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Como lo indica su nombre, la vía iluminativa se caracteriza por las luces sobrenaturales que Dios concede en abundancia al alma, por medio de las cuales ésta se llena, por así decirlo, del conocimiento de las cosas divinas.
Dios conduce a los seres según la naturaleza de los mismos: nosotros tenemos inteligencia y voluntad. Y no amamos sino el bien conocido. Si, pues, queremos adherirnos plenamente a Dios, debemos, ante todo, conocerlo lo mejor posible. El amor tiende sólo al bien que le muestra la inteligencia. Cuando el alma está purificada de todo pecado y negligencia, Dios la ilumina poco a poco, para atraerla enteramente a sí mismo. Bastará que se muestre para que el alma sea atraída por la sabiduría, belleza, bondad y misericordia infinitas. En retorno, Dios reclama que el alma que le busca se entregue a su vez, e incluso durante largo tiempo, al estudio de las diversas verdades.
Es un trabajo de suma importancia. Se empezó en el período de purgación, pero debe incrementarse a medida que avanza el alma y progresa; conviene que profundice las verdades de la fe. Dirá tal vez alguno: ¿De qué servirá profundizar en las verdades de la fe? ¿A qué tantas nociones teológicas? ¿Qué ventajas traen? Peligroso es pensar así. Recordemos las palabras de nuestro Señor: «Padre santo, la vida eterna está en conocerte a ti y a Aquel que has enviado a la tierra, Jesucristo» (Jn 17, 3). Por tanto, Jesucristo, sabiduría infalible, hace consistir la vida eterna en el conocimiento de Él y de su Padre; no en un conocimiento teórico tan sólo, sino en una ciencia práctica, que nos induce a consagrarnos enteramente al servicio de Dios y de su Hijo.
Hay ciencia y ciencia. Una que proviene del conocimiento de Cristo, puramente intelectual, restringido a sólo la mente; por ejemplo, el estudio del Evangelio, de su composición, sus fuentes, textos y comentarios: sin embargo esta ciencia será fría y estéril si no va acompañada del amor.
Hay otra, cuyo móvil no es la curiosidad que busca el objeto amado para unirse a él, y se esfuerza por conocerlo intensamente a fin de amarlo más y más. Es la ciencia que tiende al amor, la ciencia práctica. El estudio así entendido es florecimiento de la fe, y se transforma en oración, en contemplación. He ahí la ciencia verdaderamente necesaria, que debemos cultivar, porque es principio de un amor ardiente.
Dios no nos reveló las verdades de la fe para que las tengamos como «envueltas en un pañuelo» (Lc 19,20), cual si no valiese la pena de estudiarlas. Se nos confió el depósito de la revelación para que lo estudiemos humildemente, bajo la dirección de la Iglesia, trabajando por extraer todo cuanto contiene de glorioso para Dios y de fecundo para nuestras almas. La vida de los santos nos enseña cuánto agrada a Dios esta búsqueda de la verdad, punto de partida de una caridad más generosa. Cuando desea elevar a grandes alturas a almas poco instruidas, como una santa Catalina de Siena, se constituye Él mismo en su Maestro, por el Espíritu Santo, y les infunde la ciencia de los más profundos misterios, para que encuentren el secreto de un amor más grande. Persuadámonos, pues, que, al estudiar las verdades de la fe, hacemos fructificar el talento que se nos confió y trabajamos por nuestra santificación.
«Nuestra fe debe tender a esclarecerse» Fides quaerens intellectum, decía un gran monje, san Anselmo [Meditat. XXI, y Epist., l. II, c. 41.]. El monasterio es, según san Benito, «una escuela en donde se aprende a servir a Dios» (RB, pról.); y nuestro servicio será tanto mejor y más grato a Dios cuanto nuestros conocimientos de la fe, de la cual nace el amor, sean más amplios y más profundos: «Con el progreso de la fe… se corren los caminos de los mandamientos de Dios» (RB, pról.). No es, pues, cosa de poca monta el dedicarnos a nutrir en nosotros la fe [Inocencio XI condenó la siguiente proposición (la 64ª) de Molinos: «El teólogo está menos dispuesto que el hombre rudo para el estado de contemplación» (Denziger-Banwart, Enchiridion symbolorum)].
