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La oración debe formar una parte principal de la vida del monje. El que lee por primera vez la Regla del santo Patriarca se extraña de que no señale a los monjes tiempos determinados dedicados a la oración privada. Dice solamente: «dedicarse con frecuencia a la oración» (RB 4); y en otro lugar: «El que quiere consagrarse a la oración, después del oficio divino, hágalo» (RB 52); y el capítulo veinte aún trata con breves, si bien hermosas palabras, de las cualidades que debe tener la oración (RB 20).
Sin embargo, en ninguna parte señala hora para la oración privada. A muchos les sorprende esto, pero sin razón. Porque la existencia del monje, tal como está ordenada por san Benito, alejada del mundo, en soledad y ocupada en la alabanza divina y en santas lecturas, tiende a crear y supone a la vez una vida de oración. Por esto el santo Legislador no ve la necesidad de señalar para el ejercicio de la oración una o media hora. Los monjes que viven según la Regla llegan necesariamente a la vida de oración. En el pensamiento del santo Patriarca, como en toda la tradición monástica, la oración no es solamente un acto pasajero que se cumple a tal o cual hora, con sola una virtual relación con los otros actos del día, sino que es como la respiración del alma, sin la cual es imposible la vida interior.
El que vive esta vida de unión con Dios, ya espontáneamente consagra a Dios algún tiempo del día para dedicárselo exclusivamente; porque el alma que le ama desea unirse a Él especialmente en ciertos momentos; esta hora de oración es como la intensificación de la vida de oración en que habitualmente se mueve el alma.
Debemos practicarla a diario, pues nuestro bienaventurado Padre desea que «todos los días en la oración» (RB 4) confesemos nuestros pecados a Dios; y más: desea que «frecuentemente», a intervalos en el día, acudamos al Señor para conversar con Él: «Dedicarse –dice– con frecuencia a la oración». Por otra parte, según la Regla, debemos dedicar de dos a cuatro horas a «lecturas santas» (RB 48). Esta expresión, en el sentir de san Benito, es harto elástica, pues comporta la posibilidad, prevista para ciertas almas, de vacar por mucho tiempo a la oración.
Él mismo nos da el ejemplo. Cada día su alma se expansionaba ante Dios en una oración sublime, que constituía para él venero de gracias extraordinarias. Fue seguramente en una de estas horas cuando Dios le mostró el universo entero como concentrado en un rayo luminoso [San Gregorio, Diálogo, l. II, c. 35]. Después de la oración fue cuando resucitó al monje aplastado por el desplome de una pared [Ibid., c. 11] y al hijo de un labriego [Ibid., c. 32]. Fue también durante la oración cuando vio a su hermana santa Escolástica remontarse al cielo en forma de paloma [Ibid., c. 31.].
Si queremos, pues, ser verdaderos discípulos del santo Patriarca, menester es que nos consagremos frecuentemente a la oración, y nos esforcemos por llegar a esa vida de oración que él desea ciertamente para cada uno de nosotros. Y, en efecto, nuestro bienaventurado Padre se propone como única finalidad hacernos encontrar a Dios: «Si de veras busca a Dios» (RB 58), y ya demostramos en la primera de nuestras conferencias la grandeza de este objetivo, que no podemos alcanzar sino con la entrega absoluta de nosotros mismos. Recordemos las palabras de santa Catalina de Siena en su lecho de muerte: «Nadie puede poseer a Dios si no es entregándose a Él sin reserva»; y añadía que «sin la oración es imposible mantener esta donación» [Vida, por el beato Raimundo de Capua].
No nos debe extrañar este lenguaje. El hombre es naturalmente débil e inconstante, y sólo por el habitual contacto con Dios en la oración conoce la vanidad de toda criatura abandonada a sí misma, y la plenitud de Dios, el único digno de todo nuestro amor. He aquí por qué nuestro bienaventurado Padre nos exige frecuente oración, a fin de que no perdamos nunca de vista el soberano bien y de que no nos dejemos apartar nunca de Él por el atractivo efímero de la criatura.
Tenemos necesidad de orar para mantenernos a la altura de esta única búsqueda de Dios, constitutiva de nuestra vocación. Cuando nuestro Señor nos llamó a la vida monástica, nos iluminó con la luz de su Espíritu; con esta luz vimos que Él es el supremo Bien, por el cual debemos abandonarlo todo; y así lo hicimos, en efecto, el día de nuestra profesión «al ofrecerle todas las cosas con sencillez de corazón y alegría» (1 Crón 29,17). Juramos estabilidad, conversión de costumbres y obediencia; y con esto tributamos a Dios un homenaje supremo de adoración y de amor, que le es sumamente agradable. Si mantenemos toda la vida estas disposiciones, llegaremos sin duda alguna a la santidad; pero sólo una vida intensa de oración nos conservará sin desfallecer en esta actitud de ofrenda irrevocable. Dos razones nos convencerán de esta aserción.
Primeramente, la vida de oración nos mantiene siempre en aquella luz divina, un rayo de la cual nos iluminó el día de nuestra vocación y el de nuestra profesión monástica. Privados de esta luz, acabaríamos por dejar de apreciar los mil detalles de la vida religiosa, que, en efecto, no tiene significación alguna si no es sobrenatural; y, por otra parte, contraría demasiado a la naturaleza decaída o abandonada a sí misma, para que el hombre pueda soportarla por mucho tiempo sin la ayuda divina. De esta luz divina es, pues, de donde sacamos la fortaleza y la alegría de la abnegación propia de nuestra existencia; de ella se alimenta nuestra esperanza de llegar un día a Dios y el amor que nos permite amarlo acá abajo a la luz de la fe. Bajo este aspecto nos es indispensable la oración para mantenernos siempre a la altura que vislumbramos y tocamos el día que nos dimos a Dios.
El segundo motivo, derivado del precedente, es que los medios de tender siempre a Dios y de unirnos con Él –sacramentos, misa, oficio divino, vida de obediencia y de trabajo– no obtienen el máximo rendimiento sino con una vida de oración; no tienen valor ni eficacia más que cuando no ponemos óbice a su acción y nos hallamos dispuestos habitualmente por la fe, esperanza, amor y compunción, humildad y desprendimiento. Ahora bien: por la vida de oración, por nuestra unión habitual con Dios, es principalmente como obtendremos energías para remover los obstáculos y para mantener en nosotros las disposiciones favorables a la gracia.
Quien no vive habitualmente la vida de oración, cada vez que ha de recogerse necesita hacer grandes esfuerzos para adquirir aquellas disposiciones de las que prácticamente depende casi siempre la fecundidad de los medios sobrenaturales de santificación; mientras que un alma de oración es como un hogar de fuego divino siempre latente, y cuando llegan las horas regulares o las ocasiones inspiradas en que ese hogar se pone directa o indirectamente en contacto con la gracia –como ocurre en los sacramentos, en el santo sacrificio, al recitar el oficio divino, en la obediencia y en las pruebas enviadas o permitidas por Dios–, la llama se aviva, y con ella crece, a veces en grado muy elevado, el amor a Dios y al prójimo. Y siendo el amor de Dios la única fuente, y su intensidad la única medida de la fecundidad de nuestras acciones, aún de las más ordinarias, la vida de oración, que mantiene y aumenta en nosotros el amor, es el secreto de nuestra santidad.
Tiene, pues, razón nuestro bienaventurado Padre al recomendarnos la «frecuente oración». Sólo con este constante y habitual ejercicio podemos adquirir poco a poco la unión permanente con Dios, fin por el cual san Benito estableció todas las cosas del monasterio, «escuela donde se aprende a servir a Dios» (RB, pról.).