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5. Es un homenaje especial de las virtudes de fe, esperanza y caridad

Por ser un homenaje de fe, esperanza y caridad, las tres virtudes específicas de los hijos de Dios, nuestra alabanza es grata al Señor de una manera todavía más particular.
Todo –hay que repetirlo– debemos juzgarlo por el espíritu de fe. Congregarse todos los días para rendir alabanzas a Dios durante unas horas es un homenaje de fe, por el cual reconocemos y reclamamos al Señor invisible como único digno de adoración y alabanza; los actos de reverencia, de agradecimiento, de complacencia, que practicamos en esta obra consagrada sólo a cantar a Dios, son ante todo actos de fe. Sólo la fe comunica a la alabanza divina toda su significación. Los mundanos, que no tienen fe, se compadecen de los hombres que pasan una parte de su vida ocupados en cantar las divinas alabanzas; no conciben que haya criaturas que puedan en ciertos momentos ocuparse exclusivamente del Ser infinito: «¿A qué fin semejante desperdicio?» (Mt 26,8).
El que tiene una fe endeble, aprecia poco el oficio, y lo pospone a otras obras; pero el que se halla inundado de «la luz deifica» (RB, pról.) de la fe, como nuestro Patriarca, le da el primer lugar en su estima, a no ser que ineludibles quehaceres no le permitan personalmente consagrárselo en realidad. Cuando a las oscuridades de la fe suceden los esplendores de la visión, la alabanza será incesante: «Su alabanza no tiene fin».
Es, en segundo lugar, un homenaje de esperanza. En la salmodia nos apoyamos en los méritos infinitos de Cristo. En esta obra todo lo esperamos de las satisfacciones de nuestro divino Pontífice. Ninguna oración del oficio divino termina sin referirse a Cristo: «Por nuestro Señor Jesucristo». Invocamos al poderoso intercesor que vive y reina con el Padre, para hacérnoslo propicio: «El que vive eternamente intercediendo por nosotros» (Heb 7,25).
Dejar toda ocupación para acudir al coro es como decir al Señor: «En nada confío tanto como tu bondad; vengo a alabarte, a bendecirte, dejando en tus manos todo lo demás; sólo me apremia tu alabanza, porque estoy seguro de que si por ésta dejo cualquier otra obra, sabrás velar, mejor de lo que haría yo mismo, por mis intereses más caros; ahora sólo quiero pensar en Ti, seguro como estoy de que pensarás en mí». Acudir al coro cada día, no una sino varias veces, en estas buenas disposiciones; consagrarse a lo «único necesario» (Lc 10,42); abandonar todo cuidado, todo cuanto se refiere a nuestras obras personales para no ocuparse más que en alabar a Dios durante varias horas, es una prueba evidente de nuestra absoluta confianza en Él.
Por último, nuestra alabanza divina es, ante todo, un homenaje de amor. Todas las formas del amor encuentran en ella su expresión, especialmente en los salmos, que constituyen la parte principal del oficio. La admiración, la complacencia, el gozo, el amor de benevolencia, el amor de arrepentimiento, como el de gratitud, continuamente se manifiestan en ellos. El amor reconoce, admira y ensalza las divinas perfecciones. Complacerse en el gozo y felicidad de la persona amada es una de las más bellas manifestaciones del amor; parque el que ama de veras, no tiene alegría más dulce que el rendir gloria al amado.
San Francisco componiendo su Cantar de las criaturas, y santa Teresa escribiendo sus Exclamaciones, no hacían más que expresar el amor que los consumía. Otro tanto hace el Salmista. Con el escritor sagrado, el alma va considerando para ensalzarlas, todas las divinas perfecciones. «Levántate, Señor, en tu fortaleza: cantaremos y ensalzaremos tus virtudes» (Sal 20,14). «Diré todas tus maravillas» (Sal 9,2). «Ensalzad al Señor Dios nuestro, y adorad el escabel de sus pies, porque es santo; adorable sobre los montes a Él consagrados, porque santo es el Señor Dios nuestro» (Sal 98, 5.9). «Delante de ti, Señor, va la justicia» (cfr., Sal 84,14); «tú escudriñas los corazones» (Sal 7,10). «Eterna es también tu misericordia; por esto te alabaré siempre» (Sal 88,1). «¿Quién hay semejante a ti, Señor, en fortaleza y poder?» (Sal 88,9). «Con tu poder lo has creado todo, y tu sabiduría lo ordena todo con magnificencia» (Sal 103, 24).
