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En otra parte [Jesucristo, vida del alma, II parte, c. 10. La oración.] hemos expuesto extensamente los elementos constitutivos y la naturaleza de la oración. Contentémonos ahora con tocar algunos puntos concernientes a sus caracteres, según se desprenden de las palabras y del espíritu de la Regla del gran Patriarca.
La oración, decíamos, es una conversación del hijo con su Padre celestial, para adorarle, alabarle, expresarle su amor, conocer su voluntad y obtener los auxilios necesarios para cumplirla exactamente; es como la natural expansión de los sentimientos que se derivan de nuestra adopción divina mediante el influjo del Espíritu Santo.
Esta definición nos deja vislumbrar las principales cualidades que la oración debe tener. Como coloquio del hijo con su Padre celestial estará impregnada a la vez de piedad y de profunda reverencia; para el hijo de Dios, en efecto, para el hermano de Jesucristo, ninguna ternura ni intimidad puede considerarse excesiva, siempre que la acompañemos de un sentimiento de respeto inefable «al Padre de inmensa majestad» [Himno Te Deum]. En esto consiste el «adorar al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23).
Este doble carácter es el que atribuye san Benito a la oración en la Regla. En el capítulo 20, breve, pero profundo, en el que trata de la reverencia en la oración, desea él, en primer lugar, que «presentemos a Dios nuestras súplicas con humildad y pura devoción»: he ahí el respeto que nos exige. Hay que acercarse a Dios con este sentimiento respetuoso ante sus infinitas perfecciones, el cual se expresa por una actitud humilde y procurando presentarnos con el alma pura delante de Aquel que es la santidad misma; y san Benito indica que la mejor expresión de esta reverencia está en las lágrimas de compunción que arranca el recuerdo de las culpas, con las cuales nosotros, miserables criaturas, hemos ofendido a la majestad infinita de Dios; lágrimas acompañadas de una completa pureza de corazón.
Desea san Benito que nuestra oración sea «pura y breve», «a menos que por inspiración de la divina gracia la prolonguemos» (RB 20); y en esto consiste el abandono del corazón, propio del hijo adoptivo de Dios.
Nuestro santo Patriarca exige, por tanto, el respeto y la humildad que conviene a criaturas y, más aún, a criaturas pecadoras; pero esta reverencia profunda que nos conserva postrados en entera sumisión no debe obstar a la efusión del corazón bajo la acción del Espíritu Santo, que da lugar a la confianza, a la ternura y al amor. Esta confianza es tanto más segura cuanto que no está fundamentada en motivos naturales, sino únicamente en la bondad del Padre celestial.
En el Prólogo nos recuerda nuestro bienaventurado Padre las divinas palabras: «Mis ojos están sobre vosotros y mis oídos atentos a vuestros ruegos, y antes que me invoquéis, os respondo: estoy aquí» (Sal 33,16; Is 65,24; 58,9). «¿Qué cosa más dulce para nosotros –añade el santo Patriarca– que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo en su piedad nos muestra el camino de la vida». Tal es el doble aspecto de la piedad benedictina: trátase de dos sentimientos, ambos necesarios; son inseparables, como lo son nuestra condición de criaturas y la de hijos de Dios. Y si peligrosa es la confianza, que no vaya acompañada de la reverencia, no es menos perjudicial un temor desprovisto de confianza; ambas actitudes son injuriosas para Dios, pues son contrarias, la primera, a su soberanía infinita, y la segunda, a su bondad ilimitada.
Para que esta reverencia y esta confianza puedan andar juntas, preciso es prepararse cuidadosamente para nuestra conversación con Dios. Dirá alguno: Si el espíritu de Jesús es quien ruega por nosotros, huelga toda preparación. Pero sería un grave error pretender que el Espíritu Santo obre sin ciertas condiciones interiores.
Tal es el error de los cuáqueros, secta protestante que cuenta con personas muy respetables, pero que no dejan de tener una religión bien singular. Se reúnen en los templos, que son amplias salas cuadradas, de blancas paredes. Hombres y mujeres ocupan los bancos, único mobiliario del edificio, y en silencio esperan a la moción del Espíritu Santo. De repente, a veces después de larga espera, se levanta uno de los asistentes, hombre o mujer, joven o doncella, y exclama: «El Espíritu me mueve». Y al punto empieza a manifestar lo que cree le ha sugerido el Espíritu. Todos escuchan atentamente sus palabras, que no son, de ordinario, más que divagaciones. Con esto se da por terminada la «oración» y se dispersa la concurrencia. Estos protestantes lo esperan todo del Espíritu, y toda su religión consiste en aspirar a esta moción misteriosa, que les hace vibrar el alma y agitar el cuerpo, de donde viene el nombre de «cuáqueros» o temblones; no exigen preparación interior ni acto alguno de culto externo.
