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5. Cómo el «opus Dei» es fuente pura de fecunda luz

Como nuestros antepasados, encontraremos nosotros también en el oficio divino una fuente inagotable y límpida de iluminación, muy fecunda para la vida interior. Si recitamos debidamente el oficio divino, el Espíritu Santo, inspirador de los salmos y ordenador con la Iglesia del culto, nos infundirá poco a poco un conocimiento profundo y lleno de unción, de las perfecciones divinas y de los misterios de Cristo; un conocimiento más fructífero que el que podemos lograr con estudios y razonamientos; el Espíritu Santo ilustra con su luz divina tal verdad, tal palabra o tal paso de la vida de Cristo, imprimiéndola en el alma con rasgos imborrables.
Es éste un conocimiento del todo celestial, sobrenatural y suavísimo, que nos llena de humildad y confianza; e iluminada así el alma de divinos resplandores, se anonada en presencia de Dios y se abandona enteramente a su santa voluntad. El Espíritu Santo, como se ha dicho justísimamente, «sugiere actitudes de almas sinceras»[ Cfr., Dom Besse, Les mystiques bénédictinis. Véase también Dom Festugière, l. c., pág. 86.], actitudes interiores que colocan a las almas ante Dios en la plena verdad.
Como es sabido, los textos sagrados no son obra humana: nos vienen del cielo; y únicamente el Espíritu Santo que los inspiró puede darnos a comprender su profundo significado, como sólo Él puede hacernos comprender, como dice el mismo Cristo, las palabras salidas de los labios del Verbo encarnado, las acciones realizadas y los misterios vividos por la santa humanidad del Salvador: «Él os enseñará todas las cosas y os recordará cuantas cosas os tengo dichas» (Jn 14,26). El Espíritu Santo presenta al alma estas verdades en una luz divina, y pasan a ser entonces para nosotros elementos de nuestra propia vida, sin necesidad de raciocinio.
La vivacidad pasajera de la primera impresión se desvanece, ciertamente; pero la verdad ha sido percibida profundamente, y queda en el alma como principio vital: «Las palabras de Cristo son espíritu y vida» (Jn 6,63). El oficio divino es un verdadero granero, «promptuarium», celestial, que Dios mismo preparó; los que lo recitan devotamente abundan en luces del Espíritu Santo, y después de algunos años se encuentran con un hábito de oración. El novicio que oye por primera vez afirmar este hecho, falto de experiencia, puede sorprenderse; pero, si es fervoroso, aprenderá por sí mismo, y muy pronto, hasta qué punto el asiduo y cotidiano recitar la palabra inspirada es un medio fácil y seguro de conversar con Dios.
¿Cómo, en efecto, «el alma preparada y formada por el Espíritu divino, no ha de poder, mejor que cualquiera si, vuelta al silencio, lleva consigo, cual la abeja, el néctar de tantas flores? ¿Cómo pudiera desconocer el lenguaje con que debe hablar a su Dios, si torna a sus ocupaciones impregnada del Verbo divino? ¿Es acaso la contemplación, en su forma más elevada, otra cosa que el desenvolvimiento de las bellas afirmaciones que nos ofrece la oración de la Iglesia?
Si el alma pretende dialogar con Dios en lenguaje humano, ningún otro modo más exacto encontrará de expresar la verdad contemplada, que aquellas expresiones de la liturgia, que lo mismo se prestan a los primeros balbuceos del alma que busca a Dios, que a las arrebatadoras efusiones de quien ya lo posee» [La vie spirituelle et l’oraison d’aprés le sainte Escriture et la tradition monastique, c. X (edición de 1899, pág. 150). Esta obra, debida a la R. M. Bruyère, abadesa que fue de santa Cecilia de Solesmes, es excelente en todos sus aspectos].
Si examinamos las cosas con los ojos de la fe y a la luz sobrenatural, veremos lo bien fundamentada que está esta doctrina. La oración no tiene otro objeto que unirnos a Dios, para cumplir su voluntad; si no alcanza este objetivo, no será más que una distracción de la mente, una vana fantasmagoría del alma. Ahora bien; ¿cuál es «la voluntad de Dios»? «Nuestra santificación», dice san Pablo (1 Tes 4,3).
Pero el mismo apóstol nos repite en distintas formas que nuestra santificación es de orden sobrenatural, que sólo Dios ha creado este orden y dispuesto los medios de realizarlo en nosotros, y que esta santificación consiste toda en imitar a Jesús y reproducir sus rasgos. El Padre no tiene acerca de nosotros otra voluntad; tanto es así que la «forma misma de nuestra predestinación» –y la santidad no es más que la realización de esta predestinación en su plenitud– consiste en «nuestra conformidad con el Hijo de Dios» (Rom 8,29). La vida de oración debe, pues, tender a formar en nosotros a Cristo, para que podamos decir verdaderamente: «Vivo yo, mas ya no yo, que es Jesucristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
Ahora bien, el mejor modo de «reproducir en nosotros a Cristo» (Gál 4,19) es contemplarlo en sus misterios, participar en ellos y sacar de ellos la virtud de imitarle. El alma que sigue paso a paso a Jesucristo como lo presenta la Iglesia, llegará infaliblemente a reproducir en sí el carácter (en el sentido profundo de la palabra) de Jesucristo. La Iglesia, en su liturgia, está dirigida por el Espíritu Santo, el cual, no sólo nos ilumina y esclarece los misterios de Jesús, sino también delinea en nosotros, pues es «el dedo de Dios» [Himno Veni Creator], los rasgos de Cristo.
