fundación GRATIS DATE

Gratis lo recibisteis, dadlo gratis

Otros formatos de texto

epub
mobi
pdf
zip

Descarga Gratis en distintos formatos

7. Vivir conforme al juicio ajeno. Fecundidad y grandeza de la obediencia guiada por la fe

Nuestro bienaventurado Padre, ilustrado con la divina luz, está de tal suerte convencido de la eficacia de este medio para conducirnos a la perfección, que nos pide llevemos nuestra obediencia hasta el punto de seguir el juicio y dictamen de otro: «No conforme a su propio criterio han de vivir, ni obedeciendo a sus caprichos y deseos, sino guiándose por el juicio y mandato de otros» (RB 5). Conviene insistir sobre este punto, porque a veces se dan espíritus rectos, pero cándidos, que se forman una idea errónea de la obediencia. Creen al superior infalible: y es un error, pues no hay hombre que no pueda engañarse. El mérito de nuestra obediencia está precisamente en la resolución que debemos tomar de dejar toda iniciativa al juicio de un hombre de quien sabemos de antemano que puede equivocarse.
Sucederá acaso que el abad disienta de nosotros en apreciar las cosas. ¿Dónde estaría nuestra obediencia si siempre hubiera coincidencia de pareceres? Convendríamos en que el superior es muy sensato… porque piensa igual que nosotros. Ahora bien: obedecer porque nos parece razonable lo que se nos manda, no es obediencia, sino seguir nuestro propio juicio.
¿Querrá decir esto que debemos renunciar a tener criterio propio para seguir en todo la opinión del abad? De ningún modo. Nosotros no podemos renunciar a las luces de la razón; mas debemos también tener presente que el superior, humanamente hablando, está en situación mucho más ventajosa que los súbditos para juzgar; posee, además, para tomar sus resoluciones, no sólo elementos de que no disponemos nosotros, sino luces de que carecemos; las gracias de estado no son un mito.
Supongamos, sin embargo, que nosotros vemos evidentemente las cosas de muy distinta manera. Entonces nos cabe exponer humildemente nuestro parecer, como lo indica san Benito, cuyo espíritu sobrenatural está siempre moderado por un buen sentido tan justo (RB 68). Pero si el superior insiste en el mandato, ¿debemos, acaso, para obedecer bien, ver las cosas como él las ve? No, no se requiere esto; especulativamente podemos continuar pensando que es más verdadero nuestro modo de ver; pero debemos en la acción, en la ejecución, hacer lo que se nos manda; debemos, además, estar íntimamente persuadidos de que en el caso presente, in concreto, no se seguirá de nuestra obediencia ningún detrimento espiritual para la gloria divina, o para nuestra alma, antes, al contrario, redundará en nuestro bien. Esta íntima convicción es absolutamente indispensable para la obediencia de juicio.
Ahora bien; esta persuasión proviene de la fe. El abad, ya lo hemos dicho, no es infalible, no tiene ciencia infusa; la gracia de estado que Dios le concede no le otorga este privilegio; puede errar y de hecho yerra a veces; pero no yerra jamás el que obedece, porque camina por una senda segura que va directamente a Dios. Y si se figura que el bien espiritual que de su obediencia resulta para su perfección personal es inferior al que habría obtenido sin el yerro sufrido por el abad, tenga esto por ilusión; en realidad ningún daño puede sufrir su alma, ya que rinde un homenaje sumamente grato a Dios.
Como si dijese: «Dios mío, eres tan sabio y poderoso, dispones las cosas con suavidad y energía (Sab 8,1) y creo tan firmemente en tus divinos atributos, que estoy seguro de llegar a ti, a pesar de los errores que deslizarse puedan en las órdenes de mi superior». Está fuera de duda que Dios nos conduce a su amor a través de los mismos errores de los hombres. Él mismo intervendrá especialmente antes de permitir que en algo pierda su gloria, o sufra menoscabo nuestra perfección en el caso referido.
En el curso de nuestra vida religiosa permitirá Dios alguna vez que el superior ordene cosas que nos parecen menos razonables, o poco prudentes, o menos buenas de lo que nosotros nos imaginamos. Esto nos dará ocasión de tributarle un homenaje tan agradable como es la obediencia de juicio, renovando así la oblación que le hicimos de nosotros mismos el día de nuestra profesión. En aquella hora dichosa, con la alegría de la inmolación, la obediencia nos parecía cosa fácil por más que se nos hubiesen anunciado «las cosas ásperas y dificultosas» (RB 58) por las cuales, como dice san Benito, se va a Dios. Entonces emitimos el voto; pero esto no era más que el primer paso en la carrera de la virtud.