Muy de otra manera debemos obrar nosotros; nuestra oración no ha de ser provocada por excitaciones nerviosas o por ilusiones. «El Espíritu Santo ruega en nosotros», dice san Pablo (Rom 8, 26); empero el mismo apóstol nos amonesta que no contristemos (Ef 4, 30) ni apaguemos el Espíritu (1 Tes 5, 9). Ahora bien; ¿cómo lo apagamos en nosotros? Por el pecado mortal que le obliga a alejarse del alma. ¿Cómo le contristamos? No con las faltas de fragilidad o imprevisión, que deploramos, sino con infidelidades, con resistencias voluntarias a las inspiraciones divinas.
Debemos, pues, velar por la pureza de nuestra alma si queremos hacer posible una vida de oración y oración fructífera. Nuestro bienaventurado Padre da mucha importancia a esta cualidad: «Roguemos con pura devoción. Seremos escuchados si tenemos pureza de corazón y compunción de lágrimas» (RB 20). Si no nos esforzamos en purificarnos de las culpas pasadas con la compunción, y en evitar por todos los medios posibles cuanto desagrada en nosotros al Señor, no llegaremos a la vida de unión con Dios por la oración; porque contristamos voluntariamente al Espíritu Santo, que debe sostenernos en la oración. En esta pureza consiste la preparación del corazón, preparación remota, pero que nunca debe faltar.
Otra preparación se nos exige, de carácter más bien intelectual. El Espíritu Santo nos guía acomodándose a nuestra naturaleza: por el entendimiento y la voluntad. Debemos, pues, tener antes de orar las nociones de fe que serán los elementos de nuestro coloquio con Dios. Dirá quizá alguno que Dios concede a veces el don de oración sin previos conocimientos sobre la fe y materias dogmáticas, y sin estar el alma del todo purificada. Así ocurre, en verdad, en ciertas ocasiones, pero no es lo ordinario.
Hay cierta analogía en el modo como Dios gobierna el mundo natural y como obra en el orden de la gracia. Podría producir los efectos sin las causas segundas: producir pan y vino sin que el hombre sembrase y recogiese, plantase y vendimiase. ¿No cambió el agua en vino en las bodas de Caná? ¿No multiplicó los panes en el desierto? Es el dueño supremo de los elementos. Pero su gloria reclama que el curso ordinario de las cosas se regule por las leyes que estableció su sabiduría eterna. Por esto quiere que plantemos viñas, que broten las hojas, que maduren los frutos y sean recogidos a su debido tiempo por el hombre y, finalmente, prensados y fermentados, antes que el vino sea escanciado en las copas.
De modo semejante, en el orden sobrenatural hay ciertas leyes establecidas por la sabiduría divina y reconocidas por los santos. Dios no es esclavo de ellas, ciertamente, y ha prescindido de las mismas con ciertas almas, pasándolas instantáneamente del estado de culpa al de perfecto amor. Magdalena, por sus desórdenes, era la antítesis del amor; y bastó una sola palabra del divino Maestro para transformarla en un horno de caridad ardiente. Saulo en el camino de Damasco era un perseguidor del nombre de cristiano; «respiraba amenazas» (Hch 9,1). Odiaba a los discípulos de Cristo, de quien blasfemaba. Derribado en tierra por un rayo, el divino Salvador lo convierte en un instante en «vaso de elección» (Hch 9,15), en apóstol celoso, predicador de Cristo, de quien nadie ni nada le apartará. En la vida de santa Teresa [Historia de santa Teresa, por los Bolandistas, t. II, pág. 70.] se lee que en uno de los conventos había recibido una novicia el don de oración, sin preparación alguna para esta merced. Empero en estos casos se trata de dones excepcionales o prodigios extraordinarios, con los cuales Dios manifiesta su poder supremo y nos recuerda la libertad infinita de su ser y de su acción. Lo ordinario es que conduzca las almas respetando las leyes que estableció.
Pero del beneficio de estas leyes –de las cuales vamos a decir algunas palabras– Dios no excluye a nadie. A todos los bautizados llama a unirse a Él íntimamente. ¿No somos todos sus hijos por la gracia? ¿No somos hermanos de su amado Unigénito y templos vivos del Espíritu Santo? Todos los misterios de Jesús, todo el admirable organismo sobrenatural que dio a la Iglesia, no tiene otro fin que abrir a las almas rectas, generosas y fieles el camino del amor y de la más íntima unión con Él. Y si esto es cierto para el cristiano en general; lo es de un modo especial para los predestinados por Jesucristo para consagrarse especialmente a su servicio. A éstos, sobre todo, es a quienes ha dicho: «Vosotros sois mis amigos, porque os he revelado los secretos de mi corazón» (Jn 15,15).