El monje, llamado por su vocación a una gran unión con Jesucristo, no puede contentarse con la fe del carbonero. Al obrero iletrado le bastará saber lo estrictamente preciso para llevar vida cristiana y salvarse: «Si quieres llegar a la vida eterna, guarda los mandamientos» (Mt 19,17). Pero a nosotros, los privilegiados de Jesucristo, no nos basta esta fe mezquina, desconocedora de las maravillas de Dios en nuestra santificación. Sea nuestra fe simple, ingenua, robusta, como la del carbonero; mas esforcémonos por «comprender», además, como enseña san Pablo, «la longitud, la latitud y la altitud y profundidad de los divinos misterios, para que seamos colmados de la plenitud del mismo Dios» (Ef 3,19). Este es el fin de nuestros esfuerzos en la vida iluminativa: llenar nuestra alma de las verdades de la fe, para que sean para nosotros principio de una más íntima unión con Dios.
Ahora bien, ¿cómo realizaremos esta parte de trabajo que Dios nos exige para hacernos vivir en este estado de iluminación? De diferentes maneras se puede obtener el resultado. Almas hay que atesoran y se apropian los conocimientos sobrenaturales por la meditación y la reflexión; para aquellas que las más de las veces están ocupadas en lo que se ha convenido en llamar la vida activa, es éste un medio excelente y muchas veces único para profundizar fructuosamente las nociones de la fe e impregnarse de verdades sobrenaturales.
Otras almas, incapaces de este trabajo discursivo, hacen regularmente una lectura piadosa del Evangelio, de la vida de nuestro Señor, de un tratado ascético sobre los misterios, e interrumpen la lectura con frecuentes aspiraciones a Dios, a Jesucristo; para muchas de éstas es el único medio de recoger luces sobre las cosas divinas y de conversar con el Padre celestial.
Para nosotros, los monjes, esta «iluminación» tiene su manantial principalmente en el oficio divino; así nos resulta una cosa naturalísima después de recitado el oficio divino pasar al tema de la oración. Es gran ventaja poderla relacionar con la liturgia; mas para apreciarla en su verdadero valor conviene entenderla bien. Repetidas veces habremos leído que en la vida espiritual todo se refiere a Jesucristo. Cuando san Pablo habla de la ciencia que debemos tener de los misterios, la resume en el conocimiento de Jesucristo, y escribe a los efesios: «No ceso de rogar por vosotros, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé un espíritu de sabiduría y de revelación para conocer a Cristo, de modo que sean iluminados los ojos de vuestro corazón» (Ef 1,16-18).
Jesús es la gran revelación de Dios; es Dios manifestado a nuestras almas. Él nos manifiesta en primer lugar los divinos secretos, después nos muestra cómo Dios vive entre los hombres para enseñarles la vida perfecta; es la manifestación más pura y viva de las perfecciones divinas. Cuando el apóstol Felipe pedía al Señor que le mostrase al Padre, le responde Jesús: «Quien me ve a mí ve a mi Padre» (Jn 14,9); porque «soy una sola cosa con Él» (Jn 10,30). Es Él «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15); para «llenarnos de la ciencia de Dios» (Ef 3,19) no tenemos más que considerar la persona de Jesucristo, oír sus palabras, contemplar sus misterios.
Ahora bien, ¿dónde encontramos expuesto cuanto hizo y dijo Jesucristo? En el Evangelio. Pero este Evangelio se halla admirablemente expuesto, encuadrado y comentado en la liturgia. De Adviento a Pentecostés, la Iglesia hace desfilar ante nuestros ojos la vida entera de su divino Esposo, no solamente como lo narran los Evangelistas, sino también ilustrándola con las profecías, las epístolas de san Pablo y los comentarios de los Padres y Doctores; de esta suerte pasa ante nuestros ojos la existencia de Cristo, íntegra y viviente. La Iglesia nos hace contemplar uno por uno, con esplendor especial, con realce característico, y con su encadenamiento, todos los misterios de Cristo; lo que dijo y obró en su persona, lo que quiso para nosotros, allí está, presentado por la Iglesia, como en su propio lugar.
