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El espíritu de abandono es una de las más puras formas del amor
La finalidad de la vida del monje es «buscar a Dios»: «si de veras busca a Dios» (RB 58), y tender a este objetivo sin desmayos es lo que juramos el día de la profesión. Por este fin lo abandonamos todo; por él hemos hecho grandes sacrificios. Al igual de san Pedro podemos repetir: «Todo lo hemos dejado por seguirte» (Mt 19,27).
El amor fue el móvil de este sacrificio y de esta renuncia por el cual vamos en pos de Cristo y le decimos: «Oh Señor: Tú me llamas y heme aquí: yo creo que eres tan grande, poderoso y bueno, “que no será defraudada mi esperanza en Ti”; que harás que en Ti encuentre la fuente de la felicidad y “de toda vida”» [Oración tomada del Salmista, y que san Benito mismo hace cantar tres veces al novicio en el momento de la profesión monástica]. Con esto hicimos un acto de fe en Jesucristo: lo dejamos todo, persuadidos de que todo lo encontraremos en Él, y por medio de Él a Dios. La fe es ya por sí sola un acto de abandono de todo nuestro ser a la palabra, a la Verdad, que es Jesucristo, el Verbo encarnado; y nuestra vida monástica no será más que este mismo acto de fe, de abandono indefinidamente prolongado.
Este acto tiene su consagración oficial en la ofrenda que hicimos de nosotros mismos el día de la profesión religiosa; y si nuestra vida se mantiene siempre en el mismo espíritu de abandono que aquel día nos animaba, será verdaderamente monástica y grata a Dios. Las virtudes de que hasta aquí hemos tratado: la pobreza, la humildad, la obediencia y el espíritu de religión y de oración, son como frutos de la profesión monástica; su práctica es la consecuencia lógica del acto por el cual nos entregamos totalmente a Jesucristo bajo la Regla de san Benito; y de ella deriva, como de una fuente, toda nuestra perfección benedictina.
Esta donación por los votos no puede llamarse verdadera, sincera y completa, si no se mantiene después durante toda nuestra existencia con la práctica de las virtudes de desprendimiento, reverencia y sumisión, que, para ser vitales y fecundas, deberán nutrirse del abandono amoroso que informó nuestra donación.
Toca, pues, ahora hablar de este espíritu de abandono: no sólo explica la razón de nuestra vida –porque, constituyendo la esencia de la profesión monástica, debe informar todos los actos que se derivan de ella–, sino que además comunica a estos actos la suprema fecundidad.
El abandono es, en efecto, una de las formas más puras y absolutas del amor; es la culminación del amor; es el amor que da sin reservas todo nuestro ser con sus energías y actividades a Dios, y nos convierte en holocausto verdadero; cuando este espíritu informa toda la vida de un monje, podemos llamarle santo, porque la santidad no es otra cosa que la conformidad de todo nuestro ser con Dios; es el amén con que responde todo nuestro ser con sus facultades a los derechos de Dios; es el fiat amoroso por el cual la criatura acepta siempre e íntegramente los divinos deseos: y lo que nos hace responder amén, pronunciar el fíat, lo que entrega, en una donación perfecta, el ser a Dios, es el espíritu de abandono, que en sí resume juntamente la fe, la esperanza y el amor.
Intentaremos indicar los fundamentos de este espíritu de abandono, presentarlo como una de las características de la vida interior, según enseña san Benito, mostrar a continuación cómo debe practicarse y ver los excelentes frutos que produce en el alma.