La virtud se adquiere y fortifica mediante los actos que le corresponden. Ahora bien: a medida que avanzamos en madurez del espíritu y que se desarrolla en nosotros el espíritu de iniciativa, conocemos más y más lo verdadero de las palabras del Salmista, citadas por nuestro bienaventurado Padre: «Pusiste hombres sobre nuestras cabezas».
Nuestro santo Legislador nos enseña, por otra parte, que la obediencia puede llegar a ser muy dura para la naturaleza; y en su cuarto grado de humildad nos habla de cosas ásperas y contrarias, de injurias y malos tratos (RB 7) que pueden esperarnos en el camino de la obediencia; nos dice que «la senda es estrecha», si bien añade que «conduce a la vida» (RB 5). Y efectivamente, si nos sometemos con fe, «estamos seguros», ya que san Benito nos lo garantiza, de que cada uno de nuestros actos llevados a cabo en estas circunstancias difíciles «redundará en nuestro bien» y de que nuestra virtud irá robusteciéndose: «Tenga por cierto el súbdito que así le conviene» (RB 68). La gloria de Dios triunfa, precisamente, utilizando las flaquezas y errores de los hombres en beneficio de las almas que en Él confían: «Todo contribuye a su bien» (Rom 8,28).
[«La experiencia nos demuestra con frecuencia que nada hay mejor que la obligación de hacer una cosa, tanto para el que la hace como para la obra misma. Recordando mis años pasados, me he convencido –puedo asegurarlo– de que algunas determinaciones tomadas por obediencia, en contra de otras que a mi juicio eran preferibles, han resultado de hecho ser las mejores y más justas. Y hasta las mismas que yo consideraba como errores, me han dado bajo la obediencia, resultados que, a la postre, tuve que reconocer como verdaderamente providenciales… Corremos, sí, verdadero peligro de engañarnos, precisamente en aquellos momentos de debilidad o cobardía en que queremos sustraemos directa o indirectamente al yugo de la autoridad. Los autores espirituales están unánimes en condenar como sumamente peligrosa para la vida espiritual cualquiera actitud de oposición, aun meramente pasiva, a la autoridad constituida». Cardenal Gasquet, Religio Religiosi, c. XII, El yugo de la obediencia].
Tengamos, pues, siempre presentes las palabras de nuestro bienaventurado Padre: «Creemos que el abad hace las veces de Cristo». Cuanto más veamos a Cristo en el abad y más participemos de este espíritu de fe, tanto más el abad será un instrumento para nosotros de salvación y perfección: «Vino a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,9).
Es más: el hombre que se entrega a Dios con semejante obediencia puede compararse a la «saeta, lanzada por una mano robusta» (Sal 126,4). Poseyendo esta flexibilidad sobrenatural es capaz de grandes cosas, porque si el alma puede contar con Dios, puede Dios contar con ella; está seguro de ella; y muchas veces Dios emplea estas almas para obras de las cuales depende particularmente su gloria. Pero las emplea mediante la obediencia, para mantenerlas en la humildad. Por elevado que sea el objeto que se propone, el alma plenamente obediente lo alcanza, porque es lanzada por una mano segura. Por ardua que sea la labor encomendada, la cumple perfectamente, porque halla en Dios la fortaleza y dispone del mismo poder de Dios
[«Al someterse a una autoridad esencialmente superior (la autoridad divina), un agente falible se ennoblece. Al dejarse investir por una autoridad fuerte, la autoridad débil se reviste de la fuerza del principio en el que se apoya, que, en el caso que nos ocupa, es una participación de la divina fortaleza. La libertad que deja restringir por la ley su campo de acción –a la vez que su campo de dudas y de fracasos– ve abrirse delante de sí, gracias a las sugestiones positivas de la ley, un nuevo campo inaccesible al error. Desde el punto de vista cuantitativo esta libertad sufre una merma, pero adquiere una ganancia. En orden a la calidad, la ganancia es absoluta, sin merma alguna de su patrimonio. Y para el logro de esta ganancia sólo se pone una condición, pero indispensable: la obediencia formal, la docilidad». Dom Festugière, La liturgie catholique].
Entonces no nos maravillamos ante aquellos prodigios obrados por quienes, olvidándose de sí mismos, despojándose de sí mismos, se ven como investidos por la obediencia de un poder sobrenatural. Nos lo demuestra un hecho de la vida de san Benito, cuando san Mauro caminó sobre las aguas para salvar al niño Plácido, caído en el lago de Subiaco y arrastrado por las ondas. San Benito manda a Mauro que acuda a sacarlo; éste no objeta que él no puede andar sobre las aguas, antes bien, obedece; y Dios recompensa esta pronta sumisión con un milagro [San Gregorio, Diálogos, l. II, c. 7]. Dios obra maravillas cuando la obediencia, esclarecida por la fe, es perfecta.