En ninguna otra parte podremos conocer mejor los hechos de Jesucristo, las palabras salidas de sus labios, los sentimientos de su Corazón divino; es el Evangelio, vivido de nuevo en cada una de las etapas de la vida terrestre de Cristo, Hombre Dios, Salvador del mundo, cabeza de su cuerpo místico, llevando con Él a nuestras almas la virtud y la gracia de todos sus misterios.
En la liturgia encontramos, más que en ninguna otra parte, la exposición completa y simplicísima, ordenada y profunda, de todas las maravillas obradas por Dios para nuestra santificación y salvación. Es la Revelación en lo que tiene de más perfecto y apropiado a nuestras almas: una exposición que habla a los ojos del cuerpo y de la imaginación conmoviendo lo más íntimo del alma atenta.
El ciclo litúrgico es una fuente incomparable de luces sobrenaturales. Pero hay más –y es ésta una verdad, importantísima para nuestra santificación–: nosotros podemos sacar de él el fruto especial que nuestro Señor quiso comunicar a cada uno de sus misterios cuando Él los vivía aquí abajo como nuestra cabeza.
Nuestra oración debe, pues, beber de esta fuente; el monje debe seguir con la Iglesia las pisadas de Cristo, escuchar sus palabras, contemplar sus acciones para imitar sus virtudes. No nos cansemos nunca de explotar este tema en la oración: cada acción, cada estado de la vida de Cristo es, no sólo una enseñanza, sino también un «sacramento» en el sentido más amplio de la palabra. Acercarse a Jesús con esta disposición es andar por una de las vías más seguras y fecundas.
Fácil es convencerse de que éste es el camino que san Benito trazó a sus hijos. El santo Patriarca habla de la oración inmediatamente después de tratar de la alabanza divina (RB 19 y 20); la relaciona con la «obra de Dios» (RB 52). En su vida, escrita por san Gregorio, vemos que los monjes se dedicaban a la oración «después del oficio divino» [Diálogo, l. II, c. 4.]. Entre los solitarios de Egipto [Casiano, Institut., II, 7] era costumbre orar de pie y en silencio por algunos momentos después de cada salmo; luego se arrodillaban explayando interiormente delante de Dios sus corazones iluminados y conmovidos por la lectura de los sagrados cánticos.
Esta costumbre ha desaparecido; pero como san Benito conservó la idea que la inspiraba, debemos, como él, conservarla. Nuestro bienaventurado Padre desea también «que consagremos a la meditación de los salmos y lecturas el tiempo disponible que queda después de Maitines». Esa era la costumbre de los monjes anteriores a san Benito: empleaban los intermedios de las Horas canónicas en la meditación, de las verdades eternas; y san Benito se hizo el portavoz de esta preciosa tradición (RB 8).
Debemos, pues, sacar del oficio divino, del que Cristo es el centro, los elementos de nuestra oración, ya meditando algunos de los textos que más hayan excitado nuestra piedad, ya valiéndonos del Breviario o de otro libro apropiado a la fiesta o al misterio que se conmemora, para hablar con Dios nuestro Señor. [Por ejemplo, las Meditaciones acerca del Evangelio, o las Elevaciones sobre los misterios, de Bossuet; las Elevaciones sobre la vida y la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, de Mons. Gay].
Nuestra oración debe ser como la flor de la salmodia. Sabido es hasta qué punto los antiguos monjes, san Gregorio, san Beda, san Anselmo, san Bernardo y tantos otros, vivieron esta vida; sabido es que a esta misma fuente acudieron santa Hildegarda, santa Isabel de Schönau, santa Gertrudis, santa Matilde, para subir tan alto como lo hicieron a las cumbres de la contemplación y del amor. Tan seguro y fecundo es este camino, el que nos señala la Iglesia.