seguros de que «arribaremos infaliblemente a la caridad perfecta»… Esta es la finalidad de la ascética de la humanidad.
Lo mismo sucede con la obediencia, tal como la entiende san Benito. El monje ingresa en el claustro, no para realizar determinada labor, para ocuparse con preferencia en una obra particular: viene al monasterio para seguir a Cristo en obediencia «desprendiéndose de cuanto le pertenece» (RB 5). El monje fiel al espíritu de la Regla se «abandona» enteramente mediante la obediencia, cede a Dios su voluntad, diciendo: «La deposito en vuestras manos: de hoy en adelante no haré más que escucharos». Obrar así es seguir a Aquel que es por esencia principio de todas las cosas; es querer ser conducido por la sabiduría eterna.
Y el espíritu de religión, ¿qué es sino el movimiento del alma que se abandona hasta llegar a la adoración?…
Este acto de abandono hicimos el día de nuestra profesión religiosa, que es la expresión más perfecta de nuestro total abandono en Dios. Por eso la vida interior del monje fiel a sus votos, se desarrolla infaliblemente en este espíritu de abandono, del cual provienen al alma innumerables bienes.
Y es que, en efecto, la acción de Dios, fuente de toda santidad, se ejerce soberanamente en un alma que se entregó así, sin reservas. La Regla que prometimos observar es como un engranaje sagrado y bienhechor; cuando el alma se introduce en este engranaje, sale de él triturada en sus partes malas, pero libre de toda esclavitud y sumamente agradable a Dios. Lo dice claramente el santo Legislador al fin del capítulo de la humildad. Después de guiar al discípulo, tras sucesivos desprendimientos, al último grado de la abnegación, deja ya de dirigirle; le abandona a la acción del Espíritu Santo que se complace en hacer de aquella alma completamente libre lugar de sus delicias, y la conduce, si le place, a la perfección más sublime, a las cumbres de la contemplación, pues de ella puede decirse que no tiene otra vida que el amor (RB 7).
Queda, pues, expuesto cómo san Benito conduce a las almas al espíritu de abandono. No lo considera como un estado negativo de inmovilidad o indiferencia mal entendida. Para llegar a él, el alma trabaja en deshacerse de las trabas que encuentra, y en mantenerse fielmente en esta disposición fundamental de humildad y sumisión a la gracia; acepta todos los divinos deseos, por contrarios y dolorosos que sean a sus gustos, pero con ello ha cumplido toda su misión; entonces, sólo de Dios espera, con una confianza y fe inquebrantables, lo que necesita para llegar a Él, fiada en su palabra, en su poder, en su bondad y en los méritos de Jesucristo. Tal estado de abandono es el fruto más sazonado y sabroso de la humildad y de la obediencia, sobre los cuales asentó el santo Patriarca el edificio de nuestra vida interior.