Después nos volvemos a Dios para patentizarle nuestro amor de gratitud: «Cantaré un himno al Señor, porque me colmó de bienes» (Sal 12,6), «Mi alma, y cuanto hay en mí, bendiga al Señor y alabe su santo nombre: No olvidaré sus gracias y beneficios; ha perdonado mis faltas y curado mis heridas; me sacó del abismo; me corona da misericordia, me rodea de bondad, sacia con sus bienes mis deseos».
Y porque nos juzgamos incapaces de glorificarle como conviene, invitamos a los ángeles a asociarse a nosotros: «Bendecid al Señor todos sus ángeles; bendecidle todas sus virtudes (Sal 102,1-5;20-21). Otras veces llama el hombre en su ayuda a los pueblos y naciones: «Reinos de la tierra, cantad a Dios» (Sal 88,33), «porque de uno a otro confín de la tierra el nombre del Señor es adorable (Sal 102,3), y admirable en todo el mundo» (Sal 8,1). Otras veces se regocijará delante del Señor, por verse admitido a cantar sus alabanzas: «Se regocijarán mis labios cuando te alabe» (Sal 70, 23): «y mi boca te alabará con labios de alegría» (Sal 62,6). Y se siente profundamente inundada el alma de gozo al pedir al Señor el poderle alabar continuamente: «Llénese mi boca de alabanzas para cantar tu gloria»… (Sal 70,8). «Cantaré al Señor mientras yo exista» (Sal 144,2)
¿Dónde hallar acentos amorosos más cálidos, más inflamados y siempre nuevos? En verdad, el amor no deja un instante de desbordarse en los salmos.
Con una condescendencia verdaderamente singular, la bondad divina ha mostrado algunas veces lo gratas que le son estas alabanzas. Así se ha visto cómo Dios mismo enseñó a algunos entendimientos rudos el latín para que comprendiesen mejor los sagrados textos. En la vida de una religiosa benedictina, la venerable Bonomo, puede leerse un rasgo parecido: «Muchas veces durante los éxtasis –escribe su biógrafo– se la oía recitar el oficio divino; pero lo curioso era que pronunciaba los versículos alternativamente, como si salmodiaran con ella espíritus angélicos: y lo rezaba íntegramente sin omitir sílaba, cualquiera que fuese el oficio correspondiente al día» [Dom du Bourg, Une extatique du XVIIe siècle, la Bse. Bonomo, moniale bénédictine, págs. 11y 52.
Vemos igualmente a santa Catalina de Siena pedir a nuestro Señor que la enseñe a leer, con el fin de poder salmodiar y cantar las divinas alabanzas durante las horas canónicas. Con frecuencia también solíase pasear Nuestro Señor con ella en su celda y recitaba el oficio con la Santa como lo hubieran hecho dos religiosos. Vida, por el beato Raimundo de Capua, I parte, c. 2].
No olvidemos, además, que el alma ensalza las perfecciones divinas tal como conviene, en forma verdaderamente digna de Dios, establecida por el mismo. Abandonados a nosotros mismos, seríamos incapaces de tributar a cada atributo divino la requerida alabanza: sólo Dios puede revelarnos cómo debemos ensalzarle, ya que Él solo conoce cómo merece ser bendecido, glorificado y engrandecido. Por esta causa, el Espíritu Santo, que es amor, pone en nuestros labios las palabras con que debemos alabarle: palabras que no vienen de la tierra, sino que proceden del cielo, de los senos de la divinidad y del amor. Cuando nos las apropiamos con fe, y especialmente cuando las cantamos o recitamos en unión con el Verbo encarnado, nuestro cántico es infinitamente grato a Dios, ya que es el mismo Verbo quien se lo ofrece personalmente.
Esta verdad le fue revelada a santa Gertrudis en una visión. Mientras rezaba las Vísperas de la fiesta de la Trinidad, Jesucristo presentó a las Personas augustas su propio Corazón que tenía en las manos, como una melodiosa lira, sobre la cual resonaban dulcemente las palabras de los salmos, pronunciadas por almas fervorosas. Todo esto constituía para el Señor un delicioso concierto [El heraldo del amor divino, l. IV, c. 41. La ilustre monja se sirve con gran frecuencia de esta idea. Véase, por ejemplo, l. II, c. 23; 1. III, c. 23; 1. IV, c. 48 y 5»; cfr., Dom Dolan, Ste. Gertrude, sa vie intérieure, c. II, L’office divin].