La fe es la única que puede darnos la seguridad en la vida monástica. Mientras veamos a Cristo en la persona del superior, participaremos, como san Pedro caminando sobre las aguas (Mt 14, 29), de la inmunidad divina; mas si dudamos caeremos sin remisión. El alma que obedece con fe en la palabra divina, se apoya en algo más que en las fuerzas naturales: «Confían unos en sus carros y otros en sus caballos; en cuanto a nosotros, en el nombre del Señor» (Sal 19, 8).
Nadie debe extrañarse de que insista tanto en el papel que desempeña la fe como fundamento de la obediencia religiosa, pues es de capital importancia. La fe es lo que asegura, fecunda y ennoblece a la obediencia.
Los mundanos frecuentemente nos acusan de falta de carácter, de que somos los religiosos esclavos y aduladores de la autoridad; el mundo está siempre pronto a lanzar sobre nosotros la piedra, y a menudo en cosas que constituyen su propio defecto. Por poco que se haya frecuentado el siglo se sabe que a menudo adolece de esta falta de carácter que nos echan en cara. Sin embargo, no les faltaría razón al achacarnos idea tan mezquina si no viésemos a Dios en el superior; hay, en efecto, mucho de envilecimiento en obedecer al hombre por el hombre y no como representante de la autoridad divina.
No es obediencia ni merece tal nombre obedecer al abad por simpatía natural, por identidad de ideas o de inclinación, o porque admiramos su talento y su genio, porque encontramos razonables sus mandamientos: cumpliremos materialmente lo que nos ordena el abad sin poner un acto formal de verdadera obediencia. [«Un religioso puede obedecer por hábito, por rutina, para evitar disgustos, o por una disposición más o menos servil; exteriormente su vida es vida de obediencia, pero en realidad no obedece; y menos todavía puede decirse que obedece quien ejecuta lo mandado en apariencia, mientras protesta en su interior». Mons. Hedley, Retiro, c. XI, La obediencia].
Ninguno de estos motivos naturales podría movernos a obedecer. ¿Por qué? Porque, en el terreno natural, tanto vale un hombre como otro; y la dignidad humana no permite someterse a otra criatura como tal, so pena de rebajamiento. Jamás obedeceré a un hombre, por brillantes que sean las dotes de que esté revestido, si no ha recibido para mandarme una participación de la autoridad divina. Mas cuando Dios me dice: «Este hombre me representa», me someteré a él aunque esté desprovisto de talento y con muchos defectos naturales; le obedeceré mientras no me ordene lo que sea contra la ley de Dios, pues entonces no le representaría.
Obedecer de este modo es elevarse, porque es no reconocer, para postrarse, más que una sola autoridad ante la que todas las naciones deben anonadarse y adorar: la autoridad de Dios. Servir a Dios es reinar; servirle en esta forma es elevarse, por encima de todas las consideraciones humanas y las contingencias naturales, hasta el Ser supremo y Señor de todas las cosas, hasta Dios; es ser verdaderamente libres, fuertes, grandes, ya que criatura alguna, por elevada que sea, nos esclaviza: «Servir a Dios es reinar» (Pontifical romano, ordenación de los subdiáconos).
[Encontramos esta expresión en una carta atribuida a san León (ad Demetriadem, P. L., LV, 165). Es una prueba de lo injusto del reproche de servilismo hecho contra el religioso que obedece. ¡Todo lo contrario! El espíritu de fe de que éste se halla animado es la única fuerza moral que exime al hombre de todo servilismo ante cualquier superior –magistrado, jefe militar, príncipe– y encierra el secreto de la verdadera arrogancia humana. El católico es a la vez el más obediente y el menos servil de los mortales].
Únicamente la fe, la fe viva y ardiente es capaz de levantarnos a este nivel y de mantenernos en él.
¿Supone esto que no podremos amar al superior? En manera alguna. Nuestro padre san Benito aconseja al abad que procure «ser más amado que temido» (RB 64); y a los monjes les ordena «que amen a su abad con amor sincero y humilde» (RB 72). Pero este amor debe ser sobrenatural. Lo que el santo Legislador nos impone es una obediencia por la fe: debemos ejecutar las órdenes del superior «como si proviniesen del mismo Dios» (RB 5). Si esta fe es viva hará esta obediencia fácil; en la orden mandada, cualquiera que sea, nos hará encontrar a Dios; y esto constituirá nuestra mejor recompensa.