San Pablo dice que sin la ayuda del Espíritu Santo no podemos ni pronunciar el nombre de Jesús (1 Cor 12,31); pues con más razón seremos incapaces, sin el auxilio de este divino artista, de reproducir en nosotros las líneas del divino modelo, que es la forma de nuestra predestinación y el ideal de nuestra perfección. Almas hay que a costa de grandes y constantes esfuerzos crean en sí mismas el carácter humano y las virtudes naturales; empero para el carácter divino, para grabar en nosotros los rasgos sobrenaturales, únicos que son agradables a Dios, se requiere la acción del Espíritu Santo, y esta acción se ejerce sin cesar en la liturgia.
Así, pues, una vida de oración que es como un continuo eco de la vida litúrgica, en la cual todos los años seguimos con fe, reverencia y amor, las huellas de Jesucristo desde su nacimiento hasta la ascensión, además de tener un fundamento sobrenatural sólido y seguro, está dotada de eficacia y fecundidad incomparables.
Por el hecho de tomar sus elementos de la liturgia, nuestra oración tiene también otro carácter: el de ser, si no exclusivamente, eminentemente afectiva. El monje, en la oración, más que ejercitarse en raciocinios, expresa deseos. No necesita de razonamientos para convencerse, porque las verdades divinas las encuentra dispuestas por la Iglesia en toda su plenitud y esplendor; bástanos abrir los ojos, extender la mano y disponer el corazón para apropiárnoslas; y así el alma, fiel y dispuesta y que vive en la soledad, se ahorra el trabajo de razonar. Necesitar, sí, prepararse bien, como dijimos, a cumplir la «obra de Dios».
Si se ha recogido, el Espíritu Santo la ilustra poco a poco, esclareciéndole las divinas palabras «del Verbo», Verba Verbi, que serán para ella fuentes de vida y principio de acción. Está probado que quien recita el oficio divino con las disposiciones requeridas sale del coro penetrado de las verdades sobrenaturales, y se ve transportado a una atmósfera del todo favorable a la oración y a la vida interior.
Entonces se siente inclinada sobre todo a expresar sus deseos. En estos santos deseos, que proceden del corazón, y no en el flujo y en el estudiado acoplamiento de palabras, consiste la oración. Cuando uno siente esta ansia interior de dialogar con nuestro Señor, cuando experimenta la necesidad de hablarle, no se detiene en concertar las frases; le expone simplemente su amor y los deseos de amarle más y más; le escucha y se para a contemplarle, alabarle y adorarle, aunque sólo sea con una actitud humilde, reverente y confiada.
Comentando aquellas palabras de Job: «Que el Señor escuche mi deseo», dice san Gregorio Magno: «Atended bien a la palabra mi deseo. La verdadera oración no está en el sonido de la voz, sino en los deseos del corazón; no son las palabras, sino nuestros deseos, los que dan su fuerza, en los oídos de Dios, a nuestro clamor. Si pedimos la vida eterna sólo con los labios, sin desearla con el corazón, nuestro grito es silencioso; pero si la deseamos desde lo íntimo del corazón, aun sin hablar, nuestro silencio será clamoroso» [Moralia in Job, l. XXII, c. 17, núm. 43. P. L., t. LXXVI, col. 238.
San Agustín decía en el mismo sentido: «Tu deseo es tu oración, y si el deseo es continuo, es también continua la oración… Tu deseo continuo es tu voz continua. El ardor de la caridad es un clamor del corazón» Enarrat. in ps. XXXVII, núm. 14. P. L., XXXVI, col. 404].
El gran Pontífice, santo monje y alto contemplativo, no es más que un eco de lo que nuestro bienaventurado Padre dice, repitiendo las enseñanzas del mismo Cristo (Mt 6,7): «Sabemos que, no con las muchas palabras, sino con la pureza del corazón y la compunción de lágrimas (RB 20), podemos ser oídos». «Podrá el monje quedarse a orar después del oficio divino, no en voz alta, para que no estorbe a los demás hermanos, sino con lágrimas y compunción de corazón» (RB 52).
El alma del monje se desahoga delante de Dios, Padre celestial, y le expone los deseos que ha excitado la liturgia en su corazón, y que se resumen en la oración que nos enseñó el divino Maestro y que tantas veces recitamos en el oficio divino: «Padre..., santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo» (Mt 6,9 y ss.; Lc 11,2-4).
Hablar así al Padre es adorarle «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24); es hacer oración que sube a Él como incienso agradable. Cuando se recita el oficio con piedad y devoción, esta oración resulta fácil; apenas el alma recuerda una verdad divina o un misterio de Cristo, al punto da curso a sus deseos, muchas veces breves, pero siempre puros y ardientes; «ve» en la verdad de Dios lo que Dios le pide; hállase en la fuente de una intensa vida de unión.